La escriba (32 page)

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Authors: Antonio Garrido

BOOK: La escriba
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—Os sigo.

—Pero ¿qué ocurriría si aquel cereal arruinado, en lugar de arder en la hoguera, hubiese acabado de vuelta en los mismos carros que enviaron el centeno desde Fulda? Sin duda habría sido un negocio redondo para el vendedor de Magdeburg, que habría obtenido un rédito de un cereal inservible, y mayor aún para el comprador de Fulda, que a precio de saldo dispondría de un cereal que luego vendería bien caro.

—¿Aun a sabiendas de su malignidad?

—Eso es algo que tal vez nunca averigüemos. Podría haberse comprado desconociendo la ponzoña que albergaba, o pese a conocer tal extremo, haberlo adquirido pensando en extremar la limpieza del grano.

—Pero entonces no se habrían sucedido las muertes.

—A menos, claro está, que la partida de grano hubiera cambiado de manos.

Theresa miró a Alcuino ilusionada, sintiéndose protagonista de cada descubrimiento. Sin embargo, él continuó ceñudo, rumiando el siguiente paso.

Le pidió a Theresa que guardara los códices en la biblioteca mientras meditaba un rato. Luego, bebió un último sorbo de leche y miró a través de la ventana como si observara el tiempo.

—¿Sabes? Creo que ha llegado la hora de que hablemos con el Marrano.

Camino del matadero, Alcuino informó a Theresa de que en Fulda no existían calabozos. A los reos se les encadenaba a la intemperie hasta el día que recibían su castigo. Sin embargo, pese a tenerlo vigilado, un desconocido había apedreado al Marrano hasta medio descalabrarlo, de modo que el prefecto había ordenado su encierro en el matadero para evitar que un desgraciado malograra el espectáculo.

A la entrada del matadero se toparon con un vigilante aterido y cabeceando de sueño. Cuando le tocaron el hombro, exhaló una bocanada de alcohol y se recompuso lo suficiente como para, tras conocer las pretensiones de Alcuino, impedirles el acceso. Sin embargo, en cuanto oyó que su alma corría peligro de abrasarse en el infierno, abrió la puerta y les franqueó el paso.

Theresa siguió la antorcha de Alcuino mientras éste avanzaba por la oscuridad. El hedor a carne pútrida y humedad era tan denso que le revolvió las gachas recién desayunadas. Alcuino abrió una ventana que comunicaba con un patio interior. Por todas partes se veían restos de huesos, plumas y pieles, a la luz que se filtraba por las rendijas de las tablas mal clausuradas.

Conforme avanzaban, la tea fue iluminando el estrecho corredor por donde los animales eran conducidos al sacrificio. Al fondo de la estancia distinguieron una figura acurrucada, oscura y deforme, cargada de cadenas como un animal entrampado. Cuando se acercaron, Theresa advirtió que el desgraciado se había hecho sus necesidades encima. A Alcuino no pareció importarle. El fraile se aproximó aún más y lo saludó con voz queda. El Marrano no contestó.

—No tienes nada que temer. —Le ofreció una manzana que había traído de las cocinas.

El Marrano continuó en silencio. Sus ojos temblaban al fulgor de la llama. Alcuino apreció un par de brechas en su cabeza, sin duda fruto de las pedradas.

—¿Te encuentras bien? ¿Necesitas alguna cosa? —insistió.

El idiota se acurrucó aún más. Parecía aterrorizado.

Alcuino acercó la antorcha para comprobar sus heridas, pero de repente el Marrano saltó hacia él e intentó golpearlo; por fortuna, Alcuino retrocedió lo suficiente para que las cadenas lo retuvieran antes de que pudiera alcanzarlo.

—Deberíamos marcharnos —sugirió Theresa.

Alcuino, sin prestarle atención, aproximó de nuevo la tea. En esta ocasión el Marrano retrocedió. Parecía más asustado.

—Tranquilízate. Nadie desea causarte daño. ¿Quién te ha hecho eso?

Siguió mudo.

—¿Tienes hambre? —Limpió la manzana y la dejó en el suelo, cerca de él. El Marrano dudó un instante. Luego, con cierta dificultad, se apoderó de ella y la guardó con avidez.

—¿Te da miedo contestar? ¿No quieres hablar?

—No creo que le hable —le interrumpió el vigilante a sus espaldas.

Theresa y Alcuino se volvieron sorprendidos.

—¿No? ¿Y por qué está tan seguro? —preguntó Alcuino desafiante.

—Porque le cortaron la lengua el domingo pasado.

De regreso al cabildo, Alcuino anduvo con la cabeza gacha pateando cuantos guijarros le fueron saliendo al paso. Era la primera vez que Theresa le oía maldecir. A la entrada del palacio episcopal vio a Lotario, que discutía con una mujer ricamente ataviada. Alcuino intentó acercarse, pero el obispo le hizo ademán de que aguardara. Al poco, se despidió de la mujer y se acercó a Alcuino.

—¿Qué os trae por aquí? ¿Acaso no habéis visto con quién estaba hablando?

Alcuino le besó el anillo.

—Disculpad mi desconocimiento. No pensé que interrumpiera un asunto de importancia.

—Pues la próxima vez esperad lo que haga falta. Me habéis dejado en mal lugar con esa dama —rezongó.

—Lo siento, pero me urgía hablar con vuestra paternidad, y aquí no es el lugar más conveniente —se excusó—. Por cierto, quizá vos podáis sacarme de mi ignorancia. ¿Para qué es el agujero que están cavando en la plaza?

—Ya tendréis ocasión de comprobarlo —sonrió—. ¿Cómo andáis de hambre? Acompañadme a comer y charlemos de eso que teníais que comentarme.

Alcuino despidió a Theresa, quedando en encontrarla después en las cocinas. Cuando el fraile llegó al refectorio, se sorprendió ante el abrumador dispendio de alimentos que atiborraba la mesa.

—Por caridad, pasad y acomodaos —le indicó. Alcuino tomó asiento a su lado y saludó a los demás comensales—. Espero que tengáis más apetito que el de costumbre, porque como veis, estamos de suerte. Esta cabeza de cordero tiene un aspecto suculento, y fijaos en las mollejas: se deshacen sólo con mirarlas.

—Ya sabe su paternidad que soy parco en cuestiones de comida.

—Y por Dios que se os nota. ¡Si estáis hecho una lombriz! Miradme a mí: saludable y rollizo, que si alguna dolencia ha de cogerme, no lo haga por falta de alimento.

El obispo se levantó, bendijo la mesa y recitó una plegaria a coro junto con los demás invitados. Cuando concluyeron, agarró la cabeza de cordero y con las manos la descuartizó en varios pedazos que repartió con jolgorio entre sus más allegados.

—Esto está delicioso, Alcuino. ¿De veras conocéis el placer del que os estáis privando? Ricos hojaldres bizcochados, pastelones de venado, quesadillas con avellanas, garbanzos dulces con membrillo. Seguro que en vuestra Northumbria no habéis tenido la oportunidad de saborear tales guisos.

—Seguro que sabéis que la regla de san Benito se opone a tales atracones.

—¡Oh, sí! ¡La regla de san Benito! Orar y morirse de hambre… Pero por suerte, aquí no estamos en vuestro monasterio —rio Lotario mientras se añadía otro trozo de cordero.

Alcuino enarcó las cejas. Se sirvió una escudilla de garbanzos, y mientras se empleaba con las legumbres echó una ojeada a los demás asistentes. Frente a él, el capellán Ambrosio sorbía unas cabezas de pichones con su habitual cara de perro. A su derecha, medio oculto por una fuente de alimentos, advirtió al
lectorero
, haciendo más ruido masticando que los demás departiendo. Más allá, dos ancianos de ojos pálidos y dientes escasos se disputaban la última ración de hojaldre.

El obispo arrojó los restos de su fuente al perro que le escoltaba y continuó sirviéndose.

—Decidme —se interrumpió—. ¿En qué consistía ese asunto tan urgente?

—Pues se trata del Marrano.

—¡Vaya! ¿Otra vez ese tema? ¿Qué ocurre con él ahora?

—Preferiría comentároslo en privado.

Miró al obispo con detenimiento. Su cara pulcramente rasurada, sin apenas arrugas, gruesa y blanda al tiempo, revelaba la misma emoción que un cochino sonrosado. Calculó que rondaría los treinta y cinco, una edad inopinada para un cargo de tamaña responsabilidad, aunque no un impedimento tratándose de un familiar de Carlomagno.

A una señal de Lotario, todos se levantaron. Alcuino esperó a que la sala se vaciara.

—Sed breve, Alcuino. Debo vestirme para la ejecución.

—¿La ejecución? Pero ¿no la habíais pospuesto? —preguntó aturdido.

—Y ahora la he adelantado —respondió el obispo sin siquiera mirarlo.

—Os ruego me excuséis, pero precisamente de eso quería hablaros… ¿Estabais al tanto de que alguien le ha cortado la lengua al Marrano?

Lotario lo miró de arriba abajo.

—Por supuesto. Todo el pueblo se ha enterado.

—¿Y qué opináis?

—Pues lo mismo que vos, supongo. Que algún indeseable nos ha privado del placer de oírle chillar.

—Y también de hablar —apuntó sin disimulo.

—Ya, pero ¿a quién le interesan las mentiras de un asesino?

—Tal vez ahí radique la cuestión. —Se lo pensó antes de decirlo—: Quizás haya alguien que no desea que ese hombre hable. Y aún más…

—¿Aún más?

—No creo que el Marrano sea ningún criminal —sentenció Alcuino.

Lotario lo miró con irritación. Luego se dio la vuelta y echó a andar, dejándole con la palabra en la boca.

—Os aseguro que él no la mató —le siguió.

—¡Dejad de decir sandeces! —Se volvió y le hizo frente—. ¿Cómo habré de repetiros que lo encontraron junto a la víctima, empuñando la hoz con que la degolló? ¡Bañado en la sangre de esa joven!

—Eso no prueba que la asesinara —respondió con calma Alcuino.

—¿Seríais capaz de explicarle eso a la madre? —le retó Lotario.

—Si supiera quién es, no tendría inconveniente.

—Pues podríais haberlo hecho antes. Era la mujer con la que hablaba cuando me interrumpisteis. La mujer de Kohl, el dueño del molino.

Alcuino enmudeció. Aun resultando prematuro establecer conclusiones, aquella revelación trastocaba la mayoría de sus planteamientos. No obstante, el nuevo dato no alteraba el hecho de que un inocente iba a ser ejecutado.

—¡Queréis escucharme, por el amor de Dios! Vos sois el único que puede detener esta insensatez. Ese hombre sería incapaz de empuñar una hoz. ¿Os habéis fijado en sus manos? Tiene los dedos deformados. Deformes de nacimiento. Yo mismo lo he comprobado.

—¿Cómo que lo habéis comprobado? ¿Acaso lo habéis visto? ¿Quién os ha autorizado?

—Intenté solicitaros permiso, pero vuestro secretario me comunicó que andabais ocupado. Y ahora respondedme a esto: si el Marrano es incapaz de sujetar una manzana con las dos manos, ¿cómo podría haber empuñado la hoz con que se cometió el asesinato?

—Mirad, Alcuino, puede que seáis ministro de educación, que sepáis de letras, de teología y de mil cosas más, pero debo recordaros que sólo sois un diácono. Aquí en Fulda, os guste o no, quien establece lo que ha de hacerse o no, soy yo, así que os sugiero que dejéis de lado vuestras necias teorías y os ocupéis de ese códice que tanto os interesa.

—Lo único que me interesa es evitar una tropelía. Os aseguro que el Marrano no…

—¡Y yo os aseguro que la mató! Y si vuestro único argumento es que sus dedos no son hábiles, ya podéis empezar a rezar, porque eso será lo único que consigáis antes de que sus piernas desfilen hacia el patíbulo.

—Pero su santidad…

—Esta conversación ha terminado. —Y de un portazo lo dejó con la cara a un palmo de la puerta de sus aposentos.

Alcuino regresó a su celda cabizbajo. Tenía la certeza de que el Marrano no había asesinado a aquella joven, pero lo cierto era que tal «certeza» tan sólo se apoyaba en una triste manzana.

Se lamentó por su estupidez. Si en lugar de pretender convencer a Lotario, hubiese intentado posponer la ejecución, tal vez hubiera encontrado el tiempo suficiente para conseguir pruebas de mayor calado. Quizá debería haber insistido en la conveniencia de esperar a la llegada de Carlomagno, o haber sugerido que las heridas que le habían infligido al Marrano impedirían a la gente disfrutar del espectáculo. Pero ahora ya no había remedio. Tan sólo disponía de un par de horas para impedir lo inevitable.

Entonces se le ocurrió.

Se abrigó de nuevo y abandonó la celda a toda prisa. Luego, en compañía de Theresa, se dirigió hacia la abadía.

Una vez en la botica, pidió a Theresa que lavase un cuenco mientras él examinaba los distintos frascos que poblaban los estantes. Destapó varios para olerlos, hasta detenerse en uno en cuyo exterior rezaba
«lactuca virosa»
. Lo abrió y extrajo una pasta blancuzca que depositó sobre un plato de barro. Hacía tiempo que no utilizaba el compuesto extraído de la variedad silvestre de la lechuga, de cuya savia se obtenía un hipnótico de contrastada eficacia. Cortó una porción del tamaño de una nuez, la machacó hasta convertirla en polvo, manipuló su anillo abriendo una especie de tapita y vertió el preparado en el minúsculo depósito que albergaba la joya. Luego la cerró, ordenaron los frascos, dejaron todo como estaba y salieron a toda prisa en dirección al cabildo. Sin embargo, cuando llegaron al palacio episcopal se encontraron con las puertas ya cerradas. Theresa se despidió porque le había prometido a Helga que la acompañaría a la ejecución del Marrano, y Alcuino emprendió carrera en dirección al patíbulo.

Cuando Theresa llegó a la taberna encontró a Helga preparada, con la cara pintada y el pelo recogido. El tajo de su rostro había desaparecido bajo una capa de harina aguada teñida con tierra, lo que le hizo suponer que no era tan profundo. Parecía animada. Además, la mujer había elaborado unos dulces para no tener que comprarlos a los vendedores ambulantes, y aunque no ofrecían buen aspecto, olían a miel y canela. Antes de acudir a la plaza se abrigaron con sendas capas de piel para protegerse del frío. Luego cerraron bien las puertas y cargaron con los alimentos, a los que añadieron un poco de vino. Mientras caminaban, Theresa le relató el episodio del matadero, pero para su sorpresa, Helga celebró que al Marrano le hubieran sajado la lengua.

—Lástima que no le arrancaran también los cojones —sentenció.

—Alcuino dijo que era inocente. Y que con matarlo no se arreglaría nada.

—¿Y qué sabrá ese cura? A ver si al final nos va a aguar la fiesta. —Y se apresuraron del brazo en dirección a la plaza.

A poco para la puesta de sol, las campanas de la catedral comenzaron a tañer su lúgubre cadencia. Los soldados habían dispuesto en el centro de la plaza un recinto circular de una treintena de pasos, acordonado en su perímetro exterior por una hilera de estacas. En su interior aparecía un hoyo semejante a una fosa, y dispuestas frente a éste, tres mesas de madera junto a otras tantas silletas. Una decena de hombres provistos con varas vigilaban al gentío que comenzaba a agolparse sobre la valla, donde los comerciantes habían dispuesto sus tenderetes para realizar sus últimas transacciones. Poco a poco, la muchedumbre se fue amontonando, y en cuestión de minutos la empalizada quedó oculta bajo una masa que clamaba histérica por el comienzo del espectáculo.

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