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Authors: Laura Gallego García

Tags: #Aventuras, fantástico, infantil y juvenil

La emperatriz de los Etéreos (14 page)

BOOK: La emperatriz de los Etéreos
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El ejército de Gélida desfiló junto a ellos. Bipa pudo oír claramente el crujido de sus miembros de hielo, sus pasos rechinando sobre la estepa nevada, todos al mismo compás.

Tardaron una eternidad en pasar.

Y sólo cuando ya no se les oía, cuando su marcha no resultaba más que un leve murmullo ahogado por el gemido del viento..., sólo entonces se levantó el gólem de nieve, liberando a Bipa de su incómoda prisión.

Para entonces ella ya estaba lívida de frío. Lo miró, aturdida, sin terminar de entender lo que estaba sucediendo. Tenía los labios amoratados y sus dientes castañeteaban tan fuerte que temió morderse la lengua. Trató de levantarse, pero sus pies no le respondían. Cogió la mochila con torpeza y lo intentó de nuevo, hasta que consiguió caminar unos pasos. Después hizo los ejercicios que los adultos de las Cuevas recomendaban a sus hijos en casos como aquél: movimientos de brazos y piernas, cuello y dedos.

Tras unos momentos de angustia, lentamente la circulación llevó sangre cálida a todos los rincones de su cuerpo.

En todo aquel tiempo, el gólem permaneció en pie junto a ella, impasible, y sólo reaccionó cuando Bipa dijo:

—Tenemos que irnos —y echó a andar, cojeando, pero no a través de la garganta por donde habían ido Gélida y los suyos, sino a lo largo de la cadena de montañas, buscando alguna otra abertura.

El gólem la siguió.

A pesar del frío, el hambre, el cansancio y el dolor, Bipa caminó durante todo el día. Al caer la noche encontró un refugio en una cueva oculta tras unas rocas, lo bastante apartada como para sentirse segura, y allí encendió un fuego.

Cuando la llama calentó su cuerpo y devolvió la esperanza a su corazón, Bipa sonrió. Luego echó un vistazo al gólem, que la aguardaba fuera.

—Me has salvado la vida —le dijo—, y todavía no sé por qué. Creo que lo menos que puedo hacer a cambio es darte un nombre.

El gólem no reaccionó. Probablemente le daría lo mismo que ella lo llamara de una manera o de otra, pero Bipa necesitaba nombrarlo, necesitaba darle una identidad para dejar de pensar en aquella criatura como en un montón de nieve contrahecho. Tenía voluntad, y tenía cierta inteligencia. Debía tener un nombre.

La joven reflexionó durante largo rato.

—Creo que te llamaré Nevado —dijo por fin, satisfecha.

Era consciente de sus propias limitaciones. Sabía que nunca había tenido demasiada imaginación.

La Diosa le sonrió al día siguiente, porque, tras media mañana de marcha, llegaron a un pequeño valle que partía las montañas. Bipa intuía que Aer habría tomado el camino del desfiladero; era la opción más rápida desde el palacio de Gélida. Pero lo importante era que iban a cruzar las montañas de todos modos, y que Gélida no los había encontrado aún.

Bipa y Nevado exploraron el valle, en busca de comida y refugio. Encontraron un pequeño embalse cuya superficie estaba cubierta por una capa de hielo. Pero eso no fue obstáculo para la joven. Abrió un boquete en su superficie —le sorprendió ver que el hielo no era tan grueso como había supuesto—, sacó su sedal y algo de cebo de la mochila, y se dispuso a pescar.

Al caer la tarde había atrapado dos peces blanquecinos y resbaladizos, de aspecto muy poco apetitoso. A Bipa no le importó. Tenía tanta hambre que, una vez que los hubo asado al fuego, se los comió enteros, masticando incluso las espinas.

No le sentaron demasiado bien; pero la sensación de tener el estómago lleno compensaba cualquier sufrimiento.

Al día siguiente prosiguieron la marcha. Bipa estaba de mejor humor. Ya casi no cojeaba, había cenado la noche anterior y seguían sin tener noticias de Gélida.

Sin embargo, su optimismo se esfumó cuando vio que el valle se estrechaba. Se le cayó el alma a los pies. Si no tenía salida, si no podían cruzar al otro lado por allí, se verían obligados a volver sobre sus pasos, hasta el desfiladero donde habían burlado a Gélida, con el consiguiente riesgo de toparse con ella otra vez.

Pero Bipa, obstinada, continuó la marcha hasta que las montañas se cerraron del todo.

Por fortuna, había una manera de seguir adelante. La vio desde lejos, pero necesitaba asegurarse, de modo que se aproximó mucho más, con precaución.

Era una puerta.

Conducía a un largo túnel que se hundía en las entrañas de la roca y se perdía en la tiniebla.

La puerta era gigantesca, imponente, y se componía únicamente de lo que parecían dos enormes carámbanos de hielo entrecruzados, formando el vértice de un ángulo que apuntaba al cielo. Cuando Bipa se acercó a examinarlos descubrió, sin embargo, que estaba equivocada con respecto a su composición. Eran blanquecinos, sí, y
translúcidos
, pero no eran carámbanos de hielo, sino enormes prismas de un material que Bipa reconoció enseguida. Para asegurarse, extrajo de debajo de su camisa uno de sus colgantes; no el
Ópalo
de Maga, sino el otro, el regalo de Aer.

—Cuarzo —murmuró.

Pero qué pedazos de cuarzo. Eran muchísimo más grandes, puros y perfectos que el triste fragmento que ella portaba. Se entrecruzaban sobre su cabeza, como inmensos obeliscos facetados, apoyados sobre el rostro de la montaña, invitándola a pasar bajo el arco que formaban para adentrarse en el túnel.

—Mañana —decidió ella.

Acamparon al pie de la puerta. A pesar de su descubrimiento, Bipa no estaba demasiado impresionada. El cuarzo no se podía comer, y ella tenía hambre otra vez.

No había demasiadas cosas vivas en aquel valle, aunque parecía algo más cálido que los dominios de Gélida. Aquí y allá, la nieve se retiraba, descubriendo debajo un suelo gris cubierto por un resbaladizo musgo blancuzco. Bipa encontró además unas plantas bulbosas refugiadas en las oquedades de la roca. Eran blancas, de un blanco sucio, desvaído, como si hubiesen perdido el color. También entre las rocas correteaban unos bichitos paliduchos y de muchas patas.

La muchacha no podía permitirse el lujo de ser selectiva. Hizo una sopa con todo ello, y eso fue lo que desayunó.

Después recogió sus cosas, sacó una tea de su mochila y la prendió en la hoguera. Nevado retrocedió un paso.

—Puedes quedarte aquí, si quieres —le dijo Bipa—. Aunque el túnel es lo bastante espacioso para ti, comprendo que no tengas muchas ganas de entrar. Yo tampoco —le confió—, pero he de hacerlo. No es una simple cueva, ¿sabes? Lleva a algún sitio. Nadie se molestaría en poner una puerta tan grande en la boca de un túnel que no conduce a ninguna parte.

Dicho esto, respiró hondo, alzó la antorcha en alto y pasó por debajo de los enormes prismas de cuarzo. Oyó un suave crujido tras ella, y supo que Nevado la seguía, a una prudente distancia. Se adentró en el túnel, con precaución.

La escena que encontró en el interior era aún más asombrosa que la ciclópea puerta. La caverna entera albergaba un bosque de cristales de cuarzo, enormes, simétricos, y todos ellos reverberaban con un resplandor blanquecino cuando la luz de la antorcha los alcanzaba. Aún sin salir de su asombro, Bipa se abrió paso entre aquellos colosos minerales, trepando por unos y deslizándose por debajo de otros. Los prismas de cuarzo ocupaban casi toda la sala, horizontales, verticales, inclinados, entrecruzados, en racimos, colgando del techo... Bipa buscaba caminos entre ellos y Nevado la seguía fielmente, y los rostros de ambos se veían apenas reflejados en las facetas translúcidas del cuarzo, que parecía contemplarlos, con cientos de ojos, desde su milenario refugio en el corazón de la roca.

La travesía fue larga y difícil, y en ocasiones peligrosa. A menudo, Bipa tenía que caminar por encima de los cuarzos resbaladizos, que tendían puentes traicioneros sobre el fondo irregular de la cueva. Estuvo a punto de caer en alguna ocasión; y, de haberlo hecho, habría aterrizado sobre un lecho de afiladas agujas.

Bipa se detuvo un momento, jadeante, a esperar a Nevado, que se había quedado atrás. Deslizó un dedo por la superficie, pulida y perfecta, de uno de los cristales de cuarzo. Había visto cosas parecidas en las profundidades de los túneles de su hogar, pero nunca tan grandes, ni tan cerca de la superficie. Aquellos prismas parecían la obra de algún arquitecto genial; y, sin embargo, eran formaciones naturales, moldeadas por la mano de la Diosa.

«Pero alguien tuvo que colocar esos dos en la entrada, a modo de puerta», se dijo Bipa.

Por fin, llegaron al otro lado, para alivio de la joven. Detectó un rayo de luz y avanzó hacia él. Se deslizó por una de las caras de un cristal de cuarzo para llegar hasta otra puerta, pero ésta no estaba flanqueada por dos prismas cruzados, sino por dos gólems de cuarzo, de rasgos burdos, apenas esbozados. No se movieron cuando Bipa se acercó a ellos. Ni siquiera la miraron ni reaccionaron de ninguna forma ante la presencia de los intrusos. Parecían muertos, abandonados, como el gólem de nieve cuando Bipa lo encontró. De todos modos, ella se abstuvo de tocarlos. Despacio, con precaución, pasó entre ellos y cruzó la puerta de salida. Nevado la siguió.

VIII

EN LA CIUDAD DE CRISTAL

D
esembocaron en una estrecha garganta al aire libre —Bipa respiró hondo, aliviada, y apagó la antorcha—, flanqueada por altas paredes rocosas. Frente a ella, sin embargo, comenzaba un camino de extraña apariencia. Parecía hielo, pero mucho más puro y delicado. Bipa se dejó caer de rodillas sobre el suelo y palpó la pulida superficie. Definitivamente, no era hielo. No estaba tan frío, y no se derretía al calor de su mano. Aquello sólo podía ser cristal, un cristal tan precioso y perfecto como el de la flor que Aer le había regalado.

Inquieta, Bipa dio unos pasos, con precaución. Cuando comprobó que el suelo no se quebraba bajo su peso, ni tampoco bajo el de Nevado, avanzó con más seguridad. Y así siguió recorriendo el camino de cristal hasta el final.

Y el final era una tercera puerta. La joven se detuvo ante ella, y Nevado la imitó.

La puerta estaba flanqueada por dos gigantescas torres de cristal, de mayor pureza que los prismas de cuarzo, casi completamente transparentes y talladas en aristas y volutas caprichosas. Rematada cada una de ellas por una aguja en espiral, estaba claro que ambas torres, éstas sí, habían sido construidas por manos humanas o, al menos, por manos guiadas por un ser inteligente. En el centro de cada torre había una esfera de un material diferente, opaco, recubierto por una película blanquecina. Parecían ventanas, pero Bipa no apreció postigos ni escaleras en las torres, ni signo alguno de que estuviesen huecas por dentro y se pudiese entrar en su interior. Eran sólo dos inmensos monolitos de cristal, con la única salvedad de aquellas esferas engastadas en ellos.

Bipa se acercó un poco más; no había nada aparte de las dos construcciones. Tampoco veía a nadie.

Sobrecogida, siguió caminando por la senda, que pasaba justo por medio de ambas torres.

Y entonces, cuando aún le faltaban cincuenta pasos para alcanzarlas, las esferas reaccionaron, y las persianas se alzaron. Bipa dejó escapar un grito de terror. No eran esferas. No eran ventanas.

Eran ojos.

Aquellas dos torres servían de soporte a un par de ojos gigantescos, cuya pupila parecía una enorme gema de múltiples facetas; dos ojos inhumanos e imposibles que giraron un instante en sus órbitas de cristal y después se clavaron en Bipa, bizqueando un poco para poder verla mejor.

La chica estaba paralizada de miedo. Buscó la mano de Nevado y se aferró con fuerza a uno de sus fríos dedos, pero no fue capaz de avanzar ni de volver sobre sus pasos. Se quedó mirando los ojos, y los ojos, cada uno desde su torre de cristal, la miraron a ella, con atención.

Con mucha atención.

Pero aparte de eso, durante un buen rato no sucedió nada más.

Poco a poco, Bipa fue tranquilizándose en la medida de lo posible. Aún de la mano de Nevado, avanzó un poco más.

Nada ocurrió.

Avanzó otro paso, y después, otro más. Se detuvo, alerta, cuando vio que los ojos la seguían con la mirada. Permaneció inmóvil, con el corazón a punto de salírsele del pecho, pero los ojos se limitaron a continuar observándola.

Lo intentó de nuevo.

Caminó lentamente, un paso, y otro paso, y otro más, seguida por el gólem de nieve. Los ojos se movieron en sus órbitas para no perderla de vista.

Bipa siguió caminando, temblando de miedo. Llegó hasta la misma base de las torres. Los ojos bizquearon todavía más para poder mantenerla en su campo de visión, pero no hicieron otra cosa, ni entonces, ni cuando Bipa y Nevado franquearon la línea delimitada por las dos torres. La joven avanzó, poco a poco, hasta dejarlas atrás. Oyó un leve crujido y, tras una breve lucha contra el pánico, se atrevió a volverse.

Los ojos habían girado en sus órbitas y se habían asomado por la otra cara de las torres para vigilarla mientras se iba. Pero se limitaban a observarla, por lo que Bipa respiró hondo y continuó caminando, sintiendo clavada en su espalda aquella monstruosa mirada.

No se detuvo hasta que el camino la llevó tan lejos de aquellos ojos que era imposible que pudieran verla. Entonces echó un vistazo por encima de su hombro y comprobó, aliviada, que las torres quedaban ya muy atrás, y que un recodo las ocultaba.

Ante ella, no obstante, se abría un nuevo desafío: cuando la niebla se disipó un poco, descubrió un horizonte erizado de atalayas de cristal similares a las que acababa de dejar atrás. O al menos, ésa fue su primera impresión. Porque, cuando se acercó más, se dio cuenta de que no eran sólo torres, sino también pináculos, arcos, tejados y cúpulas. Toda una ciudad de cristal se extendía ante ella, purísima, hermosa en su límpida fragilidad.

Y cuando llegó a sus puertas, talladas en cristal con una simetría perfecta y una belleza sin igual, Bipa encontró que estaban abiertas para ella. Porque había un grupo de gente esperándola.

Se asemejaban a Gélida. Eran altos y esbeltos, o quizá sólo parecían más altos porque eran muy esbeltos. Tenían la piel blanca, blanquísima, tanto que, si se fijaba bien, Bipa podía distinguir las venas que circulaban por debajo. Y sus cabellos también eran inmaculadamente blancos y finos, tan finos como hilos de tela de araña. Y sus ojos...

Sus ojos eran extraños, de iris similares a cristales líquidos, de colores desvaídos, como desgastados. No parecían ojos humanos y, sin embargo, miraban a Bipa con un destello de inteligencia. Bipa no pudo evitarlo. Se sintió sucia y torpe junto a aquellas personas gráciles de semblante apacible. De modo que se quedó quieta, sin decir nada, y Nevado permaneció a su lado, inmóvil. También él era informe y grotesco comparado con los delicados y esbeltos gólems de cristal que acompañaban al grupo.

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