La esclava de Gor (33 page)

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Authors: John Norman

BOOK: La esclava de Gor
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—Por supuesto —dijo él.

Bosko de Puerto Kar miró por la enorme ventana de los aposentos hacia las Torres de Ar. Todavía había luz, y el cielo aparecía de un azul intenso sobre las imponentes torres de la ciudad.

—Es una hora temprana de la tarde —dijo ella—. Será difícil sacarme de la ciudad de día. Sin duda esperarás a que caiga la noche.

—Es cierto, prisionera.

Ella le miró con la correa al cuello.

—No temas —dijo él—, ya encontraremos la forma de pasar el tiempo.

—¿Cómo me vas a sacar de la ciudad?

—Desnuda, atada a la silla de un tarn.

—Extraño modo de transporte para una mujer libre.

—Para cuando caiga la noche —dijo él—, serás la carga apropiada para tal modo de transporte.

Ella se estremeció.

—Ve al tocador y arrodíllate ante él.

Ella obedeció, y entonces él le ató los tobillos con el largo cabo sobrante de correa. Ahora la cuerda iba de su cuello a sus tobillos. Tenía las manos libres.

—Ponte cosméticos y perfumes —dijo él— Tienes que estar perfectamente hermosa.

Ella cogió apesadumbrada las pequeñas cajas y pinceles.

—Ve a la otra habitación —me dijo Bosko—. Encontrarás un hierro entre mis cosas. Prepara un brasero y calienta el hierro. También encontrarás pendientes y una aguja. Tráelos.

—Sí, amo.

Era ya el final de la tarde cuando introduje el brasero en la habitación del baño, cogiéndolo por las asas con trapos. No lo había hecho antes para que la habitación no se calentara demasiado.

Ella estaba sentada con las rodillas encogidas en unas pieles en el suelo a los pies del lecho. Ya no llevaba la correa. Tenía las manos y los pies atados. Advertí que su tobillo izquierdo estaba atado con unos dos metros de cadena a una anilla al pie del lecho. Muchas noches había dormido yo allí encadenada. Bosko había decidido que sería marcada atada a la anilla de su propio lecho.

—Judy —gimió—, ¿qué me va a hacer?

—Va a marcarte.

—¡No!

Él la cogió bruscamente tumbándola sobre el costado derecho, sujetándola en el ángulo entre el suelo y la piedra del lecho. Le ató los muslos fuertemente utilizando la correa y dejando un espacio entre las cuerdas donde poner el hierro. A un gesto suyo, le acerqué el brasero. Me indicó que le diera el trapo con el que cogería el hierro.

—Ayúdame, Judy —sollozó Elicia.

—Nadie te obligó a venir a Gor, Elicia —le dije. Estaba tumbada sobre su costado derecho, atada contra el pie del lecho. Las pieles ayudaban a inmovilizarla. Bosko echó su peso sobre ella.

El hierro cumplió pacientemente su tarea. Olí la piel quemada. Bosko no se apresuró. Hizo bien su trabajo.

Oí los sollozos de la chica. Me miraba con los ojos llenos de lágrimas. Había sido marcada.

—Llévate el brasero y el hierro —dijo Bosko de Puerto Kar—. Pon el hierro a enfriar.

Cuando volví a la cámara del baño, la nueva esclava estaba sentada en el suelo y él estaba perforándole la oreja izquierda con una aguja. Vi cómo pasaba la aguja a través de una diminuta gota de sangre. Ya le había perforado el lóbulo derecho. Entonces cogió los pendientes, unas anillas de oro de unos dos centímetros de diámetro, y se los puso en las orejas. Luego me dio la aguja para que la limpiara y volviera a ponerla entre sus pertenencias.

Había liberado a Elicia de sus ataduras, a excepción de la cadena de su tobillo izquierdo que la ataba a la anilla a los pies del lecho.

Ella estaba tumbada en el suelo, encadenada por el tobillo, marcada y con pendientes.

Me miró.

—Saludos, esclava —le dije.

—Saludos, ama.

—Trae vino —me dijo Bosko de Puerto Kar—. La esclava me servirá.

—Sí, amo. —Traje el vino y lo dejé en el suelo al alcance de la chica.

—¿Ni siquiera sabe cómo arrodillarse? —preguntó él.

Le enseñé a Elicia rápidamente la postura de esclava de placer.

—¿Cómo la llamaremos? —me preguntó Bosko.

—Como el amo desee.

—Entre mis cosas encontrarás un collar. Tráelo —me dijo Bosko.

—Sí, amo —Me apresuré a obedecer.

Él cogió el collar. Era un simple collar de acero, sencillo y seguro.

—Léelo —le dijo a la esclava.

—Soy la esclava Elicia —leyó ella—. Pertenezco a Bosko de Puerto Kar.

Le miró con horror. Llevaría su propio nombre como esclava.

—Sométete —dijo él.

Me dirigió una mirada triste y salvaje. Yo la ayudé. Le mostré cómo arrodillarse sobre los tobillos con los brazos extendidos hacia él, cruzadas las muñecas y la cabeza gacha entre sus brazos.

—Di “me someto” —le dije.

—Me someto —dijo ella. Él le ató las muñecas fuertemente.

—Alza la cabeza —le dije yo. Ella alzó la vista y él le puso el collar. Me sentí muy complacida al verla con el collar de Bosko de Puerto Kar.

Entonces Bosko salió de la habitación. Le oí subir al tejado. Sin duda estaba inspeccionando su vía de escape. No sabía si le esperaría un tarn en el tejado o si llamaría desde allí a uno.

Miré a la nueva esclava, marcada, con collar, atadas las muñecas delante del cuerpo, arrodillada en las pieles a los pies del lecho.

Bosko entró en la habitación.

—Todo está dispuesto —nos dijo—. A medianoche amordazaré a la esclava y la ataré a la silla de montar. Luego saldré volando de Ar.

—El amo debe tener cuidado con las patrullas —dije.

—Los he observado desde el tejado. Sus vuelos tienen un itinerario fijo.

—Ya veo, amo. —Bosko lo había pensado todo, sin dejar nada en manos del azar. Aunque a pesar de todo, no dejaría de haber riesgos. Pero yo no temía por él. Si yo fuera un guardia de Ar no creo que le persiguiera en tarn.

Miró a Elicia, arrodillada en la postura de esclava de placer, con las muñecas atadas y el tobillo encadenado a la anilla de esclava.

—¿Puede hablar la esclava? —preguntó.

—Sí.

Ella le miró.

—Sé que me vas a llevar a Puerto Kar donde seré rigurosamente interrogada.

—Sí.

—Diré todo lo que sé —dijo ella.

—Eso es cierto, esclava.

—¿Pero entonces? —dijo con voz suplicante—. ¿Qué pasará cuando haya dado toda la información y ya no os sea útil? ¿Qué harán conmigo entonces? ¿Me atarán para arrojarme a los urts del río?

—Tal vez —dijo él.

—¿No tengo ninguna esperanza?

—Sí. Eres bonita —le respondió él como explicación.

—Intentaré ser complaciente —dijo ella presionando los labios en sus muslos.

Yo no tenía dudas de que, aun cuando Elicia perdiera su valor político, su belleza haría que la conservaran para placer de los hombres. Volví a mirarla. Ya no era un agente de un misterioso poder de alcance interplanetario; ahora no era más que una adorable esclava goreana.

—En pie, esclava —le dijo Bosko de Puerto Kar.

Ella se levantó prestamente.

Él tenía en la mano la mordaza que le pondría antes de llevarla al tejado.

—Por favor, amo —suplicó ella—. Un momento, amo, por favor.

Él dio un paso atrás.

Elicia se acercó a mí.

—Ahora las dos somos esclavas, Judy.

—Sí, Elicia.

—El instituto queda muy lejos.

—Sí —sonreí.

—Te quiero, Judy —dijo de pronto.

—Yo también te quiero, Elicia. —La abracé, y nos besamos.

—Te deseo suerte, esclava —me dijo.

—Te deseo suerte, esclava.

Luego, Bosko de Puerto Kar le puso la mordaza. Ella me miró.

Entonces Bosko me ató las manos a la espalda y me amordazó.

—Tu cuello —me dijo—, es para el collar de otro hombre. —Yo no le pregunté nada, porque estaba amordazada. Luego añadió—: De rodillas. —Me arrodillé—. Cruza los tobillos. —Obedecí. Entonces ató mis tobillos con la misma cuerda que se ataba las muñecas. Unos quince centímetros de cuerda separaban mis muñecas atadas de mis tobillos atados. Luego sin decir nada más, Bosko quitó la cadena que cerraba la puerta, se echó al hombro sus pertenencias y cogiendo a Elicia del brazo atravesó el umbral. Los oí subir las escaleras hacia el tejado.

Me quedé sola, de rodillas en el suelo ante la puerta abierta. Había pasado la medianoche. Era una esclava atada y amordazada.

Al rato oí unos pasos que se acercaban subiendo las escaleras que llevaban a los aposentos.

Mi corazón dio un brinco. Conocía aquel paso.

Clitus Vitellius apareció en el umbral. Me miró agitado. Yo quería gritar mi amor por él, el vulnerable e inevitable amor de una esclava.

Él me miró enfadado. Yo no entendía su ira.

Me desató los tobillos y me quedé tumbada en el suelo ante él. Quería decirle lo mucho que le amaba, pero no pude porque estaba amordazada. Se inclinó enfadado y me acercó tirando de mi tobillo hasta estar casi debajo de él. Me arrancó la corta falda que como esclava se me había permitido llevar y abusó de mí con rudeza. Yo eché la cabeza atrás, deleitándome con sus caricias. Terminó conmigo rápidamente y cortando un largo cabo de la correa que me ataba las muñecas volvió a atar mis tobillos. Yo le miré con lágrimas en los ojos. Le amaba. Quería hablarle de mi amor. Quería decirle lo mucho que le quería. Pero él no me quitó la mordaza. No me permitió hablar. Me arrojó sobre su hombro y me sacó de los aposentos.

26. DE RODILLAS EN EL CÍRCULO AMARILLO

Yacía a sus pies. Clitus Vitellius estaba en sus aposentos, sentado en la silla. Miró malhumorado por la ventana a las torres de Ar.

Me incorporé de rodillas ante él.

—Amo —dije. No pensaba que pudiera disuadirle. Llevaba una breve túnica de calle y su collar al cuello.

Puse la cabeza en su rodilla y sentí su mano en mi pelo. Una lágrima asomó a mis ojos.

—Me inquietas —me dijo.

—Lo siento, si te he disgustado.

—No entiendo lo que siento por ti —dijo él, sosteniéndome la cabeza con las manos y mirándome—. No eres más que una esclava.

—Sólo tu esclava, amo.

Me alejó de él tirándome al suelo. Le miré.

Se levantó enfadado. En los días pasados me había tratado con gran brutalidad.

—Me das miedo —dijo de pronto.

Yo estaba atónita.

—Yo mismo me doy miedo —dijo enfadado—. Te temo a ti y a mí mismo. —Me miró.

Yo retrocedí, porque era una esclava.

—Me haces sentirme débil. —Estaba enfadado—. Yo soy un guerrero de Ar.

—Esta esclava se ríe de la debilidad del amo —grité con enfado.

—¡Trae el látigo! —pidió iracundo.

Corrí a por el látigo y se lo di arrodillándome ante él. Le miré enfadada. Cogió con las manos mi túnica por el cuello y los hombros y se dispuso a arrancármela para que cayera desnuda a sus pies agitándome bajo la dura disciplina de su dominio. Tenía la mano en mi túnica, y el látigo alzado. Entonces me soltó y arrojó el látigo a un lado. Me cogió la cabeza con las manos.

—Oh —dijo—. Eres una interesante esclava inteligente. Ésa es una de las razones de que seas tan peligrosa, Dina. Eres demasiado lista, demasiado inteligente.

—Azótame —supliqué.

—No —dijo enfadado.

—¿Se interesa el amo por Dina?

—¿Cómo podría yo, Clitus Vitellius, capitán de Ar, interesarme por una esclava?

—Perdóname, amo.

—¿Te libero? —me preguntó.

—No, amo —dije—. Entonces no podría evitar oponer mi voluntad a la tuya. Lucharía contra ti.

—No temas. Soy Clitus Vitellius de Ar. No libero a las esclavas.

Camino del Curúleo, nos detuvimos en el Collar de Campanas. Allí Clitus Vitellius me desató las manos para que pudiera servirle como una esclava de Paga.

Vi a Collar de Esclava sirviendo a los hombres. Era temprano por la tarde.

Algunas de las chicas que yo recordaba, y en especial Collar de Esclava habían venido a besarme y a hablar conmigo con el permiso de Busebius, el amo de la taberna. Creo que varias de ellas tenían envidia de mi amo, pero les informé que me llevaba al Curúleo para ser vendida.

—¿Necesitas una esclava, amo? —preguntó Helen, la bailarina de la Tierra, del Collar de Campanas, y extendió tímidamente la mano para tocarle la rodilla—. Cómprame —susurró—. Te serviré bien.

Él la abofeteó rudamente haciéndole sangre en la boca. Ella alzó la vista desde el suelo, asustada.

—Baila para nosotros, zorra de la Tierra. —Su acento la había traicionado.

—Sí, amo.

Y, ante la mesa, al ritmo de la música del cuarteto, Helen bailó con lágrimas en los ojos, ante un amo goreano. Luego él la despidió y ella se alejó. Yo no estaba disgustada.

Vi a Bran Loort entrar en la taberna con una cesta de verduras. Él me vio y apartó la mirada, yendo hacia las cocinas. Hacía pequeñas labores en la taberna.

—¿Dónde está Marla, amo? —pregunté. Yo la había considerado mi mayor rival en cuanto al interés de Clitus Vitellius.

—Se la vendí a un mercader especializado en entrenar bailarinas.

Recordé los largos cabellos negros de Marla, su hermoso rostro, su perfecta figura. Estaría muy hermosa en la tarea de baile, pensé. Sería una maravillosa bailarina.

—A Eta la di al guardia Mirus —dijo Clitus Vitellius.

—Me alegro, amo.

—Collar de Esclava, como ya sabes —continuó Clitus Vitellius—, pertenece ahora a Busebius.

—Sí, amo.

—A Lehna, Donna y Chanda se las regalé a dos de mis hombres; Lehna a uno de ellos y Donna y Chanda al otro, por un buen servicio en la batalla.

Asentí. No es extraño entre guerreros entregar bellas esclavas como premios por buenos servicios o actos de valor. Las esclavas son deliciosos regalos.

—¿Vamos a ir pronto al Curúleo, amo? —pregunté.

—Sí —dijo él—. Pero primero espero la llegada de un amigo.

—¿Puedo preguntar de quién se trata, amo? —dije.

—Sólo si deseas ser azotada.

Me quedé callada.

Pronto oí el canto bravucón de un campesino. Thurnus, cualesquiera que fueran sus virtudes, no tenía mucha habilidad musical.

—¡Es Thurnus! —reí.

—Sí —dijo Clitus Vitellius.

—¡No vuelvas a entregarme a él! —supliqué.

—No temas, pequeña esclava. —Clitus Vitellius se levantó de un salto y Thurnus, que llevaba su vara, y él se abrazaron entre las mesas.

Al momento estaban en nuestra mesa. Thurnus ya estaba borracho, pensé. Me resultaba extraño que se encontraran aquí, aunque sabía que eran amigos. Thurnus estaba en Ar por cuestiones de negocios.

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