La educación de Oscar Fairfax (9 page)

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Authors: Louis Auchincloss

BOOK: La educación de Oscar Fairfax
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Francamente, su vanidad era insoportable. Y yo sabía que no podía hacer nada para disuadirle de su propósito.

***

Constance resultó estar en lo cierto respecto a Danny, como también estaría en lo cierto en tantas otras ocasiones en nuestro futuro compartido. Cuando no había pasado menos de un año de su predicción, él se fue de la casa de los Warren permitiéndoles que le diesen una fiesta de despedida y se embarcó hacia Francia, el asilo de posguerra de tantos escritores y artistas americanos perturbados e inquietos. Poco después de su marcha se supo que le había entregado el manuscrito de su nueva novela a un editor rival. Hugo, por supuesto, declinó ejecutar su opción. Cuando expresé mi indignación por el comportamiento de Danny, Hugo se encogió de hombros y dijo: «Si tú supieras, querido Oscar, con cuánta frecuencia sucede esto en nuestro infeliz negocio. El bocado más sabroso para más de un escritor es la mano que le da de comer. ¿Qué puede hacer él? Está en su naturaleza. Ya sabes lo que se dice: si no puedes aguantar el calor, vete de la cocina».

Vera fue mucho menos paciente. Sus gritos de indignación se escucharon por toda la ciudad. Pero no fueron nada comparados con los que sonaron cuando apareció el libro. Hugo quedó muy mal parado —como Danny me lo había descrito—, pero lo que hizo con Vera fue repugnante. No sólo había engullido la mano, sino todo el brazo y el hombro. Éstas son las primeras líneas de un capítulo:

«En el viejo Moscú, cuando la zarina Catalina se disponía a elegir su compañía nocturna, reunía a todos los centinelas que estuviesen de guardia en el pasillo, los ponía en fila en su alcoba y comparaba, cuando se habían bajado los pantalones, el tamaño de sus miembros. Aquéllas eran las satisfacciones que le deparaba su poder absoluto. Las opciones de Elantha, sin embargo, eran más limitadas. Tenía que merodear entre los afeminados jóvenes del personal de su tienda de decoración en busca del más apuesto».

Un capítulo después cambiaba el punto de vista del autor omnisciente por el de un tal Bobby, un empleado de veinte años que aspira a que, una vez graduado del City College, su contrato de verano con Elantha se convierta en otro a tiempo completo. Es un joven apacible con una novia apacible con quien espera casarse un día y formar un matrimonio apacible; no conoce a las mujeres. Apenas da crédito a lo que teme que puedan significar las extrañas caídas de ojos de su jefa, a las que no tardaron en seguir maliciosas palmaditas en la espalda y, más tarde, pellizcos traviesos mientras los dos clasificaban los materiales. Aun así, ninguno de esos gestos aparentemente amorosos viene acompañado de palabras; Elantha le regaña por sus errores, «le echa broncas» como si no hubiese correlación entre sus actos y sus palabras.

Pero finalmente llega la confrontación inevitable tras la puerta cerrada del santuario, cuando ella le baja los pantalones y se levanta la blusa. ¿Qué podía hacer el pobre muchacho sino cerrar los ojos y concentrarse en una especie de masturbación, alcanzando finalmente un orgasmo con el pene aún flácido? Y entonces logra escapar tan rápido como puede, igual que el macho de la mantis religiosa huye del destino de ser devorado por la hembra, más grande, en el banquete poscoital. No es necesario añadir que no obtiene el contrato indefinido. Ni siquiera termina el de verano.

A Hugo le costó muchísimo disuadir a su ultrajada esposa de que interpusiera un pleito por difamación. Su argumento —que el abogado de Danny podría encontrar testimonios en su contra entre las muchas personas a las que Vera, una jefa de temperamento fuerte, había despedido— terminó imponiéndose. Pero aquel episodio matizó la opinión general que le merecía su joven escritor favorito. Según me dijo: «Por supuesto, el retrato de Vera en el libro es tan odioso como incierto». Me miró muy atento según me lo decía, pero yo no ofrecí señal alguna de incredulidad. «Y a pesar de lo que he dicho acerca de las grandes licencias de los escritores, no puedo perdonarlo. Es improbable que Danny se vuelva a cruzar en mi camino, pero si lo hace le daré la espalda. Si en su novela se hubiese limitado a Hugo Warren, habría sido otra cosa. Incluso le hubiese estrechado la mano. Yo juego limpio y él lo sabía.»

Y, por supuesto, si Hugo ha sobrevivido en la memoria de muchos que no le conocieron personalmente, es a causa de la novela de Danny. A pesar de que el protagonista apareciera caracterizado como el elemento débil y manejable de un extraño matrimonio, su encanto y su candidez emerge con una claridad cristalina, y como el modelo que lo inspirara, fascina al lector. La obra de teatro sobre el libro le dio un destacado papel a Herbert Marshall; la película, un poco posterior, fue interpretada por Robert Montgomery. Quizá, después de todo, Hugo no se equivocó al confiar en Danny Winslow.

Y después de todo, Danny me engañó de nuevo. Porque tenía, efectivamente, un corazón débil, y murió a la edad de treinta y seis años. Por aquel entonces Constance y yo llevábamos una década casados. Quise vender los manuscritos de los relatos que había publicado en el
Lit
de Yale que me había legado —bastante inesperadamente—, pero ella me sugirió que esperase a que subieran de precio en el mercado. ¡Todavía los conservo, porque todavía cotizan al alza!

La novocaína de la ilusión

En 1927 Jason, Fairfax & Dunne me envió a París para que abriera una sucursal. Yo tenía treinta y dos años, hacía poco que había pasado a formar parte de la empresa y había convencido a mi padre (ahora mi socio) de que no seríamos verdaderamente «competitivos» hasta que tuviésemos una sucursal europea. Pero ése era solamente uno de los motivos. Yo quería pasar un par de años en el extranjero, perfeccionar mi francés, hacerme cosmopolita. En suma: empaparme de una cultura más rica y más antigua. Me había dado cuenta con demasiada claridad de la creciente vulgaridad del mundo de posguerra: el jazz invadiéndolo todo, los modales relajados, la pérdida general de «estilo», y quería respirar el aire de una época más antigua y pura antes de que todo estuviese totalmente contaminado por la bruma de la modernidad. Soy consciente de cuán engreído suena esto, pero pongo mucho cuidado en reproducir lo más fielmente posible cómo me sentía entonces e intento resistir la tentación de mostrarme bajo una luz más moderna. Quiero destacar, no obstante, mis poderes de observación de aquel entonces. Como mi padre, nunca he adoptado el punto de vista europeo de que América había vulgarizado al mundo. Simplemente, habíamos sido las primeras víctimas del virus cultural del siglo XX que desde entonces ha invadido el globo. Kipling dijo que Oriente y Occidente nunca coincidirían, pero quien vaya hoy a Oriente podrá encontrar en todas las ciudades evocaciones de Newark, New Jersey.

Constance tenía tantas ganas de ir a vivir a París como yo. Desde sus días en Barnard había conservado su interés por el arte, particularmente por el arte religioso. Quería hacer un recorrido por las iglesias románicas, y en cuanto llegamos comenzó a planear viajes en coche a Borgoña y Provenza. Yo no le había dicho nada de mi proyecto de escribir un libro sobre los artistas y escritores de la
belle époque;
temía que a ella no le hiciese gracia otra manifestación de lo que llamaba mi debilidad por el arte «estúpidamente inteligente» de la década de 1890. Con Constance siempre era mejor ser discreto hasta que los proyectos estuviesen bien elaborados.

Alquilamos un
hôtel
grande y blanco con enormes ventanas francesas y habitaciones revestidas de madera y amuebladas al estilo Luis XV en el Parc Monceau, y contratamos a cuatro sirvientes alegres e incansables y a una
bonne
para nuestro hijo Gordon. Abrir la sucursal de un bufete no era una tarea ardua, y el trabajo tampoco era agobiante (una de nuestras principales tareas consistía en visitar a los socios y a los clientes y regalarles entradas para el Folies Bergères), y yo aprovechaba el tiempo que me quedaba para frecuentar a las personas que habían conocido la época y los artistas que esperaba retratar.

No pasó mucho tiempo antes de que conociéramos al decano de la comunidad americana, el abogado internacional, el licenciado expatriado, el epicúreo Walter Berry. Constance y yo cenamos con él y me dio algunos consejos muy útiles acerca de la contratación de mis colaboradores franceses. Pero yo quería mucho más. Yo quería compartir sus recuerdos.

Era perfectamente consciente de que entre algunos de mis compatriotas Berry tenía fama de viejo esnob diletante y, de hecho, me pareció brusco y autoritario, pero no desesperé de poder penetrar finalmente en el carácter del hombre que había hecho de su refinado amor por el arte y las letras su pasión central. ¿No le habían concedido su amistad y admiración tres grandes escritores, Henry James, Edith Wharton y Proust? Eso me hubiera bastado para obviar los abucheos de cualquier multitud.

Constance no compartía mi entusiasmo.

—Me bosteza en la cara mientras le estoy hablando.

—Pero si se lo hace a todo el mundo no cuenta.

Y parece que así era. Incluso me lo hacía a mí. Pero un día, cuando aceptó, tras un largo y gratuito silencio, mi invitación a comer al Travellers Club, tomé la determinación de lanzarme al ataque. Me tuvo esperando un buen rato, y cuando finalmente vi que su figura delgada, alta y canosa, con el bigote caído, se acercaba a la entrada del salón, yo ya casi me había rendido.

En la mesa, tras algunos comentarios sin entusiasmo —preguntas educadas y respuestas monosilábicas— fui derecho al grano. ¿Me ayudaría con el libro que quería escribir?

—¿A editarlo, quiere usted decir? —me preguntó con rudeza—. ¿Quiere que repase la gramática, quizá? Por lo que sé de su generación, se saltaron esa asignatura. Ya ni siquiera se enseña en el colegio ¿no? No me sorprende que los americanos tengan tanta dificultad en aprender otros idiomas. Ni siquiera saben hablar el suyo.

Pero yo estaba dispuesto a tragarme cualquier insulto.

—No, señor, no se trata de eso en absoluto. Sencillamente, me gustaría hablar con usted acerca de algunos de los grandes artistas y escritores que ha conocido. ¡A algunos de los cuáles incluso usted ha inspirado! —y siguiendo los consejos de Disraeli, le serví mis halagos en bandeja—. Tomemos por ejemplo la famosa carta de James de la Lubbock Collection dirigida a usted. La carta en la que agradece el neceser que usted le regaló. ¿No recuerda lo magnífico que fue que se refiriera al regalo como persona y no como cosa?

Y entonces cité de memoria:

«¡No puedo vivir con él porque no puedo estar a su altura. Sus protestas, sus pretensiones, sus dimensiones, sus suposiciones, sobre todo la forma en la que hace que cada objeto de su alrededor cuente un deplorable y lúgubre cuento. Todo esto le convierte en un azote de mi vida, en una mancha en mi escudo!».

Mi memoria resultó ser una mina de oro. El viejo muchacho saltó ante mi cita como una foca atrapa el pescado que le lanzan.

—¡Ah, el gran Henry! ¿Qué otro podía haber escrito eso? Bien, bien. Hábleme acerca de su libro, joven.

Me aclaré la garganta.

—Bueno, comienzo con la tesis de Henry Adams de que la ciencia nos ha traído el caos y la multiplicidad. Y ese final de un mundo organizado, el final de lo que él llama «unidad», llegó con el Armagedón en 1914.

—Con los soldados alemanes, los
boches
, sí. ¿Pero está usted seguro de que sus fechas son correctas? ¿No creía Adams que el caos estaba al caer cuando el general Grant fue elegido? Por lo que recuerdo, él lo comparaba con un cavernícola.

—Es verdad. Pero yo me refiero al último gran ocaso de la unidad, que yo sitúo en las décadas inmediatamente anteriores a la guerra. ¿No fue entonces cuando nuestra civilización alcanzó su cenit? Entonces la ciencia todavía buscaba nuestro confort, no nuestra destrucción. Como su amiga la señora Wharton escribió, el coche le devolvió el romance al viaje. Todavía era un animal domesticado, no parte de un horrible rebaño. En todas partes triunfaban las artes. En América fundamos nuestros grandes museos. Produjimos escritores como James y la señora Wharton, arquitectos como McKim y White, pintores como Sargent, escultores como Saint-Gaudens, coleccionistas de arte como Morgan, Frick y la señora Gardner. ¡Se lo llamó, y con razón, el Renacimiento americano! Y por aquí estaban los impresionistas y Anatole France y Proust y todo el brillo del París de los años noventa. Y en Inglaterra... bueno, cuando pienso en la Inglaterra eduardiana me parece contemplar inacabables prados de césped, nobles mansiones y fiestas de fin de semana con grandes estadistas y personas inteligentes. ¿Estoy descubriendo algo? ¿No fue aquélla la última gran explosión del estilo? ¿Y no es el estilo la esencia de la civilización? ¿Y no lo hemos perdido?

—¡Ah! ¡A quién le has ido a preguntar! —Berry levantó las manos y se las llevó a las sienes con un gesto de desesperación—. ¡Aquí estoy yo, haciendo todo lo que puedo por atrapar los Felices Años Veinte, como creo que los llaman ahora, y tú me tientas para que me entregue a los recuerdos de un pasado dorado! ¡Qué vergüenza, joven! Pero, por supuesto, tienes toda la razón. Talleyrand dijo que ningún hombre que no haya vivido en el
Ancient Régime
puede haber conocido la
douceur de vivre,
pero apuesto a que habría aceptado esa afirmación si hubiese sobrevivido a los alegres noventa. ¿Hubiese sido capaz de meterse durante quince días en la piel de su descendiente, mi viejo amigo Bonni de Castellane, y presidir un baile de disfraces en su palacio rosa? ¿O habría pasado un fin de semana en Blenheim cuando los Marlborough recibían al príncipe de Gales? ¿O habría viajado a Polonia a visitar a Elizabeth Potocki y conducir una calesa de cuatro caballos hasta el gran vestíbulo de Lancut? ¡Sí, señor, así eran aquellos días!

Me quedé ligeramente desconcertado por su énfasis en las fiestas y me esforcé en hacer que recordase a los artistas y escritores de los que en primera instancia iba a tratar mi libro. Pero pronto descubrí que él no soportaba limitarse a descripciones particulares. Si le preguntaba acerca de la conversación de Proust, se encogía de hombros y decía: «Bueno ya sabes; Proust hablaba como sus libros»; si yo buscaba un ejemplo del ingenio de Anatole France, me decía que no podía recordar nada específico y que, de cualquier modo, los hombres que frecuentaban los salones literarios, como Anatole France había frecuentado el de Madame de Caillavet, eran capaces de llegar a convertirse en terribles pelmazos.

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