La esclava de azul (32 page)

Read La esclava de azul Online

Authors: Joaquin Borrell

Tags: #humor, #Policíaco, #Histórico

BOOK: La esclava de azul
8.92Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Glauco. Tóculo supo que una de sus esclavas estaba prometida con un aspirante a gladiador, dispuesto a todo a cambio de su libertad. Timoleón le ofreció su manumisión y la de su novia si aceptaba salir a la arena con un escudo trucado, al que habían aserrado las abrazaderas y dibujado un león en el envés. Por supuesto, la oferta comprendía levantar el pulgar cuando los nubios, tras matar a su compañero, lo envolviesen en sus redes.

—La reconstrucción es perfecta —felicitó Alcímenes.

—Entretanto el mendigo Poreo, disfrazado de noble, repartía talentos entre los corredores de apuestas para que los invirtiesen contra Siderobros.

—El pobre Poreo fue de los que continuaron frecuentando mi palacio después de la usurpación de Tóculo —medió mi tío—. Pagó muy caras sus nuevas amistades.

\

—Siderobros había revisado su equipo, pero al reconocer el lagarto dibujado en el pecho del nubio sintió miedo y contra las advertencias de Proelia cambió el escudo para burlar la profecía, como Tóculo y Timoleón habían supuesto. Al primer golpe la rodela se desprendió y Siderobros, al ver el león pintado, quedó paralizado, como si comprendiese que la profecía le alcanzaría hiciese lo que hiciese.

—¡Muy bien! ¿Y el triste destino de los cómplices?

—Fueron eliminados para asegurar el secreto del plan. Poreo después del festival, Glauco en la misma arena, al incumplir su palabra Timoleón y bajar el pulgar. Sólo se salvó Proelia.

—De momento. Seguramente pensaban utilizar su influencia para nuevas fechorías. Cuando supieron que tú investigabas el fraude y la estabas acosando cambiaron de idea. En ese momento reapareció el sirio en la factoría, con la intención de comprar a Baiasca, y sin duda Tóculo vio la ocasión de silenciar para siempre a la hechicera sin mancharse las manos y, lo que es más importante para él, sin gastar un solo sextercio. Sólo debía revelar el escondrijo a su perseguidor y éste se encargaría del resto.

—Por eso cuando yo quise comunicar al sirio que había encontrado a su sobrina éste se rió y se negó a pagarme el medio talento —aporté.

—No podía imaginar que tu brillante investigación iba a frustrar sus manejos. Yo no resolví mejor mi primer caso —insistió mi tío, ante mi gesto escéptico.

—¿A qué esperamos para llamar al pretor y hacer detener a esos canallas? Con la declaración de Proelia tenemos la prueba que buscábamos.

—Nuestro acopio de pruebas es abrumador. También disponemos del duplicado que sacó Baiasca de la tablilla de cuentas —me pareció prudente guardar silencio sobre el lamentable fin de la copia—. No obstante, creo que subestimamos nuestro poder de convocatoria. No sé leer en el brasero de Ishtar, pero algo me dice que el propio villano comparecerá espontáneamente en esta quinta y tal vez sea tan amable de traer consigo al pretor. Bien, pasemos al segundo frente. ¿Qué hay de Laurencio y Livisa?

Empecé a explicar mi visita a la abuela de Marcia y la imprevisible relación de viuda y cómico con la catástrofe de Noviodunum. A punto de concluir fui asaltado por un pensamiento.

—Pero tú ignorabas todo esto —indiqué a mi tío—. Baiasca no ha podido hablarte del relicario con las iniciales E.F.C., ni de la lápida mortuoria del caído. ¿Por qué has mencionado precisamente a Laurencio y Livisa? —Alcímenes sonrió triunfalmente.

—He visto actuar muchas veces a Laurencio —reveló—. Un hombre que asesina de esa forma las mejores escenas de Sófocles y Eurípides tiene que ser capaz de cualquier crimen. Más en serio, su visita nocturna a nuestra casa del Janículo, para pintar Nekrozese en letras rojas, resultaba más que sospechosa.

—¿Qué hacías allí?

—Baiasca me contó el atentado frustrado de anteanoche. Me hubiera sido muy penoso tener que llamar a un segundo heredero por defunción violenta del primero, de modo que decidí apostarme cerca de la tapia del jardín y aguardar al criminal de turno. Cuando empezaba a aburrirme alguien llegó y escaló el muro. Esperé a que estuviera dentro y di la vuelta para sorprenderle a la salida.

—Si llego a dormir en casa, para entonces ya estaría muerto, —reproché.

—En ese caso él no habría entrado. Sólo quería asustarte. Antes de decidirse produjo todo el ruido posible, hasta cerciorarse de que pasabas la velada fuera. Sin duda fue una situación embarazosa para él topar con el centurión primero y con tu propio hermano a continuación.

—¿Y Livisa?

—Cuéntame antes tus conclusiones sobre el asesinato —solicitó mi pariente.

—Laurencio encargó la estatua de Némesis a un escultor cretense y mandó cubrirla con una capa de yeso que le diera la forma de Venus Afrodita. Y Livisa persuadió a su marido para que contratase a la compañía de su cómplice para celebrar el Cumpleaños. La elección de una tragedia sobre las furias vengadoras pretendía crear el ambiente propicio entre los espectadores.

—Empezando por Elio Manlio —puntualizó mi tío.

—Dos días antes Livisa fingió tropezar y rompió la escultura de Hebe que presidía su dormitorio, dejando el pedestal libre para el supuesto regalo del amigo efesio. Para no darme esa pista me dijo que había sido su marido el autor del estropicio, sin saber que contradecía la declaración de Cocleo.

—Observa que mandó desembalar la estatua una vez colocada en su basamento, para evitar que los sirvientes pudiesen dañar la capa de yeso con algún golpe y descubrir la superchería —apuntó Alcímenes.

—Laurencio alegó estar afónico y no participó en la representación. Mientras todo el mundo estaba pendiente del escenario subió al dormitorio, abrió la puerta con el duplicado de la llave que le facilitó Livisa, raspó la capa de yeso y abrió la ventana para que saliera el polvo.

—¡Formidable! —me felicitó mi consanguíneo—. Fíjate en que cuando le interrogaste habló del polvillo dorado y del aleteo, en apoyo de la tesis que declaraba culpable a la diosa. Al ver que no le creías descendió a un plano más terrenal y empezó a arrojar sospechas sobre Cocleo. Llegamos al punto culminante. ¿Qué más sucedió? —muy a mi pesar tuve que refrenar mi ímpetu ilustrativo.

—Laurencio no pudo ser el asesino —admití—. Varios testigos le vieron subir las escaleras tras oír el grito de la victima.

—Naturalmente —asintió Alcímenes—. Los mismos testigos que vieron morir a Elio Manlio —la frase me resultó desconcertante.

—Cuando entraron en la habitación Elio estaba caído en el suelo, con el puñal clavado en el pecho —recordé.

—¿Quién fue la primera que pudo ver ese puñal?

—Livisa —respondí, tras una breve meditación—. Y muy de cerca, puesto que se arrodilló sobre el cadáver de su marido y... ¡por la cabeza de la Medusa! —mascullé, sintiendo una iluminación repentina. Mi tío estaba radiante.

—Un hombre comido por los remordimientos, enfermo del corazón, huye de una tragedia sobre las furias vengadoras —resumió—. Entra en su dormitorio en busca de refugio y halla las paredes ensangrentadas, la mención de su infamia en un pedestal y a la propia diosa de la venganza que extiende hacia él su mano huesuda. ¿Cuál es su reacción previsible?

—Gritar y caer fulminado —concluí—. Livisa había de ser la primera en entrar, porque tenía en su poder la única llave. Sacó un estilete oculto, se arrodilló sobre su marido y, delante de todos los invitados, se lo hincó en el corazón —Alcímenes me dirigió una mirada complacida.

—Con mi experiencia y tu rapidez de comprensión formaremos un equipo perfecto —dictaminó—. Es una pena tener que romper el trío manumitiendo a Baiasca, pero ese fue nuestro pacto.

—Yo cumplí mi parte —se apresuró a recordar ésta. Me creí obligado a formular una objeción legal.

—Baiasca es propiedad del sirio —opuse.

—Tóculo la tenía en prenda, sin poder de disposición —negó Alcímenes—. La venta fue nula.

—El pretor la autorizó.

—¿Leíste la orden?

—Tóculo me enseñó un pergamino enrollado —reconocí. Mi tío movió la cabeza admonitoriamente.

—Con individuos como él hay que leer el documento, examinarlo al trasluz y reclamar la presencia de un tabelión —recomendó—. Pero el caso es que, liquidadas mis deudas, Baiasca volverá a ser de mi propiedad y podré manumitirla esta misma tarde. Se lo merece, pobrecilla. En estos últimos días ha sido muy maltratada.

—Todavía estoy detenida —recordó la cémpsica—. Me acusan del secuestro de Cleopatra —Alcímenes rió estruendosamente.

—Necesitaba alguna excusa para impedir que el sirio te embarcase antes de mi revancha con Marco Manlio y mi conversación nocturna con Araneo me la sugirió. Pero en cuanto hablemos con César todo quedará aclarado.

—Enviaste al siciliano con la falsa noticia de que las mujeres-serpiente habían raptado a la reina —supuse.

—Me encanta hacer de viejo siciliano. Es uno de mis disfraces preferidos —sus palabras me trajeron un antiguo recuerdo.

—¿Entonces fuiste tú...? —me indigné.

—Me permití acompañaros a Antonio y a ti al anfiteatro y apostar dos mil denarios contra Siderobros —asintió Alcímenes—. Por lo que me había explicado Baiasca estaba seguro de que algo iba a sucederle. Bien, ¿dónde estábamos?

—Hablábamos de Cleopatra —remonté—. Si no está en poder del sirio, ¿quién la ha secuestrado?

—Pensémoslo con calma —propuso mi tío—. Nos encontramos en el escenario del atentado y, por lo que observo, solamente volando podría salirse por esa ventana sin dejar rastro. Tal vez la estirpe de los Lágidas sea divina, pero dudo que Arsínoe sepa volar.

—Según la propia cautiva, su centurión enamorado borró las huellas.

—¿Y si te hubiera mentido? Todo lo que sé de Araneo indica que es un militar leal, sumamente devoto a su jefe.

—¿Para qué me iba a mentir?

—Supongamos que la presa no salió del cuerpo de guardia. ¿Qué querría decir eso?

—Que César habría equivocado la identidad de la mujer que disparó la jabalina contra él.

—Por supuesto. Pero él conocía bien a su prisionera. ¿Con quién podía confundirla, sino con alguien extremadamente parecido?

—Quieres decir... ¿con Cleopatra? —me sobresalté. Mi tío repitió su enojosa sonrisa—. Pero ella dormía a su lado. Si los Lágidas no saben volar, tampoco pueden estar en dos sitios a la vez.

—Corrige el sujeto del verbo —sugirió Alcímenes—. César dormía al lado de Cleopatra, muy profundamente según sus manifestaciones. La reina pudo levantarse, vestirse con unos harapos idénticos a los de su hermana y salir a la terraza. Alguien, probablemente Tueris, ocupó su lugar en la cama. Tras el atentado César corrió hacia la barandilla y cuando se volvió ya Tueris y Cleopatra estaban tras él, la segunda envuelta en un chal que a buen seguro ocultaba sus andrajos. La habitación de la reina y la de las damas tienen los balcones contiguos, de forma que es imposible que supiera por cual había salido cada una.

—Alguien saltó desde la terraza.

—Cuando Oiqueneo acudió Eos no estaba presente. Compareció poco después, con los pies manchados de barro.

—¿Quieres decir que en la oscuridad que siguió al relámpago, mientras César se levantaba de la cama, Cleopatra se ocultó en un rincón y fue Eos la que saltó en su lugar?

—Una reconstrucción muy estimable —se congratuló mi tío.

—No entiendo la finalidad del plan.

—Cleopatra temía que los partidarios de su hermana pudiesen rescatarla e iniciar otra guerra civil. Por eso pidió al cónsul que la ejecutara. César se negó, de modo que decidió darle algún motivo suplementario. Conforme a su estrategia uno de sus sicarios debía matar al esclavo que custodiaba a Arsínoe, a la que había dejado encadenada al travesaño de la fuente, y liberar a la cautiva de sus ataduras. Cuando la reina oyese caer el cuerpo del guardián aprovecharía el primer relámpago para hacer ruido y ser vista por César. Éste daría la alarma, los pretorianos descubrirían a Arsínoe huyendo por el jardín y su culpabilidad sería evidente.

—No contaba con que César se compadecería al ver a la presa empapada bajo la lluvia y la guarecería en la habitación del centurión —aporté.

—El sicario confundió al pretoriano de guardia con el esclavo y lo mató. La reina escuchó el golpe y entró en acción, ignorando que su hermana estaba a buen recaudo.

—La teoría es lógica —admití—. Pero no resuelve el enigma del rapto de Cleopatra.

—En cierto modo. Creo que el chambelán Oiqueneo hizo, después de entrevistarse contigo, la misma reconstrucción que yo.

—Es posible —asentí—. También los alejandrinos suelen tener una alta opinión de su propia inteligencia. ¿Y qué?

—Admitamos que esta villa ocultase un traidor a César y Cleopatra, fervoroso partidario de Arsínoe. ¿Qué ocurriría si en lugar del pobre Araneo se tratara del propio chambelán? —mi silencio provocó un ademán de impaciencia en mi pariente—. El parecido entre las dos hermanas es suficiente para engañar, siquiera por un momento, al amante de una de ellas. Supón ahora que Cleopatra conociera, por boca de Oiqueneo, la verdadera naturaleza de tu misión en la villa. Si César se resistió a creer que Arsínoe hubiese atentado contra su vida, ¿no serla la prueba definitiva la confesión de la culpable, vertida ante su propio exquiriente?

—¿Quieres decir —asimilé— que la que se entrevistó conmigo enjaulada era la propia Cleopatra? Pero entonces, ¿quién entró en el calabozo, interrumpió nuestra conversación y castigó a sus damas? ¡Por...! —empecé.

—La cabeza de Medusa —completó Alcímenes—. Arsínoe, en colaboración con el chambelán, aprovechó la oportunidad para devolver el golpe y con el disfraz opuesto al de su hermana se alejó de la villa, sospecho que para siempre. El asalto en las catacumbas fue un simple ardid de Oiqueneo para desaparecer burlando a la escolta. Observa cuanto énfasis pusieron en la total incomunicación de la supuesta presa y de las damas, que conocían la superchería de Cleopatra, y un acontecimiento muy reciente: el hecho de que los guardias que las custodiaban, al servicio sin duda de los rebeldes, se han apresurado a esfumarse en cuanto han visto entrar a Julio César en la villa.

—¿Ha llegado César? —me sorprendí.

—Lo tienes a tu espalda desde hace un rato. Discúlpanos —solicitó mi tío— pero pensé que preferirías que no interrumpiese la conversación.

—Estoy fascinado —reconoció el dictador, ocupando la tumbona que Baiasca dejó libre—. Tú eres, sin duda, Alcímenes el tebano. Me dijeron que habías muerto, pero ya veo que para un hombre de tus recursos regresar del Hades no debe ser una hazaña destacable.

Other books

La Profecía by Margaret Weis & Tracy Hickman
The McKinnon by James, Ranay