La diadema de las ocho estrellas / El secreto de la diligencia (12 page)

BOOK: La diadema de las ocho estrellas / El secreto de la diligencia
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—Lo que los hombres destruyen, debe ser reconstruido por ellos mismos. Algún día, como ya he dicho, los hombres se darán cuenta de la ruina en que han dejado esta casa de Dios, y ellos mismos, avergonzados, vendrán a ofrecer su sudor y su esfuerzo para levantarla de nuevo al esplendor de los tiempos pasados.

—Tiene usted una confianza excesiva en la bondad del ser humano. En la vida he encontrado más rencores que agradecimientos.

—El minero que busca oro encuentra mucho más cuarzo que metal; sin embargo, se siente compensado de sobra cuando entre la piedra ve relucir el oro.

—Es usted siempre el mismo, fray Jacinto. Se deja engañar y robar por todos cuantos sienten algún deseo de hacerlo, y nunca se cansa del desagradecimiento de los demás.

—¿Y usted, señor
Coyote
…? ¿Cuándo se cansará de ayudar a sus semejantes?

—Tiene razón. Hablo y hablo, y soy peor que usted; pero al menos usted no conoce las bajezas humanas en la proporción que las conozco yo. Somos de la misma clase aunque usted vive en un ambiente de renunciación, y yo, en cambio, prefiero vivir en el mundo.

Fray Jacinto asintió con la cabeza y levantándose dio unos pasos por el jardín de la misión, invadido por las bellas flores que en él crecían. Agitó algunas para llenar el ambiente con su perfume, y por último, volviéndose hacia don César, preguntó:

—¿Recuerda una de nuestras últimas conversaciones en su rancho?

—No sé a cuál se refiere —mintió don César. Y su mentira no pasó inadvertida al franciscano.

—A aquella que sostuvimos acerca de Guadalupe Martínez. ¿No la recuerda ahora?

—Algo recuerdo.

—¿Por qué no toma una decisión, don César? ¿No comprende que así no obra bien?

—No perjudico a nadie.

—Perjudica a esa pobre muchacha que ha vivido una vida entregada a usted.

—Yo no le pedí nunca nada.

—¿Cree que eso le alegra a ella?

—¿Qué quiere decir?

—Que el bien y el mal son muy relativos, don César. Sólo es verdaderamente malo aquello que va en contra de los mandamientos que Dios nos legó; pero fuera de ellos existen muchas cosas malas que podrían ser aceptadas como buenas y otras que todos llaman buenas y que el día en que se aquilaten las bondades serán echadas a un lado como malas.

—Hábleme con más claridad, fray Jacinto.

—Usted, don César, ha pasado junto a Guadalupe todos los años transcurridos desde que su esposa murió. Ya sé que durante algún tiempo vivió lejos de cuanto le podía recordar a Leonor de Acevedo. Pero desde que volvió junto a su hijo, ha vivido al lado de Lupe. Ella ha cuidado de su casa, de su hijo, de sus bienes, de sus comodidades. Eso no lo ha hecho por amor a Dios, sino por amor a usted. Y usted es quien debe premiarla, no Dios.

—Puede que tenga razón, fray Jacinto —admitió el hacendado—; pero estoy luchando entre dos fuerzas que tiran igualmente de mí. Lupe posee atractivos muy grandes que algunas veces han tirado de mis sentidos y me han hecho llegar hasta la frontera de su habitación.

—De haber cruzado esa frontera, una palabra le hubiera bastado para rendir a Lupita, ¿no?

—Sí.

—¿Y estando seguro de ello no ha cruzado esa frontera ni ha pronunciado nunca esa palabra?

—Nunca.

—¿Se considera más bueno por no haber hecho eso que era malo?

—Por lo menos no tengo de qué avergonzarme.

Fray Jacinto apoyó una mano en el hombro de don César. Mirándole fijamente a los ojos, murmuró:

—Nunca le hubiera creído tan cobarde. Se siente orgulloso de una fuerza que en realidad fue debilidad. ¿Qué hubiera ocurrido si usted hubiese calmado los deseos que sintió? No me refiero a lo inmediato, sino a lo que habría sucedido luego, cuando todo se hubiera consumado y usted hubiese sentido sobre su conciencia el peso del pecado. ¿Qué reparación habría tenido que ofrecer a Lupe?

—Es mayor de edad y consciente de sus actos. No le debía ninguna reparación.

—Eso no lo dice don César de Echagüe —protestó el franciscano—. Ni lo dice
El Coyote
. Eso lo dicen unos labios que leen lo que hicieron otros hombres u otros pecadores. Usted no habría obrado así. Al día siguiente hubiese traído a Guadalupe a esta casa y hubiera reparado con el matrimonio su pecado de hombre. ¿No es cierto que eso es lo que habría hecho?

Don César inclinó la cabeza y con el pie trazó en la arena del jardín unos dibujos irregulares. ¡Endemoniado fray Jacinto! Siempre sabía cómo meter el dedo en la llaga.

—Sí —suspiró al fin—. Tiene usted razón. Me habría casado con ella.

—Y eso fue lo que le impidió hacer lo que como hombre deseaba, ¿no?

—Tal vez…

El fraile afirmó:

—Sí; eso fue. No siguió adelante porque sabía que su hombría de bien le iba a obligar a reparar su pecado. Ya sé que usted ha podido engañarse a sí mismo diciéndose que no ha aprovechado las oportunidades que otro cualquiera no hubiese dejado de aprovechar. Pero usted es usted; es un Echagüe. A sus cualidades une las tradicionales en su familia que siempre ha sido incapaz de hacer nada que fuese contra su honor. Por lo tanto, no tienen valor sus actos nobles. No tienen el valor que tendrían en un hombre que tanto por sí como por su ascendencia, ignorase lo que es honor. Es la vuelta del hijo pródigo la que se celebra, no la permanencia de los otros hijos que nunca sintieron anhelos de vagabundear. Su permanencia lejos del pecado, don César, sólo significa que le detuvo el temor de tener que obrar como corresponde a un caballero. Luego, fue un pecado.

Don César protestó:

—Complica usted mucho las cosas, fray Jacinto. Yo he respetado a Lupe. Eso es lo importante.

—¿Por qué lo ha hecho? —gritó fray Jacinto inclinándose hacia don César—. ¡Quiero saber la verdad!

—No estamos en un confesionario —recordó don César.

—Ya lo sé; pero si me miente lo sabré.

—La he respetado porque… es una mujer decente…

—Cristo perdonó a María de Magdala porque había amado mucho.

—Me parece que va usted un poco lejos en sus opiniones, fray Jacinto.

—Bien; resumiendo y sin más rodeos. ¿Por qué no se casa con Guadalupe? ¿Es que no la encuentra digna de usted?

—Ninguna otra puede haber más digna; pero el vendaval sólo se puede unir a la tempestad.

—¿Para engendrar el rayo?

—¡Oh! ¿Por qué tergiversa todo cuanto yo le digo?

—Interpreto sus palabras. Nada más.

—Fray Jacinto. Yo quiero a Lupe. La aprecio profundamente. Siento por ella un cariño de hermano, aunque a veces siento algo más. Es en esos momentos, cuando mi sangre circula con más fuerza por mis venas, cuando estoy a punto de olvidar muchas cosas; pero luego, al serenarme, siento que no me puedo casar con Lupe. No la haría feliz ni yo lo sería.

—¿Por qué no iba a ser feliz?

—Lupe es el más perfecto exponente de nuestras mujeres. Es sumisa, obediente a cualquier deseo del esposo, incapaz de oponer su propia voluntad a la de él. Pero bajo esa apariencia débil, existe una firmeza que sólo conocen los que han vivido con ella. Usted no sabe de esas cosas, fray Jacinto. Usted ignora la energía que se esconde bajo esa debilidad femenina. Su constancia es la del castor que detiene con sus diques el curso de los ríos, sin desanimarse ante los mil fracasos que sufre, rehaciendo continuamente la obra destruida. Levantando cada vez más recto el dique. Las mujeres como Lupe son igual. En su infinita debilidad tienen su infinita fuerza. Y del mismo modo que, gota a gota, el agua puede perforar el mármol que es más duro que ella, así la mujer más débil acaba aherrojando al hombre más fuerte. Lupe es así. En unos años de ser mi esposa lograría lo que otros no consiguieron.

—¿Qué?

—Apresar al
Coyote
. Atarlo. Inutilizarlo. Hacer de él un estanciero grueso y apacible, más parecido a un tranquilo buey que a un nervioso potro. Eso es lo que temo y eso es lo que me impide dar el paso que me lleve al otro lado de la línea divisoria de que antes le he hablado.

—Sospecho que desvaría un poco.

—No, fray Jacinto. Guadalupe es buena, es abnegada; por mucho que yo viva no podré pagarle ni la mitad de lo que ha hecho por mí; pero no es como yo. En un momento dado podrá salvarme la vida; pero es incapaz de seguirme en mis aventuras, de hacer lo que hizo Leonor mientras fue mi esposa y la compañera del
Coyote
. Y como no puede ser como yo, tratará, con toda su fuerza, de hacerme como ella. Si no puede subir a mi altura, me hará descender a su nivel. Y eso no, fray Jacinto. Eso no puedo aceptarlo.

—¿Por qué no?

—Porque hay cosas que un hombre no puede hacer aunque desee hacerlas.

—La realidad es que no ama a Guadalupe.

—No como debiera amarla para hacerla mi esposa. Sin embargo, me doy cuenta de los derechos morales que ha ido adquiriendo en el curso de los años que lleva sirviéndome y ayudándome sin exigir nunca nada. Yo le pido, fray Jacinto, que trate de ver las cosas desapasionadamente. Usted está viendo a Lupe como un dechado de perfecciones que la hacen merecedora de un premio por el que se ha venido sacrificando hasta ahora. Aunque mi modestia se subleva un poco ante esa idea, debo admitir que para ella ya soy el premio mejor. ¿Cree que debo cerrar los ojos a la realidad y mentir ante el altar un amor que no ha alcanzado la intensidad necesaria para justificar el matrimonio?

Fray Jacinto quedó pensativo.

—También usted sabe presentar las cosas de una manera tergiversada, don César. No obstante es usted un poco infantil. Me recuerda a esos niños que tiran una piedra a través de un cristal y se asombran de que la piedra haya roto aquel trozo de vidrio que ellos creían tan inmaterial como el mismo aire.

—¿Qué quiere decir con eso?

—Hace años que Lupe, se demuestra enamorada de usted. Mientras vivió su esposa, yo llegué a temer que la felicidad matrimonial se truncara por culpa de aquella muchachita de grandes ojos que parecían hechos para adorar a don César de Echagüe. Pasó aquel peligro; pero llegó otro. Al morir doña Leonor, Lupe se hizo cargo del niño que su padre no quería ni ver.

—Cuando pienso que él fue el culpable de la muerte…

—¡Cuidado, don César! —clamó el franciscano—. Si buscamos culpabilidades, tendremos que buscarlas mucho antes del nacimiento del niño.

—Ya lo sé. Por eso dejé de odiarle en seguida y empecé a odiarme a mí.

—Lupe cuidó del niño y cuando usted volvió siguió cuidando de él y de usted. Hizo cuanto pudo por aliviarle de todas las cargas. Un ciego se habría dado cuenta muy pronto de los motivos que impulsaban a Lupe a ese continuo sacrificio de su vida. Usted debió de comprenderlo, y si comprendió también que nunca podría llegar a amarla, debió haberla desengañado a tiempo. ¿Por qué no lo hizo?

—Porque estaba acostumbrado a que Lupe fuese siempre una especie de esclava mía. Lo digo en el buen sentido. Desde antes de que naciera
El Coyote
, Guadalupe, entonces una niña, parecía vivir exclusivamente para hacer la menor de mis voluntades. Leonor se sublevó muchas veces contra mis rarezas y se negó en bastantes ocasiones a satisfacer mis caprichos. Lupe nunca ha protestado. Nunca. Si le he pedido que hiciera una cosa, la ha hecho sin preocuparse de las dificultades que pudieran existir. Siempre ha sido así. Cuando he querido que hiciera algo, sólo he tenido que mandar. Nunca le he visto un arranque de rebeldía.

—¿Y lo echa de menos?

—No. No se echan de menos los mordiscos en el perro que siempre ha sido fiel.

—Pero al perro mordedor se le respeta más que al otro, que sólo sabe lamer la mano que le castiga.

—Pero se le quiere menos —sonrió don César.

—Estamos esforzándonos en una discusión estúpida —gruñó fray Jacinto—. Eso es lo malo de nuestra raza. Abordamos un problema importante y a las cuatro palabras dejamos el problema sobre la mesa para que no nos estorbe, y nos lanzamos a discutir y a discutir, y si el problema era de agricultura, terminamos peleándonos por si Colón era español o era italiano; luego nos separamos enfurecidos, y sobre la mesa queda sin resolver lo único que debía haberse resuelto. Concretemos. O se casa usted con Guadalupe, o la echa de su hacienda.

—¿Por qué he de hacer eso? —preguntó, escandalizado, don César.

Fray Jacinto replicó acusador:

—Porque me está resultando como el perro del hortelano: que ni come ni deja comer. Si no se decide a pedirle a la muchacha, que va ya un poco lejos de la infancia, que se case con usted, dígalo francamente y no le haga perder más tiempo. Así Guadalupe se podrá casar con otro.

—¿Y cómo le digo eso?

—Estudie bien el problema… No creo que sean palabras las que le falten.

—Pero yo no le puedo decir a Lupita: «Oye, no sigas enamorada de mí, porque yo no me acabo de decidir a aceptarte por esposa, ¿sabes? Si te quieres casar tendrás que buscar a otro».

—Decirle esas palabras sería una grosería indigna de un caballero, don César; pero se puede decir de otra manera.

—No se puede decir de ninguna manera, porque Lupe nunca me ha dicho que estuviese enamorada de mí. Y yo no se lo he dicho tampoco a ella.

—Entonces veo que se pasará la vida viviendo al lado de una mujer que le quiere, a quien usted no se decide a tomar por esposa, a pesar de que ella está desempeñando a su lado ese papel, ya que cuida de su hijo con la misma abnegación con que lo haría su madre.

—Bien, le diré que ya no la necesito, que le he comprado un rancho, o una casa, o un pueblo, y que se vaya a vivir allí como dueña y señora.

—No creo que sea una buena solución.

Algo exasperado, César exigió:

—Pues deme usted una, fray Jacinto.

—Cásese con ella.

—¡Y dale con el casamiento! Pero… No me decido a eso, fray Jacinto. Para enamorarme de Lupe habría podido hacerlo antes.

—¿Es que esa otra mujer le robó los sentidos?

Comprendiendo hacia dónde tiraba fray Jacinto, don César preguntó:

—¿Irina?

—Pronto ha contestado… Sí, esa Irina.

—Es hermosa, fray Jacinto. ¿No lo cree usted así?

—Es una pecadora a quien el demonio le ha dado la máscara de la belleza en premio a las almas que pierde.

—Fray Jacinto, por Dios, no empiece a hacer literatura —protestó César—. No fue el demonio quien la hizo hermosa. Fue Dios. Y además, la hizo buena.

El fraile se llevó las manos a la cabeza.

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