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Authors: Arto Paasilinna

La dulce envenenadora (10 page)

BOOK: La dulce envenenadora
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A los agentes les tocó la pesada tarea de acarrear a los tres golfos inconscientes al furgón. Recogieron las botellas de cerveza y las tiraron a una papelera, al parecer los muchachos se habían puesto ciegos y habían perdido el sentido. Desde luego, la venta libre de alcohol era una ruina para la sociedad, se indignaron los policías. Luego cerraron de un portazo la trasera del furgón azul y pusieron rumbo a la comisaría.

Capítulo 11

A las seis de la mañana, hora en que vinieron a soltarlos, Nyyssönen y sus compinches aun yacían inconscientes, por los efectos del veneno, en el suelo de una siniestra celda de la comisaría de policía de Töölö. Los sacudieron para despertarlos y les ordenaron que se largaran de allí enseguida. Protestaron diciendo que preferían quedarse a dormir en el suelo de cemento del calabozo. Por el momento, la libertad no les interesaba en absoluto. Se quejaron de que estaban enfermos, de que alguien los había envenenado pérfidamente.

Los policías revisaron el acta de registro de la noche anterior y comprobaron que el trío había sido retirado de la circulación a causa de su tremenda embriaguez. En el momento de su detención, cada uno de los sujetos llevaba en la mano una botella vacía de cerveza. Lo que extrañaba a las autoridades era que los hombres hubiesen bebido tal cantidad de cerveza que a la mañana siguiente no fuesen capaces ni de ponerse en pie. Los policías les señalaron que el calabozo no era una casa de reposo. Nyyssönen insistió en que tanto él como sus camaradas habían sido víctimas de intento de asesinato. Alguien había tratado de envenenarlos.

La culpable era una mujer, la coronela Linnea Ravaska. Su segunda madre, nada menos…, una arpía de casi ochenta años.

Tales quejas no fueron transcritas en el acta de interrogatorio, ya que Nyyssönen y sus compinches eran viejos conocidos en la comisaría de Töölö.

Según los agentes, era del todo imposible pensar siquiera que una viejecita se hubiese entretenido en envenenar a semejantes mastuerzos, y de ser aquello cierto, tanto mejor. En alguna parte tenía que haber justicia. Si los señores querían, pues, hacer el favor de levantar sus apestosos huesos del suelo, e ir a pedir de su parte a la abuelita que la próxima vez les diese una dosis más letal.

Con amargura, los tres sinvergüenzas salieron del calabozo dando tumbos. El corazón se les salía por la boca, los ojos les lloraban, el ruido del tráfico les torturaba los oídos. Se pusieron en marcha, rumbo al centro de la ciudad, con las piernas temblorosas, desplazándose con lentitud y parándose de vez en cuando a descansar. Al fin, tras una hora de suplicio, llegaron a la calle Uusimaa. Kauko Nyyssönen rebuscó en sus bolsillos la llave del sótano. Con gesto fúnebre, se dejaron caer en el sucio suelo del cuartucho. Antes de quedarse dormido, Kake tiró de un manotazo las mustias flores que Linnea le había mandado.

Por la tarde los hombres se levantaron lo suficientemente restablecidos como para abrir el grifo y saciar su sed con agua tibia. Empezaban a estar hambrientos, pero cualquiera se atrevía a tocar las provisiones de Linnea. Tras una profunda reflexión, llegaron a la conclusión de que las conservas no podían suponer ningún peligro. Aparentemente, Linnea sólo había envenenado la ensalada.

En silencio, acabaron con los restos. Había que admitir que las conservas de la vieja seguían estando deliciosas.

Durante la comida tomaron la decisión unánime e irrevocable de cargarse a la coronela Linnea Ravaska. El que planteó la cuestión con más dureza fue Jari Fagerström, el más cruel de los tres, sin duda. En su opinión, habían sido demasiado ingenuos con respecto a Linnea. Aquella vieja zorra había demostrado ser un monstruo sediento de sangre y empezaba a resultar francamente peligrosa. Jari estaba convencido de que sólo esperaba la ocasión propicia para llevárselos por delante, a todos. Lo del veneno era prueba de ello: había que liquidarla.

Así lo acordaron. Pero ¿quién iba a ocuparse de ello? Nyyssönen dijo que la sola idea le repugnaba y Lahtela titubeaba ante el aspecto práctico del asunto. Jari, exasperado con las excusas de sus camaradas, les espetó que si ellos le ayudaban a secuestrarla, estaba dispuesto a ocuparse de la vieja cotorra.

Trazaron una especie de plan: Jari robaría un coche para transportar el cadáver. Nyyssönen prometió conseguir un hacha y sacos de plástico. Pertti Lahtela debía descubrir dónde vivía Linnea y llevarla a la calle Eerik. Lo mejor sería liquidarla en casa de Raikuli. Desde allí habría que trasladar el cuerpo en coche hasta algún lugar en el campo, donde podrían deshacerse de él sin despertar sospechas. Y nada más, así de simple.

Tras esa sentencia de muerte, volvieron a tirarse sobre los malolientes colchones del sótano y se quedaron dormidos.

Al día siguiente, Pertti Lahtela se puso a hacer guardia en la calle Döbeln. Habían llegado a la conclusión de que Linnea podía estar viviendo en casa del doctor Jaakko Kivistö, el mismo tipo al que habían apalizado un par de días antes, allá en Harmisto. De regreso en la guarida, Pera confirmó su hipótesis. Era el momento de actuar, ya que el doctor Kivistö y Linnea se habían ausentado de la casa por la mañana. La pareja había almorzado en Elite y luego Kivistö había cogido un tranvía en dirección al centro, mientras Linnea había regresado a la calle Döbeln.

Fagerström le tendió a Lahtela su navaja y este le preguntó distraídamente para qué era. Jari le contestó que podía serle útil para obligar a Linnea a que lo acompañase.

—Aaah, sí…, claaaro… Bueno, pues me voy. Nos vemos, colegas.

Jari anunció que volvería esa misma noche a la calle Eerik con un coche, un modelo familiar, a poder ser. Para transportes de aquel tipo lo más apropiado era un vehículo espacioso.

Pertti Lahtela echó a andar hacia Töölö con aire tranquilo. En su interior, sin embargo, estaba de lo más agitado. A fin de cuentas, se estaba involucrando en un asesinato, el de una mujer para más señas. Cuando se persigue un objetivo así, a uno le da por reflexionar sobre cuestiones más filosóficas que de costumbre. La relación entre la vida y la muerte pasa inevitablemente a un primer plano en los pensamientos.

Pera ya se había manchado las manos de sangre, ya que siete años atrás había matado a un hombre. Un día que se hallaba en el barrio de Punavuori, empinando el codo con una panda de borrachines, hubo divergencia de opiniones y al final Lahtela hizo uso de su navaja con terribles consecuencias. El hombre murió y a Lahtela lo condenaron por homicidio involuntario. Purgó su condena en la cárcel de menores de Kerava. A pesar de los años transcurridos, el suceso le volvía a la mente de vez en cuando. Era un recuerdo espeluznante, que en ocasiones incluso le impedía dormir. Nunca se había atrevido a ponerse en contacto con la familia de la víctima.

Y de nuevo estaba involucrado en un asesinato… Bueno, la víctima era un vejestorio… Hasta Nyyssönen había dicho que no era tan grave cargarse a una vieja cotorra que estaba a las puertas de la muerte. No era un pecado demasiado grande. Pero ya se sabía lo que valían los argumentos de Kake, era capaz de inventarse cualquier cosa. ¿Por qué no se ocupaba él mismo del asunto? Después de todo, Linnea era su tía. Pera empezaba a sospechar que tal vez su amigo intentaba encasquetarle aquel asesinato a un inocente.

Encontraba particularmente desagradable el hecho de que se tratase de una mujer. Un acto así era algo excepcional. La sola idea le repugnaba. Comprendía que alguien matase a un hombre en un momento de ofuscación, o en defensa propia; sucedía a menudo. Pero cargarse a alguien del sexo débil era otra cosa.

Lahtela iba por la calle Runeberg. Le faltaba poco para llegar a la calle Döbeln. Aún estaba a tiempo de echarse atrás. ¿Y si volvía para decir a sus camaradas que Linnea se había escapado? Las mujeres podían ser escurridizas como anguilas. Decidió parar un momento en el restaurante Elite para meditar sobre aquella posibilidad. ¿No sería mejor tomarse un par de cervezas y pensárselo todo de nuevo?

Por desgracia, el portero cortó de raíz las intenciones de Pertti Lahtela de sumarse a la clientela del bar. No era de extrañar, ya que sus enrojecidos ojos brillaban como los de un asesino. El gorila de la puerta sospechó que Lahtela estaba loco, o como mínimo borracho. Además le pareció que se trataba del mismo tipo que había estado montando bronca en la terraza del restaurante hacía poco. Sin contar con que apestaba a aguardiente y sudor, como si acabase de salir de un calabozo o de algún sucio sótano.

—Lo siento, pero hoy no va a poder ser… Tendrá que venir otro día.

A Pera no le quedó otra que dar media vuelta. Le hervía la sangre. ¡Y así era como le trataban habitualmente! ¡Por Dios! ¡Ni siquiera podía tomarse un par de cervezas cuando quería! Y decir que por una vez estaba totalmente sobrio; no había bebido nada desde que había salido del calabozo.

El incidente selló el destino de la coronela Linnea Ravaska. Pertti Lahtela ya no dudaba. Invadido por la cólera, pensaba que había que aniquilar de la faz de la tierra a los porteros y las coronelas. Nada le parecía más justo y natural que dirigirse a la calle Döbeln para cumplir la misión que le había sido confiada.

Lahtela subió en el ascensor y llamó al timbre del doctor Kivistö. Al cabo de un rato, una anciana asustada entreabrió la puerta. El delincuente se coló en el piso por la rendija y le ordenó a la vieja que se estuviera callada. Sólo entonces Linnea reconoció a uno de los camaradas de su sobrino. Se llevó un susto de muerte.

Capítulo 12

Sin muchas consideraciones, Pertti Lahtela conminó a la coronela Linnea a que lo acompañase. Primero irían a cierto piso en la calle Eerik, y después ya verían.

Linnea fue presa del pánico. Veía las siniestras intenciones en los ojos del intruso y empezó a temer por su vida. Los recuerdos terribles de Harmisto, aún frescos, invadieron la mente de la anciana ¿Es que nunca podría librarse de Kauko y sus secuaces? Ganas tenía de ponerse a gritar pidiendo ayuda, pero Lahtela la metió a empujones en el dormitorio y amenazó con emprenderla a golpes con ella si se le ocurría rechistar.

Linnea se atrevió a interesarse por la salud de Kauko: ¿Había estado bien últimamente?

Pera le respondió que precisamente por eso estaba allí. La coronela había intentado envenenarlos. Se habían salvado por los pelos.

Linnea negó las acusaciones y le juró que su única intención había sido la de complacerles. ¿Qué mal había en ello? Pero sus protestas no hicieron mella en Lahtela, quien le ordenó que se pusiera la chaqueta y le acompañase. Irían a la calle Eerik a aclarar el asunto, eso era todo.

Linnea sabía que su vida corría más peligro que nunca. Se negó a abandonar el piso, dijo que el dueño estaba a punto de volver… Pero no sirvió de nada. Acusó a Pera de intento de secuestro, pero este replicó que si no obedecía, le iba a retorcer el pescuezo allí mismo. Y por su mirada estaba claro que no bromeaba.

—Dios mío, tendré que llevarme al menos algunos objetos personales —balbuceó Linnea. Abrió el candado de su tocador y empezó a sacar tarros y frasquitos, de esos que las mujeres suelen llevar consigo cuando van de viaje. Pera empezaba a impacientarse. Le dijo que no iban muy lejos, que era inútil llevar equipaje. En realidad, no necesitaba medicinas ni productos de belleza. El asunto acabaría en un dos por tres, a condición de que no se resistiera.

Linnea guardó sus cosas en el bolso de todas maneras, explicando que una mujer como Dios manda no salía pitando sin más ni más con el primer hombre que se lo pidiese, y menos aún sin sus efectos personales. A su edad y con una salud tan frágil, ni se le pasaba por la imaginación salir sin sus medicinas aunque sólo fuera para un corto paseo. Le mostró a Pera una jeringuilla que contenía un líquido amarillo, afirmando que necesitaba una inyección de aquello cada cierto tiempo, de lo contrario, su páncreas podía dejar de funcionar.

Lahtela se dijo que, de todas formas, la excursioncita que le preparaban a la vieja acabaría con un tratamiento un poco más radical.

El joven preguntó dónde estaba el teléfono y Linnea lo condujo hasta la sala. Pera se quedó estupefacto por lo espaciosa que era y por la belleza de los muebles antiguos. Acarició las pesadas cortinas de terciopelo que colgaban ante los hermosos ventanales y murmuró entre dientes que los matasanos debían de ganar mucha pasta.

Lahtela obligó a Linnea a meterse en su dormitorio mientras el llamaba y dejó entreabierta la puerta entre ambas habitaciones para tenerla vigilada. Pensaba que la vieja, decrépita y medio sorda, no oiría nada de la conversación desde la habitación contigua.

Marcó el número del trabajo de Raija Lasanen.

—¿Puedes decirle a Raikuli que se ponga? Hola, soy Pera. Oye, tengo un poco de prisa. Sólo quería decirte que no vayas a tu casa, a la calle Eerik, cuando salgas de trabajar, ni llames, ¿estamos? Es que tengo por ahí un asuntillo… ¿Y si te vas a dormir a otro sitio? ¿Puedes? Vaaaale… pues, te veo mañana. Vengaaa…

Linnea intentó afinar el oído al máximo, pero lo único que sacó en claro fue que Pera hablaba del apartamento de alguien, en la calle Eerik. A pesar de la brevedad de la llamada, le había dado tiempo de meter en su bolso un viejo manguito de piel medio descolorido y varios objetos de pequeño tamaño, como la jeringuilla que había mostrado a Lahtela. Mientras manoseaba absorta el manguito, a su mente acudieron los días anteriores a la guerra. Por aquella época, en invierno nunca salía sin ese accesorio; no sólo estaba muy de moda, sino que calentaba agradablemente las manos. Durante su noviazgo con Rainer, causó sensación en la ciudad con su chaquetón de pieles y el manguito a juego. ¿Qué habría sido del chaquetón aquel? Linnea intentó recordarlo, pero últimamente la memoria había empezado a fallarle. Tal vez se había visto obligada a vender las pieles en el mercado negro hacia el final de la guerra, cuando casi no se encontraba comida. ¡Sí, ya lo recordaba! Las había canjeado por medio cerdo en pleno invierno de 1943. En febrero, para más señas. Había hecho un buen negocio: aunque se trataba de auténticas garras de astracán, medio cerdo en aquellos tiempos valía varias veces más.

Y aquel manguito le prestaría servicio de nuevo. Era como un bolso peludo en cuyas profundidades se podía transportar todo tipo de cosas pequeñas y prácticas. Lahtela se cuestionó la necesidad de cargar con una prenda así. Estaban en pleno verano, era ridículo pasearse por la calle con las zarpas dentro de esa cosa peluda. La anciana repuso que, a su edad y dado el reumatismo que la aquejaba, debía protegerse las manos, especialmente las muñecas, tanto en verano como en invierno.

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