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Authors: Anne Holt

Tags: #Policíaco

La diosa ciega (36 page)

BOOK: La diosa ciega
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Después se vistió. La ropa de camuflaje estaba pensada para la caza: era lo apropiado. Prendió con cuidado las velas y se aseguró una vez más de que estaban firmes. A continuación bajó al sótano y salió por el ventanuco de la parte trasera de la casa.

Abajo, en la playa, permaneció un rato a la espera. Se pegó a la pared de montaña y estaba bastante seguro de que se fundía con el entorno. Cuando recuperó el aliento, se dirigió sigilosamente hacia el lugar donde muchos veranos atrás había hecho un agujero en la valla, a fin de facilitar el acceso a la casa del vecino, donde vivía un niño de su edad.

Se arrastró hacia el camino. Era probable que lo vigilaran en toda su extensión. Se quedó un rato entre los árboles escuchando a ver si oía ruidos. Nada. Pero tenían que estar allí. Siguió avanzando a lo largo del camino, pero manteniendo con él una distancia de cinco metros y oculto por los árboles. Allí estaba. La pequeña tubería que conducía a un riachuelo que salía del bosque al otro lado y que se dirigía, imperturbado, hacia el mar. Pero ahora iba a perturbarlo. Se había arrastrado a través de la tubería incontables veces, aunque desde aquellos tiempos había ganado veinte centímetros de altura y unos cuantos kilos. Sin embargo, no se había equivocado al calcular que aún podía pasar por allí. Desde luego que se mojó un poco, pero el riachuelo tenía poco caudal, probablemente la laguna se había congelado por el invierno. La tubería salía a tres metros del camino. Habían dejado espacio para una ampliación del camino de la que se llevaba hablando años pero que nunca se llevaba a cabo. Con la cabeza asomada por fuera del tubo, escuchó de nuevo durante unos minutos. Seguía sin oír nada. Respiraba con dificultad y cayó en la cuenta de hasta qué punto le habían afectado los días que había pasado retenido. Sin embargo, parte de la pérdida de fuerzas se veía compensada por una fuerte dosis de adrenalina. Aceleró el paso y desapareció silenciosamente entre el boscaje que había al otro lado del camino.

No tenía que recorrer a la carrera mucho trecho, Al cabo de seis o siete minutos había llegado. Miró el reloj. Las siete y media. Perfecto. Las maderas crujieron un poco cuando abrió la puerta del pequeño cobertizo, pero la Policía se encontraba demasiado lejos como para oírlo. Se metió dentro en el momento en que pasó un coche por la carretera, a unos veinte metros de distancia. Justo después pasó otro, pero él ya se encontraba dentro del Lada verde oscuro y pudo constatar que la batería seguía funcionando tras dos meses en desuso. Aunque el tío estaba completamente ido y apenas lo reconocía cuando lo visitaba en la residencia, resultaba evidente que se alegraba cuando Jørgen, de vez en cuando, se lo llevaba de excursión en su viejo Lada. El sobrino había mantenido el coche en condiciones en un gesto hacia su tío, pero aquellos momentos era un verdadero regalo para él mismo. Comprobó el motor un par de veces y salió del garaje. Se dirigía a Vestfold.

Hacía un frío de perros. El agente estaba de pie y se daba golpecitos en los brazos intentando no hacer ruido ni hacerse visible. No era fácil. Para utilizar los prismáticos se tenía que quitar los guantes, así que no los usaba demasiado. Maldecía por lo bajo al abogado que se había refugiado dentro de un cálido lugar que les obligaba a vigilarlo al aire libre. Hacía un momento, el tipo había apagado la luz de una habitación de la segunda planta, pero seguramente no tenía intenciones de acostarse tan temprano. No eran más que las ocho. Joder, le quedaban cuatro horas para el cambio de turno. La muñeca se le heló cuando destapó su reloj de pulsera y se apresuró a volverla a cubrir.

Podía probar a usar los prismáticos con los guantes puestos. No se veía gran cosa. Como era natural, había corrido todas las cortinas. El tipo no podía ser tan tonto como para no entender que ellos estaban allí. En ese sentido era una estupidez que se esforzaran tanto por ser invisibles. Suspiró. Qué trabajo tan aburrido. Era probable que el abogado Lavik pretendiera quedarse allí varios días, lo había visto entrar con muchas bolsas de comida, con un ordenador portátil y con un aparato de telefax.

De pronto se despabiló. Guiñó rápidamente los ojos para deshacerse unas lágrimas que le había provocado el viento frío y después de un momento se arrancó los guantes, los soltó en el suelo y ajustó los prismáticos.

¿Qué coño era lo que arrojaba aquellas sombras bamboleantes? ¿Habría encendido la chimenea? El agente bajó un momento los prismáticos y miró la chimenea cuyo contorno se dibujaba en negro contra el cielo gris oscuro. No, no había humo. Pero, entonces, ¿qué era? Volvió a mirar por los prismáticos y esta vez lo vio con claridad. Algo estaba ardiendo, y ardía con viveza. De pronto las cortinas estaban en llamas.

Arrojó los prismáticos al suelo y corrió hacia la casa.

—La casa está ardiendo —berreó en el interior de su equipo de radio portátil—. ¡La puta casa está ardiendo!

El equipo era innecesario. Todos los oyeron y dos agentes acudieron corriendo. El primero de ellos salió corriendo hacia la puerta de entrada y se percató inmediatamente de que junto a ella había un extintor, como prescribía la ley, luego se dirigió corriendo al salón. A los pocos segundos empezaron a escocerle los ojos a causa del humo y del calor, pero se dio cuenta enseguida de donde estaba el foco del incendio. Con el haz de polvos al modo de una furiosa espada, se abrió paso a través de la habitación, blandiendo el extintor. Las cortinas en llamas lanzaban ascuas hacia la habitación y una de ellas aterrizó sobre su hombro. La chaqueta se prendió. Ahogó la llama con las manos, aunque se quemó la palma de una de ellas. Aun así no se rindió. Entre tanto, habían llegado los otros dos. Uno de ellos cogió una manta de lana del sofá; el otro, sin ningún respeto, arrancó un magnífico tapiz de la pared. Al cabo de un par de minutos habían apagado el fuego. La mayor parte del salón se había salvado. Ni siquiera se había ido la luz. Pero el abogado Lavik sí.

Con el aliento entrecortado, los tres policías contemplaron la habitación. Vieron los dos cordeles que quedaban y descubrieron el pequeño mecanismo que aún no había tenido tiempo de enviar su telefax.

—Me cago en la leche —maldijo el primero de ellos por lo bajo, mientras agitaba su mano abrasada—. Ese puto abogado nos ha engañado. Nos ha engañado como a tontos.

—No puede haber salido antes de las siete. Los agentes lo vieron mirar por una ventana a las siete menos cinco, joder. En otras palabras, no nos puede sacar más de una hora de ventaja. Con un poco de suerte, menos. Quién sabe, tal vez se acababa de largar cuando lo descubrieron.

Wilhelmsen intentaba tranquilizar al alterado fiscal adjunto, pero sin ningún éxito.

—Tienes que llamar a las jefaturas más cercanas. Hay que pararlo como sea.

—Håkon, escúchame. No tenemos ni idea de dónde está. Puede haber regresado a su casa de Grefsen, y tal vez esté viendo la tele con su mujer y bebiéndose una copa de bienvenida. O quizá se haya ido de excursión a la ciudad. Pero lo más importante de todo es que no tenemos nada nuevo que justifique otra detención. El que todos nuestros agentes se dejaran engañar evidentemente supone un problema, pero el problema es nuestro, no de él. Nosotros podemos vigilarlo, pero él no hace nada que esté penado por la ley al tomarnos así el pelo.

Aunque Håkon estaba dominado por la angustia, tenía que darle la razón a Hanne.

—Está bien, está bien —interrumpió a la subinspectora en medio de otra parrafada—. Está bien. Entiendo que no podamos mover cielo y tierra. Tienes razón en todo. Pero, créeme, va a ir a por ella. Todo encaja: las notas sobre Karen que robaron cuando te atacaron a ti, luego su declaración, que desapareció. Tiene que ser él quien está detrás de todo eso.

Hanne suspiró, la cosa se estaba yendo de madre.

—¿No querrás decir, en serio, que fue Jørgen Lavik quien me atacó? ¿Que se escapó de una celda para subir a tu despacho a robar un interrogatorio, para luego volver a su celda y cerrar la puerta? No lo estás diciendo en serio.

—No tiene por qué haberlo hecho él en persona. Puede tener colaboradores. ¡Hanne, por favor! ¡Sé que va a por ella!

Håkon estaba realmente desesperado.

—¿Te quedarías más tranquilo si cogemos el coche y vamos para allá?

—Creí que no me lo ibas a preguntar nunca… Ven a buscarme al hipódromo de Skøyen dentro de un cuarto de hora.

Tal vez todo aquello no fuera más que una excusa para ver a Karen. No podía jurar que no fuera así. Por otro lado, la angustia se acumulaba en un doloroso bulto bajo sus costillas y desde luego eso no se lo estaba imaginando.

—Llámalo intuición masculina —ironizó, y más que ver intuyó que ella sonreía.

—Intuición, intuición… —se rió ella—. Esto lo hago por ti, no porque crea que estés en lo cierto.

No era verdad. Después de hablar con él veinte minutos antes, había empezado a tener la sensación de que tal vez su compañero no anduviera tan desencaminado. No tenía claro qué era lo que le había hecho cambiar de opinión. Tal vez hubiera sido la convicción de Håkon: había vivido lo suficiente como para no despreciar las intuiciones de la gente. Además, Lavik había parecido tan perdido y tan desesperado la última vez que lo vio que lo creía capaz de cualquier cosa. No le gustaba que Karen llevara toda la tarde sin coger el teléfono. Por supuesto, no tenía por qué significar nada, pero no le gustaba.

—Prueba a llamar otra vez —dijo, metiendo otra cinta en el radiocasete, pero Karen seguía sin responder; Hanne miró a Håkon, puso una mano sobre su muslo y lo acarició levemente—. Cálmate, lo mejor es que no esté en casa. Además… —lanzó un vistazo al reloj que brillaba sobre el salpicadero—, aún no puede haber llegado, incluso en el peor de los casos. Primero tiene que haberse buscado otro coche. Y aunque, contra todo pronóstico, hubiera tenido alguno preparado en las inmediaciones de la casa, es imposible que haya salido antes de las sietes pasadas. Es probable que más tarde. Ahora son las nueve menos veinte. Cálmate.

Era más fácil de decir que de hacer. Håkon tiró de la palanca situada a la derecha del asiento y reclinó el respaldo.

—Voy a intentarlo —murmuró con desánimo.

Las nueve menos veinte. Tenía hambre. De hecho no había comido nada en todo el día. Todo aquel trajín había acabado con su apetito; además, su estómago se había desacostumbrado a la comida después de pasar diez días prácticamente de ayuno, aunque, a decir verdad, en aquel momento rugía con exigencia. Puso el intermitente y salió hacia el aparcamiento iluminado. Tenía tiempo de sobra para comer algo. Le faltaba poco más de tres cuartos de hora para llegar, a lo que había que añadir otro cuarto de hora para encontrar la cabaña en cuestión. Tal vez incluso media hora, pues habían pasado muchos años desde su fin de semana de estudiantes.

Aparcó el coche entre dos Mercedes, pero el vehículo no pareció dejarse cohibir por la elegante compañía. El abogado Jørgen Lavik sonrió un poco, dio unas palmaditas amistosas sobre el maletero del Lada y entró en la cafetería. Era un edificio extraño, parecía un ovni que se hubiera asentado en el terreno. Pidió un gran plato de sopa de guisantes y se fue con un periódico a una mesa junto a la ventana. Allí se quedó durante un buen rato.

Ya habían pasado Holmestrand y la cinta se había dado la vuelta. Håkon estaba harto de escuchar country y rebuscó en la ordenada guantera en busca de otra cinta. No dijeron gran cosa durante el viaje. No era necesario. Håkon se había ofrecido a conducir, pero ella no había accedido. En realidad se alegraba de ello. Lo que no le alegraba tanto era que Hanne hubiera encadenado un cigarrillo con otro desde que pasaron por Drammen. No tardó en hacer demasiado frío como para mantener abierta la ventanilla y estaba empezando a marearse. El rapé no le ayudaba gran cosa. Empleó una servilleta de papel para librarse de él, pero acabó tragando un poco.

—¿Te importaría dejar el tabaco para luego?

Ella se quedó atónita, pidió mil disculpas y apagó el cigarrillo que acaba de encender.

—¿Por qué no lo has dicho antes? —dijo con cierto tono de reproche, y arrojó el paquete de tabaco por encima del hombro.

—Éste es tu coche —respondió él en voz baja y mirando por la ventana: una fina capa de nieve cubría los grandes campos sobre los que se extendían largas filas de bobinas de paja envueltas en plástico blanco—. Parecen enormes albóndigas de pescado —comentó, y se mareó aún más.

—¿El qué?

—Las bobinas de plástico. Heno o lo que sea.

—Paja, supongo.

Håkon avistó al menos veinte grandes bobinas a unos cien metros de la carretera por el lado izquierdo, pero el plástico era negro.

—Bolas de regaliz —dijo, y cada vez estaba más mareado—. Pronto vamos a tener que hacer una parada. Me estoy mareando.

—No nos quedan más de veinte minutos, ¿no podrías esperar?

No parecía molesta, sólo impaciente por llegar.

—No, la verdad es que no puedo esperar —respondió él, y se llevó rápidamente la mano a la boca para subrayar la precariedad de su situación.

Al cabo de tres o cuatro minutos encontraron un sitio adecuado para salir del camino, una parada de autobús justo delante de la salida que llevaba hacia una casita blanca en la que no había luz. El sitio estaba tan desierto como lo puede estar un lugar en la carretera general que cruza Vestfold. No se veían más signos de vida que los coches que de vez en cuando pasaban a toda velocidad.

El aire fresco y el frío le sentaron increíblemente bien. Hanne se quedó dentro del coche mientras él daba una vuelta por la carretera aledaña. Permaneció durante algunos minutos con la cara hacia el viento. Se sintió mejor y se dio la vuelta para volver.

—El peligro ha pasado —dijo poniéndose el cinturón de seguridad.

El coche tosió cuando ella giró la llave. Luego se quedó en silencio. Hanne volvió a girarla una y otra vez. No hubo reacción. El motor estaba muerto. Los pilló tan desprevenidos que ninguno de los dos dijo anda. Ella volvió a intentarlo. Seguía sin sonar nada.

—Habrá entrado agua por la tapa del distribuidor —dijo Hanne con las mandíbulas apretadas—. O tal vez sea otra cosa. Puede que el puto coche se haya estropeado.

Håkon seguía sin decir palabra y era lo mejor. Enfurruñada y brusca, Hanne salió del coche y levantó el capó. Poco después se encontraba de nuevo dentro del coche, con algo en las manos que él asumió que sería la tapa del distribuidor, al menos tenía el aspecto de una pequeña tapa. Hanne sacó papel de cocina de la guantera y empezó a secar la tapa. Al final inspeccionó el interior con mirada crítica y salió para volverlo a colocar en su sitio. No tardó mucho.

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