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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Intriga, Policíaca,

La Danza Del Cementerio (34 page)

BOOK: La Danza Del Cementerio
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—El año que viene —dijo Martinelli al coger el porro, señalando con la cabeza el prado que había al otro lado de la oscuridad del campo de béisbol— cogeremos la maría que crece allá al fondo.

—Vale —dijo Roybal, exhalando de golpe—. También es de primera.

—Anda que no.

—Te ñipas, tío.

—Te flipas.

Roybal dio otra chupada, pasó el porro y expulsó ruidosamente el humo. Esperó a que Martinelli hiciera lo mismo, con un chisporroteo y una punta de luz que se apagó enseguida, tras pintar de naranja su cara alargada de tonto. Roybal volvió a coger el porro, sacudió la ceniza con cuidado y rehizo la punta. Justo cuando lo iba a encender otra vez, vio a la luz del crepúsculo que en el aparcamiento del fondo llegaba un coche patrulla, preciso y elegante como un tiburón.

—Ojo, la pasma.

Saltó detrás de la grada, seguido por Martinelli. Miraron a través de los puntales de metal y madera. El coche de la pasma frenó. Empezó a girar un foco, cuya luz recorrió los campos de béisbol.

—¿Qué hacen? —Y yo qué cono sé.

Esperaron en cuclillas, mientras la luz se deslizaba lentamente por las gradas, y parecía vacilar al pasar sobre ellos.

—No te muevas —dijo la voz grave de Roybal.

—Si yo no me muevo.

La luz se alejó. Luego volvió despacio, brillando cegadora a través de la grada. ¿Les verían los polis allá atrás, en cuclillas? Roybal lo dudaba, pero en todo caso demostraba un interés inusual por las gradas.

Oyó un gruñido: el jodido de Martinelli, corriendo por el campo de béisbol como un gilipollas, hasta salir al campo e ir hacia el bosque. La luz dio un salto y le enfocó. —¡Mierda!

Roybal salió corriendo tras él. Ahora tenía la luz encima. Era como si corriese para pillar su propia sombra. Saltó por encima de la tela metálica, cruzó el campo y se metió por el bosque, siguiendo la silueta borrosa de Martinelli.

Corrieron y corrieron sin parar, hasta agotar sus fuerzas. Al final Martinelli se quedó sin fuelle, y se dejó caer jadeando sobre un tronco. Roybal se derrumbó a su lado, respirando a bocanadas.

—¿Vienen? —preguntó finalmente Martinelli, sin aliento. —Tampoco hacía falta que te diera el yuyu, tío —contestó Roybal—. Si no hubieras saltado no nos habría visto el poli. —Ya nos había visto.

Roybal miró la pared de árboles, pero no veía nada. Martinelli había corrido mucho. Palpó el bolsillo de su camisa. Estaba vacío.

—Por tu culpa se me ha caído el peta.

—Tío, en serio, que nos pelaban.

Roybal escupió. No valía la pena discutir. Se sacó del bolsillo el papel ZigZag, y el resto del chocolate. Pegó dos papeles y echó un poco de maría en el surco.

—No veo una mierda, tío.

A pesar de todo, la luna se filtraba entre los árboles para poder quitar un par de semillas, enrollar el porro, encenderlo y chupar. Lo acaparó un momento, espiró, dio otra calada, se quedó un buen rato el humo, volvió a espirar y lo pasó. Empezó a reírse, jadeando.

—Jo, tío, has salido disparado como si fueras un conejo y te persiguieran los perros.

—Nos había visto la poli, tío. —Martinelli cogió el porro y miró a su alrededor—. ¿Sabes qué?

Que aquí cerca está aquel sitio de friquis, la Ville.

—Qué va, tío. Eso queda al otro lado.

—¡Tú flipas, tío! Es bajando hacia el río.

—¿Y qué pasa, que te vas a pegar otra carrera? ¡Uuuu, que vienen los zombis! —Roybal movió las manos sobre la cabeza—. ¡Cerebros! ¡Cereeebros!

—Cállate, joder.

Se pasaron el porro en silencio, hasta que Roybal lo apagó con cuidado y lo guardó en una cajita de pastillas para la tos. De repente flotaron en la oscuridad las notas en sordina de
Smack my Bitcb Up.

—Fijo que es tu madre —dijo Roybal.

Martinelli sacó de su bolsillo el teléfono móvil, que sonaba.

—No te pongas.

—Es que si no me pongo se raya.

—Qué jodido, tío.

—¿Diga? Sí. Vale.

Roybal escuchó la conversación de mal humor. El ya se había ido de casa, y tenía choza propia. Martinelli aún vivía con su madre.

—No, estoy en el anexo de la biblioteca, estudiando con Kenny para el examen de trigo…

Ya tendré cuidado… Aquí dentro no hay ladrones… ¡Pero mamá, que solo son las once!

Cerró el teléfono.

—Tengo que irme a casa.

—¡Si no es ni medianoche! Mal rollo, tío.

Martinelli se levantó, seguido por Roybal, que ya tenía calambres en las piernas, por la tontería de echarse a correr. Martinelli se metió otra vez entre los árboles, a paso rápido.

Estaba tan oscuro que casi no se le veían las piernas larguiruchas. Poco después se paró.

—No me suena este árbol caído —dijo.

—¿Cómo quieres que te suene algo? Ibas que te las pelabas.

Roybal volvía a jadear.

—Me acordaría de haber saltado por encima, o algo.

—Tú sigue.

Roybal le empujó por detrás.

Llegaron a otro árbol caído. Martinelli se volvió a parar.

—Ahora sé de fijo que no hemos venido por aquí.

—Tú sigue y calla.

Martinelli no se movió.

—¿A qué huele? ¿Qué pasa, tío, que te has tirado un cacho pedo?

Roybal aspiró ruidosamente. Miró a su alrededor, pero estaba demasiado oscuro para ver bien el suelo.

—Voy yo delante. —Al pasar por encima del tronco, se le hundió el pie en algo firme, pero flexible—. ¿Qué cono pasa?

Levantó el pie y se agachó a mirar.

—¡Mierda! —gritó, echándose hacia atrás—. ¡Un cadáver! ¡Me cago en la puta! ¡Acabo de pisar un cadáver!

Miraron los dos. Una franja de luz de luna iluminaba una cara, pálida, destrozada, ensangrentada, con ojos vidriosos que miraban fijamente sin ver.

Martinelli tosió.

—¡Dios!

—¡Llama al 901!

Mientras retrocedía, Martinelli sacó el móvil y marcó como un poseso.

—¡No me lo puedo creer! ¡Es un cadáver!

—¿Oiga?¿Oi…?

De repente Martinelli se dobló y vomitó sobre el teléfono.

—¡Mierda, tío…!

Siguió vomitando, mientras se le caía el móvil al suelo, pegajoso de vómito.

—¡Ponte otra vez!

Más vomitera.

Roybal retrocedió otro paso. Increíblemente, oyó salir por el teléfono una voz aguda.

—¿Quién es? —preguntaba—. ¿Eres tú, Rocky? ¡Rocky! ¿Estás bien?

Vómito y más vómito. La mirada de Roybal se posó otra vez en el cadáver, que estaba de lado, contraído, con un brazo hacia arriba, lívido y andrajoso a la luz de la luna. Qué mal rollo. Después se giró y corrió entre los árboles: lejos, lejos, lejos, lejos…

52

E
ran las cuatro de la madrugada cuando D'Agosta y Pendergast llegaron a la sala de espera del anexo del depósito de cadáveres. Ya les esperaba el doctor Beckstein, hecho unas castañuelas, curiosamente; a menos, pensó D'Agosta, que solo fuera la costumbre de quedarse en el depósito a altas horas de la noche. Él, por su parte, estaba hecho una birria; de lo único que tenía ganas era de irse a su casa y meterse en la cama.

Pero era lo último que podía hacer. Se había precipitado todo tanto, que casi no podía procesarlo. De todos los últimos sucesos, el peor, con diferencia (al menos para él), era el secuestro de Nora Kelly, de cuyo paradero no se tenía el menor indicio. Al policía que tenía la misión de protegerla le habían puesto droga en el café, y le habían encerrado inconsciente en el lavabo de Nora. D'Agosta le había vuelto a fallar.

Y ahora aquello.

—Bueno, bueno, señores —dijo Beckstein, enfundándose unos guantes—, esto se pone cada vez más misterioso. Ustedes mismos, por favor.

Señaló con la cabeza el dispensador de al lado.

D'Agosta se abrochó la bata, se puso una mascarilla y un gorro médicos y se cubrió las manos con guantes. Cuanto más intentaba hacer de tripas corazón ante el suplicio que se avecinaba, más crecía su angustia. En el mejor de los casos, ver muertos en el depósito era un mal trago. Por algún motivo, la combinación de carne muerta y fría, las luces de hospital y el brillo del acero le formaban un nudo en el estómago. ¿Cómo reaccionaría a un caso así, en que las descripciones del cadáver cuando aún caminaba ya eran suficientes para dar arcadas a cualquiera? Miró a Pendergast, que ahora que iba de verde y blanco tenía más aspecto de huésped del depósito que de visitante. Estaba en su ambiente.

—Doctor, antes de entrar… —D'Agosta intentó conservar la naturalidad—. Tengo un par de preguntas.

—No faltaba más —dijo Beckstein, parándose.

—El cadáver lo han encontrado en Inwood Hill Park, ¿no? Bastante cerca de la Ville.

Beckstein asintió.

—Lo han descubierto dos adolescentes.

—¿Y está seguro de la identificación de la víctima? ¿De que es el cadáver de Colin Fearing?

—Razonablemente seguro. Lo ha identificado sin vacilar el portero del edificio de Fearing, a quien considero un testigo creíble. También han identificado el cadáver dos inquilinos que conocían bien a Fearing. El tatuaje y la marca de nacimiento están en el lugar correcto.

Hemos encargado pruebas de ADN, para estar seguros, pero yo me jugaría mi puesto a que es Colin Fearing.

—¿Y el primer cadáver, el que se suicidó tirándose del puente? ¿El que identificó el doctor Heffler como Fearing? ¿Cómo es posible?

Beckstein carraspeó.

—Por lo visto el doctor Heffler cometió un error; un error comprensible, dadas las circunstancias —se apresuró a añadir—. Está claro que yo también habría aceptado como definitiva la identificación de una hermana.

—Intrigante —murmuró Pendergast.

—¿El qué? —preguntó D'Agosta.

—Se pregunta uno a qué cadáver le hizo realmente la autopsia el doctor Heffler…

—Sí.

—Tampoco es tan excepcional que se cometan errores de identificación —dijo Beckstein—. Yo he visto varios. Si sumamos la pena y la impresión de los seres queridos a los cambios inevitables que provoca en el cuerpo la muerte, sobre todo la inmersión en agua, o la descomposición bajo un sol intenso…

—Claro, claro —se apresuró a decir D'Agosta—, pero es que en este caso las pruebas externas hacen sospechar un engaño. Encima el doctor Heffler también se descuidó al determinar la identidad de la hermana.

—Errar es humano —dijo Beckstein con poca convicción.

—Yo he observado que la arrogancia, de cuya falta no adolece el doctor Heffler —recitó Pendergast—, es el estiércol ideal para abonar las viñas del error.

D'Agosta aún estaba analizando la última frase cuando Beckstein les hizo señas de que le siguieran a la sala de autopsias. Dentro, el cadáver de Fearing estaba sobre una camilla, bajo una luz cruda. El alivio de D'Agosta fue inmenso al descubrir que lo tapaba un plástico blanco.

—Aún no he empezado a trabajar —dijo Beckstein—. Estamos esperando a que lleguen un patólogo y un celador. Disculpen el retraso.

—No se preocupe —dijo D'Agosta, con cierta prisa—. Le agradecemos que haya sido tan rápido. El cadáver no lo han traído hasta medianoche, ¿verdad?

—Correcto. Ya he hecho los preliminares, y el cadáver presenta algunas… curiosidades. —

Beckstein tocó una esquina del plástico—. ¿Puedo?

«Curiosidades.» D'Agosta ya se las imaginaba.

—Pues…

—¡Con mucho gusto! —dijo Pendergast.

D'Agosta sacó fuerzas de flaqueza, respirando por la boca y desenfocando la vista. Iba a ser espantoso: un cadáver ennegrecido e hinchado, con la carne cayendo de los huesos, la grasa derritiéndose y los fluidos escurriéndose… ¡Cómo odiaba los cadáveres, por Dios!

Beckstein hizo crujir el plástico al apartar de golpe la cubierta.

—Aquí lo tienen —dijo.

D'Agosta se obligó a mirarlo. Y se quedó perplejo.

Era el cuerpo de una persona normal y corriente, limpio, pulcro y tan fresco que podría haber dormido. Tenía la cara recién afeitada, y el pelo engominado. El único indicio de que estaba muerto era una herida grave de bala encima de la oreja derecha, y algunas ramas y hojas pegadas a la gomina hacia la nuca.

Al mirar a Pendergast, D'Agosta vio que el agente del FBI compartía su estupefacción.

—¡Vaya! —dijo, aliviado—. Para que luego hable de zombis y muertos vivientes, Pendergast.

Siempre le he dicho que todo eran patrañas inventadas por la Ville. Seguro que le ha pegado un tiro algún atracador cuando volvía de pasarse la noche haciendo el zombi.

Pendergast no dijo nada. Se limitó a observar el cadáver con un brillo en sus ojos plateados.

D'Agosta se giró hacia Beckstein.

—¿Sabe la hora de la muerte?

—Según la sonda anal, cuando lo han encontrado en Inwood Hill Park llevaba muerto unas dos horas y media. Contando que lo han descubierto sobre las once, la hora de defunción aproximada serían las ocho y media.

—¿Causa de la muerte?

—Con toda probabilidad, la herida de bala que tanto destaca sobre la oreja derecha.

D'Agosta aguzó la vista.

—No hay orificio de salida. Parece del veintidós.

—Creo que sí. Naturalmente, no estaremos seguros hasta que lo abramos. Mi examen preliminar indica que le dispararon por la espalda a bocajarro. No hay señales de resistencia ni de coacción; tampoco se aprecian morados, rasguños ni marcas de cuerdas.

D'Agosta se giró.

—¿Qué me dice, Pendergast? Ni vudú ni obeah; solo un disparo de mierda, como la mitad de los asesinatos de esta ciudad. Doctor Beckstein, ¿le mataron in situ, o tiraron el cadáver?

—Sobre eso no tengo ningún dato, teniente. Los de urgencias llevaron el cadáver enseguida al hospital. Aún estaba caliente, y no se anduvieron con hipótesis.

—Normal. Tendremos que consultar a la brigada científica cuando termine. —A D'Agosta le resultaba imposible disimular el tono victorioso—. Yo tengo bastante claro que todo esto han sido paparruchas montadas por los hijos de puta de la Ville para asustar a la gente, y que no se acerque.

—¿Ha mencionado usted curiosidades? —le preguntó Pendergast a Beckstein.

—Sí. La primera es posible que les suene.

Beckstein cogió un depresor de un bote, rompió el envoltorio estéril y abrió la boca del cadáver. Dentro había una pequeña bola de plumas y pelo, clavada a la lengua. Coincidía prácticamente en todo con el de la boca de Bill Smithback.

D'Agosta se lo quedó mirando con incredulidad.

—También había algo más. Necesitaré que me ayuden a girar el cadáver. ¿Teniente?

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