Authors: David Foenkinos
Una imagen asombrosa: Markus apoderándose de un inmenso ramo en ese vestíbulo funcional y sin alma.
Avanzó así hacia Chloé, oculto por una masa sublime y blanca. Ella lo vio venir y preguntó:
—¿Es para mí?
—Sí. Feliz cumpleaños, Chloé.
La joven sintió apuro. Instintivamente, volvió la cabeza hacia Nathalie. Chloé no sabía qué decirle a Markus. Había como un espacio en blanco entre ellos: su cuadrado blanco sobre fondo blanco. Todo el mundo los miraba. Bueno, al menos lo que se podía ver de sus rostros, las parcelas que habían escapado al blanco. Chloé sintió que debía decir algo, pero ¿el qué? Por fin declaró:
—No hacía falta. Es demasiado.
—Sí, seguramente. Pero tenía ganas de blanco.
Otro colega avanzó con su regalo, y Markus aprovechó para escabullirse.
Nathalie había observado la escena desde lejos. Había querido respetar las reglas de Markus pero, profundamente molesta por lo que había visto, decidió acercarse a hablar con él:
—¿Por qué le ha regalado un ramo así?
—No lo sé.
—Mire... empiezo a estar muy harta de su actitud de autista... No quiere mirarme... no quiere explicarme.
—Le prometo que no lo sé. Nadie se siente más incómodo que yo ahora mismo, se lo aseguro. Me doy perfecta cuenta de que es algo desproporcionado. Pero es así. Al encargar las flores, he dicho que quería un inmenso ramo de rosas blancas.
—Está usted enamorado de ella, ¿es eso?
—¿Está usted celosa, o qué?
—No estoy celosa. Pero empiezo a preguntarme si bajo ese aire suyo de depresivo sueco no se esconde un donjuán consumado.
—Y usted... usted debe de ser una experta en el alma masculina, desde luego.
—Todo esto es ridículo.
—Lo que es ridículo es que también tengo un regalo para usted... y que no se lo he dado.
Se miraron. Y Markus se dijo:
¿cómo he podido pensar que podía no verla más?
Le sonrió, y Nathalie contestó a su sonrisa con otra sonrisa. Habían vuelto las sonrisas. Es curioso cómo a veces uno decide algo muy en serio, se dice que todo será así a partir de ahora, y basta un ínfimo gesto de los labios para quebrar la seguridad de una certeza que parecía casi eterna. Toda la voluntad de Markus acababa de derrumbarse ante una evidencia, la del rostro de Nathalie. Un rostro cansado, un rostro apenado por la incomprensión, pero no dejaba de ser el rostro de Nathalie. Sin hablar, abandonaron discretamente la fiesta para reunirse en el despacho de Markus.
No sobraba espacio. El alivio de ambos bastaba para llenar la habitación. Estaban felices de estar a solas. Markus miraba a Nathalie, y la vacilación que leía en sus ojos lo alteraba profundamente.
—Bueno, ¿qué hay de ese regalo? —le preguntó ella.
—Se lo doy, pero tiene que prometerme que no lo abrirá hasta que llegue a su casa.
—Trato hecho.
Markus le tendió un paquetito que Nathalie se guardó en el bolso. Se quedaron un momento así,
un momento que dura todavía.
Markus no se sentía obligado a hablar, a llenar el silencio. Estaban relajados, felices de volver a estar juntos. Al cabo de un ratito, Nathalie dijo:
—A lo mejor deberíamos volver a la fiesta. Va a parecer raro si no.
—Tiene razón.
Salieron del despacho y avanzaron por el pasillo. Cuando volvieron al lugar de la fiesta, se llevaron una sorpresa: ya no había nadie. Todo estaba terminado y recogido. Se preguntaron: ¿cuánto tiempo habían estado en el despacho?
Una vez en su casa, sentada en el sofá, Nathalie abrió el paquete. Descubrió un tubito dispensador de caramelos Pez. No daba crédito, porque ya no se vendían en Francia. Ese gesto la conmovía profundamente. Se puso el abrigo y volvió a salir. Paró un taxi con un movimiento del brazo (un gesto que de pronto le pareció muy simple).
Artículo de la Wikipedia sobre los caramelos PEZ:
El nombre PEZ viene del alemán
Pfefferminz,
o menta, que fue el primer sabor comercializado. Los PEZ son originarios de Austria y se exportan a todo el mundo. El dispensador de PEZ es una de las características de la marca. Su gran variedad lo convierte en un objeto muy apreciado por los coleccionistas.
Una vez delante de la puerta, vaciló un momento. Era tan tarde... Pero ya que había ido hasta allí, era absurdo volverse. Llamó una vez, y luego otra. Nada. Entonces empezó a golpear la puerta. Al cabo de un rato, oyó pasos.
—¿Quién es? —preguntó una voz angustiada.
—Soy yo —contestó.
La puerta se abrió, y lo que vio Nathalie la dejó desconcertada. Su padre tenía el pelo revuelto y la mirada perdida. Parecía sonado, como si le hubieran robado algo. Quizá se tratara de eso al fin y al cabo: acababan de robarle el sueño.
—Pero ¿qué haces aquí? ¿Ocurre algo?
—No... estoy bien... Quería verte.
—¿A estas horas?
—Sí, es urgente.
Nathalie entró en casa de sus padres.
—Tu madre está durmiendo, ya la conoces. Aunque se parara el mundo, ella seguiría durmiendo.
—Sabía que te despertaría a ti.
—¿Quieres tomar algo? ¿Una infusión?
Nathalie asintió, y su padre se fue a la cocina. Su relación con su padre era reconfortante. Una vez pasada la sorpresa, éste había recobrado su calma habitual. Se notaba que se iba a "ocupar de todo". Sin embargo, en ese momento de la noche, Nathalie pensó furtivamente que estaba más viejo. Lo había visto sólo en su forma de andar con sus zapatillas para estar por casa. Se dijo:
es un hombre al que han despertado en plena noche, pero se toma el tiempo de ponerse las zapatillas para ir a ver lo que ocurre.
Esa precaución de los pies era conmovedora. Su padre volvió al salón.
—Bueno, ¿qué pasa, pues? ¿Qué era eso que no podía esperar?
—Quería enseñarte esto.
Se sacó entonces del bolsillo el dispensador de caramelos Pez, y, al instante, el padre sintió la misma emoción que su hija. Ese pequeño objeto los remitía al mismo verano. De repente, su hija tenía ocho años. Nathalie se acercó entonces a su padre, delicadamente, para apoyar la cabeza en su hombro. Había en los Pez toda la ternura del pasado, todo lo que se había dilapidado con el tiempo también, no brutalmente, sino de manera difusa. Había en los Pez el tiempo de antes de la desgracia, el tiempo en que la fragilidad se resumía a una caída, a un arañazo. Había en los Pez la idea de su padre, el hombre hacia el que, de niña, le gustaba correr, saltar a sus brazos y, una vez contra su pecho, podía pensar en el futuro con férrea seguridad. Se quedaron anonadados en la contemplación del dispensador Pez, que llevaba intrínsecos todos los matices de la vida, un objeto ínfimo y ridículo, y sin embargo tan conmovedor.
Fue entonces cuando Nathalie se puso a llorar. A llorar de verdad, eran las lágrimas de ese sufrimiento contenido frente a su padre. No sabía por qué, pero nunca se había abandonado delante de él. ¿Quizá porque era hija única? ¿Quizá porque también tenía que interpretar el papel del hijo? Del que no llora. Pero era una niña pequeña, una niña que había perdido a su marido. Entonces, después de todo ese tiempo, en el ambiente evaporado de los Pez, se puso a llorar en los brazos de su padre. Se abandonó a la deriva, con la esperanza del consuelo.
Al día siguiente, al llegar a la oficina, Nathalie estaba un poco enferma. Al final se había quedado a dormir en casa de sus padres. Al amanecer, justo antes de que se despertara su madre, había pasado un momento por su casa. En memoria de las noches de juerga de su juventud, esas noches en las que podía salir hasta el amanecer, cambiarse de ropa y luego ir directamente a clase. Sentía esa paradoja del cuerpo: un estado de agotamiento que te mantiene despierto. Pasó un momento por el despacho de Markus, y le sorprendió ver que tenía exactamente la misma expresión que el día anterior. Algo así como la fuerza tranquila de lo idéntico. Era una idea que la tranquilizaba, que la aliviaba incluso.
—Quería darle las gracias... por el regalo.
—De nada.
—¿Puedo invitarlo a una copa esta noche?
Markus asintió, pensando:
Estoy enamorado de ella, y siempre es ella la que toma la iniciativa de nuestras citas.
Pensó sobre todo que ya no debía tener miedo, que había sido ridículo por su parte replegarse así, protegerse. Uno nunca debería tratar de evitarse un dolor potencial. Una vez más seguía reflexionando, contestándole incluso, cuando Nathalie ya hacía rato que se había ido. Seguía pensando que todo eso podía llevarlo al sufrimiento, a la decepción, al callejón sin salida afectivo más aterrador que existe. Sin embargo, tenía ganas de seguir ese camino. Tenía ganas de partir hacia un destino desconocido. Nada era trágico. Sabía que existían transbordadores entre la isla del dolor, la del olvido y aquélla, más lejana todavía, de la esperanza.
Nathalie le había propuesto verse directamente en el bar. Era mejor ser un poco discretos después de su huida de la fiesta el día anterior. Por no hablar de las preguntas de Chloé. Markus estaba de acuerdo aunque, en lo más hondo de sí mismo, habría sido capaz de organizar una rueda de prensa para anunciar cada una de sus citas con Nathalie. Llegó el primero, y decidió instalarse en un lugar bien a la vista. Un lugar estratégico para que nadie pudiera perderse la escena de la llegada de la hermosa mujer con la que estaba citado. Era un acto importante, que desde luego no había que considerar como algo superficial. En ningún caso era vanidad masculina. Había que ver en ello algo mucho más importante: había en ese acto la primera realización de una aceptación de sí mismo.
Por primera vez en mucho tiempo, Markus había olvidado llevarse un libro al salir de casa por la mañana. Nathalie le había dicho que se reuniría con él lo antes posible, pero no cabía excluir que su espera pudiera durar un poco. Markus se levantó para coger un periódico gratuito y se enfrascó en la lectura. No tardó en interesarlo profundamente un artículo. Y fue justo cuando estaba sumido en ese suceso cuando Nathalie hizo su aparición:
—Hola, ¿lo interrumpo?
—No, claro que no.
—Parecía tan concentrado...
—Sí, estaba leyendo un artículo... sobre tráfico de
mozzarella
.
Nathalie soltó entonces una carcajada, le entró la risa floja, como ocurre a veces cuando se está cansado. No podía parar de reír. Markus reconoció que podía ser divertido, y se echó a reír él también. La estupidez los atrapaba. Markus había contestado con sencillez a la pregunta de Nathalie, sin pensárselo. Y ahora, ella reía sin parar. Verla así era algo inaudito para Markus. Era como estar frente a un pez con piernas (allá cada cual con sus metáforas). Desde hacía años, durante centenares de reuniones, siempre había visto a una mujer seria, dulce pero siempre seria, sí. La había visto sonreír, claro, incluso la había hecho reír otras veces, pero así, como esa noche, no. Era la primera vez que reía con una intensidad tal. Para ella, eso lo resumía todo: ese momento era la esencia misma de lo que le gustaba vivir con Markus. Un hombre sentado en un bar, que te dedica una gran sonrisa nada más verte y que te anuncia muy serio que está leyendo un artículo sobre tráfico de
mozzarella
.
Artículo publicado en el periódico
Metro
titulado
«Desmantelada una red que traficaba con
mozzarella»:
«Cinco personas fueron detenidas ayer y anteayer en el marco de una operación policial que se saldó con el desmantelamiento de una red dedicada al tráfico de mozzarella "de muy buena calidad" en Bondoufle (Essone). Según Pierre Chuchkoff, jefe de brigada de la gendarmería de Évry, al mando de la investigación, "en dos años la banda había almacenado entre 60 y 70 palés, lo que equivale a 30 toneladas de queso" con la intención de revenderlas luego por toda la región, hasta Villejuif (Val-de-Marne). Un tráfico nada desdeñable, puesto que se calculan unas pérdidas de 280.000 €. A raíz de la denuncia de la empresa Stef, en junio de 2008, la investigación llevó a descubrir una red que implicaba en particular a dos gerentes de sendas pizzerías, de las cuales una, situada en Palaiseau, era la elegida por la banda para realizar la entrega de la mercancía. Queda aún por averiguar quién era el cabecilla de la red y dónde permanece oculto el botín. V. M.»
En una historia de amor, el alcohol acompaña dos momentos opuestos: cuando se descubre al otro y hay que narrarse uno mismo, y cuando ya no hay nada que decirse. Ellos estaban en la primera etapa. Esa en la que el tiempo pasa volando, esa en la que se revive la historia, y en especial la escena del beso. Nathalie había pensado que ese beso lo había dictado el azar del impulso. Pero ¿quizá no? Quizá no existiera el azar. Quizá todo eso no hubiera sido sino el progreso inconsciente de una intuición. La impresión de que se sentiría bien con ese hombre. Eso la hacía feliz, y luego se tornaba grave, y feliz de nuevo. Un viaje incesante de la alegría a la tristeza. Y ahora, el viaje los llevaba al exterior. Hacia el frío. Nathalie no se encontraba muy bien. Tanto ir y venir la noche anterior la había destemplado. ¿Dónde podían ir ahora? Se anunciaba un paseo largo, pues ninguno se atreve todavía a ir a casa del otro, y sobre todo no apetece separarse. Uno deja que se eternice el sentimiento de indecisión. Y es aún más intenso de noche.
—¿Puedo besarla? —preguntó Markus.
—No lo sé... estoy incubando un resfriado.
—No importa. Estoy dispuesto a enfermar con usted. ¿Puedo besarla?
A Nathalie le encantó que se lo preguntara. Era delicado por su parte. Cada momento con él se salía de lo corriente. Después de lo que había vivido, ¿cómo habría podido imaginar volver a embelesarse por alguien? Ese hombre tenía algo único.
Nathalie asintió con la cabeza.
Diálogo de la película
Celebrity
de Woody Allen,
que inspiró la réplica de Markus:
Charlize Theron
¿No te da miedo contagiarte?
Estoy resfriada.
Kenneth Branagh
De ti cogería hasta un cáncer incurable.
Las veladas pueden ser extraordinarias, las noches, inolvidables, y, sin embargo, todas desembocan siempre en mañanas normales y corrientes. Nathalie cogió el ascensor para ir a su despacho. Odiaba encontrarse con alguien en ese reducto, tener que sonreír e intercambiar frases de cortesía, por lo que se las apañaba para esperar a que estuviera vacío. Le gustaba ese momento, esos pocos segundos en los que se elevaba hacia su jornada, en esa jaula que nos convierte en hormigas en una galería. Al salir, se topó con su jefe. No es una simple expresión: de verdad chocaron el uno con el otro.