Read La Danza Del Cementerio Online
Authors: Lincoln Child Douglas Preston
Tags: #Intriga, Policíaca,
Se dio cuenta de que se le cerraban los puños al oír exponer un plan tan pobre. El ya había intentado explicarle a Chislett que había muchas posibilidades de que tuvieran prisionera a Nora Kelly en la Ville, y que cualquier explosión de violencia por parte de los manifestantes podía precipitar su muerte. Era algo más que un simple problema de logística; siempre que se juntaba mucha gente, la violencia y los disturbios estaban a un paso. Podía estar en juego la vida de Nora Kelly. Sin embargo, el subcomisario no lo veía igual. «La carga de la prueba la lleva usted en los hombros —había proclamado con pomposidad—. ¿Qué pruebas tiene de que Nora Kelly esté en la Ville?» Bastante había hecho D'Agosta con no clavarle el puño en el tejido adiposo.
—Habrá tres puntos de control, aquí, aquí y aquí —peroró Chislett con otro golpe de puntero—.
Dos en los nodos centrales de entrada y de salida, y otro en el acceso de Inwood Hill Park. La cadena de mando partirá de ahí hacia las posiciones más adelantadas.
—Alemanda a la izquierda, con la mano izquierda —murmuró D'Agosta para sus adentros—.
Giro derecho hacia la pareja, reverencia a ambos lados.
—Parece, en efecto, que al subcomisario Chislett se le escapa lo esencial —dijo muy cerca una voz conocida.
Al girarse, D'Agosta vio a Pendergast de pie a su lado.
—Buenas tardes, Vincent —dijo la voz melosa del inspector.
—¿Qué hace usted aquí? —preguntó él, sorprendido.
—Vengo a buscarle.
—¿Dónde está su amigo Bertin?
—Ha regresado a la seguridad de los pantanos. Volvemos a estar solos usted y yo.
Sintió una inyección de esperanza, como llevaba días sin sentirla. Al menos Pendergast se daba cuenta de la gravedad de la situación.
—Pues entonces ya sabe que no podemos esperar —dijo—. Tenemos que salir pitando y rescatar ahora mismo a Nora.
—Estoy de acuerdo con usted.
—Si hay disturbios con Nora prisionera en la Ville, el riesgo de que la maten inmediatamente será muy alto.
—Vuelvo a estar de acuerdo con usted, siempre que Nora esté en la Ville.
—¿«Siempre que»? ¿Dónde va a estar? Mandé analizar la banda sonora del vídeo.
—Sí, estoy al corriente —dijo Pendergast—. Parece ser que los expertos no estaban tan seguros como usted de que se tratara de un animal.
—Pues que se vayan a la porra los expertos. Yo ya no puedo esperar más. Salgo ahora mismo.
Pendergast asintió con la cabeza, como si se lo esperase.
—De acuerdo, Vincent, pero con una condición: no dividirnos bajo ningún concepto. Algo tiene que ver la Ville, sin duda, pero ¿qué? He ahí el enigma. En todo esto hay algo que se me escapa, algo que no me cuadra.
—¡Y tanto que no cuadra! Están a punto de matar a Nora Kelly.
El agente especial sacudió la cabeza.
—No me refería a eso. ¿Me da su palabra, Vincent? ¿Lo haremos juntos?
D'Agosta le miró.
—Tiene mi palabra.
—Magnífico. Mi coche nos espera en la calle.
R
ichard Plock estaba en la acera de enfrente del aparcamiento del patio de maniobras de la calle Doscientos siete, mirando las apretadas filas de vagones del metro iluminados por el sol del atardecer. El ambiente, más que de tranquilidad, era de letargo. Un operario pasó por las vías, hasta meterse en el taller de herrería. Un técnico condujo lentamente una hilera de vagones a un apartadero, junto a la nave de inspección.
Plock miró a ambos lados de la calle, detrás de la valla. En la calle Doscientos quince Oeste también estaba todo tranquilo. Consultó su reloj con un gruñido de satisfacción. Las seis y cuarto.
Oyó sonar uno de los móviles que llevaba en el bolsillo de la chaqueta, identificados por sus colores. Al sacarlo, vio que era el rojo. Tenía que ser Traum, en los Cloisters.
Lo abrió.
—Ponme al día.
—Han empezado a llegar hace unos veinte minutos.
—¿De momento cuántos son?
—Doscientos o doscientos cincuenta.
—Muy bien. Que no se junten mucho. Que parezca lo más desorganizado posible. No nos interesa revelar nuestras intenciones antes de tiempo.
—Vale.
—Sigue. Nos pondremos en marcha dentro de un cuarto de hora.
Cerró el móvil suavemente y se lo guardó otra vez en el bolsillo. Casi era la hora de ir con su unidad, que se estaba reuniendo en el lado sur de la playa de vías.
Plock era consciente de no dar la imagen de líder nato. Para ser franco, tampoco tenía carisma de líder, pero sí pasión y convicción, que era lo principal. Estaba claro que le habían subestimado toda la vida, y también le subestimarían hoy.
Con eso contaba Rich Plock.
Desde la primera manifestación, la que se había quedado a medias, no había cejado ni un momento en su esfuerzo por ponerse en contacto con organizaciones de toda la ciudad, del estado y hasta del país, a fin de formar el grupo más celoso que pudiera para la acción de aquella tarde. Ahora todo estaba a punto de dar fruto. Más de dos docenas de organizaciones —
Humans for Other Animáis, Vegan Army, Amnesty Without Borders, The Green Brigade convergían en aquel momento en el West Side. Y ya no eran solo vegetarianos y protectores de los animales, porque el asesinato de los dos periodistas y del alto cargo del ayuntamiento, sumado al secuestro de Nora Kelly, habían demostrado un poder muy notable de convocatoria. Con aquella publicidad en la mano, Plock había convencido a unos cuantos grupos marginales con las ideas muy claras de que se significasen. En otras circunstancias, lo cierto era que algunas se habrían mirado con recelo entre sí por sus connotaciones armamentistas o racistas (ahora, por ejemplo, participaban Guns Universal y Reclaim America), pero gracias a la retórica incendiaria de Plock, todas habían encontrado un enemigo común en la Ville.
Él no quería riesgos. Lo tenía todo coreografiado a la perfección. Para evitar que la poli les dispersase o arrinconase antes de tiempo, los grupos tenían una decena de puntos de reunión preestablecidos: Wien Stadium, Dyckman House, High Bridge Park… Así no llamarían demasiado la atención de las autoridades… hasta que Plock diera la orden, y se fundieran sin dificultad en un solo grupo. Entonces ya sería demasiado tarde para detenerles. Esta vez no les disuadiría nadie.
Se puso muy serio al recordar la primera manifestación. Visto en retrospectiva, era una gran suerte que Esteban se hubiera echado atrás. Ya se le había pasado el momento de ser útil.
Ya había hecho todo lo necesario: funcionar como fachada famosa, aumentar su visibilidad y darles un dinero imprescindible, con el que Plock había podido reunir a la cantidad de gente necesaria para lo de aquella tarde. Si Esteban siguiera con ellos, seguro que les aconsejaría prudencia, recordándoles la falta de pruebas sobre la existencia de un rehén, y sobre la culpabilidad de la Ville en los asesinatos.
La falta de arrojo de Esteban había debilitado su anterior acción, pero por nada del mundo debilitaría aquella. Iban a pararle los pies a la Ville de una vez por todas. Se habían acabado la crueldad arbitraria, el sacrificio de animales indefensos y el asesinato de periodistas que simpatizaban con su causa.
Plock había pasado su infancia en una granja del norte de New Hampshire. De pequeño se ponía físicamente enfermo cada vez que llegaba la época de sacrificar los corderos y los cerdos. Siempre que intentaba no tener que ayudar, su padre, que no lo entendía, le pegaba y le llamaba vago y consentido. El era demasiado pequeño para plantarle cara. Recordaba haber visto a su padre decapitando a un pollo con un hacha, y riéndose de que la pobre ave se pusiera a bailar espasmódicamente en el polvo del camino, tropezando y manando sangre por el cuello seccionado. Desde entonces le perseguía en sueños esa imagen. Su padre estaba empeñado en que se comieran sus propios animales, en que hubiera carne en todas las comidas, y en que Rich consumiera la parte que le correspondía. Cuando mataron a su cerdita preferida, su padre le obligó a comerse las costillas, con toda su grasa. Luego Plock se fue a vomitar detrás del establo, sin que lo advirtiera nadie. Un día después se iba de casa. Ni siquiera se llevó equipaje; solo los pocos libros que tenía (Un mundo feliz, La rebelión de Atlas y 1984), y puso rumbo al sur.
Desde entonces era un capítulo cerrado de su vida. Su padre no le había querido, apoyado ni enseñado nada. Nada.
«Bueno, no es del todo verdad», se dijo al pensar en la Ville. Algo sí que le había enseñado su padre: a odiar.
Sonó otro de sus móviles. Era el azul: McMoultree, enfrente déla Yeshiva Umversity. Justo cuando iba a contestar, vio algo curioso: una limusina Lincoln que iba a toda velocidad por la Décima Avenida, en dirección al norte, conducida por un sanitario con equipo completo de urgencias. Solo la miró un momento, porque seguía sonando el teléfono. Carraspeó con suavidad, lo abrió y se lo pegó a la oreja con aplomo.
E
1 Rolls frenó como una seda al final de la calle Doscientos dieciocho Oeste, y aparcó entre una furgoneta destartalada y un Jeep último modelo. A la izquierda había una hilera de edificios de pisos de lo más normales, no muy altos; a la derecha, el óvalo verde del complejo deportivo de la Columbia. Entre el campo y las gradas se repartían unas doscientas personas que parecían desorganizadas, pero D'Agosta tuvo la seguridad de que formaban parte de la inminente manifestación. Ya había visto grupos sospechosos por el mismo estilo al cruzar Inwood. Pronto Chislett, en su gloriosa ignorancia, ya no sabría qué hacer.
—Entraremos de lado, por Isham Park —dijo Pendergast, cogiendo una bolsa de lona del asiento trasero.
Tras cruzar a paso vivo una serie de campos de béisbol y prados bien cuidados, penetraron sin transición en la naturaleza silvestre de Inwood Hill Park. En cuanto a la Ville, aún la tapaban los árboles. Pendergast había elegido una buena ruta de acceso: podían entrar sin ser vistos, ya que la atención de la Ville se orientaría hacia otro punto. D'Agosta oyó lo que traía del sur la brisa del atardecer: un rumor de megáfonos, gritos lejanos, bocinas de aire comprimido… Quien lo había planeado era muy listo: dejaba vociferar a un grupo para que atrajese la atención de la policía, y así los otros grupos podrían organizarse y llegar todos de golpe. Como no sacaran a Nora antes de que se pusiera en marcha la fuerza principal…
Pendergast, que iba en cabeza, se paró, dejó la bolsa en el suelo, la abrió y sacó un par de túnicas marrones de tela basta. D'Agosta, a quien el chaleco antibalas ya hacía sudar, se alegró de que hiciera frío. Pendergast le dio una de las túnicas. D'Agosta se la pasó rápidamente por la cabeza, y se ajustó la capucha. Tras hacer lo mismo, el agente del FBI se miró en un espejo de bolsillo y se lo puso delante a D'Agosta. No estaba mal, siempre que no se levantara la capucha, ni irguiera la cabeza. D'Agosta vio que el agente sacaba más cosas del petate (una linterna pequeña con pilas de repuesto, un cuchillo, un escoplo y un martillo y un juego de ganzúas), y las guardaba en un bolso cinturón, que procedió a esconder debajo de la túnica.
D'Agosta se palpó la cintura para comprobar que también él tuviera a mano su Glock 19 y los cargadores de repuesto.
Pendergast metió el petate vacío debajo de un tronco caído, lo tapó con hojas e hizo señas con la cabeza al teniente de que le siguiera por el terraplén que tenían justo delante. Treparon por la cuesta, muy empinada, y se asomaron al otro lado. Estaban a unos veinte metros de la cerca metálica de la Ville, que en aquel tramo estaba vieja y oxidada, con varios agujeros perfectamente visibles; cincuenta metros más allá se erguía el informe amasijo de edificios, en la penumbra del atardecer, dominado por el gran volumen de la antigua iglesia.
D'Agosta se acordó de la primera vez que había estado en aquel bosque, y del cachiporrazo en la cabeza que había recibido en pago a sus desvelos. Sacó la Glock, y la sostuvo en la mano mientras ascendía. No volvería a sucederle.
Siguiendo á Pendergast, corrió hacia la tela metálica, la cruzó por uno de los agujeros y se agachó para seguir corriendo hacia la base de los muros exteriores de la Ville. Al cabo de un rato de seguir la curva, encontraron una abertura en la pared, una puerta pequeña que se caía a trozos, con candado. Un golpe certero del escoplo de Pendergast pudo con todo: candado, bisagras y todo lo demás. Al empujar la puerta, el agente dejó a la vista un camino estrecho y lleno de basura que bordeaba la iglesia, bajo aleros que casi no dejaban ni un resquicio de cielo. Entró, seguido por D'Agosta, que cerró la puerta. Pendergast pegó la oreja a la pared trasera de la iglesia. D'Agosta también. Dentro se oía la cantinela de una voz que subía y bajaba con tono sacerdotal, un tono trémulo, de denuncias y exhortaciones, pero demasiado lejano y confuso para ser entendido (suponiendo que hablase en inglés, para empezar…). De vez en cuando se alzaba una respuesta a coro, como una letanía mecánica e irreflexiva, seguida siempre por la voz desquiciada del solista.
Y a todo ello se mezclaban los relinchos agudos de un potro asustado.
D'Agosta trató de no pensar en aquella atrocidad, concentrándose en lo que hacían. Siguió de cerca a Pendergast por el camino, saltando de puerta oscura en puerta oscura, sin levantar la cabeza ni mostrar la cara. No se veía a nadie. Debían de estar todos en la iglesia, asistiendo a la nauseabunda ceremonia. El camino giraba bruscamente para cruzar un laberinto de construcciones viejas y precarias. Luego flanqueaba un edificio de mayor tamaño, adosado al templo, que por su aspecto podía ser la antigua rectoría.
La primera puerta que encontraron en la rectoría estaba cerrada, pero Pendergast no tardó ni cinco segundos en forzarla. Penetraron deprisa en una sala oscura y asfixiante. Cuando se le acostumbró la vista, D'Agosta vio que era un comedor, con una vieja mesa de roble, sillas y muchas velas en candelabros con cera acumulada. La única luz salía de un ordenador viejo, de la época del DOS, que desentonaba a más no poder con el antiguo mobiliario. En los lados este, sur y oeste había puertas que daban a habitaciones todavía más oscuras.
Desde ahí dentro se oían con más fuerza los desvaríos del sacerdote, filtrándose desde una dirección indeterminada.
De repente el problema al que se enfrentaban (encontrar a Nora en aquel enorme disparate constructivo) parecía insoluble. Se quitó rápidamente la idea de la cabeza. Las cosas paso a paso.