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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Intriga, Policíaca,

La Danza Del Cementerio (35 page)

BOOK: La Danza Del Cementerio
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Enormemente a su pesar, D'Agosta ayudó a Beckstein a poner el cadáver boca abajo.

Debajo de los omoplatos, en gruesas líneas de rotulador permanente, había un dibujo complejo y estilizado de dos serpientes rodeadas por estrellas, equis y flechas, y cajas en forma de ataúd. La base de la espalda presentaba un extraño y fino dibujo de una planta.

D'Agosta tragó saliva. Reconocía los dibujos.


Vévé
—murmuró Pendergast—, parecido a lo que vimos en la pared del apartamento de Smithback. Qué raro…

Se calló.

—¿El qué? —preguntó enseguida D'Agosta.

En vez de contestar directamente, Pendergast sacudió despacio la cabeza.

—Me gustaría que lo viera monsieur Bertin —murmuró, antes de incorporarse—. Querido Vincent, dudo que a este buen hombre le «pegase un tiro algún atracador», por usar sus palabras. Fue un asesinato premeditado, a modo de ejecución, al servicio de un objetivo muy concreto.

D'Agosta se quedó mirando a Pendergast, hasta fijar la vista otra vez en el cadáver de la mesa.

53

A
lexander Esteban eligió un lugar discreto en torno a la gran mesa de fórmica de la sórdida

«sala de juntas» de Humans for Other Animáis, en la calle Catorce Oeste. Era una mañana despejada de otoño, pero poco sol entraba por la única y sucia ventana de la sala, que daba a un patio de luces. Cruzándose de brazos, vio sentarse a los otros miembros de la directiva, con chirridos de sillas, murmullos de saludo y ruido de BlackBerries e iPhones. Un olor a Cinnamon Dolce Lattes y Pumpkin Spice Frappuccino Crémes de Starbucks llenó la habitación mientras todos depositaban en la mesa sus vasos de café de tamaño Venti.

El último en llegar fue Rich Plock, con tres acompañantes a quienes Esteban no conocía.

Se~apostó al fondo de la sala, cruzando los brazos para disimular el bulto de un barrigón como de embarazada, bajo un traje que le sentaba mal. Rojo y sudoroso bajo sus gafas de aviador, se embarcó inmediatamente en un discurso, con su voz aguda y presuntuosa.

—Señoras y señores de la directiva, tengo el placer de presentarles a tres invitados muy especiales: Miles Mondello, presidente de The Green Brigade, Lucinda LongPierson, presidenta de Vegan Army, y Morrys Wyland, director de Animal Amnesty.

Los tres miraban a Esteban como salidos de una agencia de casting: idealistas furibundos y estereotipados, que buscaban ansiosos una causa, y no se enteraban absolutamente de nada.

—Son las tres organizaciones que patrocinan la manifestación de esta tarde junto con HOA.

Démosles la bienvenida a nuestra reunión.

Aplausos.

—Siéntense todos, por favor. Se abre la sesión especial de la directiva de HOA.

Susurro de papeles, muchos sorbos de café, y aparición de bolígrafos, libretas y portátiles.

Se verificó que hubiera quórum. Esteban, mientras tanto, esperaba.

—Hay un solo tema en el orden del día: la manifestación de esta noche. Además de las organizaciones fundadoras, se han apuntado veintiún grupos más. Efectivamente, señoras y señores, han oído bien: ¡veintiún más! —Plock miró a su alrededor, eufórico—. La respuesta ha sido increíble. Esperamos a unas tres mil personas, pero sigo en contacto con otras organizaciones interesadas, y al final puede que sean más. Muchas más. —Sacó un fajo de papeles de una carpeta, y empezó a repartirlos—. Aquí están los detalles. El grupito de distracción se reunirá en los campos de béisbol. Otros grupos (todos listados en este papel) se congregarán en el campo de fútbol, el parque que hay al lado de la calle Doscientos dieciocho Oeste, el paseo y varios puntos de la zona. Ya saben que he conseguido que se autorice la manifestación. Es la única manera de que nos dejen acércanos a la Ville. Un murmullo, y asentimientos con la cabeza. —Pero claro, en el ayuntamiento no tienen la menor idea de lo grande que será el grupo que se forme en el norte. Ya me he encargado yo de ello.

Algunas risitas cómplices.

—¡Porque esto, señoras y señores, es una emergencia! Estos enfermos, estos depravados, okupas en nuestra ciudad, no solo matan animales, sino que es evidente que están detrás del brutal asesinato de Martin Wartek. Son responsables del asesinato de dos periodistas, Smithback y Kidd, y del secuestro de la mujer de Smithback. ¿Y qué hace el gobierno municipal? Nada. ¡Absolutamente nada! De nosotros depende actuar. Por eso esta tarde, a las seis, entraremos. Acabaremos de una vez con todo esto. ¡Ahora!

Plock sudaba. Tenía voz de pito, y una presencia física sin empaque, pero también el carisma de la convicción sincera, de la pasión y del auténtico coraje. Esteban estaba impresionado.

—El plan detallado de la manifestación lo tienen en las hojas. Guárdenlas con cuidado. Sería un desastre que llegase una de ellas a manos de la policía. ¡Váyanse a casa y empiecen a llamar por teléfono, mandar emails y organizar! Tenemos el tiempo justo. Nos reuniremos a las seis, y a las seis y media nos pondremos en marcha. —Plock miró a su alrededor—. ¿Alguna pregunta?

Nadie tenía nada que preguntar. Esteban carraspeó y levantó el dedo.

—Dime, Alexander.

—No acabo de entenderlo. ¿Pensáis realmente entrar en la Ville?

—Exacto. Vamos a acabar de una vez con todo esto.

Asintió, pensativo.

—No pone qué pensáis hacer una vez dentro.

—Nos meteremos en el recinto y soltaremos a los animales. También expulsaremos a los okupas. Está todo previsto en el plan.

—Ya. Es verdad que están matando (torturando) animales a sangre fría, claro; probablemente lo hagan desde hace años, pero pensad un poco. Lo más probable es que vayan armados. Ya sabemos que han asesinado como mínimo a tres personas.

—Si optan por la violencia, les pagaremos con su propia moneda.

—¿Pensáis ir armados?

Plock se cruzó de brazos.

—Digámoslo de esta manera: no se disuadirá a nadie de actuar en defensa propia, con todos los medios que traiga consigo.

—En otras palabras —dijo Esteban—, aconsejas que la gente acuda armada.

—Yo no aconsejo nada, Alexander. Me limito a exponer un hecho: está claro que la violencia entra dentro de las posibilidades, y todo el mundo tiene derecho a defenderse.

—Ya. ¿Y la policía? ¿Eso cómo lo solucionaréis?

—Por eso quedamos en varios sitios, y convergemos desde varios puntos, como un pulpo.

Antes de que se den cuenta estarán superados. Seremos miles, moviéndonos todos a la vez por el bosque. ¿Cómo nos pararán? No pueden montar barricadas, ni cerrarnos el paso. El único acceso rodado lo tienen por un solo camino, que estará a rebosar de manifestantes. Esteban cambió incómodamente de postura. —Oye, no me entiendas mal, estoy en contra de la Ville; lo sabes desde el principio. Son despreciables, inhumanos. Mira lo que le ha pasado al pobre Fearing: primero le comen el coco para que mate, y luego le pegan un tiro en la cabeza, probablemente los de la propia Ville, mientras intentaba volver justamente con los sádicos que empezaron convirtiéndole en un zombi. Si eso se lo han podido hacer a Fearing, es que se lo pueden hacer a cualquiera. Ahora bien, si entráis así, de una manera tan incontrolada, podría haber heridos, y hasta muertos. ¿Os lo habéis planteado?

—Muertos ya los ha habido, y animales no digamos: cientos, puede que hasta miles, degollados de la manera más horrible. No señor. Esto se acaba hoy mismo, esta tarde.

—No sé si estoy preparado —dijo Esteban—. Es una medida muy radical.

—Alexander, nos alegramos mucho de que te hayas unido a la organización. Nos llena de satisfacción tu interés por nuestra labor. Nos alegramos mucho al elegirte como miembro de la directiva. Tu generosidad económica se valora mucho, y tu relieve público también. Ahora bien, personalmente estoy convencido de que a cualquier hombre o mujer le llega la hora de tomar partido. Ya no basta con hablar. Ha llegado esa hora.

—Y después de entrar en la Ville —dijo Esteban—, y de soltar a los animales… ¿qué?

—Pues eso, lo que he dicho: expulsamos a los asesinos de animales. Adonde vayan ya es cosa suya.

—¿Y luego?

—Luego lo incendiamos todo para que no puedan volver.

Esteban sacudió despacio la cabeza.

—Con miles de personas apretujándose fuera y dentro de la Ville, y sin acceso para los bomberos, cualquier incendio que iniciéis podría causar decenas de muertos. Aquello es una ratonera. No solo podríais matarles a ellos, sino a los vuestros.

Un silencio incómodo.

—Yo lo del fuego no os lo aconsejo para nada. Al contrario: encargaría a unos cuantos manifestantes que vigilasen que no haya incendios, justamente para evitar esa posibilidad. ¿Y si los habitantes de la Ville son como los locos de Waco, y lo incendian todo ellos mismos, con vosotros dentro?

Otra pausa.

—Gracias, Alexander —dijo Plock—. Tengo que reconocer que me has convencido. Retiro lo dicho sobre el fuego. Lo derribaremos con nuestras propias manos. El objetivo es que quede inhabitable.

Murmullos de asentimiento.

Esteban frunció el entrecejo y sacudió la cabeza.

—Sigo sin poder respaldarlo. Soy un personaje conocido, con una reputación que mantener.

Lo siento, pero no puedo dejar que se me relacione con un ataque así.

Movimiento de sillas, y un ligero siseo.

—Lógicamente estás en tu derecho, Alexander —dijo Plock con frialdad—. Y debo decir que no me sorprende del todo, por cómo nos echaste un jarro de agua fría en nuestro anterior enfrentamiento con la Ville. ¿Hay alguien más que quiera abandonar el barco con el señor Esteban?

Esteban miró a su alrededor. Nadie más se movió. En sus miradas se leía falta de respeto, y hasta burla, tal vez.

Se levantó y salió.

54

E
1 sol matinal se derramaba por las ventanas, mientras D'Agosta mantenía los dedos en el teclado de su ordenador, y la mirada fija en la pantalla. Llevaba unos diez minutos en la misma postura. Había que hacer un millón de cosas, pero él experimentaba algo parecido a la parálisis. Era como estar en el ojo de un huracán: alrededor todo era actividad frenética, pero en el epicentro de la tempestad no había nada.

De repente se abrió la puerta del despacho, y al girarse vio irrumpir a Laura Hayward. Se levantó enseguida.

—Laura —dijo.

Ella cerró la puerta y se acercó a la mesa. Su expresión gélida provocó un vuelco incómodo en el estómago de D'Agosta.

—Vinnie, a veces puedes ser un egoísta del copón —dijo en voz baja Hayward.

El tragó saliva.

—¿Qué pasa?

—¿Que qué pasa? Pues que me han dejado sin ascenso en el último minuto. Y la culpa es tuya.

La miró un momento sin entender nada, hasta que se acordó de la conversación en el pasillo de Digital Veracity, y de la amenaza implícita del desarrollador de software.

—Kline —dijo, dejándose caer contra la mesa.

—Pues sí, majo, Kline.

D'Agosta la miró un momento. Luego bajó la vista.

—¿Qué ha hecho?

—Donar cinco millones al Fondo Dyson. A condición de que se me salten para el equipo especial.

—No puede. Eso es soborno. Es ilegal.

—Por favor, ya sabes cómo van las cosas en esta ciudad.

D'Agosta suspiró. Sabía lo que debería haber sentido (justa indignación, e incluso rabia), pero de pronto solo sentía cansancio.

—Rocker no es tonto —dijo amargamente Hayward—. Sabe que si rechaza un donativo así, le crucificarán, sobre todo si es para una patata caliente política como el Fondo Dyson. Y la que se queda con un palmo de narices es una servidora.

—Laura… Lo siento tanto… Eres la última a quien quería perjudicar, pero yo solo hacía mi trabajo. ¿Qué tenía que hacer, dejar que el fanfarrón de Kline campara por sus anchas? Es una persona de interés para la investigación. Amenazó a Smithback.

—Lo que tenías que hacer era actuar con profesionalidad. Desde el asesinato de Smithback, estás fuera de madre. Ya me enteré del registro a lo bestia que le hiciste a Kline en las narices.

Sabías que tenía malas pulgas, pero le provocaste. Y ahora él me ataca a mí para vengarse.

—Sí, es verdad, intentaba provocarle para desencadenar un movimiento en falso. Es de los que no soportan quedar mal. Si llego a saber que la tomaría contigo, no lo habría hecho. —

Inclinó la cabeza, dándose un masaje en las sienes—. ¿Qué puedo decir?

—Para mí el puesto era lo más importante.

Sus palabras quedaron en el aire. D'Agosta alzó lentamente la vista, y la miró a los ojos.

Llamaron suavemente a la ventana del despacho. Al girarse, D'Agosta vio en la puerta a un sargento de guardia.

—Perdone, señor, pero creo que debería poner el canal dos. D'Agosta se acercó sin decir nada al televisor montado arriba, en la pared, y apretó el botón. Apareció en pantalla un vídeo como de aficionado, con mucho grano y movimiento, lo cual no le impidió reconocer de inmediato a la mujer de la imagen: Nora Kelly. Llevaba una bata de hospital muy fina. Estaba pálida, despeinada. Parecía que estuviese en una mazmorra: paredes de piedra basta y paja por el suelo. La vio acercarse al objetivo, titubeante.

—Ayúdeme —decía.

La imagen se fundió de golpe.

D'Agosta se giró hacia el sargento.

—¿Se puede saber qué es eso?

—Lo han pasado hace un cuarto de hora por la tele. Acaban de enviar el original por mensajero.

—Quiero que lo examinen nuestros mejores analistas. Ahora mismo, ¿me explico? ¿Dónde lo han dejado?

—Ha llegado por email.

—Sígale la pista.

—Sí, señor.

El sargento se fue.

D'Agosta se dejó caer en la silla y cerró los ojos, con la cabeza apoyada en las manos.

Dedicó un minuto a serenarse. Después se humedeció los labios y dijo con calma:

—Voy a encontrarla, Laura, aunque sea lo último que haga como policía. Cueste lo que cueste, me encargaré personalmente de que Nora Kelly no muera. Y de que los culpables lo paguen muy caro.

—Ya estás en las de siempre —dijo Hayward—. A eso me refería, justamente. Si quieres salvar a Nora Kelly, tendrás que controlar tus emociones. Tendrás que volver a actuar como un policía profesional. Si no, la próxima vez no seré yo la única perjudicada.

Se giró sin decir nada más y salió del despacho, cerrando la puerta con firmeza.

55

M
ientras el sol de la manaba doraba los muros de color crema y las altas enjutas de barro cocido del Dakota, frente a la entrada del edificio por la calle Setenta y dos se desarrollaba una extraña procesión. De entre las verjas negras de hierro forjado salieron dos mozos, con tres maletas cada uno. Les seguía una mujer con uniforme blanco de enfermera, que, tras surgir de la penumbra del túnel del patio, se quedó junto a la garita del portero. El siguiente fue Proctor, que se acercó a la cuneta, abrió la puerta trasera del RollsRoyce y se quedó esperando al lado. Tras un largo momento, emergió otra figura por la puerta; una figura más bien pequeña, reclinada en una silla de ruedas que era empujada por otra enfermera. A pesar del calor de aquel día de veranillo de San Martín, la figura iba tan envuelta en mantas, manguitos y bufandas que costaba discernir no ya sus facciones, sino incluso su sexo. Un sombrero blanco grande y flexible escondía su cara. Una boquilla de nácar despuntaba bajo unas gafas de sol.

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