La diadema de las ocho estrellas / El secreto de la diligencia (7 page)

BOOK: La diadema de las ocho estrellas / El secreto de la diligencia
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Una llamada a la puerta de la habitación interrumpió las meditaciones de Fiske. Debía de ser el mayordomo, que le preguntaría si tampoco se acostaba en la cama y si, como en las noches anteriores; trataría de mal dormir en el sillón.

—Entre, Burton —dijo.

Cuando volvió la mirada hacia la puerta, sintió que la sangre se helaba en sus venas al verse frente a un enmascarado que le apuntaba con un revólver, a la vez que le ordenaba:

—No mueva las manos de donde las tiene, señor Fiske. Si lo hiciera tendría que herirle y vengo en son de paz.

Elias Fiske palideció como un muerto. ¡Al fin se había producido lo que tanto temió! ¡Todas las precauciones habían resultado inútiles! El vengador estaba allí y le mataría como mató a los otros siete.

El enmascarado, que vestía un elegante traje de noche y se cubría con una larga capa, avanzó hacia el multimillonario y suavemente le quitó las dos pistolas, tirándolas sobre la cama. Luego volvió junto a la puerta, la cerró con llave, aunque dejando ésta en la cerradura, y guardando el revólver que había empuñado, sentóse en un sillón frontero al que ocupaba Fiske, preguntando, con alguna ironía:

—¿Cómo se encuentra usted?

Fiske no respondió a esta pregunta tan innecesaria, pues debía de saltar a la vista que no se encontraba nada bien. En cambio, inquirió, con voz temblorosa:

—¿Quién es usted? ¿Qué quiere?

—Si mis informes no me engañan, estuvo usted en California hace unos veinte años, ¿no?

—Sí…, estuve allí.

—¿Y no oyó nunca hablar de un hombre que ocultaba su identidad con un antifaz? El diecinueve de mayo de mil ochocientos cincuenta aquel nombre estaba cerca de la Misión de San Benito de Palermo.

—¡EI
Coyote
!

—Veo que lo ha acertado.

—¿Ha sido usted quien ha ido matando a los otros?

—Teme por su vida, ¿no? —sonrió
El Coyote
.

—¿Cuánto quiere por no matarme?

—¿No me pregunta por dónde he entrado en su casa?

—¿Para qué? Veo que está dentro de ella…, a pesar de mis precauciones.

—Entré por el tejado, bajando del cielo, como si me hubiera descolgado de las estrellas. Curioso, ¿eh?

Fiske permaneció callado. Ahora sí que necesitaba aquel whisky; pero no se atrevía a alargar la mano hacia el vasito que no había bebido.

—En realidad fue muy sencillo. Se olvidó usted de los árboles, señor Fiske. Para un hombre un poco ágil es muy fácil saltar de rama en rama y llegar al tejado, entrar por una de las habitaciones de la servidumbre, bajar hasta aquí y presentarse ante usted. ¿Cómo no se le ocurrió que debía hacer vigilar también el tejado? Hasta que me encontré ante su puerta no tuve la seguridad de que no iba a caer en una trampa. Es una suerte que las calles estén mal alumbradas.

—Le daré un millón de dólares si no me mata.

—Paga usted muy cara su locura juvenil, señor Fiske. Un millón de dólares es mucho dinero. Claro que si le mato no le servirán de nada los millones que ganó suministrando armas al Ejército Federal. Y armas muy buenas, por cierto.

—No me atormente así, señor
Coyote
—murmuró Fiske—. Desde que supe que habían muerto Wetach y los otros, he sufrido una agonía espantosa. Sin embargo, antes ya estaba dispuesto a redimir mi culpa. Por eso escribí a Wetach.

—¿Comprende a qué he venido?

—A darme la esmeralda falsa y quitarme las otras.

—¿Las ha reunido ya todas?

—Sí. Mañana debían ser enviadas de nuevo a San Benito de Palermo. Desde que supe que se preparaba la Exposición Nacional comprendí que el secreto iba a ser descubierto. ¿Le envían los frailes?

—En cierto modo, sí.

—¿Y son ellos los que han hecho asesinar a mis compañeros?

—¡Por Dios! Pregunta usted unas cosas que se contestan por sí solas. ¿Cómo se le ha podido ocurrir que los franciscanos se dediquen a hacer asesinar a los hombres que les robaron?

—Entonces… ¿Trabaja usted para Fransac?

—No, no trabajo para André Fransac. Me envía fray Anselmo, de la Misión de San Benito de Palermo, para recoger las ocho esmeraldas de la Blanca Paloma. Las ocho estrellas de la diadema.

—Pero… ¿no ha dicho que los franciscanos no cometen asesinatos?

—Ni he dicho que yo los haya cometido, señor Fiske. He venido desde muy lejos para hablar con usted y para recibir de sus manos las ocho esmeraldas. ¿Puede entregármelas?

—Si lo hago me matará. Mientras no se las entregue mi vida está segura.

—Escúcheme, señor Fiske. Hace un par de semanas, fray Anselmo de San Benito de Palermo me contó algo de lo ocurrido hace veinte años. No pudo darme ninguna pista; pero no tardé en encontrarla gracias a Basilia Posadas, viuda de Ambrosio Navarro. ¿Se acuerda usted de Navarro? Fue aquel indio a quien asesinaron cuando les perseguía.

—Lo recuerdo.

—Basilia sólo conocía a Mario Guerrero y Calixto Valdés. En ellos empezó mi pista. Pero a las cuatro horas de hablar con ellos, y cuando aún no me habían dicho nada, fueron asesinados y en sus manos encontré estas dos piedras.

El Coyote
dejó sobre la mesa dos de las esmeraldas falsas.

—Son simples cristales verdes, sin ningún valor. Iguales a este que fue hallado en la mano derecha de Joab Wetach después de su asesinato.

El Coyote
dejó sobre la mesa la tercera esmeralda falsa, en tanto que la palidez de Elias Fiske trocábase en enfermiza lividez.

—Estoy seguro de que el asesino de todos los demás tiene reservada una octava esmeralda falsa para usted. Quiero salvarlo y lo haré si me cuenta toda la verdad. Por lo menos la verdad que usted conozca.

—¿Por qué hace usted eso?

—Por hacer un favor a fray Anselmo y para cobrar un millón de dólares. Extienda un cheque por un millón y escriba una carta indicando el motivo por el cual extiende un cheque de tal importancia. La carta diríjala a fray Anselmo de San Benito de Palermo. Dígale que en tiempos muy lejanos recibió auxilio en aquella misión y que ahora desea pagar aquel favor. No es necesario que hable de las esmeraldas. En aquella mesa veo papel y todo lo necesario para escribir. Hágalo ahora y se sentirá mucho más tranquilo.

Como hipnotizado, Fiske se puso en pie y al llegar a la mesa escribió lo que
El Coyote
le había indicado, extendiendo después el cheque.

—Muchas gracias —dijo
El Coyote
, guardándose el cheque y la carta—. Tenga la seguridad de que fray Anselmo utilizará mejor que usted ese dinero. Es muy posible que en los años venideros se le aclame a usted como el primero de los benefactores de las misiones franciscanas. Con ese dinero podrán repararse los daños que sus compatriotas han causado. ¿Puede darme las esmeraldas? Le aseguro que mañana estarán en poder del presidente Grant.

Apretando un oculto resorte, Fiske abrió un departamento secreto de la mesa y sacó de él una bolsa de gamuza, que tendió al
Coyote
, diciendo:

—Éstas son las ocho esmeraldas.

El Coyote
abrió la bolsa y la vació sobre la mesa, donde quedaron ocho esmeraldas de las llamadas nobles, de purísimo tinte verde, aterciopelado, procedentes, sin duda alguna, de las minas peruanas de Santa Fe o Popayán.

—¡Maravillosas! —asintió
El Coyote
—. Y las he conseguido mucho antes de lo que imaginaba.

—Yo le hice todo el trabajo —murmuró Fiske.

Volvió lentamente al sillón y, dejándose caer en él, suspiró:

—¡Si al menos todo terminase aquí!

—Si me cuenta todo lo que sabe quizá pueda ayudarle, señor Fiske. Creo comprender los motivos que le han impulsado a recuperar las esmeraldas. El diablo harto de carne se mete a fraile, ¿no?

—No es eso; pero sí algo por el estilo. En abril de mil ochocientos cincuenta yo estaba en Nueva Orleáns. No soñaba en que algún día llegaría a ser lo que ahora soy. Conocí a Joab Wetach. Era un hombre de esos que se mueven muy bien entre las penumbras. Pescadores en río revuelto. Por mediación de él conocí a todos los demás. A Valdés, a Guerrero, Simón, Hallock… En fin, a todos. Un día nos reunió Wetach y nos propuso un buen negocio. André Fransac, que entonces era uno de los más ricos propietarios de la Louisiana, estaba a punto de casarse. Quería regalar a su novia un collar de esmeraldas nobles. Pero esas esmeraldas escasean mucho. Él sabía que en España se podían encontrar algunas llevadas allí desde el Perú; mas como dichas esmeraldas estaban en poder de las familias nobles y muy ricas, no era probable que se pudiesen adquirir. Wetach conocía un lugar donde se encontraban las ocho mejores esmeraldas extraídas del Perú. El plan era muy sencillo. Iríamos todos a California y asaltaríamos la Misión de San Benito de Palermo, cuya Virgen estaba adornada con una diadema de ocho esmeraldas. La llamaban la Diadema de las Ocho Estrellas.

—¿Figuraba entre ustedes Homer Blodgett?

—¿Blodgett? —Fiske movió negativamente la cabeza—. No. No había ningún Blodgett. Sólo Valdés, Wetach, Hallock, Simón, Luthman, Harker, Guerrero y yo. ¿Por qué lo pregunta?

—Porque encontré su nombre entre los documentos que guardaba Wetach con relación al robo de las esmeraldas. Continúe.

—Ninguno de nosotros tenía dinero. Wetach nos ofreció una esmeralda y cinco mil dólares.

—¿Cómo puede ser eso? ¿No debía vender las esmeraldas?

—Aguarde. Fuimos a San Benito y acampamos junto a la misión. Valdés y Guerrero eran amigos de Navarro, una especie de sacristán o criado de los frailes. Averiguaron, por él que las esmeraldas sólo se colocaban en la imagen los domingos, y aquel diecinueve de mayo asaltamos el templo y Joab Wetach robó las esmeraldas. Luego huimos a caballo y fuimos perseguidos por Navarro. Disparamos sobre él y lo herimos…

—¿Quién le mato?

Elias Fiske inclinó la cabeza.

—Temo haber sido yo —murmuró—. Entonces era un loco.

—Eso parece. Prosiga.

—Joan Wetach tenía un plan muy audaz. Nos pidió que confiáramos en él y debo admitir que jugó limpio con nosotros, aunque no hizo lo mismo con Fransac. En cuanto regresamos a Nueva Orleáns se entrevistó con André Fransac y le mostró las esmeraldas. Un joyero certificó su autenticidad y Fransac pagó por ellas lo prometido.

—¿Cuánto?

—No lo sé; pero supongo que no debió de ser menos de veinte mil dólares por cada una de ellas. Joab Wetach nos dio cinco mil.

—¿Y cómo fue que les dio también una esmeralda?

—Porque de acuerdo con el plan que él había trazado, Wetach distrajo un momento la atención de Fransac y sustituyó la bolsa en que estaban las esmeraldas legítimas por otra en la cual había ocho imitaciones perfectas, pero que no valían nada. En cuanto se separó de Fransac nos entregó nuestra parte y una de las ocho esmeraldas, aconsejándonos que pusiéramos tierra de por medio entre Fransac y nosotros. Cada uno escapó por donde pudo y nada nos ocurrió en mucho tiempo. De cuando en cuando sabíamos unos de otros. Wetach desapareció durante mucho tiempo. Le creímos muerto. Yo utilicé los cinco mil dólares que me habían correspondido en pagarme un viaje por el Mississippi desde Nueva Orleáns hasta El Cairo, y de allí, por el Ohio, hasta Cincinnati. Cuando desembarqué, los naipes habían convertido mis cinco mil dólares en casi cien mil. Entonces se jugaba mucho en los barcos del Mississippi y yo aproveché la buena suerte que dicen proporciona la esmeralda a quien la lleva encima. Se asegura que una buena esmeralda puede hacer ganar fortunas fabulosas. En mi caso ocurrió así.

»No sé por qué decidí comprar una fundición de acero. Debió de ser porque un muchacho me aseguró que si él tuviese cincuenta mil dólares los convertiría en un millón en menos de cinco años. Le propuse que hiciera la prueba, y él fue, en realidad, el creador de mi reinado del acero. En diez años fui riquísimo. Luego vino la guerra y a continuación los ferrocarriles. Estaba seguro de que era la esmeralda la que me daba suerte; pero al mismo tiempo me recordaba cada vez con más intensidad un vergonzoso delito. Cuando supe que se iba a celebrar la Exposición Nacional y que en ella se expondría la Diadema de las Ocho Estrellas, ya no vacilé más. Decidí recuperar las esmeraldas y devolvérselas a sus dueños. Como siempre había sabido dónde se encontraban mis compañeros, les escribí anunciándoles que deseaba comprar sus esmeraldas y que estaba dispuesto a pagar hasta veinte mil dólares por cada una. Todos aceptaron. Incluso Wetach, a quien conseguí localizar en París. Le pedí que viniera y así lo hizo. En una de nuestras entrevistas le di las direcciones de cada uno de nosotros. Empecé comprando las esmeraldas de Valdés, Guerrero, Wetach y John G. Simón. A los pocos días supe que todos habían sido asesinados. Hallock y Harker vinieron a traerme las suyas. A ninguno le había dado suerte la piedra que le correspondió y estaban deseando venderla. No se atrevieron a vendérselas a ningún joyero por temor a que se descubriese el robo. Cuando supieron que yo pensaba devolvérselas a los frailes, se alegraron. Bern Luthman fue el último en vender su esmeralda. Fui a verle a Terre Haute, donde tenía una pañería que le daba grandes beneficios. Por eso tardó más que los otros en decidirse. Al fin aceptó mi cheque y me entregó la esmeralda. Como ya era demasiado tarde, aguardé al día siguiente para volver a Washington. Cuando fui a despedirme de él le encontré degollado. Una breve investigación me permitió descubrir que todos los demás habían sido también asesinados y que en cada caso se encontró una esmeralda falsa en la mano derecha del muerto.

—O sea, que usted es el último de los ocho.

—Sí. Soy el más poderoso de todos y tal vez por ello el asesino no ha podido atacarme; pero sé que lo intentará.

—¿Sospecha usted de Fransac?

—Sí. La guerra civil le arruinó. Vive pobremente y creo que habrá querido vengarse del engaño de que le hicimos víctima y del robo de ciento sesenta mil dólares. Estoy seguro de que hizo martirizar a Wetach y le obligó a que le dijese dónde estaban los demás. Los ha ido matando uno a uno.

—¿Le ha explicado todo eso a la policía?

—Todo, no. Pedí ayuda al jefe superior y él me proporcionó los centinelas que guardan la casa. Creo que hace vigilar a Fransac.

—Bien. No parece que corra usted un riesgo muy grande. ¿Por qué no ha tratado de hablar con Fransac?

—No ha querido tratar conmigo. Dice que no puede tener ninguna relación con un hombre que suministró las armas que dieron la victoria a la Unión; pero eso no es más que una excusa. La verdad es que no quiere verse descubierto. Ha habido momentos en que he pensado en hacerle matar.

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