La educación de Oscar Fairfax (13 page)

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Authors: Louis Auchincloss

BOOK: La educación de Oscar Fairfax
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El apoyo de Hollister al capitalismo salvaje no había sido tan evidente cuando enseñaba jurisprudencia en Albany, ni siquiera había destacado en el Washington de los prósperos años veinte, cuando tantos intentaban enriquecerse a toda prisa, sino durante la Gran Depresión. Entonces, después de que un decreto tras otro hubieran caído víctimas del hacha judicial, su nombre se convirtió en algo tan odioso para los progresistas como el de sus colegas, los jueces Van Devanter, Sutherlan y McReynolds.

Pero aquel acérrimo individualista convivía con otro hombre: el erudito que proclamaba que hacer de pasante con él constituía «una enfermedad», el coleccionista de cerámica china y de paisajes de la escuela del río Hudson, el estudiante de literatura inglesa, el autor de famosos artículos doctrinales sobre responsabilidad civil y contratación que se leían como relatos de Henry James. Porque cuando Hollister el juez no trataba con instituciones y grandes corporaciones sino con seres humanos individuales —la víctima de un automóvil fabricado defectuosamente, el incauto que cometía un delito menor, el pequeño comerciante atrapado en un contrato engañoso— podía ser de hecho muy humano.

Las diferencias entre aquellos dos hombres que conformaban a Gideon Hollister se reflejaban incluso en su aspecto físico. Como muchos hombres batalladores, era bastante bajo, con un torso bien proporcionado al que siempre acompañaba un atuendo elegante. Tenía los labios finos e incluso algo severos; la barbilla, tan cuadrada como podía esperarse; la piel, clara y sin arrugas; los pómulos, suavemente enrojecidos. Pero su cabello era de un blanco algodonoso, y sus ojos, de un claro azul sereno. El tono de su voz podía ser agudo y cáustico, sobre todo cuando se dirigía a torpes abogados desde el estrado, pero también podía ser asombrosamente dulce, cuando impartía conferencias en clubes o asociaciones sobre los principios del derecho. Viudo, vivía solo en una bonita casita de ladrillo rojo en Georgetown repleta de preciosísimos y relucientes muebles coloniales y de su colección de porcelana china.

Accedió de buen grado a ayudarme con el libro de ensayos que tenía en mente y se ofreció a alojarme en su casa siempre que quisiera ir a visitarle a Washington para «sonsacarle».

—Usted sabe, por supuesto, que no soy un jurista erudito —le previne.

—Lo sé, y creo que es un punto a su favor. Lo que realmente se necesita hoy, mi querido Oscar, es un comentarista jurídico con una mente clara, sentido común y sin prejuicios estúpidos. El público está muy necesitado de análisis rigurosos acerca de nuestra crisis institucional. ¿Se ha enterado del nefasto plan del presidente para la remoción del tribunal?

—Pero no lo ha presentado al Congreso todavía.

—No, el viejo zorro lo está retrasando, para darnos a los septuagenarios la oportunidad de irnos. El proyecto de ley le daría un juez adicional por cada uno de nosotros que dimitiese. ¡Constituir un tribunal con nueve juristas y seis funcionarios!

—¿Pero logrará que se apruebe?

—Quién sabe, en estos tiempos absurdos.

Durante aquel invierno de 1936 Constance y yo pasamos un total de tres semanas con el juez. Ella hacía turismo con Gordon (cuando nos lo llevábamos con nosotros), y yo me sentaba con nuestro anfitrión y le escuchaba. Le encantaba charlar, y yo tomé la precaución de no tomar notas; no quería distraerle, ya anotaría todo lo que me hiciera falta cuando hubiésemos terminado la sesión. Él se explayaba, casi como si yo no estuviera allí, acerca de los grandes acontecimientos de su larga e interesante vida, y hacía hincapié en las glorias de un pasado aventurero a las que contraponía «la lamentable búsqueda de seguridad» de nuestros tiempos actuales.

Una memorable tarde de nuestra segunda semana me dio lo que yo esperaba que podría convertirse en el hilo conductor de mis ensayos. Había comenzado la sesión con algunos recuerdos de su juventud.

—Mi padre me envió a Michigan dos veranos seguidos a trabajar para su amigo Louis Agassiz, que estaba rehabilitando las minas de cobre abandonadas Calumet y Tecla. ¡Ése sí que era un trabajo que hubiera intimidado a los cazadores de fortunas «rápidas» de hoy! ¿Pero crees que Agassiz hubiera podido triunfar con los sindicatos clamando por salarios más altos y camas más calientes y prohibiéndole que despidiera a los gandules?

—Le hubiera llevado mucho más tiempo.

—Hubiera sido imposible. Te lo digo, Oscar, esta equiparación del débil con el fuerte —equiparación, ¡demonios!; imposición, más bien— será nuestra ruina. Si el señorito de Hyde Park hubiese sido presidente hace una generación, este país no se habría desarrollado jamás.

—Pero usted admiraba al gran Theodore. ¿Y no fue él quien puso firmes a las grandes compañías?

—Yo le admiraba más como soldado que como político. Hizo demasiadas concesiones. Creo que le molestaba que tantos de nuestros financieros, como Morgan, nunca hubiesen vestido uniforme o ni siquiera hiciesen ejercicio al aire libre. ¡Esto podría haber llegado a lanzarle en brazos de los izquierdistas! Pero incluso a él le hubieran repugnado los extremos a los que su espabilado primo Franklin Delano ha llegado.

Tenía que sacarle de ahí.

—Le voy a preguntar algo más, señor. Nuestros amigos de la abogacía inglesa afirman que es mejor no verse constantemente obstaculizados por una constitución escrita. ¿No podrían usted y sus compañeros de tribunal definir mucho mejor las libertades fundamentales del hombre y las limitaciones básicas del gobierno sin tener que tergiversar y manipular frases que se remontan al siglo XVIII?

Temí una explosión, pero no llegó. Al contrario, movió la cabeza meditando antes de contestar.

—Es una buena pregunta. Aunque en cierto modo, se podría decir que nosotros no tenemos una constitución escrita, realmente. A la práctica, quiero decir. Lo que tenemos es un documento que contiene dos cláusulas que afectan al grueso de nuestros litigios constitucionales: una sobre el comercio y otra sobre las debidas garantías procesales. Apenas una docena de palabras que han dado lugar a los millones y millones de otras palabras que requiere su interpretación. Si se pudo construir un monolítico gobierno nacional a partir de la potestad para regular el comercio, ¿no podría haberse construido a partir de cualquier otra potestad contenida en ese mismo trozo de papel debidamente analizado? Si se puede crear lo que se quiera con una palabra, ¿no se puede hacer lo mismo con otra? ¿O con ninguna?

¡Bien, eso me serviría, sin duda! ¿No me encontraba yo ante la fascinante conjunción del hombre de acción, el guerrero, el hombre que podía doblegar la naturaleza a su voluntad, y el hombre de razonamiento preciso, de sutileza intelectual, el hombre para quien las palabras lo eran todo? ¿O nada?

***

En la primavera de ese año pasé una semana en Washington sin Constance, alojado en el Willard, ya que mis asuntos no tenían que ver con el juez sino con el establecimiento de una pequeña sucursal de mi firma en la capital. Encontré tiempo para pasar una tarde con Julian Hollister y sacarle algunas opiniones sobre su padre que, aunque hostiles, resultarían al menos estimulantes. Julian era tan brillante como su padre, e incluso más mordazmente divertido. No había razón alguna para que el juez supiera nada de esta visita: los dos apenas se hablaban.

Yo conocía a Julian de toda la vida; incluso habíamos sido compañeros en Saint Augustine hasta que fue expulsado por demostrar descaradamente «una actitud incorrecta». De hecho, la actitud de Julian era la más incorrecta posible desde el punto de vista del doctor Ames, desde el punto de vista de su padre y también, debo añadir, desde el punto de vista de toda la sociedad en la que se había criado. Pero él y yo nos las habíamos arreglado para seguir siendo amigos, a instancia mía, sobre todo. Solía dedicarme un halago algo sospechoso: aunque mostrase un aparente acuerdo con la clase dominante, yo era, en el fondo, un disidente.

—Puedes parecer una persona estirada, Oscar, pero te tomas el sistema a broma. Como un mal chiste.

Julian era todo lo contrario a su padre, incluso exteriormente. Era alto y de huesos delgados, se movía de un modo desgarbado, aunque de pequeño podía cruzar las piernas detrás del cuello. Tenía una espesa mata de pelo negro despeinado y un rostro muy ovalado con ojos oscuros y burlones. Su voz era severamente enfática, y cuando reía, siempre daba la sensación de que era su interlocutor quien había provocado esas risotadas. Pero por increíble que parezca, tenía su encanto. Y su esposa, Elizabeth, que enseñaba Economía en la Universidad de Georgetown, aunque bajita, morena y sin atractivo, tenía el corazón más tierno del mundo.

Julian tenía mi edad: cuarenta y un años, en aquella época. Había enseñado Derecho Público en Harvard, había escrito una biografía de Woodrow Wilson que le había valido el premio Pulitzer y en aquel momento formaba parte del «grupo de sabios» del presidente encargado de la redacción de la legislación del New Deal. No cuesta mucho imaginar cómo le mortificaba eso a su padre. Cuando nos vimos, Julian se mostró encantado de perorar, con una copa de whisky que volvía a llenar muy a menudo, sobre las injusticias paternas. Elizabeth introdujo un bondadoso y ocasional reproche.

—¡Vamos, querido, no trates de convencer a Oscar de que tu padre es un ogro! ¡Recuerda todos aquellos casos de Nueva York en los que él defendió al ciudadano de a pie!

—¡Al ciudadano de a pie, exacto! La humilde víctima. La anciana atropellada en un cruce o el bobo estafado por un timador. Alguien que jamás soñaría con despreciar a un ladrón capitalista. Algún desgraciado que correría a inclinarse ante el magnate ferroviario, el esquirol, el tiránico capataz de la fábrica. Sí, sería éste el que haría cola por un poco de generosidad judicial, por la calderilla de daños y perjuicios que le lanzan a los pies. ¡El veredicto podría incluso ofrecerle a Su Señoría la oportunidad de mostrar su elegante prosa! ¡Un auténtico Tennyson en el estrado! Reflexiones tan maravillosas como sus paisajes del bello Oeste antes de que fuese mancillado por los magnates a los que él ha vendido nuestra Constitución.

Intenté, con toda la firmeza de que fui capaz, que se centrara en el origen de su aversión por los lares y penates paternos. Elizabeth cogió sus agujas de punto como si estuviera preparándose para una larga tarde. Julian sólo necesitaba su whisky, que ingería en grandes cantidades sin manifestar otro efecto que una mayor vehemencia.

—Yo no me rebelé verdaderamente hasta mi último año en Saint Augustine. Seguro que te acuerdas de eso, Oscar.

—¿Cuándo te «sacudieron»? ¿Cómo podría olvidarlo?

Sacudir a alguien era una acción disciplinaria reservada a los muchachos —el cuerpo de profesores se ausentaba discretamente para la ocasión— que se aplicaba a quien hubiese mostrado una ausencia de «modales correctos» intolerable. Julian estaba en cuarto curso (tenía quince años) cuando cometió la gran herejía de negarse a ir al partido de fútbol contra el colegio Saint Paul, el último partido de la temporada y el principal acontecimiento atlético del año académico.

Las clases superiores se habían reunido en la sala de juntas sin que estuvieran presentes los profesores —una extraña reunión, como un aquelarre— y el nombre del culpable se gritó, seguido de un «da un paso al frente». Entonces un grupo de alumnos de sexto arrojó al pobre Julian al sótano y lo zambulló en una pila de la lavandería hasta casi ahogarlo.

La expulsión de Julian se produjo al domingo siguiente de aquella tortura, cuando se escapó de la capilla y subió al dormitorio vacío de sexto curso a destrozar las fotografías de los padres de sus torturadores, fotos que había encontrado en los escritorios de sus despachos.

—Hasta entonces —continuó Julian— debía de haber estado quemándome por dentro, pero no se había producido ningún estallido. Sin embargo, creo que mi padre había presentido desde el principio que, en el fondo, yo era un cobarde. Que mi apatía respecto a cualquier forma de atletismo, particularmente el fútbol, era una excusa para evitar el contacto brusco con los otros chicos. Él se propuso cambiarme con el fanatismo de un Torquemada, capaz de quemar a un hombre para salvar su alma. Pero según pasaba el tiempo y yo iba a peor y veía cuánto odiaba sus viajes repletos de bultos a Wyoming y cuán acobardado me sentía ante los animales grandes y el retumbar de las escopetas, creo que su resolución de reformarme se fue transformando en una terrible aversión. Quería castigarme, castigarme por ser el gallina que él había creado.

—¡Pero admitirás —le interrumpí—, que tú sí que estabas actuando contra él! Un poco, al menos. Después de todo, cuando creciste te convertiste en un atleta bastante decente. ¿No me dijiste que el año pasado bajaste de los ochenta golpes en el Club de Golf de Chevy Chase?

—Bueno, naturalmente, cuando vi que un deporte podía ser realmente divertido, las cosas fueron distintas. Eso nunca se me pasó por la cabeza cuando era un muchacho.

—¿Y qué decía tu madre de todo esto? ¿Nunca tomó partido por ti?

—Bueno, ya recuerdas a mi madre.

—Sí, por supuesto. La admiraba enormemente. ¡Experta en griego! Tan alta, pálida y serena. Solía imaginarla como una gran sacerdotisa. Como Norma en la ópera.

—Y también asexuada, ¿no? —añadió, socarrón—. Esa piel de barniz que nunca levantaría un miembro masculino. Excepto, supongo, la noche en que su seguro servidor fue concebido.

—¡Oh, Julian! —Pero Elizabeth ni siquiera levantó la vista de sus agujas de tejer.

—Siempre me sorprendió que mi madre no fuese una feminista más activa —continuó—. Pero entonces los hombres apenas existían para ella. Mientras pudiera impartir sus clases de griego en Barnard, el
status quo
ya le iba bien. Como yo era un chico, fue mi padre quien se encargó de mí. Si hubiera tenido una hija la cosa hubiera ido al revés.

—¡Oh, Julian, vale ya! —Elizabeth dejó por un momento su tarea—. Exageras mucho. Tu madre te adoraba. Y fue estupenda conmigo.

—¿Y no prueba eso mi argumento? Una verdadera madre nunca hubiera estrechado en su corazón a una nuera de un modo tan rápido, ¿no?

Elizabeth me miró encogiendo los hombros desesperada y volvió a tomar sus agujas de punto.

—Yo solía desear haber nacido mujer —volvió a decir Julian—. Me parecía que ellas tenían todas las ventajas. Podían sentarse en el hogar confortablemente y a salvo mientras los hombres iban al trabajo o a la guerra. Yo esperaba ansioso la hora de irme al internado para huir del semblante de mi padre, de su gesto de desaprobación continua. Pero en cuanto llegué a Saint Augustine descubrí que él tenía un suplente en aquel oscuro campus. ¡El gran doctor Ames, una especie de dios en la tierra, o un superentrenador, con trescientos duendes a su disposición para torturar a todo aquel que rehuyera el atletismo! Como esos demonios con lanzas que se ven en los cuadros renacentistas del Juicio Final.

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