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Authors: Laura Gallego García

Tags: #Aventuras, fantástico, infantil y juvenil

La emperatriz de los Etéreos (12 page)

BOOK: La emperatriz de los Etéreos
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Las personas de rostros empolvados murmuraron entre ellas, escandalizadas. Pero Gélida sólo sonrió, una media sonrisa que más parecía una grieta en una superficie escarchada que una verdadera sonrisa, y dijo:

—Dejadnos a solas.

—Pero, mi blanca señora, ¡es una
opaca
!

—Lo sé —cortó ella, con una voz tan fría como su nombre—. Dejadnos a solas, he dicho.

Los tres se retiraron, y nadie más osó acercarse.

—¿Qué significa
opaca
? —quiso saber Bipa.

—Significa que no eres
etérea
.

Bipa tampoco tenía muy claro el significado de la palabra «
etérea
». Sólo sabía que tenía que ver con la Emperatriz.

—Por supuesto que no lo soy. He nacido en las Cuevas, como ya te he dicho. ¿Vosotros sois
etéreo
s?

—Somos menos
opacos
que tú, y eso debería bastarte —replicó Gélida, en un tono con el que pretendía dejar patente su superioridad sobre Bipa—. ¿Acaso no sabes quiénes somos?

—Tengo entendido que os llamáis los
pálidos
—respondió ella—. Salta a la vista por qué.

Gélida esbozó una media sonrisa.

—Así nos llaman, ciertamente. Pero también se nos conoce como los
gélidos
. ¿Sabes por qué razón?

—¿Porque todos los que viven aquí quieren ser como tú?

Ella la miró con condescendencia; al parecer no había captado la ironía de las palabras de Bipa.

—Porque veneramos la pureza del hielo; porque lo esculpimos y moldeamos, y porque ansiamos poder alcanzar su transparencia. Y tú, si lo deseas con fuerza, pronto serás como nosotros.

—No, gracias —se apresuró a responder Bipa—. No lo deseo lo más mínimo.

La sonrisa de Gélida se esfumó.

—¿Por qué motivo, pues, has venido a llamar a mi puerta? —preguntó con sequedad.

Bipa dudó. No estaba segura de que debiera hablarle de Aer.

—Estoy de paso —repuso, esquiva—. Voy hacia el palacio de la Emperatriz.

Gélida se rió, con una risa helada y cortante.

—Nunca podrás llegar al palacio de la Emperatriz. Eres demasiado
opaca
. Podría ser que —añadió sugestivamente—, si te quedaras un tiempo aquí, lograras volverte pálida, como nosotros, y eso significa que serías un poco más
etérea
y un poco menos
opaca
. No bastaría para que llegases a la Emperatriz, pero ya estarías un paso más cerca.

Bipa sacudió la cabeza.

—No, gracias. Prefiero quedarme como estoy.

—Eres una pobre niña ignorante —sonrió Gélida con desdén—. Prefieres revolear en el barro antes que aspirar a lo más alto.

—Yo no me revuelco en el barro —observó Bipa—. Y no hace falta ser muy lista para darse cuenta de que aquí la gente se muere de hambre. Así que no veo por qué debería tener en cuenta la opinión de alguien que vive en una casa de hielo y dice que es mejor ser blanca y flaca que estar sana y tener un hogar cálido y confortable. Es una idea absurda y estúpida.

Cuando se dio cuenta de lo que había dicho, se mordió la lengua, pero ya era tarde. Se maldijo por no haber podido contenerse. Pero Gélida no pareció inmutarse.

—Oh —dijo—. Muy bien. De modo que crees que aquí la gente se muere de hambre. Deduzco entonces que no querrás quedarte a cenar para compartir nuestra comida inexistente.

Bipa se ruborizó; y no era algo que le sucediese a menudo.

—Sí, me gustaría —masculló.

Gélida sonrió, complacida.

—Bien. Entonces, siéntate a la mesa, y cenemos. Después, tendremos otra conversación. Sé que los
opacos
os tomáis muy en serio las necesidades del cuerpo. Tal vez cuando tengas tu enorme estómago lleno, te comportes de un modo un poco más sociable.

Bipa resopló por lo bajo, pero no replicó. Murmuró un agradecimiento y fue a ocupar de nuevo su rincón. Gélida se sentó ante la mesa momentos después. Tras ella, lo hicieron el resto de comensales. Bipa se quedó de pie hasta que una de las criaturas de hielo trajo una silla para ella. Cuando se sentó, las personas acomodadas a su derecha e izquierda se apartaron un poco. Bipa las ignoró y centró su atención en los criados que recorrían la estancia portando grandes ollas de sopa. Los cucharones eran demasiado pequeños como para que las manos de las criaturas de hielo los manejaran con soltura, por lo que cada comensal debía servirse a sí mismo. Bipa observó que procuraban ponerse raciones muy pequeñas y que, cuando empezaban a comer, lo hacían con cierto gesto avergonzado. También se dio cuenta de que los criados de hielo sostenían las ollas sin problemas, y no pudo evitar preguntarse cómo era posible que no se les derritieran las manos.

Cuando le llegó el turno, entendió la razón. Decepcionada, comprobó que se trataba de una sopa fría, aguada y con poca sustancia. Ante la mirada horrorizada de sus compañeros de mesa, llenó su cuenco hasta que casi se desbordó. Se lo terminó enseguida. La sopa fría no llenó su estómago ni calmó su hambre, por lo que quedó aguardando, impaciente, el segundo plato.

Pero no hubo segundo plato. Gélida, que sólo había probado una cucharada de sopa, se levantó de la mesa en cuanto los criados retiraron los servicios, y todos los demás la imitaron.

Sólo Bipa se quedó sentada, incapaz de creer lo que estaba sucediendo.

—¡Un momento...! —exclamó a media voz. Las personas que estaban más próximas a ella fingieron que no la habían oído.

Furiosa, Bipa se levantó y avanzó a grandes zancadas hasta Gélida.

—¿Esto qué es? ¿Una broma? —le espetó.

—Oh, ¿no te ha gustado la cena?

—No he tenido ocasión de juzgar. Lo cierto es que cuando has hablado de «cena inexistente» creía que se trataba de un sarcasmo.

Gélida sonrió con desprecio.

—Los
opacos
, jovencita... dependéis demasiado de vuestras necesidades corporales. Nosotros, los
pálidos
, estamos por encima de todo eso.

—Tonterías. Si no comierais, estaríais todos muertos.

—Pero no lo estamos, ¿verdad? Sé a qué has venido aquí, Bipa. No vas al palacio de la Emperatriz. No tienes el menor interés en ser como los
etéreo
s o siquiera en conocerlos. Tu mente simple y primitiva es incapaz de captar siquiera un atisbo de su grandeza.

Bipa bufó y fue a replicar, pero las palabras que Gélida pronunció a continuación la hicieron callar.

—Has venido a buscar al muchacho opaco que me robó mi flor de cristal.

La joven abrió la boca, pero la cerró de nuevo, incapaz de responder.

—Resultaba evidente —prosiguió Gélida—. Sólo hay un motivo por el cual los
opacos
abandonan sus Cuevas para venir hasta aquí, y es porque quieren ser
etéreo
s. Pero tú, querida mía, no quieres ser
etérea
. La única razón por la que podrías estar aquí tenía que ser que estuvieras buscando a alguien.

Bipa respiró hondo.

—Ese chico se llama Aer y es mi amigo —declaró—. Ya ha sobrevivido a un viaje por las nieves, pero no sé si tendrá tanta suerte la próxima vez. Por eso lo busco. ¿Ha estado aquí?

—Estuvo aquí hace tiempo, sí. Se sumó a mi corte para aprender de mí. Sabía que no estaba preparado para proseguir su viaje, y por eso se quedó... Pero en lugar de esperar, perder opacidad y continuar adelante, como hacen todos, él me robó uno de mis tesoros de cristal, y ahora sé que volvió atrás... con los
opacos
... contigo —se rió, con aquella risa fría y elegante—. ¿Por qué razón debería darte noticias de él? ¿Me devolverás a cambio mi flor de cristal?

Bipa se preguntó si debía decirle que Aer se la había regalado a ella. Desechó la idea. No valía la pena; la flor estaba muy lejos, en la cueva que Bipa compartía con Topo y que era su hogar. Y no le iba a servir de nada a Gélida saberlo.

—No puedo devolvértela —respondió, y era verdad.

Gélida sonrió de nuevo.

—Lo suponía —dijo solamente.

—¿No me vas a decir entonces si Aer pasó por aquí después de lo de la flor? Al fin y al cabo, yo no tengo la culpa de que te la robara. Pídesela a él, no a mí.

—Suponía que te la había regalado a ti. Pero no te preocupes, porque es otra cosa lo que te voy a pedir a cambio de la información que necesitas. Acompáñame.

Con un ligero crujido de sus ropas, Gélida se encaminó hacia la puerta. Bipa la siguió, pero fue la única. Con un solo gesto, la dueña del palacio de hielo disuadió a los demás comensales de ir tras sus pasos.

Recorrieron el frío y desolado hogar de Gélida hasta una sala custodiada por dos gigantes de hielo. Las criaturas se movieron para obstruir el camino, pero Gélida dijo:

—Dejadnos pasar.

Y ellos se retiraron a un lado. Gélida entró en la habitación, y Bipa fue tras ella. La chica se quedó impresionada, a su pesar. Aquello era un pequeño museo de joyas de cristal, semejantes a la flor que Aer le había regalado tiempo atrás. Había jarras, vasos y bandejas, pero también figuras de personas, árboles, peces, animales y otros seres que Bipa desconocía, todos tallados en un cristal tan puro como refulgente.

—Maravillas traídas de la Ciudad de Cristal —dijo Gélida a media voz—. Absolutamente transparentes. Un paso más hacia la esencia de los
etéreo
s. ¿Tienes idea de lo valiosas que son? No, claro, no puedes tenerla —terminó en actitud desdeñosa—. Y, sin embargo sí que puedes compensarme por la pérdida de una de las piezas más valiosas de mi colección.

—No tengo nada que darte... —empezó Bipa, pero Gélida la cortó:

—Sí que lo tienes —alargó su blanca mano hacia ella, y su dedo índice, rematado por una larga uña de hielo, señaló el pecho de Bipa—: Quiero tu colgante —dijo.

Ella se llevó la mano, instintivamente, hacia el trozo de cuarzo que su amigo le había regalado y que aún pendía sobre su pecho.

—Ése, no —se impacientó Gélida—. El otro. Dámelo y te diré dónde está Aer.

Bipa se quedó anonadada. Primero, porque Gélida reconocía que tenía noticias de Aer y que podría guiarla hasta él. Segundo, porque le estaba pidiendo a cambio el
Ópalo
que Maga le había entregado. Lo cubrió rápidamente con ambas manos, quizá para protegerlo de la ávida mirada de la mujer de hielo.

—No puedo dártelo. No es mío, sólo me lo han prestado.

Ella rió abiertamente.

—No te creo. No es algo que nadie abandonaría voluntariamente, muchacha. Muchos matarían por poseer algo así, de modo que no me hagas creer que te lo han prestado. Tienes que haberlo robado en alguna parte.

Pero Bipa apenas la escuchaba. Se había dado cuenta, por primera vez, de que sobre el pecho de Gélida también descansaba un
Ópalo
como el suyo, pero de un tono pálido, desvaído, casi blanco, como si el calor de la piedra se hubiese apagado, como si el
Ópalo
se hubiese cansado de seguir vivo, si es que las gemas podían atesorar alguna clase de «vida» en su interior. En comparación, el
Ópalo
de Bipa, el de Maga, se mostraba refulgente como una pequeña esfera de fuego.

—¿Qué le ha pasado al tuyo?—quiso saber.

—No es de tu incumbencia. Lo único que tienes que saber es que si me entregas tu
Ópalo
te diré dónde está tu amigo. Yo en tu lugar no me lo pensaría —añadió con una sonrisa—, porque sin mí nunca lo encontrarás.

—No estés tan segura —replicó ella—. Además, ya te he dicho que el
Ópalo
no es mío, y que no lo puedo entregar a la ligera. Y si no quieres creerme, allá tú —concluyó, muy digna.

—Como gustes —dijo Gélida—. Regresa, pues, a tu habitación, si lo deseas, y reflexiona sobre mi oferta. Pero date prisa: cuanto más tardes en decidirte, más alejarás a Aer de ti.

Algo comprimió el corazón de Bipa, produciéndole una sensación angustiosa. Pero respondió, sin embargo:

—De nada me servirá saber dónde está Aer si no tengo el
Ópalo
para que me mantenga con vida.

—Quién sabe —dijo Gélida, crípticamente—. Tal vez él esté más cerca de lo que crees.

Bipa le respondió con un gruñido.

Momentos más tarde, caminaba de vuelta a su cuarto. Escondió el
Ópalo
bajo la camisa y se sintió reconfortada por su suave calidez. Se preguntó por qué lo querría Gélida, y por qué el
Ópalo
de ella parecía tan triste y apagado. Pero enseguida apartó de su mente aquellos pensamientos. Lo principal era decidir qué debía hacer.

Podía abandonar el hogar de Gélida por la mañana y proseguir la búsqueda de Aer por su cuenta. La idea de continuar tan pronto aquel viaje tan duro la desalentaba, pero el hecho de que aquel palacio no fuese muy acogedor hacía un poco más fácil la partida. Por otra parte, ¿y si Aer estaba ahí mismo, en el palacio? ¿Y si Gélida lo mantenía prisionero?

Se le ocurrió que, aunque Gélida no quisiese responder a sus preguntas, tal vez otra persona sí lo haría.

VII

HUÍDA HACIA EL VALLE

D
e modo que, en lugar de regresar directamente a su habitación, Bipa se perdió por los largos corredores, deslizándose lentamente sobre el suelo helado. Trató de entablar conversación con las criaturas de hielo, pero pronto comprobó que eran tan mudas como el gigante de nieve que la había acompañado hasta allí.

Atisbó entonces a un joven, larguirucho y empolvado, como todos los demás, en un pasillo. Supuso que la ignoraría, igual que el resto de los habitantes del lugar, pero se acercó de todas formas. Quizá lo hizo porque, en cierto modo, el chico le recordaba un poco a Aer.

—Hola —le saludó—. ¿Vives aquí? —era algo obvio, lo sabía, pero de alguna manera tenía que iniciar la conversación.

—¿Qué quieres,
opaca
? —preguntó él, desconfiado.

—Estoy buscando a alguien —le confió Bipa—. Un opaco como yo. Bueno... —puntualizó—, no exactamente como yo. Con el pelo más claro, y bastante más delgado que yo. Pero no tan delgado como tú —«Gracias a la Diosa», añadió para sí misma—. Es un chico más o menos de tu edad. Estuvo una vez aquí...

Dejó la frase sin terminar y aguardó, conteniendo el aliento. El joven inclinó la cabeza y reflexionó.

—Sí, me acuerdo de él. Hizo algo que puso a Gélida de mal humor durante días, pero desapareció antes de que ella pudiera castigarlo.

—¿Y no ha vuelto por aquí?

—Si lo ha hecho es muy osado. Pero yo, por lo menos, no lo he visto.

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