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Authors: Laura Gallego García

Tags: #Aventuras, fantástico, infantil y juvenil

La emperatriz de los Etéreos (9 page)

BOOK: La emperatriz de los Etéreos
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Bipa encontró cobijo al pie de una colina. No era un gran refugio, pero no tenía otra cosa. Durmió hasta bien entrada la mañana.

El segundo día despertó entumecida de frío, y tuvo que dar varios saltos para volver a sentir los pies. La humedad había calado en sus huesos, le dolía todo el cuerpo y sentía la nariz congelada. En aquel momento se sintió tentada de regresar. Pero tomó el
Ópalo
entre las manos y éste le infundió calor y confianza.

Anduvo toda la mañana bajo un cielo plomizo y pesado, y a mediodía comenzó a nevar con suavidad. Con todo, el tiempo seguía siendo bueno, aunque Bipa temía que las nubes le impidieran continuar en la dirección correcta.

El tercer día se desató una violenta tormenta de nieve. Bipa la había visto venir durante toda la mañana. El cielo estaba cada vez más oscuro y un viento desagradable se le metía en los oídos, le cortaba los labios y le congelaba la nariz. La muchacha no soltó el
Ópalo
en ningún momento, y aun así sentía las manos heladas por debajo de las manoplas. Buscó desesperadamente un refugio, pero la tormenta se abatió sobre ella antes de que lo encontrara. Tambaleándose, avanzó como pudo, luchando contra los elementos, ciega, sorda, sintiendo que el frío devoraba cada fibra de su ser. Tropezó en más de una ocasión, y estuvo a punto de no levantarse, pero era demasiado obstinada como para dejarse vencer. De modo que siguió arrastrándose sobre la nieve, a tientas, como una autómata. Y cuando creyó que las fuerzas la habían abandonado, encontró un hueco bajo un saliente. Jadeando, se acurrucó en su interior, tratando de conservar el escaso calor que le restaba. En aquellas circunstancias, ni siquiera la energía que irradiaba el
Ópalo
servía para confortarla. Lo habría dado todo por un buen fuego y una sopa caliente. Entornando los ojos, recordó las fuentes termales que manaban de la roca, adónde los habitantes de las Cuevas iban todos los días a asearse, ellos por la mañana temprano, y ellas al caer la noche. Evocó la deliciosa sensación del agua caliente envolviendo su cuerpo desnudo y se perdió en ensoñaciones llenas de vapor de agua y llamas que crepitaban alentadoramente.

Y, después, perdió el conocimiento.

Fue el silbido del viento lo que la despertó, lo cual fue una suerte, porque de lo contrario habría sucumbido allí mismo, congelada. El
Ópalo
seguía siendo un corazón cálido entre sus manos y contribuyó a despejarla. Sacudió la cabeza, horrorizada, y, con gran esfuerzo, consiguió sacar de la mochila todas las prendas que traía. Se las echó por encima, una detrás de otra, tiritando, mientras hacía enér-gicos movimientos con los brazos para tratar de entrar en calor. Encontró una cavidad en la roca y trató de encender una hoguera allí, pero el viento no se lo permitió.

Bipa permaneció acurrucada en el agujero al menos dos días más, hasta que la tempestad amainó. El viento dejó de soplar, las nubes se levantaron un poco y la nieve volvió a caer lenta y blandamente.

Entonces, Bipa pudo encender una pequeña hoguera. Lloró de alegría al ver la tímida llamita que brotó de entre las ramas. Era tan pequeña que apenas calentaba, pero la consoló tanto que no se dio cuenta de que sus lágrimas habían quedado escarchadas sobre sus mejillas.

Al séptimo día, por la noche, la claridad de la
Estrella
volvió a adivinarse en el horizonte neblinoso, y Bipa reemprendió la marcha.

Cojeaba. Tenía la sensación de que uno de sus pies se había dormido, o se había convertido en un bloque de hielo. Por fortuna, la caminata reavivó la circulación de su sangre y ella no tardó en recuperar la sensibilidad en el pie.

El octavo día tuvo que empezar a racionar la comida. Seguía sin tener señales de Aer ni de Gélida, y mucho menos de la Emperatriz. Desalentada, empezó a pensar en rendirse y regresar. Pero temía estar ahora más lejos de su casa que de su destino. Con aquella niebla no podía saberlo. Tal vez Aer estuviese más cerca de lo que pensaba. También él se habría visto frenado por las tormentas. Quizá había hallado un refugio cerca de allí. En cualquier caso, el hogar de Gélida no podía estar muy lejos. Aer había ido y había vuelto, y probablemente no iría mejor preparado que Bipa. Eso le daba ánimos.

El undécimo día avistó entre la niebla los picos de una cordillera que le cerraba el paso. Al principio esto la desalentó, pero luego recordó las leyendas que hablaban del palacio de la Emperatriz, «más allá de los Montes de Hielo y la Ciudad de Cristal».

Los Montes de Hielo...

¿Sería aquello la primera frontera? No parecían unas montañas especiales, salvo por el hecho de que eran altísimas, mucho más altas que cualquiera que Bipa hubiera visto jamás. Pero, claro, el manto de niebla era demasiado espeso, y ella se encontraba demasiado lejos como para estar segura.

Pronto se dio cuenta de que se hallaban mucho más distantes de lo que parecía.

El duodécimo día, al caer la noche, las montañas eran todavía una sombra lejana, y los cielos desataron sobre ella una tormenta de nieve aún más violenta que la anterior. Aterida, desorientada y sin aliento, buscó un rincón donde esconderse, pero no lo encontró. Su única posibilidad era llegar hasta la cordillera. Apretó los dientes, aferró bien el
Ópalo
entre las manos y siguió avanzando, poco a poco, paso a paso, a veces frenada por el viento y a veces arrastrada por él. Llegó un momento en que se movía sin ser ya consciente de lo que hacía. Su mente vagaba muy lejos de allí, pero una parte de su ser todavía colocaba un pie delante de otro y se acordaba de respirar. Sin saber cómo ni por qué, se levantaba cada vez que se caía y continuaba avanzando, con una obstinación inquebrantable. Se sentía como una muñeca sin voluntad propia, arrastrada por una fuerza invisible que la empujaba a seguir adelante. Tal vez fuera el instinto de supervivencia, o tal vez la voz de la Diosa que la guiaba; Bipa nunca lo supo.

El caso es que, al atardecer del... ¿decimotercer...?, ¿decimocuarto... día?, sus piernas la dirigieron con cierta torpeza hasta el pie de la cordillera y la mente de Bipa volvió a la realidad cuando sus ojos le mostraron la imagen de algo largamente anhelado: una cueva, un refugio. Un techo. Abrigo. Silencio. Calor.

Bipa sollozó de alegría, pero sus lágrimas se congelaron en su interior aun antes de salir de sus ojos. Se arrastró como pudo al interior de la cueva, buscó un rincón resguardado, se acurrucó en el suelo y, muerta de frío y de agotamiento, se quedó profundamente dormida.

Nunca llegó a saber si despertó el día decimoquinto o decimosexto. En aquel instante renunció a seguir manteniendo la cuenta.

Amaneció sumamente hambrienta y aterida de frío. Con los dedos rígidos todavía y tiritando violentamente, devoró toda la comida que le quedaba. Sabía que se estaba quedando sin alimento, pero en aquel momento no le importó. Tenía una cueva donde guarecerse. Ya podía nevar ahí fuera todo lo que quisiera, ella estaba a cubierto. La simple idea de poder descansar allí la llenaba de alegría y optimismo.

Pasó el resto del día intentando encender un fuego. Por fin, su paciencia se vio recompensada y logró prender una hoguera de mediano tamaño. Entusiasmada, recogió musgo de las paredes y lo echó al fuego para que ardiera mejor todavía, pero sólo consiguió llenar la cueva de un humo oscuro y maloliente. Tosiendo, rebuscó en su mochila en busca de más ramas que se hubiesen quedado en el fondo. Y topó con unos bultos en uno de los bolsillos. Extrajo, sorprendida, dos piezas de carbón de buen tamaño.

—Oh —exclamó. Se asustó de oír el sonido de su propia voz. Llevaba dos semanas sin hablar con nadie.

No recordaba haber guardado carbón en su mochila. Debía de haber sido cosa de Topo. Sonrió, conmovida. Pronto, la hoguera ardía con fuerza, caldeando su refugio. Bipa sacó una pequeña cazuela de barro y puso nieve a calentar. Cuando el agua estuvo tibia, la bebió. No tenía nada con lo que hacer sopa, pero no le importó. El líquido caliente la reconfortó y la vivificó por dentro. Y le hizo entrar en calor por primera vez en muchos días.

Para cuando la tormenta amainó, un día después, Bipa estaba muerta de hambre otra vez y la hoguera ya se había apagado, si bien había caldeado la cueva y la había hecho algo menos húmeda de lo que era.

Bipa retiró la nieve de la entrada y salió a explorar. Por muchas ganas que tuviese de encontrar a Aer, no se sentía con ánimos de abandonar tan pronto su refugio. Le entraba una extraña ansiedad sólo con planteárselo. Necesitaba recuperar fuerzas y reunir víveres, si esto era posible, antes de continuar el viaje... o regresar a casa.

Todavía no había decidido lo que iba a hacer. La tentación de volver era cada vez más fuerte. Por otro lado, la idea de haber sufrido tanto todos aquellos días para nada la retenía y le hacía pensar que regresar sin noticias de Aer era la última opción.

Aquella mañana, sin embargo, Bipa no quiso pensar en ello. Recorrió los alrededores de la cueva, los recovecos entre las rocas a la sombra de las montañas, y halló varios arbustos resecos de los que pudo arrancar un buen montón de ramas para su fuego. Pero no encontró nada que comer.

Por la tarde volvió a salir, y en esta ocasión sus ojos captaron por primera vez la vida que se ocultaba en aquel paraje desolado: criaturas de distintas clases, pequeñas o de tamaño mediano, pululaban por entre las rocas. La mayoría eran de pelaje blanco y se confundían con la nieve, por eso no las había visto antes. Acuciada por el hambre, Bipa cargó su honda y, tras varios intentos frustrados, logró cazar una especie de roedor, que más tarde cocinó a la brasa en su pequeño fuego. No hizo ascos a aquella comida, incluso guardó los huesos para hacer caldo más adelante. La Diosa no se prodigaba mucho a la hora de facilitar el sustento, y menos en aquel lugar. Dadas las circunstancias, Bipa no se podía permitir el lujo de ser exigente.

Al día siguiente, su exploración la llevó cerca de una extraña escultura de nieve. Bipa se detuvo en seco al verla, sorprendida. Aquello le sacaba varias cabezas, y era demasiado compacto y de forma humanoide lo bastante definida como para no ser simplemente un cúmulo de nieve caído así por azar. Se alzaba al abrigo de una roca, muy erguido, con los brazos pegados al cuerpo, la línea de la boca tiesa y los dos agujeros que tenía por ojos mirando al frente. Alguien tenía que haberlo modelado, y recientemente. Aunque tenía montoncitos de nieve caída sobre la cabeza y los hombros, en aquel lugar una escultura así no podría permanecer tan compacta durante mucho tiempo. Bipa se volvió hacia todos lados, pero no vio a nadie más. Inspiró hondo y gritó:

—¿¡Aer!?

Sólo el eco
(Aer... Aer... Aer...)
le devolvió su voz.

—¿Hay alguien ahí? —insistió ella
(Ahí... ahí... ahí..).

Luego, silencio.

Bipa respiró hondo. Se encogió de hombros y retrocedió un par de pasos para ver la escultura de nieve en conjunto. No tenía el aspecto simpático de los monigotes que levantaban los niños en las Cuevas cuando nevaba. Tenía forma humanoide, sin duda, como si hubiese sido modelada con cierta torpeza por las manos de un bebé gigante. La cabeza parecía demasiado grande, los brazos demasiado cortos... y aquella expresión... ¿Cómo podía algo moldeado a partir de un montón de nieve, con una cara dibujada de forma esquemática y apresurada, transmitir semejante sensación de tristeza?

Bipa sintió un escalofrío, y por una vez no se debía a la temperatura del ambiente. Desvió la mirada y se dispuso a continuar su camino. Sin embargo, no pudo resistir la tentación. Se aproximó de nuevo y alargó la mano para tocarla, sólo para comprobar si era tan sólida como parecía o, por el contrario, se desmoronaría al primer roce. Apenas sus dedos tocaron la mano de la estatua de nieve, percibió un súbito destello en el
Ópalo
que pendía sobre su pecho y una especie de oleada de calor que se desparramó por todo su cuerpo, hacia su mano, fuera de su piel, a través de la manopla, hasta los dedos de la enorme escultura. Perpleja y asustada, Bipa retiró la mano. Pero el
Ópalo
volvía a estar como siempre, y la sensación de calor había desaparecido. Había sido tan breve que Bipa empezó a pensar que lo había imaginado.

Entonces cayó sobre ella un pequeño montón de nieve, sobresaltándola. Miró hacia arriba y se le escapó un grito de terror.

La estatua había movido la cabeza, y parte de la nieve que la cubría le había caído encima. Con estupor, Bipa la vio sacudir otra vez su enorme cabeza para terminar de librarse de la nieve sobrante; y cuando aquella cosa se inclinó hacia ella y la miró, con aquellos ojos huecos, Bipa chilló de nuevo y trató de huir. Tropezó con un montículo de nieve y cayó de espaldas, quedando sentada sobre el suelo, incapaz de moverse, mientras veía, aterrada, cómo aquella escultura cobraba vida ante sus ojos. Después de mover la cabeza, sacudió los hombros y alzó los brazos. Los miró, como sorprendiéndose de que siguieran ahí. Luego dio un paso hacia Bipa, pero al notar que ella retrocedía, asustada, se quedó donde estaba, con la enorme cabeza de nieve ladeada sobre un hombro, contemplándola con expectación y cierta melancolía.

Bipa jadeaba de puro terror. La estaba mirando... ¡la estaba mirando! ¿Pero cómo podía verla esa cosa cuyos «ojos» no eran más que dos agujeros perforados en la bola de nieve que tenía por cabeza? ¿Qué era exactamente? ¿Estaba viva? Si no lo estaba, ¿por qué se movía? Y, si lo estaba, ¿tendría acaso corazón?

Bipa sacudió la cabeza, confundida, y el gigante de nieve la imitó, con tanto entusiasmo que Bipa temió que su cabeza saliera volando por los aires. Pero permaneció en su sitio, demostrándole que aquella criatura era sorprendentemente sólida para estar hecha de nieve, como parecía. La joven frunció el ceño y trató de pensar con frialdad. Tampoco era tan importante saber qué era exactamente ni cómo había llegado hasta ahí. Lo principal era averiguar si era peligroso y, en el caso de que no lo fuera, si podía serle de utilidad.

—Esto... hola —le dijo con precaución.

El gigante de nieve no respondió. Sólo continuó con la vista fija en ella.

—¿Qué eres? —siguió preguntando Bipa; luego pensó que tal vez eso no fuera muy cortés y se corrigió—. ¿Quién eres? ¿Tienes nombre?

La criatura permaneció callada.

—Yo soy Bipa —prosiguió ella, empezando a sentirse estúpida.

El otro no se movió. Estaba claro que, o bien no la entendía, o simplemente no sabía hablar. Pero, ¿era necesario que la observara de aquella manera, con tanta fijeza?

BOOK: La emperatriz de los Etéreos
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