La esclava de Gor (35 page)

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Authors: John Norman

BOOK: La esclava de Gor
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Los hombres se miraron unos a otros, conociendo bien la confesión de la pequeña y hermosa esclava.

—Tampoco quería que se supiera mi identidad para no deshonrarte.

—Que la piel de la hija de un mercader esté marcada con el hierro es algo que no puede deshonrarme —dijo Thandar de Ti.

—Ya veo que no —dijo ella un poco enfadada.

Pero era verdad. ¿Qué significa en Gor que una chica sea atrapada, marcada y convertida en esclava?

—Pero, al conocer mi identidad, el honor exigiría que me liberaras.

—¿Sí? —dijo él.

—Sí. Ahora me liberarás y los planes del Fuerte de Saphronicus y la Confederación Saleriana se realizarán como en un principio. Seré entregada a ti como mujer libre, y a pesar de nuestros deseos, las cosas serán como en un principio.

—Eres la hija de un mercader. Las hijas de los mercaderes sólo pueden ser esclavas de los guerreros.

—¡Vas a liberarme! —gritó ella.

—Arrodíllate para que te ponga el collar.

—¡Amo! —gritó.

—Traed un látigo —dijo Thandar de Ti a uno de sus hombres.

Ella se apresuró a arrodillarse. El látigo no sería necesario. Sabina, la esclava, alzó hacia Thandar de Ti unos ojos llenos de estupor, amor y júbilo. Conocía la fuerza y la naturaleza del hombre que la poseía.

—Traed el collar —le dijo él a uno de sus hombres.

Le trajeron el collar de entre sus pertenencias.

—He encontrado una esclava que me complace. Voy a ponerle mi collar.

No le importaba la política de las ciudades, ni temía la ira de los estados. Era un guerrero.

Se colocó detrás de la chica, y le echó hacia atrás la cabeza para ponerle el collar.

—Sométete —le dijo.

—Me someto totalmente, amo.

Cerró con brusquedad el collar, rodeando su deliciosa garganta con la dura banda de acero de esclava. Y entonces la arrojó al suelo con el pie.

—Arrójame entre tus mujeres, amo —suplicó ella.

—Lo haré —dijo él. Luego se dio la vuelta y salió de la taberna.

Pero yo no dudaba que la encantadora Sabina sería su esclava preferida.

—¡Seré su esclava! —me dijo Sabina con júbilo—. ¡Qué fuerte y qué maravilloso es! Lo único que temo es no ser capaz de amarle lo bastante.

La besé.

—Te deseo suerte —gritó Sabina—. ¡Te deseo suerte!

—Te deseo suerte —grité yo.

Las demás esclavas de Paga de la taberna también le desearon suerte.

Los hombres de Thandar de Ti fueron hacia la puerta. Uno de ellos se volvió.

—¿Será necesario atarte, esclava?

—¡No, amo! —gritó Sabina, y se apresuró a seguirles.

Les vimos salir de la taberna.

—Es hora de que vayamos al Curúleo —dijo Clitus Vitellius.

Yo le toqué tímidamente.

—Por favor, amo —supliqué.

Él me miró casi con ternura. Pensé que estaba triste.

—Muy bien —dijo.

Me hizo un gesto para que le precediera hasta una de las alcobas.

Entré en ella y me despojé de la túnica de calle. Él cerró la cortina.

—Muchas veces —dije suavemente— he complacido a los clientes de Busebius en esta alcoba.

Me cogió en sus brazos. Me asombró la suavidad con que me tocó.

—Te echaré de menos, Dina.

—Hay muchas chicas.

—Sí, hay muchas chicas.

—Pronto me olvidarás.

Él me acarició el pelo.

—Tu pelo… estaba demasiado corto, hasta la primavera.

—¿Vendrás a verme en las jaulas de exposición?

—No —dijo él.

—¡Quédate conmigo!

—No.

Intentaba no llorar.

—Es extraño —dijo—. Me he enfrentado al eslín salvaje y al acero de fieros enemigos. Soy guerrero, un gran guerrero entre los guerreros. Y aun así, tú, una simple esclava, puedes conquistarme con una lágrima y una sonrisa.

—Te quiero —le dije.

Me abofeteó haciéndome sangre en la boca.

—Esclava mentirosa.

Entonces me agarró para descargar su furia contra mí. Me utilizó bien.

Cuando terminó me dijo:

—Levántate. Debemos ir al Curúleo.

Me puse la túnica y abroché el cinturón y los botones uno a uno. Deseé que me la arrancara y me hiciera marchar por las calles desnuda para que las otras mujeres vieran la fuerza del hombre que me poseía.

Salimos de la taberna y nos dirigimos al Curúleo, llegando a la entrada trasera.

Miré la puerta de hierro detrás de la cual iba a ser vendida.

—Tenemos que entrar —me dijo Clitus Vitellius.

Llamó a la puerta de hierro.

—Creía que Clitus Vitellius era fuerte —dije—. Pensaba que era un guerrero. Pensaba que tenía poder para hacer su voluntad con una mujer. Ahora veo que es demasiado débil para hacer con una mujer lo que verdaderamente desea, lo que le complace.

Volvió a golpear en la puerta de hierro.

—Es débil —dije—. Esta esclava le desprecia.

—No me pongas furioso —me dijo.

Desvié la mirada. No tenía nada que temer de él.

Oí unos pasos que se aproximaban a la puerta desde el otro lado. Se abrió un pequeño panel lateral.

—¿Qué deseas? —preguntó una voz.

—Vengo a vender una esclava.

El panel se cerró y un momento después se abrió la gran puerta.

—Entra, amo —dijo un hombre.

Entramos en una gran habitación con suelo de cemento en el que había pintado un círculo amarillo de unos tres metros de diámetro y un borde de unos quince centímetros de anchura. A un lado había un hombre sentado ante una pequeña mesa de cuatro patas.

—Quítale la túnica y el collar —dijo el hombre.

Clitus Vitellius hizo lo que le pedían. No dijimos nada.

—Arrodíllate en el círculo, esclava.

El tipo que había abierto la puerta estaba a un lado, con una cuerda de cuero colgándole del cinto. Fui al círculo y me arrodillé sobre el cemento. El hombre entró en el círculo, desató la cuerda de su cinto y me la ató al cuello, con el nudo a un lado, bajo mi oreja izquierda. Retrocedió dejándome unos dos metros de cuerda, el resto de la cual sostenía enrollada con la mano derecha. Sabía que la utilizarían para azotarme si fuera necesario.

—Dame lo que creas que vale —dijo Clitus Vitellius—, y envía el dinero a los aposentos de Clitus Vitellius, en las Torres de los Guerreros.

—Sí, amo —dijo el hombre en la mesa.

Clitus Vitellius se dio la vuelta y salió del Curúleo.

Me quedé sola arrodillada en el círculo amarillo de cemento.

Sentí que tiraban de la cuerda atada a mi cuello. Cerca de mí quedaba el resto de la cuerda.

El hombre se levantó de la mesa y vino al círculo. Me miró.

—Bien, ahora, pequeña belleza, vamos a ver lo que puedes hacer.

—Sí, amo.

27. LO QUE OCURRIÓ EN EL CURÚLEO

La primera vez que una es vendida es la más dura, aunque supongo que nunca es fácil. Lo más duro es tal vez el no saber, de todas las caras en la oscuridad, cuál de ellas será la del hombre que te compre. La esclava está iluminada, expuesta, forzada a actuar. A un lado está el subastador con el látigo. La esclava actúa, y actúa bien. No puede ser de otra forma. Sientes en los pies la madera de la tarima y sobre ella la arena. La tarima está desgastada. Muchas chicas han sido vendidas sobre ella, unas más bonitas que otras. En Gor, los animales suelen ser vendidos en tarimas cubiertas de arena. La esclava es un animal. La esclava alza la cabeza a la luz de las antorchas. Oye la primera puja, y por la voz intenta deducir la naturaleza del amo. Luego, otra puja. Sonríe, se vuelve, camina, alza los brazos, se arrodilla, se tumba de espaldas a los pies del subastador, se alza de rodillas con los brazos sobre la cabeza como si estuvieran esposados, se tumba sobre su estómago, le mira por encima del hombro. Responde al instante a sus órdenes, adoptando poses y actitudes provocativas a la vista de los compradores, exhibiéndose como una esclava. La esclava suda, el cuerpo lleno de arena que se pega a los cabellos. Si disgusta en lo más mínimo al subastador, su látigo se apresura a indicarle su error. Al final, respirando pesadamente, se pone en pie desnuda. Tal vez ha sido azotada.

Se acepta la última puja. Se cierra el puño del subastador. La esclava ha sido vendida.

Muchas chicas sueñan con ser vendidas en el Curúleo. Su gran tarima es tal vez la más famosa de Ar; también es la más grande. Es una tarima semicircular de unos doce metros, pintada en su mayor parte de azul y amarillo, los colores de los esclavos, y decorada con intrincados dibujos. Tal vez mide unos cinco metros de altura. Un detalle interesante es que sobre ella, en la parte semicircular de cara a la multitud, hay esculpidas las figuras de nueve esclavas. Se supone que representan a las primeras nueve chicas capturadas, hace miles de años, por los hombres de una pequeña villa llamada Ar. Puede verse que los cuellos de las nueve chicas están rodeados por collares de cuerda, hechos probablemente con plantas. Se dice que en aquel entonces los hombres de Ar no conocían el hierro. También se dice que las chicas eran obligadas a dar descendencia a sus captores.

—Esclava —dijo el hombre.

—Sí, amo. —Llevaba un collar con una cadena a cada lado que me ataba con las esclavas a mi izquierda y a mi derecha.

Nos encontrábamos en el pasillo que llevaba a la tarima. Había otro pasillo para salir de ella.

—¿Sabes cómo debes actuar? —me preguntó.

—Sí, amo. —Me habían entrenado bien. Muy poca cosa se deja al azar en la tarima del Curúleo.

Miré a la chica de mi izquierda y a la de mi derecha. Qué hermosas eran. Todas llevábamos cosméticos goreanos. Todas habíamos sido expuestas desnudas en las jaulas de exposición, para que los compradores pudieran vernos objetivamente. Ahora era responsabilidad suya, en la puja, el estar en guardia.

De pronto sentí un leve rumor en la cadena. Me incliné hacia delante. El susurro se extendió rápidamente por la cadena “La venta ha comenzado”, decía el rumor.

—Tengo miedo —dijo una chica.

—Todo Ar viene a comprar al Curúleo —dijo otra.

Yo no oía nada, pero sabía que la primera chica ya había subido a la tarima.

Me senté en el largo banco de madera, de unos veinte centímetros de anchura que se extendía a lo largo de la pared del pasillo. Cerré sobre mí las sedas verdes que me ataviaban y que parecían una túnica, pero no lo eran. Esas bandas serían desatadas y quitadas una a una, comenzando por la cabeza y terminando por los pies, desnudándome poco a poco. Hacia el final quedaría casi desnuda y entonces me ordenarían, desnuda salvo por la última banda de seda que cubre mis pechos y muslos, tumbarme boca arriba a los pies del subastador, que se alzaría ante mí cogiendo las sedas. Cuando la multitud, fiera en su impaciencia, lo pidiera, me arrancaría las bandas en dos veces, dejándome finalmente desnuda con las piernas dobladas, las manos sobre la cabeza con las palmas hacia arriba, expuestas como el resto de mi cuerpo. Me quedaría así tumbada, una esclava resignada esperando que la violen. Probablemente las pujas subirían mucho. Entonces estaba obligada a obedecer las órdenes del subastador, que probablemente me forzaría a levantarme y adoptar posturas adecuadas de esclava.

—Avanzad un puesto —nos dijo el subastador.

Obedecimos.

—Las ventas van rápidas —dijo una chica unos puestos a mi derecha. Era un buen signo. Significaba que el subastador estaría de buen humor y por tanto sería menos cruel con nosotras sobre la tarima. El subastador nos daba miedo. En la tarima es nuestro amo. Si las ventas van bien, aunque una chica no sea vendida tiene una oportunidad de librarse del látigo.

—Moveos —dijo el hombre.

Nos movimos otra vez.

La mayoría de las chicas son vendidas individualmente, pero a veces las venden en grupos o en lotes, generalmente con algo en común entre todas, como tener el pelo rubio o hablar un determinado dialecto. Los lotes también pueden estar formados por chicas que una vez fueron de castas complementarias o que están marcadas con diversas y representativas marcas. Cuando una chica es esclavizada pierde su casta así como su ciudadanía y todos sus derechos; cuando es esclavizada se convierte en un animal, sometido al látigo y a la voluntad de su amo. De todas formas, la mayoría de los lotes se venden para trabajar en los campos o en las cocinas. El Curúleo no disponía de este tipo de lotes. Aquella noche iban a ser vendidas dos parejas. Una consistía en una cantante y una chica que tocaba la lira, y la otra eran dos gemelas idénticas de la isla de Tabor, llamada así por su parecido con el tambor goreano del mismo nombre.

Todavía no alcanzaba a oír las llamadas del subastador. Sin embargo a través del túnel nos llegaban los ocasionales rugidos de la multitud.

La esclava de mi derecha comenzó a llorar. Al instante el hombre llegó a su lado alzando el látigo. Ella se apretó contra la pared de cemento. No debía estropearse el maquillaje. Enfadado, el hombre le enjugó la cara con un trapo.

—Ahórrate las lágrimas para la tarima, pequeño animal —dijo.

—Sí, amo.

Yo era la chica noventa y uno en la cadena. Era una buena posición. Las ventas comenzaban al principio de la tarde y, a menos que hubiera a la venta algo especial, comenzaban con bastante lentitud. Generalmente, en ese momento los hombres están todavía entrando al mercado. Los asientos no suelen estar totalmente ocupados hasta el segundo ahn de venta. Yo estaba bastante asombrada por la aparente rapidez de las ventas; por lo que sabía, aquélla era una noche normal de mercado.

—En pie —nos dijo el hombre.

El grupo se levantó.

—Moveos un puesto más.

Nos movimos una posición.

Ya podía oír claramente los gritos del subastador. También oía a los hombres entre la multitud. Un vendedor de helados pregonaba su mercancía.

Ahora me encontraba en la primera cadena del pasillo.

La chica de mi izquierda estaba sentada muy tensa a mi lado, con las uñas hundidas en la madera del banco. Inspeccionaron su maquillaje, y luego fue retirada de la cadena. Al final del pasillo había un hombre con una tabla y un lápiz que le hizo un gesto de que se aproximara. Le miró el número de la cadena utilizado en el Curúleo como número de venta, y que llevaba la esclava escrito bajo la oreja izquierda. El Curúleo no utiliza collares de venta. Era la esclava noventa.

Oí un rugido de aprobación y supe que la chica de la tarima había sido vendida. La chica ochenta y nueve estaba esperando a los pies de la tarima, y un hombre con un látigo la hizo subir. Ella se movía con cuidado al subir las escaleras. Llevaba una bufanda de esclava tapándole los ojos. Era todo lo que llevaba. El hombre de la tabla mandó a la chica con la túnica del hogar hasta el pie de las escaleras de la tarima.

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