La diadema de las ocho estrellas / El secreto de la diligencia (11 page)

BOOK: La diadema de las ocho estrellas / El secreto de la diligencia
6.23Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—¿Cómo supo que estuve en casa de su cuñado?

—Olvidó usted allí una colilla de cigarro vienes. Sin duda el oír silbar tan cerca una bala le hizo abrir la boca y soltar el cigarro, ¿no?

—Quise obtener unos datos acerca del misterioso don César de Echagüe.

—¿Por eso hizo que la señorita Hayden, su agente por afición, me retuviera en la Casa Blanca?

—Sí.

—¿No quería que le estorbase en su registro de mis efectos?

—Eso mismo.

—Pero yo suponía que el señor Blodgett me haría una visita y previne a mi hijo.

—¿Por qué me llama Blodgett?

—Homer Blodgett. Harold Bradford. Es curioso que los dos nombres y apellidos empiecen con H y B.

—Hay miles de apellidos que empiezan con B.

—Y un centenar de nombres que empiezan con H. Pero la coincidencia de ambas iniciales es muy rara. No se suele dar a menudo.

—¿No va usted armado, don César?

—Claro que voy armado —replicó
El Coyote
—. Y estoy esperando que haga usted un simple movimiento para meterle una bala en el sitio que ayer noche falló mi hijo.

—No pienso moverme.

—Obrará usted muy prudentemente. Y ya que piensa estarse quieto, le diré algo que le interesará. Le contaré la historia de Homer Blodgett. A un jefe de policía no puede dejar de interesarle una historia tan edificante.

—No siento el menor interés por ella.

—A pesar de todo, escúchela: Homer Blodgett vivía hace veinte años en Nueva Orleans. Se dedicaba a comprar artículos robados y a venderlos con mucho beneficio. ¿Se acuerda?

—He oído hablar de los peristas, y he detenido a muchos de ellos.

—Bien. Seguiré con mi historia. Un día, en el mes de febrero o marzo de mil ochocientos cincuenta, Homer Blodgett recibió la visita del ilustre señor Fransac, quien le dijo: «Necesito una colección de esmeraldas nobles peruanas de cincuenta o sesenta quilates. Estoy dispuesto a pagar hasta cincuenta mil dólares por cada una de ellas. Cuantas más me traiga, mejor para usted, Blodgett. No me importa de dónde vengan. No quiero saberlo. Sólo quiero las esmeraldas». Usted nunca había tratado en piedras preciosas; pero, en cambio, sabía dónde se encontraban ocho maravillosas esmeraldas. Estaban en una iglesia de California. Como usted es hombre sin escrúpulos y que nunca ha pensado en que un sacrilegio es algo muy malo, buscó a un compinche peor que usted. Al fin encontró a Joab Wetach. Le dijo dónde estaban las esmeraldas y le prometió ciento sesenta mil dólares por las ocho piedras. ¡Cuidado!

En la mano del
Coyote
apareció como por milagro un revólver de corto cañón, que quedó apuntando a Bradford, quien había hecho un leve movimiento con la mano.

—No tengo ningún arma encima de la mesa —dijo Bradford.

—Las precauciones nunca están de más —se disculpó
El Coyote
—. Como le decía, Blodgett buscó a Wetach y le encargó el trabajo de robar las esmeraldas. Wetach, a su vez, buscó a una pandilla de siete hombres sin escrúpulos, con quienes robó las esmeraldas, matando a un pobre indio y regresando a Nueva Orleáns. Antes de pagarle los ciento sesenta mil dólares, que le iban a proporcionar a usted un beneficio de doscientos cuarenta mil, usted hizo examinar las esmeraldas por un joyero, que le confirmó su legitimidad; luego, al quedar a solas con Wetach, le dio el dinero prometido, recibió las esmeraldas y se las llevó a Fransac.

El rostro de Bradford habíase endurecido.

—¡Fue una canallada! —dijo.

—Sí. Wetach invocó el adagio de que merece cien años de perdón el que roba a un ladrón; pero olvidó que él era el principal ladrón. Aprovechando un momento de descuido de usted, cambió la bolsa de las esmeraldas buenas por otra que contenía esmeraldas de cristal, y fueron las que usted entregó a Fransac, quien, a su vez, le dio cuatrocientos mil dólares, como le había prometido. Usted regresó a su casa, muy satisfecho del negocio; pero una hora después, o acaso menos, recibió una inesperada visita. Era Fransac, quien llegaba acompañado de unos cuantos criados negros de su confianza y tan salvajes como cuando comían carne humana en África. No le dieron tiempo de defenderse. Le desnudaron y, sin perder un segundo, le dieron cincuenta azotes terribles, con látigos de varias trallas, que le arrancaron la piel del cuerpo a grandes tiras. Le dejaron medio muerto, le quitaron los cuatrocientos mil dólares y le devolvieron las esmeraldas falsas.

—Me robaron.

—Sí. Wetach le robó, aunque nunca reveló a sus compañeros la existencia de usted. Ellos creían que trató directamente con Fransac. Cuando usted se rehízo de la salvaje paliza se encontró arruinado. Abandonó Nueva Orleáns comenzó a buscar a Wetach, pero no pudo encontrarle. Sólo le conocía a él y por lo tanto, sólo Wetach le podía colocar sobre la pista de los demás. Guardó las esmeraldas falsas y esperó. Pasaron los años, vino la guerra, usted pudo ser útil al general Grant y, como premio, recibió el cargo de jefe superior de policía de la capital federal. Un día supo que el presidente solicitaba de fray Anselmo de San Benito de Palermo las esmeraldas que formaban la Diadema de las Ocho Estrellas. Usted casi había olvidado ya aquel detalle de su vida; pero al citarlo el presidente lo sintió renacer. Poco tiempo después supo, como jefe de policía, que Joab Wetach, nacionalizado súbdito austriaco, llegaba a Washington. Debió de verle en la estación y le identificó. Él le creía muerto y usted ha cambiado mucho físicamente. No le reconoció. Usted vigiló a Wetach. Vio que iba a visitar a Fiske y un día, utilizando el nombre de Elias Fiske, le citó en un lugar apartado. Cuando Wetach llegó allí usted le apresó, le martirizó para que confesara los nombres de sus cómplices en aquella estafa y, por fin, le degolló, dejando luego en su mano una de las esmeraldas falsas. En un mes fue vengándose de todos los demás. A cada uno de ellos lo degolló y le puso en la mano una de las ocho esmeraldas de cristal que le devolviera Fransac.

»Pero al mismo tiempo usted utilizaba a Fransac, haciéndole ir a los lugares donde se cometían los crímenes. Fransac creía estar trabajando en beneficio del Sur; en una empresa que si triunfaba significaría el renacer de la Confederación. En realidad, usted lo utilizaba para que, a su debido tiempo, Fransac pareciera culpable de todos sus crímenes. En el caso de Elias Fiske tuvo que ir con más precauciones, porque Fiske se guardaba muy bien. Incluso usted tuvo que cederle algunos hombres de confianza. Logró averiguar que Fiske poseía las esmeraldas y pensaba entregarlas a la misión de donde fueron robadas, y su plan era matarle ayer noche y apoderarse de las piedras preciosas. Cuando mi cuñado se las entregó al presidente, usted sufrió una decepción, ¿no?

—Sí. La sufrí. No lo niego. Pero entonces comprendí quién era usted.

—Ya me di cuenta de ello. Usted lo tenía preparado todo para ausentarse media hora o tres cuartos de la Casa Blanca, matar a Fiske, depositar algunas pruebas comprometedoras en casa de Fransac, que no vive muy lejos, y volver a la Casa Blanca. Así lo hizo, fingiendo que iba a realizar un servicio de inspección. Subió a un coche que ya tenía dispuesto y llegó cerca de la casa de Fiske. Fue hacia una de las puertas, junto a la cual estaba de guardia uno de sus hombres. Éste, al reconocerle, no debió de sospechar nada. Pero si le hubiera dejado entrar en la casa y al día siguiente se hubiese descubierto el asesinato, aquel agente habría hablado demasiado para su propia conveniencia, señor Blodgett. Por eso le mató. Así justificaba la entrada en la casa. Llegó usted a la habitación de Fiske, quien no sospechó de sus intenciones hasta que sintió la cuchillada que terminó con él. Usted no hizo más que poner en su mano la última esmeralda falsa, y abandonando la casa por donde había entrado fue al domicilio de Fransac, a quien sabía ausente. Le metió el cuchillo en un traje, dejó una lista con ocho nombres de otros tantos asesinados, cada uno de cuyos nombres tenía al lado una cruz roja que señalaba que la ejecución se había cumplido. Con éstas y otras pruebas, al día siguiente le pudo detener. Y ahora le puede acusar de nueve asesinatos y hacerle ahorcar, con lo cual vengará los cincuenta latigazos que aún adornan su espalda. Ha sido lamentable para usted haber tropezado con
El Coyote
.

—¿Qué pruebas tiene de todo eso? —preguntó Blodgett.

—André Fransac hablará. Contará la historia. Sus criados negros le identificarán por los latigazos que adornan su espalda. Y por ese hilo se sacará todo el ovillo.

—Yo tenía que vengarme.

—No lo niego. Lo que hicieron con usted estuvo muy mal, y cada uno de aquellos hombres merecía cien latigazos. Si usted se hubiera vengado así, yo no se lo hubiera impedido. Pero ha matado. Y eso no es justo. Sin embargo, estoy dispuesto a concederle una oportunidad de salvación. Puede huir a Méjico o al Canadá. Para ello sólo es preciso que firme este documento redactado por mí, en el cual se reconoce culpable de ocho asesinatos. Este documento llegará a manos del presidente. ¿Quiere firmarlo?

—¿Me queda otra solución? —preguntó Blodgett.

—No. Si es usted prudente firmará y huirá antes de que
El Coyote
se arrepienta de lo que hace.

—Deme el documento.

El Coyote
le tendió un papel doblado en cuatro. Blodgett lo tomó y, sin leerlo, firmó al pie del mismo, devolviéndoselo al enmascarado, a la vez que decía:

—Ya está.

—Debía haberlo leído —respondió
El Coyote
—. Se trata de una confesión en regla mediante la cual se pondrá en libertad al señor Fransac.

Una leve sonrisa cruzó los labios del que hasta aquel momento había sido jefe superior de policía de Washington.

—¿Y no teme que me vengue denunciándole? —preguntó.

—Su palabra, después de haber firmado esto, no vale nada, señor Blodgett —replicó
El Coyote
—. Ya no le temo. Y usted hará muy bien no buscándose más complicaciones.

—Se equivoca, don César de Echagüe —dijo Blodgett, con sonrisa triunfal—. Le buscaré muchas complicaciones. Y la peor de todas será ésta…

La palma de la mano izquierda de Blodgett estaba apoyada en el cajón central de la mesa, que se hallaba entreabierto. Al pronunciar la última palabra empujó el cajón hacia dentro. Sonaron cuatro sordas detonaciones y un inmenso asombro reflejóse en el rostro de Blodgett antes de que la muerte borrara toda expresión. Luego se desplomó hacia delante y quedó de bruces sobre la mesa, en tanto que una densa nube de humo de pólvora ascendía hacia el techo.

—Ya sé que no pensabas suicidarte —dijo
El Coyote
, mirando el cadáver de su adversario—. Creíste que dos de las cuatro balas las recibiría yo en mi cuerpo y que podrías ganar gloría y dinero con la muerte del
Coyote
; pero ya me di cuenta de que estos cuatro agujeros de la mesa eran algo más que un adorno. Era una precaución tomada por un hombre que estaba siempre temiendo que le descubrieran. Cambié la dirección de las pistolas. Los disparos contra mí fueron para ti.

El Coyote
se entretuvo un momento para escribir en un lado de la declaración de Blodgett:

Éstas son las pruebas de la culpabilidad de Homer Blodgett, que durante este tiempo ha vivido bajo nombre supuesto. La justicia ya se ha cumplido.

Después de trazar su firma,
El Coyote
fue hacia la salida secreta, la abrió, y salió hacia la estación.

*****

El jefe del tren se creyó en el deber de comunicar a pasajero tan importante como don César de Echagüe la noticia que acababa de recibir.

—¿Qué desea? —preguntó don César.

En el reservado el ambiente era de denso humo de cigarro. El jefe del tren hizo notar.

—Sí —admitió don César—. He estado fumando mucho. Estos puros son magníficos. Fíjese en la ceniza. Cinco dedos de ceniza. La estoy conservando con todo cuidado; mas cuando el tren se ponga en marcha, los traqueteos la harán caer. Pero ¿qué me quería decir?

—Que se ha suicidado el jefe de policía de Washington. Y ¿sabe quién le ha hecho que se mate?
El Coyote
.

—¡Bah! No creo que
El Coyote
haya venido a Washington.

—Pues es cierto. La policía y los soldados le andan buscando.

En aquel instante se oyó un pitido y el tren inició la marcha. La sacudida hizo caer la ceniza del cigarro que don César sostenía entre los dedos.

—¡Es lamentable! —murmuró—. Casi una hora sin moverme, y una simple sacudida lo ha estropeado todo.

—¿Y su hijo? —preguntó el jefe del tren.

—Está durmiendo —replicó don César.

Y sonrió al recordar el verdoso rostro del pequeño César cuando le devolvió el cigarro cuya ceniza había conservado con pausadas y profundas chupadas a aquel puro que para él había sido de efectos desastrosos, aunque probaba para todo el mundo que don César de Echagüe no se había movido de su departamento desde el momento en que entró en él acompañado por el jefe del tren y por el mozo de los equipajes.

Capítulo I: Entre las flores de Capistrano

—¡Qué hermoso debía de ser todo esto antes de que la ruina empezara a hacer presa en ello!

Fray Jacinto replicó al comentario del hacendado:

—Los viejos me contaban, cuando yo llegué aquí siendo un hombre muy joven, que no existía misión más bella que la de Capistrano, don César. Pero yo la encontré ya con su ruina iniciada.

—Muchas veces le he querido ofrecer dinero para reconstruirla, fray Jacinto.

BOOK: La diadema de las ocho estrellas / El secreto de la diligencia
6.23Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

22 - Ghost Beach by R.L. Stine - (ebook by Undead)
The Games by Ted Kosmatka
South of Shiloh by Chuck Logan
Damascus by Richard Beard
Dead Fall by Matt Hilton
A Devil in the Details by K. A. Stewart
Tj and the Rockets by Hazel Hutchins
BIG SKY SECRETS 03: End Game by Roxanne Rustand