La diadema de las ocho estrellas / El secreto de la diligencia (6 page)

BOOK: La diadema de las ocho estrellas / El secreto de la diligencia
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Al intentar abrirla comprobó que estaba cerrada con llave; pero este descubrimiento no le cogió desprevenido. Con una ganzúa de acero hurgó unos instantes en la cerradura y ésta respondió a su esfuerzo.

La habitación en la que entró don César era una especie de antesala que daba paso a un salón bastante grande, que a su vez comunicaba con un dormitorio. Cerrando la puerta tras él, don César se cubrió el rostro con el antifaz y guardó en el bolsillo uno de sus revólveres. En seguida prosiguió su avance hasta el salón, que olía a buenos cigarros habanos y a tabaco egipcio. Los cigarros debían de haber sido fumados por el embajador. Los cigarrillos, en cambio, indicaban la clase de visitas que, de cuando en cuando, eran recibidas allí por el representante en Washington del emperador Francisco José.

Sin perder un momento,
El Coyote
empezó a buscar lo que precisaba. Necesitó utilizar varias veces más las ganzúas de que iba provisto, y en los cajones de la lujosa mesa de trabajo del embajador encontró una colección de cartas escritas por las mismas manos que debieron de sostener los cigarrillos egipcios que habían sido fumados allí. Con todas ellas hizo un paquetito, que ató con una cinta de seda que encontró dentro de una vacía caja de bombones vieneses. Cuando terminaba de hacer esto oyó cómo una llave era introducida en la cerradura de la puerta.
El Coyote
presintió quién entraba.

El conde de Hagen lanzó un suspiro de alivio al cerrar la puerta. Aquellas recepciones siempre le habían parecido estúpidas; pero en ningún lugar lo había sido tanto como en Washington. ¡Si por lo menos no le hubieran sacado de París! Allí las fiestas de la Embajada tenían sentido común. Se podía hablar con un sinfín de damas agradables, que luego continuaban la conversación en lugares más íntimos que la sala de fiestas de la Embajada. ¡Qué hermoso era el París del segundo Imperio!…

Los pensamientos del conde de Hagen se interrumpieron cuando, al entrar en la salita, encontróse ante el revólver con que le encañonaba un enmascarado. Inmediatamente un escalofrío le recorrió el cuerpo al recordar lo que había sido de su secretario, Joab Wetach. ¿Tendría aquel enmascarado algo que ver con la muerte de Wetach? Pero un embajador debe demostrar que no se asusta fácilmente. Además, el adoptar una actitud arrogante no le perjudicaría más de lo que hubiera pensado perjudicarle aquel hombre del antifaz.

—¿Qué hace usted aquí? —preguntó, irguiendo la cabeza.

—Estoy leyendo sus cartas de amor, Excelencia —replicó
El Coyote
.

—Ya lo veo. —El tono del conde seguía altivo y duro—. ¿Quién es usted?

—En este momento soy
El Coyote
. Antes fui uno de sus invitados.

—Yo no he invitado al
Coyote
. Y… ¿qué quiere decir eso de que es usted
El Coyote
? ¿Es el nombre de un bandido?

—Algo por el estilo, sólo que todo lo contrario. Me disgusta mucho que, llevando varias semanas en este país, no haya oído hablar del
Coyote
.

—Si viene a robar, no encontrará mucho dinero —advirtió el embajador—. Las sumas principales se encuentran en la caja de caudales, que siempre se halla vigilada por varios hombres.

—No he venido a robarle nada importante. Sólo quiero…

—¿Qué? ¿Qué es lo que quiere?

—Sólo quiero un vidrio color esmeralda que fue encontrado en la mano de Joab Wetach.

—¿Cómo sabe eso? ¿Quién se lo ha dicho?


El Coyote
lo sabe casi todo, Excelencia. ¿Quiere darme ese cristal, que para usted no tiene ningún valor?

—No es una esmeralda.

—No; no lo es.

—No vale nada.

—Por eso se lo pido.

—¿Y si yo me negase a dárselo?

El Coyote
se encogió ligeramente de hombros.

—Si usted se negara a dármelo, yo me marcharía; pero determinados altos personajes de Viena recibirían ciertas cartas de sus esposas al conde de Hagen, y Su Majestad el Emperador se vería muy acosado a presiones para que echara por tierra las ambiciones políticas de usted, Excelencia.

—¿Qué beneficio le proporcionaría eso?

—Ninguno. Sólo la satisfacción de vengarme de usted; de perjudicarle, por negarse a satisfacer un deseo sin importancia.

—Está bien; le daré la esmeralda… Quiero decir, el cristal ese. Lo guardo en ese buró…

El embajador señaló un mueble cercano y yendo a él abrió un cajón y hundió la mano en él. Volviéndose velozmente hacia
El Coyote
levantó la mano derecha, que hasta entonces había estado dentro del cajón, y apretó dos veces el gatillo del pesado «Lefaucheux» antes de darse cuenta de que el percutor caía sobre un cilindro vacío. Entonces se quedó mirando, como atontado, el revólver que había traído de Francia y en el cual siempre había confiado por si un día era necesario utilizarlo.

—Dele las gracias a ese revólver —aconsejó
El Coyote
—, de no estar descargado le habría dado un disgusto; porque entonces yo hubiese tenido que matarle como otros mataron, quizás, a Joab Wetach.

—¿Quién lo descargó?

—Yo. Deseaba hablar con usted, no matarle. Y si usted llega a presentarme un revólver cargado…, ya puede imaginarse lo que habría ocurrido. ¿Quiere decirme dónde está el cristal verde?

—No.

—¿Por qué?

—Porque sé que no me matará. Acabo de darme cuenta de que no es usted un asesino vulgar. Ni un ladrón. Dígame para qué busca el cristal. Tal vez yo le ayude.

El Coyote
sonrió.

—Es usted sagaz, Excelencia. Prefiero que me hable como lo ha hecho. No: no le pienso matar; pero, en realidad, tampoco necesito ya la esmeralda.

—¿Por qué?

—Porque lo que más me interesaba era saber si en la mano derecha de Joab Wetach se había encontrado una esmeralda falsa. Eso ya lo sé. No necesito más. Pero…

—¿Qué?

—Puede ayudarme a aclarar algunos puntos. Ante todo le diré que deseo vengar a Wetach y a otros dos hombres que murieron como él: con la yugular cortada de una cuchillada y con una esmeralda falsa en la mano. Además quiero recuperar ocho esmeraldas muy valiosas que hace veinte años fueron robadas en un templo.

—¿Quién las robó?

—Joab Wetach fue uno de los autores del robo. Y creo que fue por eso que le mataron.

—Siempre me pareció un hombre extraño y de pasado muy turbio.

—¿Qué sabía usted de él?

—Casi nada. Al ser nombrado embajador en Washington se me dijo que mi secretario sería el señor Wetach.

—¿Qué motivos movieron al ministro de Asuntos Exteriores imperial a elegir a Wetach?

—La verdad es que no lo sé. Rumoreóse que podía devolvernos el tesoro del emperador Maximiliano de Méjico; pero esto no pasa de una simple suposición. Cuando llegamos a la capital, Wetach salió muy poco. El día en que le mataron salió a media tarde en respuesta a una llamada o un aviso urgente. Aquella noche alguien tiró por debajo de la puerta principal una nota en la cual se me decía que mi secretario se encontraba en una casa, gravemente herido. Se me aconsejaba que le fuese a buscar con un coche. No perdí un momento en seguir aquellas instrucciones y fui al lugar que se me indicaba. Encontré a Wetach muerto y con señales de haber sido martirizado. En la mano derecha tenía un cristal que de momento creí era una gran esmeralda, ya que estaba tallado de la misma forma y era de un verde intenso. Lo encontrará en el cajón central de la mesa.

El Coyote
abrió el cajón, único que no estaba cerrado con llave, detalle que le había hecho suponer que allí no había nada de valor ni de interés.

—Está en una cajita esmaltada —indicó el embajador.

En efecto, en una cajita de bello esmalte apareció un cristal que a primera vista podía haberse confundido con una esmeralda.

—Es éste —dijo
El Coyote
. Agregando—: Igual que los otros dos.

—¿Necesita algún dato más?

—Uno que temo no me podrá facilitar.

—Tal vez sí.

—¿Ha leído en alguno de los documentos privados del señor Wetach los nombres de Calixto Valdés, Mario Guerrero y Elias Fiske?

—Los he leído. Valdés y Guerrero viven en Ogden, Utah. El señor Fiske tiene su domicilio en Washington.

—¿Encontró esos nombres en alguna lista? —preguntó
El Coyote
.

—No. En la habitación de Wetach encontramos una cartera, dentro de la cual se hallaban diez cartulinas, cada una de ellas con un nombre. Tres de los nombres han sido ya pronunciados por usted.

—¿Quiere darme esas cartulinas? Pueden significar mucho.

—¿Para qué las necesita?

—Para salvar la vida de siete hombres, pues Calixto Valdés y Mario Guerrero ya han muerto, asesinados como Wetach.

—Aunque estoy sospechando que me hago cómplice de algo malo, por otra parte me inspira usted confianza, señor
Coyote
. En el mismo cajón encontrará la cartera.

El embajador acercóse a la mesa al mismo tiempo que
El Coyote
depositaba sobre ella una carterita, de cuyo interior sacó unas viejas cartulinas, ya amarillentas, en cada una de las cuales se leía un nombre. Cada cartulina llevaba un número y estos datos:

  1. CALIXTO VALDÉS — Alburquerque, Nuevo Méjico. Recibió 5000 $y una estrella. Ahora es dueño, con Mario Guerrero, de la taberna de Ogden «El Carril de Oro».
  2. JOAB WETACH. Soy yo.
  3. JOHN G. SIMÓN — Marshfield: Wisc. Recibió 5000 $ y una estrella. Vive en Logansport, Indiana.
  4. ELIAS FISKE — Centralia, Illinois. Recibió 5000 $ y una estrella. Ha prosperado mucho. Ahora vive en Wash., Avenida Pensylvania, junto a Indiana.
  5. CARL HALLOCK — Nashville, Tenn. Recibió 5000 $ y una estrella. Vive en Big Horn, Montana. Tiene un rancho.
  6. BERN LUTHMAN — Terre Haute, 111. Recibió 5000 $ y una estrella. Tienda de paños en su pueblo.
  7. PETER HARKER — Recibió 5000 $ y una estrella. Vive en Bismarck, Missouri.
  8. ANDRÉ FRANSAC — Nueva Orleans. Buscaba estrellas. La guerra le arruinó. Ahora está en Wash. Rehaciendo su fortuna.
  9. MARIO GUERRERO — Terrazas (Méjico). Recibió 5000 $ y una estrella. Hace sociedad con Calixto Valdés en Ogden.
  10. HOMER BLODGETT. Murió hace tiempo. Se fue sin haberse podido vengar de Fransac.

Parte de la escritura de las diez tarjetas era antigua; pero los últimos datos debían de ser mucho más recientes.

—¿Qué saca en claro de eso? Nosotros no entendimos nada. Estuve a punto de dejárselo ver todo al jefe de Policía. Al pobre Bradford le hemos estado poniendo obstáculos innecesarios. Tal vez si le hubiésemos ayudado un poco habría resuelto el misterio.

—Sospecho que no lo habría solucionado —replicó
El Coyote
, guardando las cartulinas—. En este asunto hay varias complicaciones muy difíciles de aclarar. Ahora, con su permiso, me marcharé después de pedirle perdón por la forma poco correcta que he tenido de descubrir sus secretos íntimos.

El conde de Hagen se encogió de hombros.

—Tratándose de un caballero, la cosa no tiene importancia. Sé que usted no hubiera hecho mal uso de esas cartas.

—Además, apenas las he entendido. Sólo algunas palabras sueltas me han hecho comprender el gran partido que entre las mujeres tiene su Excelencia.

—Muchas gracias, señor
Coyote
. Si quiere le acompañaré hasta la puerta.

—A ser posible preferiría que se quedara usted aquí y me dejase salir solo. No podría ir a su lado, pues tendría que descubrir mi rostro, con lo cual le descubriría, también, mi identidad.

—Bien. Creo que ya conoce el camino. ¿Cómo lo averiguó? ¿Sobornando a alguno de mis hombres?

—No. Encontré el plano del edificio en la biblioteca.

—Ignoraba que estuviese allí. Me alegro de que no haya traidores en esta casa. Adiós, señor
Coyote
. ¿Algún favor más?

—Ninguno. Gracias por su colaboración.

El Coyote
se inclinó ante el conde de Hagen, y después de guardar la falsa esmeralda salió del aposento. Una vez en el pasillo, y a distancia segura, se quitó el antifaz y ocultó el revólver. Por la escalera de servicio regresó a la biblioteca y de allí fue hacia la escalera principal. El mayordomo le entregó su capa y sombrero, advirtiéndole:

—Su esposa no ha preguntado por usted, señor…

—Bien, no importa… Debe de haber tenido jaqueca y se habrá quedado en casa. Adiós.

Una vez en la calle, don César de Echagüe encaminóse hacia la Avenida de Pensylvania.

Capítulo V: La historia de las ocho estrellas

Elias Fiske alargó su temblorosa mano hacia la botella de whisky. Muy pocos, incluso en Inglaterra, podían permitirse el lujo de beber aquel whisky destilado en Escocia y cada una de cuyas gotas costaba algo así como diez centavos. Cuando quiso llenar el vasito que tenía encima de la bandeja de plata de donde había cogido la botella, parte del licor cayó fuera, perdiéndose. Cuando Elias Fiske se llevó a los labios el vasito lleno de ambarino whisky, sus esfuerzos por serenar su pulso fueron inútiles y algunas gotas más le cayeron sobre la bata de seda que vestía. Al fin, sin probarlo, volvió a dejar el licor sobre la bandeja.

—No debo beber —se dijo—. No debo beber.

Estaba sentado en un sillón de alto respaldo en el cual se perdía su recio cuerpo. El sillón estaba en un lado del cuarto, en el extremo opuesto del que ocupaba la amplia cama de caoba. Hacía muchas semanas que Elias Fiske no se atrevía a dormir en aquella cama. No lo había hecho desde que viera lo que le había ocurrido a Bern Luthman en una cama. ¡Fue horrible! Doce horas después de haberle pagado los veinte mil dólares… ¡Luthman no pudo gastar ni un centavo! El cheque no fue cobrado por él. Su viuda estaba disfrutando de la pequeña fortuna. No, no volvería a dormir en su cama hasta que el asesino estuviese ahorcado. Mientras tanto, él vivía prevenido. No abandonaba nunca sus dos pistolas belgas cargadas con gruesos perdigones. Con ellas podría hacer cuatro terribles disparos que llenarían de metralla el blanco contra el cual disparase y que, por mucho que le temblara el pulso, no podrían dejar de producir efectos desastrosos para el que intentara hacer con él lo que se había hecho con todos los otros.

Las cercanías de la casa estaban bien vigiladas. Diez centinelas elegidos entre los mejores tiradores de revólver y fusil se paseaban por el jardín y por la calle, sin perder de vista la casa. Sin embargo, Elias Fiske no se sentía seguro. Era el último de los ocho que cometieron aquel sacrilegio. Y todos, menos él, habían pagado ya sus culpas.

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