La décima sinfonía (41 page)

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Authors: Joseph Gelinek

Tags: #Histórico, Intriga, Policíaco

BOOK: La décima sinfonía
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—Tengo una clase a las seis y después soy libre. Puedo estar en tu despacho a las siete y media.

—¿Y cómo te viene que nos veamos en mi casa? Esto a partir de las cinco es un sitio desolado y siniestro y no te voy a poder ofrecer ni un café. ¿Sabes dónde vivo?

La juez le explicó cómo llegar al chalet en el que residía, situado en la urbanización de Entrambasaguas.

—Tiene una entrada por la Casa de Campo, si te resulta más fácil venir por ahí.

• • •

Daniel tenía tan poco sentido de la orientación que tuvo que llamar dos veces al móvil de la juez para ampliar instrucciones de cómo llegar hasta su domicilio. Cuando por fin dio con la casa, se encontró frente a un chalet adosado de unos 250 metros cuadrados, circundado por una tapia forrada de hiedra. La puerta del jardín estaba entreabierta, por lo que Daniel pasó sin llamar. Un cartel clavado con una chincheta en la puerta de acceso a la vivienda le daba instrucciones de que rodeara la casa y entrara por la puerta trasera.

Daniel se encontró con un pequeño porche cerrado de madera y cristal en el que además de infinidad de macetas con una gran variedad de plantas y flores había una mesa de trabajo, una silla y un ordenador portátil. La juez estaba sentada de espaldas a la puerta del porche, pero saludó a Daniel como si le hubiera visto llegar.

—Enseguida estoy contigo. Tengo que terminar de redactar un correo electrónico.

Daniel empezó a recorrer con la vista el porche y descubrió, semioculto entre dos macetas de geranios, una extraña caja metálica, parecida a la CPU de los ordenadores, de la que salía una pequeña antena como las de los dispositivos
Wi-Fi
.

—Aquí hay un disco duro —dijo Daniel.

—Es un inhibidor de radiofrecuencias. Estoy con el sumario de un narco muy peligroso y esa es la única manera de asegurarme de que al abrir el buzón no me voy a encontrar un regalito inesperado.

—¿Y por qué lo tienes aquí, entre las macetas?

—Porque es un chisme muy feo, no lo quiero en casa. Sé que a los chicos la electrónica os parece incluso decorativa, pero a mí me parece horrenda. Ahí por lo menos, no lo veo.

La juez se volvió hacia Daniel con una de sus inquietantes sonrisas.

—No hace falta que te quedes ahí, pasa dentro y sírvete lo que quieras. Si no encuentras el hielo, pídeselo a Felipe, que se está preparando un gin-tonic.

En la cocina, Daniel se encontró, efectivamente, con el forense, que le saludó efusivamente. Tras una charla intrascendente, apareció la juez, que le dio la bienvenida oficial a su vivienda con una amplia sonrisa y un par de efusivos besos.

—¿Dónde podemos hablar? —preguntó Daniel, ansioso por aligerarse de la carga de información que tenía dentro.

—Aquí mismo —respondió la juez—. Pero si me disculpas, subo un segundo a cerrar las ventanas del desván, porque me temo que va a volver a haber tormenta y ya con la del otro día se nos puso la buhardilla hasta arriba de agua. Si quieres, sube conmigo, así te enseñó un poco la casa. Lo que me enamoró de estos chalets es que a un lado tienen como un pequeño patio interior, totalmente cerrado. ¿Ves? —Se asomó a una de las ventanas—. Por ahí entra muchísima luz. Además de que el mío en concreto tiene una situación privilegiada. Por ese lado, solo tengo el parque y en el chalet contiguo no vive nadie desde hace por lo menos dos años.

—Llevan intentando venderlo desde hace ni se sabe —dijo el forense—. Pero piden tal dineral que no encuentran comprador.

—A mí me encantaría hacerme con él y unirlo al mío, pero con tres mil euros mensuales que cobra un juez, bastante tengo con pagar la hipoteca de este. No es que esté mal, entiéndeme, pero es una cifra ridícula si la comparamos con el dineral que puede llegar a ganar un buen jurista en el campo privado.

—Pero imagínate, Daniel —apostilló el forense—, que además de estar mal pagado, en las conversaciones de café, en los bares, en las oficinas, tuvieras que oír, como le pasa a Susana en la judicatura, que los musicólogos no dais ni un palo al agua o que estáis todos mal de la cabeza, o incluso que pertenecéis a la ultraderecha.

—No será para tanto —replicó, escéptico, Daniel.

—Mira las encuestas que se publican todos los años en los periódicos —dijo Pontones—. Siempre aparece la judicatura como la peor parada de las instituciones del país, por detrás del Defensor del Pueblo o de las Fuerzas Armadas.

—Además de cornudos, apaleados —sentenció la juez.

Habían recorrido someramente el piso superior y doña Susana se detuvo un momento:

—Abajo tengo una sauna, que no uso casi nunca, el cuarto de la caldera, y el garaje. Aquí, como has visto, solo hay dos dormitorios: el mío y el de invitados, que lo suele usar Felipe cuando se queda a dormir, porque yo dormir, lo que se dice dormir, solo puedo dormir sola.

—Me hago una idea —dijo Daniel, que empezaba a sentirse tratado como si hubiera ido a comprar el chalet y estuviera inspeccionándolo antes de dejar la señal. También tomó buena nota de que la magistrada estaba haciendo bastante más que enseñarle la casa: le acababa de revelar que tenía una relación sentimental con el forense; pero disimuló y no dijo nada.

—Por aquí se accede a la buhardilla —explicó Pontones mientras abría una trampilla de la que cayó una escalera desplegable de madera, como las de los barcos.

Primero subió el forense, y una vez arriba ayudó a doña Susana tendiéndole una mano. Por último se incorporó Daniel, que percibió, efectivamente, un fuerte olor a humedad en cuanto estuvo arriba.

A pesar de que el gran ático abuhardillado estaba a oscuras, Daniel pudo atisbar, gracias a la luz que se filtraba desde una de las dos ventanas Velux que estaba abierta, la forma difusa de un objeto de gran altura que ocupaba el centro de la estancia. No necesitó andar dilucidando a qué forma específica correspondían los borrosos perfiles que se adivinaban desde la puerta, porque la magistrada encendió enseguida la luz fluorescente de la buhardilla.

—Y aquí está —dijo con su media y siniestra sonrisa la magistrada— nuestra amiga la guillotina.

59

En ese momento Daniel recibió un tremendo golpe en la cabeza. Cuando recuperó el conocimiento, al cabo de varios minutos, lo primero que vio, a unos dos metros y medio por encima de su cuello, fue la siniestra hoja triangular de la guillotina. Sus agresores le habían colocado en el cepo mirando hacia arriba, de modo que estuviera obligado a contemplar continuamente la afilada cuchilla que amenazaba con separarle la cabeza del tronco en cualquier momento. Escuchó un par de pasos detrás de él y luego apareció en su campo visual la inconfundible silueta del forense, con aquel mechón de pelo blanco que tanto le había recordado, desde el principio, al pelaje de una mofeta. Pontones se había colocado en sentido inverso respecto a él, de manera que al mirarle a la parte superior de la cara lo que Daniel veía ahora eran sus pequeños y afilados dientes amarillos; sus pobladas cejas, en la parte inferior del rostro, parecían, en esa posición, dos abultados párpados inferiores, inquietantes y peludos.

—Has sangrado un poco —dijo el forense—. Se me ha ido la mano en el golpe, lo reconozco, pero te hemos hecho una cura bastante apañadita.

Daniel intentó llevarse la mano derecha a la parte posterior de su cabeza para comprobar la magnitud de la herida, pero descubrió que no podía moverla, pues tenía los brazos esposados a la espalda.

—Bueno, ¿qué te parece el modelito? —continuó Pontones dando un par de palmaditas a uno de los dos montantes verticales de la guillotina—. La he hecho yo mismo, con estas manitas que Dios me ha dado. Es igualita a la que se conserva en el Museo Donkmeer, en Bélgica.

—¿Qué es esto? —preguntó Daniel—. ¿Por qué me tienen aquí?

—¿Qué es esto? —respondió el forense ahogando una carcajada—. ¿El señorito pregunta qué es esto? Te diré lo que es esto en cuanto tú nos facilites los números que necesitamos.

—¡O sea que Mateos estaba en lo cierto! Cuando me contó sus sospechas esta mañana, basadas nada más que en un puñado de cartas de hace decenas de años, me pareció todo tan ridículo que pensé que había enloquecido y decidí poner el asunto en manos de doña Susana. Por cierto, ¿dónde está? ¡Exijo hablar ahora mismo con ella!

Daniel supo, un segundo antes de que abriera la boca, que la magistrada estaba presente en la habitación, porque la oyó expulsar el humo de un cigarrillo, durante el silencio que se produjo tras formular su petición.

—Estoy aquí, Daniel. Escucha a Felipe, oye la propuesta que tiene para ti.

—No, no quiero hablar con él, quiero hablar contigo. Debes entregarte esta misma noche a la policía. Los dos tenéis que entregaros. La condena será más leve si no esperáis a que el inspector Mateos os detenga.

—El pobre Mateos —dijo Pontones—. No puede detenernos porque, como tú bien has dicho, lo único que tiene son unas absurdas cartas de amor de hace veinte años. Y eso, ¿qué demuestra? ¿Que Susana conocía a Thomas? Valiente prueba.

—No son solo las cartas —dijo Daniel—. Mateos ya empezó a sospechar de vosotros cuando se dio cuenta de la manera tan negligente en que estabais conduciendo la investigación. No ordenasteis escuchas telefónicas. No ordenasteis registrar el sótano de Marañón, a pesar de que hay una guillotina en su colección. Parecía que no teníais intención de encontrar al culpable.

—Vamos, Daniel, si todo eso te pareció tan sospechoso, ¿cómo es que llamaste a Susana para contárselo? Tú mismo has dicho que la actitud de Mateos te pareció ridícula. Y hay algo que ignoras. Mateos no hace más que dar problemas en todos los juzgados. Todo el mundo sabe que lo que le mueve es la animadversión hacia los jueces. ¿Quién se va a creer ahora esta película?

—Pensábamos imputarle el delito a Marañón —dijo la juez—, pero antes Felipe tenía que encontrar la manera de incriminarle.

El forense, que había desaparecido por un momento de su campo visual, volvió a encararse con Daniel.

—Marañón nos fastidió. Al llevarse la guillotina a París, evitó que yo pudiera colarme en su pequeño museo de los horrores y dejarle este recuerdito.

El forense acercó a la cara de Daniel un pequeño frasco que contenía un coágulo de sangre y un mechón de cabellos blancos.

—Son de Thomas, lo teníamos todo calculado.

Daniel apartó instintivamente la vista de aquella repugnante muestra sanguinolenta y sus ojos fueron a encontrarse de nuevo con la hoja espeluznante de la guillotina, que aguardaba obediente el momento de ser liberada de su prisión por el verdugo.

—No tengas miedo, Daniel. Es imposible que pueda soltarse por accidente. ¿Ves?

El forense zarandeó con fuerza el armazón de madera y con él tembló también el cuerpo de Daniel, al que habían colocado boca arriba en el tablón de madera que se utiliza para situar al reo en posición de ser ajusticiado.

—La única manera en que puedes perder tu cabecita esta noche es que a mí o a Susana nos dé por apretar esta palanca de aquí, que liberaría ese pesado armatoste que está en lo alto, al que va atornillada la cuchilla. Los franceses lo llaman
le mouton
, el carnero, sabe dios por qué. Quizá porque es lo que embiste contra el condenado. Pesa treinta kilos. A los que hay que añadir los siete de la cuchilla más los tres tornillos que sirven para fijarla al
mouton
, que pesan un kilo cada uno. La acción mecánica de los cuarenta kilos que te caen encima es tan rápida que tu cabeza permanece consciente hasta treinta segundos después de haber sido cercenada. ¿Te animas a probarlo?

—¡Estás completamente loco! —exclamó Daniel.

—Cuando le cortamos la cabeza a Thomas para podérsela afeitar con comodidad, incluso intentó decir una palabra ¿te acuerdas, Susi? Creo que intentó llamarla «puta». El pobre diablo solo pudo mover los labios. Incluso si hubiera tenido intactas las cuerdas vocales, que no era el caso, estas no pueden vibrar si no reciben aire de los pulmones, que se habían quedado al otro lado de la
lunette
, la pieza donde tienes tú ahora mismo el gaznate.

El forense se llevó la uña del dedo meñique a la boca y se hurgó durante unos instantes entre los molares superiores.

—¿Qué queréis de mí? —preguntó Daniel, que no pudo evitar un gesto de repugnancia ante la
toilette
que se estaba practicando su captor.

—La clave para descifrar el código, Daniel —respondió la juez.

—No la tengo. Ya te dije que solo he logrado descifrar una parte.

—Después de tu entrevista con el inspector Mateos, ¿quién puede creerte? —dijo Pontones.

El forense sacó una hoja de papel de la chaqueta y se la puso a Daniel delante de los ojos. Era la transcripción de la partitura que se había hecho tatuar Thomas en la cabeza.

—Necesitamos doce números más, campeón. Piensa, discurre, cavila. Pon esa cabecita tuya de musicólogo a trabajar ahora mismo si no quieres perderla esta misma noche.

Pontones agitó burlonamente el papel con las notas delante de la cara de su víctima y luego pareció olvidarse de que estaba hablando con él, porque en un tono completamente distinto, que revelaba a fondo su locura, le dijo a su compinche:

—¿Susana, no crees que deberíamos haber pintado de rojo la guillotina?

Y luego, dirigiéndose a Daniel:

—Es que al principio las pintaban de ese color, ¿sabes? Adivina cuánto me costó conseguir los planos para construir la que te va a cortar la cabeza como no espabiles. ¡38 dólares! ¡38 dólares de mierda! Y te haces una réplica auténtica de un modelo de 1792. ¡Hay una página en internet donde te los venden por esa cantidad y te los bajas en formato PDF!

El forense volvió a escarbarse otra vez los dientes con la uña del meñique antes de seguir hablando.

—Éste es un modelo un poco más pequeño, claro. A pesar de que el ático es abuhardillado y tenemos, como ves, mucha altura en el punto en el que se unen las dos aguas del tejado, he tenido que quitarle medio metro de largo al armazón, porque una guillotina digamos, de reglamento, mide cuatro metros. ¿Te estás preguntando si afectará a la contundencia del tajo el hecho de que la hoja caiga desde menor altura? Con el cuello de Thomas no hubo problemas, ¿verdad, Susana? Porque el cabronazo lo tenía finito, pero con el pedazo de pescuezo que te gastas tú, igual hay que hacer que baje dos veces la cuchilla.

Daniel no estaba escuchando la perorata seudo didáctica del forense, sino que estaba pensando cómo dar a sus captores doce números que resultaran plausibles y que pudieran salvarle el pellejo. El increíble efecto que había tenido sobre su cerebro la descarga de adrenalina que le había provocado el saber que podía morir en cualquier momento había multiplicado por diez su capacidad de razonamiento:

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