La diosa ciega (39 page)

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Authors: Anne Holt

Tags: #Policíaco

BOOK: La diosa ciega
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El hombre de pelo grisáceo ya había visto bastante. Era evidente que Lavik estaba muerto, yacía solo y sin vigilancia sobre la hierba. Con respecto a los dos que estaban en el aparcamiento no estaba tan seguro. Le daba igual. Su problema estaba solucionado. Retrocedió de espaldas hacia el bosque y se detuvo para encender un cigarro cuando estaba a suficiente distancia. El humo le irritó los pulmones, en realidad hacía años que había dejado de fumar, pero ésta era una ocasión especial.

«Debería haber sido un puro», pensó al llegar al coche y apagar la colilla como pudo en la hierba marrón. «¡Un Habano enorme!»

Sonrió de oreja a oreja y se encaminó hacia Oslo.

Martes, 8 de diciembre

Los dos se recuperaron. Karen había sufrido una intoxicación de humo, una pequeña fractura en el hueso de la frente y una fuerte conmoción cerebral. Seguía internada en el hospital, pero tenían previsto darle el alta hacia finales de semana. Håkon Sand ya estaba en pie, aunque no literalmente. Las quemaduras no eran tan terribles como se habían temido, pero tendría que hacerse a la idea de usar muletas durante una temporada. Le habían dado una baja de varias semanas. La pierna le dolía muchísimo y no paraba de bostezar, tras una semana durmiendo mal y consumiendo grandes cantidades de calmantes. Además se había pasado varios días escupiendo manchitas de hollín. Pegaba un respingo cada vez que alguien encendía una cerilla.

De todos modos estaba satisfecho, casi alegre. Seguramente no habían resuelto el caso, pero al menos le habían puesto una especie de punto final. Jørgen Lavik estaba muerto; Hans A. Olsen estaba muerto; Han van der Kerch estaba muerto; y Jacob Frøstrup estaba muerto. Sin olvidar al pobre e insignificante Ludvig Sandersen, que había tenido el dudoso honor de inaugurar la fiesta. La Policía sabía quién había matado a Sandersen y a Lavik; Van der Kerch y Frøstrup habían elegido ellos mismos su camino. Sólo el triste encontronazo de Olsen con una bala de plomo seguía siendo un misterio, aunque se sospechaba que el responsable era Lavik. Tanto Kaldbakken como la comisaria principal y el abogado del Estado habían insistido en eso. Era mejor tener un asesino conocido aunque muerto, que uno desconocido y libre. Håkon tenía que admitir que el fundamento de la teoría de un tercero en discordia había caído. La idea había surgido a causa del extraño comportamiento de Peter Strup, y ahora el abogado estrella ya no estaba bajo sospecha. El hombre había tenido un comportamiento ejemplar. Aceptó sin rechistar los dos días de prisión preventiva, hasta que la fiscalía cerró el asesinato de Jørgen Lavik sobreseyendo el caso al entender que se trataba de circunstancias no penales. Pura legítima defensa. Incluso el fiscal, que tenía por principio llevar cualquier asesinato ante los tribunales, se había mostrado enseguida de acuerdo con el sobreseimiento. El arma de Strup era legal, pues era miembro de un club de tiro.

La mayoría sostenía que no había ningún tercer hombre, y respiraban aliviados. Él por su parte no sabía qué pensar. Estaba tentado de aceptar las conclusiones lógicas de sus superiores, pero Wilhelmsen protestaba. Insistía en que el tercer hombre tenía que ser el que la había asaltado aquel domingo fatal. No podía haber sido Lavik. Los jefes no estaban de acuerdo. O bien había sido Lavik, o bien algún hombre más abajo en el jerarquía. En todo caso, no debían permitir que algo tan insignificante embadurnara la solución que tenían ahora sobre la mesa. La aceptaron, todos ellos. Salvo Hanne Wilhelmsen.

Strike. Por tercera vez consecutiva. Desafortunadamente era tan temprano que sólo una de las demás pistas estaba ocupada por cuatro jóvenes en la edad del pavo, que habían continuado jugando sin dedicarles una sola mirada desde que recibieron a los hombres mayores entre miradas críticas y risas. Por eso no había más testigo de su hazaña en los bolos que su contrincante, que no se dejó impresionar.

La pantalla que se encontraba por encima de sus cabezas, colgada del techo, mostraba que ambos habían hecho una buena serie. Cualquier cosa por encima de los 150 puntos estaba bien, teniendo en cuenta su edad.

—¿Otra ronda? —preguntó Strup.

Bloch-Hansen vaciló un segundo, luego se encogió de hombros y sonrió. Sólo una más.

—Pero consíguenos antes algo de beber.

Se quedaron sentados con sendas bolas en el regazo y una botella de agua mineral compartida. Strup no dejaba de acariciar la pulida superficie de la bola. Parecía más delgado y más viejo que la última vez que se vieron. Tenía los dedos delgados y secos, y sobre los nudillos se le había agrietado la piel.

—¿Tenías razón, Peter?

—Sí, lamentablemente. —La mano se detuvo en medio de la bola, y Strup la dejó en el suelo y apoyó los antebrazos sobre las rodillas—. Tenía tanta fe en ese chico… —dijo con una sonrisa triste, como un payaso que lleva demasiado tiempo trabajando y está ya un poco mayor.

A Bloch-Hansen le pareció ver lágrimas en los ojos de su amigo. Le dio una torpe palmada en la espalda a la vez que desviaba la mirada hacia los diez bolos que aguardaban su destino, serios y tensos. No tenía nada que decir.

—Tampoco es que el chico fuera como un hijo para mí, pero durante un tiempo estuvimos muy unidos. Cuando dejó de trabajar conmigo para empezar por su cuenta, me llevé una decepción…, tal vez incluso me sintiera algo herido. Pero mantuvimos el contacto. Siempre que podíamos, comíamos juntos los jueves. Era agradable y enriquecedor para ambos, creo. Aun así, el último medio año no hemos coincidido mucho para comer. El viajaba mucho al extranjero y supongo que yo ya no era tan prioritario para él. —Strup se enderezó en la incómoda sillita de plástico, tomó aire y continuó—: Soy un idiota. Creí que tenía una historia de faldas. Cuando se divorció por primera vez, creo que me comporté un poco como un padre severo. Cuando se alejó de mí, supuse que volvía a tener problemas de pareja y que no quería escuchar mis reproches.

—Pero ¿cuándo entendiste que algo iba mal? Realmente mal, quiero decir.

—No sabría decirte. Pero a finales de septiembre empecé a tener la sospecha de que alguien de nuestro gremio tenía algún negocio entre manos. Todo empezó cuando uno de mis clientes se derrumbó. Un pobre diablo con el que llevo toda la vida trabajando. No hacía más que llorar, y resultó que lo que quería en realidad era que me hiciera cargo del caso de un amigo suyo. Un joven holandés. Han van der Kerch.

—¿El tipo que se suicidó en la cárcel? ¿Cuando se montó tanto lío?

—Exacto. Ya sabes cómo nos vienen con sus amigos a rastras para que los ayudemos a ellos también. No tiene nada de raro. Pero después de tres horas de lloriqueos me contó que sabía que había dos o tres abogados detrás de una liga de contrabando de drogas, casi una banda, o una mafia. Me lo tomé con mucho escepticismo. Aun así me pareció que merecía la pena investigarlo un poco. Lo primero que intenté hacer fue conseguir que el holandés hablara. Le ofrecí mis servicios, pero Karen Borg se mostró inamovible. —Se rio con una risa seca y breve, sin un ápice de alegría—. Esa decisión ha estado a punto de costarle la vida. En fin, puesto que no tenía acceso a la fuente principal, tuve que dar algunos rodeos. A ratos me he sentido como un detective norteamericano barato. He hablado con gente en lugares extraños, a las horas más raras. Pero…, de algún modo, también ha sido emocionante.

—Pero, Peter… —dijo el otro en voz baja—. ¿Por qué no acudiste a la Policía?

—¿A la Policía? —Miró a su compañero con la cara descompuesta, como si le hubiera propuesto un asesinato múltiple antes de comer—. ¿Y con qué narices iba a acudir a ellos? No tenía nada concreto. En ese sentido tengo la sensación de que la Policía y yo hemos tenido el mismo problema: hemos intuido, hemos creído y hemos supuesto cosas, pero no podíamos probar nada, coño. ¿Sabes cómo se concretó por primera vez mi incipiente sospecha hacia Jørgen?

Bloch-Hansen negó levemente con la cabeza.

—Puse a una de mis fuentes contra la pared…, bueno, lo senté en una silla sin mesa delante. Luego me coloqué ante él, con las piernas separadas, y lo miré fijamente. El tipo estaba asustado. No por mí, sino por una inquietud que se percibía en el mercado y que, por lo visto, estaba afectando a todo el mundo. Entonces le mencioné a una serie de abogados de Oslo. Cuando llegué a Jørgen Ulf Lavik, se puso muy nervioso, miró hacia otro lado y pidió algo de beber.

Los chicos ruidosos se estaban yendo. Tres de ellos se reían y se tiraban una chaqueta entre ellos, mientras que el cuarto, que era el más pequeño, intentaba recuperarla entre quejas y maldiciones. Los dos abogados se mantuvieron en silencio hasta que las puertas de cristal se cerraron detrás de los jóvenes.

—Vaya ocurrencia. ¿Qué podría haber hecho? ¿Acudir al tío policía para contarle que, usando un detector de mentiras de aficionados, había conseguido que un drogadicto de diecinueve años me contara que Lavik era un criminal, que si, por favor, podían arrestarlo? No, no tenía nada que contarles. Por otro lado, a esas alturas había empezado a ver retazos de la auténtica verdad y no era algo como para ir corriendo a contárselo a un crío de fiscal adjunto de la tercera planta de la casa. Preferí acudir a mis viejos amigos de los servicios secretos. La imagen que conseguimos componer con mucho esfuerzo no era nada bonita. Seré franco: era fea. Jodidamente fea.

—¿Cómo se lo tomaron ellos?

—Como era de esperar se montó una limpieza de la hostia. En realidad creo que aún no han acabado del todo. Lo peor es que no pueden tocarle un pelo a Harry Lime.

—¿Harry Lime?

—El tercer hombre. ¿Te acuerdas de esa película? Tienen suficientes cosas contra el viejo como para que se le caiga el pelo, pero no se atreven. Les iba a salpicar a ellos.

—Pero ¿le van a dejar seguir en el cargo?

—Han intentado presionarlo para que se retire, y seguirán haciéndolo. Ha tenido problemas de corazón, bastante serios, la verdad. No resultaría nada sospechoso que se retirara, por motivos de salud. Pero ya conoces a nuestro antiguo colega, ese hombre no se rinde hasta que está perdido. No ve ninguna razón para retirarse.

—¿Su superior está informado?

—¿Tú qué crees?

—No, supongo que no.

—Ni siquiera el primer ministro sabe nada. Es una putada. Y la Policía no conseguirá cogerlo nunca. Ni siquiera sospechan de él.

La última serie salió mal. Para su gran irritación, Strup tuvo que verse derrotado por su amigo por casi cuarenta puntos. Estaba empezando a hacerse viejo de verdad.

—Respóndeme a una cosa, Håkon.

—Espera un momento.

No le estaba resultando fácil meter la pierna herida en el coche. Se rindió después de tres intentos y le pidió a Hanne que reclinara el asiento lo máximo posible. Finalmente, lo logró. Colocó las muletas entre el asiento y la puerta; las pesadas puertas del patio trasero de la Policía se abrieron despacio y con vacilación, como si no estuvieran seguras de que fuera sensato dejarlos marchar. Al final se decidieron y los dejaron pasar.

—¿A qué querías que te respondiera?

—En realidad, ¿era tan importante para Jørgen Lavik quitarle la vida a Karen Borg? Quiero decir, ¿su caso dependía tanto de eso precisamente?

—No.

—¿No? ¿Sólo no?

—Sí.

Le dolía hablar de ella. En dos ocasiones había ido a la pata coja hasta la planta del hospital donde estaba ingresada Karen, muy magullada y desamparada, y las dos veces se había topado con Nils. Con mirada hostil y agarrando las pálidas manos sobre el edredón, el marido de Karen había impedido cualquier intento de Håkon de decir lo que quería decir. Ella se había comportado de manera distante y, aunque él no había esperado que le diera las gracias por salvarle la vida, le dolía profundamente que ni siquiera hubiera mencionado el asunto. Al igual que Nils, la verdad. Al final, el fiscal se había limitado a intercambiar unas cuantas frases anodinas y se había ido al cabo de cinco minutos. Tras la segunda visita se sintió incapaz de volver a intentarlo, pero desde entonces no había pasado un segundo sin que pensara en ella. Aun así, para su sorpresa, era capaz de alegrarse de que el caso estuviera más o menos resuelto. Sólo que no soportaba hablar de ella. Aun así se sobrepuso.

—No hubiéramos conseguido que condenaran al tipo, ni siquiera con la declaración de Karen o su testimonio. Eso sólo podía ayudarnos a prolongar la preventiva. Una vez que lo habían puesto en libertad, Borg daba igual. A no ser que encontráramos algo más. Pero supongo que Lavik no estaba del todo bien.

—¿Quieres decir que estaba loco?

—No, de ninguna manera. Pero tienes que recordar que cuanto más alto estás, más grande es la caída. Tenía que estar bastante desesperado. De algún modo, se le había metido en la cabeza que Karen Borg era peligrosa. En ese sentido encaja eso que dicen los jefes de que fue él quién te agredió. Esas notas pueden haber hecho que se obcecara con ella.

—Así que es culpa mía que a Borg casi la mataran —dijo Hanne, ofendida, aunque sabía que él no había pretendido decir eso.

La subinspectora bajó la ventanilla, apretó un botón rojo e informó de su objetivo a una voz asexuada que salía de una plancha de metal agujereada. Un criado invisible levantó la barrera. Hanne encontró el sitio que le habían indicado en el garaje del Edificio del Gobierno.

—Kaldbakken iba a venir por su cuenta —dijo, y ayudó a su colega a salir del coche.

Un ministro de Justicia no se iba a conformar con condiciones tan modestas. Aunque la habitación estaba siendo reformada, era evidente que el joven ministro seguía trabajando allí. El hombre pasó por encima de una pila de rollos de papel, esquivó una escalera de mano a la que un cubo de pintura amenazaba con hacer caer, sonrió de oreja a oreja y les tendió la mano a modo de saludo.

Era extremadamente guapo y joven, cosa que llamaba la atención. Cuando tomó posesión del cargo tenía sólo treinta y dos años. Su pelo rubio estaba dorado, aunque fuera pleno invierno, y sus ojos podrían ser los de una mujer: enormes, azules y con unas largas pestañas bellamente arqueadas. Las cejas constituían un masculino contraste con todo lo rubio, eran negras y tupidas y se juntaban sobre la nariz.

—Me alegra muchísimo que hayáis podido venir —dijo con entusiasmo—. Con todo lo que se ha dicho en la prensa en la última semana, es difícil saber qué creer. Me gustaría que me orientarais un poco. Ahora que ya ha pasado todo, quiero decir. Un caso bastante inquietante, ¡e incómodo para nosotros, los guardianes de la ley! Se supone que es responsabilidad mía controlar a todos estos abogados, y no es nada agradable que empiecen a pasarse de la raya.

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