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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras, Clásico

La esfinge de los hielos (43 page)

BOOK: La esfinge de los hielos
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—Lo recuerdo —dijo Jem West—, y yo regañé al miserable y lo envié al fondo de la cala.

—Pues bien, capitán —añadí—. Desde aquel día Hearne procuró estrechar sus relaciones con Holt; Hurliguerly me lo ha hecho notar.

—Efectivamente —dijo el contramaestre—, y sin duda Hearne, que se consideraba incapaz para dirigir la canoa, de la que pensaba apoderarse, tenía necesidad de un maestro como Martín Holt.

—También —añadí— no cesaba de excitar a Holt para que éste preguntase al mestizo sobre la suerte de su hermano, y usted sabe en qué condiciones él le descubrió el espantoso secreto… ¡Martín Holt pareció enloquecer por la revelación!… Los otros le arrastraron… y ahora… está con ellos…

Todos convinieron en que así debían de haber pasado las cosas.

En fin, la verdad era conocida; ¿y no era de temer, dada la disposición de espíritu en que Dirk Peters debía de encontrarse, que quisiera sustraerse a nuestros ojos? ¿Consentiría en volver con nosotros?

Todos, inmediatamente, habíamos abandonado la caverna, y una hora después encontramos al mestizo.

Al vernos, su primer movimiento fue de huir. Al fin, Hurliguerly y Francis consiguieron aproximarse a él, que no hizo resistencia. Yo le hablé—, los demás me imitaron, el capitán Len Guy le tendió la mano. Primero dudó en tomarla. Después, sin pronunciar una palabra, volvió a la playa.

Desde aquel día entre él y nosotros no se habló nunca de lo que había pasado a bordo del
Grampus.

La herida del mestizo no tenía importancia. La bala no había hecho más que penetrar en la parte superior de su brazo izquierdo, y se consiguió extraerla con la sola presión de la mano. Se aplicó una venda formada de un trozo de vela sobre la herida, y él se puso su blusa, y desde el siguiente día, sin manifestar molestia alguna, volvió a sus habituales tareas.

En vista de una larga invernada, organizamos nuestra instalación.

El invierno amenazaba, y hacía algunos días que apenas si el sol se mostraba al través de las nubes. La temperatura bajó a 36° (2° 22 c. sobre cero), y no debía elevarse. Los rayos solares, alargando desmesuradamente las sombras sobre el suelo, no daban calor alguno. El capitán había hecho que nos pusiéramos nuestros vestidos de lana, sin esperar a que el frío fuera más riguroso.

Entretanto los
ice–bergs,
los
packs,
los
streams,
los
drifs,
venían del Sur en gran número; y aunque algunos se arrojaban aun sobre el litoral, ya cubierto de témpanos, la mayor parte desaparecían en la dirección del Nordeste.

—Todos esos pedazos —me dijo el contramaestre— son otros tantos materiales para consolidar el banco de hielo. A poco que la canoa en que van Heame y sus miserables compañeros no les adelanten, imagino que encontrarán la puerta cerrada; y como no tendrán llave con que abrirla…

—¿De modo, Hurliguerly —pregunté—, que usted piensa que corremos menos peligros invernando en esta costa que si hubiéramos tomado sitio en la canoa?

—Lo pienso y lo he pensado siempre, señor Jeorling —respondió el contramaestre—. Además, ¿sabe usted una cosa? —añadió empleando su fórmula habitual.

—Diga usted, Hurliguerly…

—Pues que los que van en la canoa se verán en situación más difícil que los que no van en ella; y lo repito, si la suerte me hubiera designado, habría cedido mi vez a otro… Ya es algo estar en tierra firme… Después de todo, aunque nos hayan abandonado cobardemente, no deseo la muerte de ninguno. Pero si Heame y sus compañeros no consiguen franquear el banco polar, están condenados a pasar el invierno en medio de los hielos, reducidos a los víveres que se han llevado, con los que no tienen más que para algunas semanas, y usted comprenderá la suerte que les espera.

—Sí…, peor que la nuestra —respondí.

—Y añado —dijo el contramaestre— que no es bastante llegar al círculo antártico; y si los balleneros han abandonado ya los lugares de pesca, no es una embarcación cargada en demasía la que podrá mantenerse en el mar hasta estar a la vista de las tierras australianas.

Esta era mi opinión, como también la del capitán Len Guy.

Auxiliada por navegación favorable, no llevando más que lo que podía llevar, con provisiones para varios meses; en fin, en todas condiciones buenas, tal
vez
la canoa podría efectuar el viaje… Pero ¿era así?… Seguramente que no.

Durante los siguientes días, 14, 15, 16 y 17 de Febrero, la instalación del personal y del material quedó terminada.

Practicáronse algunas excursiones al interior del país. Por todas partes presentaba el suelo la misma aridez, no produciendo más que hierbecillas espinosas en abundancia.

La última esperanza que el capitán Len Guy hubiera podido conservar en lo que se refería a su hermano y tripulantes de la
Jane
desaparecía; si había pensado que, después de abandonar la isla Tsalal en una embarcación, las corrientes les habían conducido hasta aquella costa, debió reconocer que allí no existía huella alguna de desembarco.

En una de nuestras excursiones llegamos a distancia de cuatro millas al pie de una montaña de difícil acceso merced a la oblicuidad de sus pendientes; y de altura de 600 a 700 toesas.

De esta excursión que hicimos el capitán Len Guy, el lugarteniente, el marinero Francis y yo, no resultó descubrimiento alguno. Hacia el Norte y hacia el Oeste se desarrollaba la misma sucesión de colinas desnudas, caprichosamente cortadas en su cima; y cuando desaparecieran bajo el inmenso tapiz de nieve, sería difícil distinguirlas de los
ice–bergs,
inmóviles por el frío en la superficie del mar.

Sin embargo, respecto a lo que habíamos tomado por apariencias de tierra al Este, pudimos advertir que en esta dirección se extendía una costa, cuyas alturas, iluminadas por el sol de la tarde, aparecieron bastante distintamente en el objetivo del anteojo marítimo.

¿Era un continente que bordeaba la costa del estrecho? ¿No era más que una isla? En todo caso debía ser estéril como la tierra del Oeste, y como ella, inhabitada o inhabitable.

Y cuando mis recuerdos volvían a la isla Tsalal, cuyo suelo poseía tan extraordinario poder de vegetación; cuando recordaba las descripciones de Arthur Pym, no sabía que pensar. Evidentemente, aquella desolación que afligía a nuestros ojos reproducía mejor la idea de las regiones australes. Sin embargo, el archipiélago de la Tsalal, situado casi a la misma latitud, era fértil y poblado antes que el terremoto le hubiera destruido casi en su totalidad.

Aquel día, el capitán Len Guy propuso dar nombre geográfico a la comarca donde el
ice–berg
nos había arrojado. Bautizamos la con el de
Halbrane–Land
en recuerdo de nuestra goleta, y para asociarlos en el mismo recuerdo, el estrecho que separaba las dos partes del continente polar fue llamado
Jane–Sund.

Ocúpamonos de cazar los pingüinos que pululaban sobre las rocas, y de apresar regular número de aquellos anfibios que se revolcaban en las playas. La necesidad de carne fresca se dejaba sentir. Preparada por Endicott, la carne de foca y de morsa pareciónos muy aceptable; además, la grasa de estos animales podía, en rigor, servir para calentar la caverna y para guisar los alimentos. No había que olvidar que nuestro más terrible enemigo sería el frío, y todos los medios propios para combatirle debían ser utilizados. Restaba saber si en las proximidades del invierno, los mencionados anfibios no irían a buscar en latitudes más bajas un clima menos riguroso.

Por fortuna, aun había centenares de otros animales que nos hubieran garantido contra el hambre y contra la sed, en caso de necesidad. Sobre la arena se arrastraban en gran número las tortugas–galápagos, a las que se ha dado el nombre de un archipiélago del Océano equinoccial; y de las que habla Arthur Pym, y que servían de alimento a los insulares, semejantes a las que Dirk Peters y él encontraron en el fondo de la canoa indígena, cuando su partida de la isla Tsalal.

Estos bichos, enormes, de marcha pesada y cola de dos pies de largo, cabeza triangular de serpiente, pueden permanecer años sin comer. Aquí, a falta de apio, perejil y verdolaga silvestre, se alimentaban de las hierbecillas que crecían entre las piedras del litoral.

Si Arthur Pym se ha permitido comparar a las tortugas antárticas con los dromedarios, es porque, como estos rumiantes, tienen en el nacimiento del cuello una bolsa llena de agua fresca y dulce, que contiene dos o tres galones. Según su relato antes de la escena de la suerte, los náufragos del
Grampus
debían a una de estas tortugas no haber sucumbido de hambre ni sed.

A creerle, hay algunas que pesan de 1200 a 1500 libras. Las de
Halbrane–land
no pasaban de 700 a 800; pero su carne era sabrosa y nutritiva.

Así, pues, por más que estuviéramos en vísperas de invernar a menos de cinco grados del polo, la situación no era para desesperar del todo. La cuestión más grave era la del regreso, cuando la mala estación terminara. Para que tal cuestión fuera resuelta era preciso: 1° Que nuestros compañeros, que habían partido en la canoa, consiguieran repatriarse. 2° Que su primer cuidado fuese enviar un barco en busca nuestra.

No era de suponer que Martín Holt nos olvidara; pero sus compañeros y él, ¿conseguirían tocar las tierras del Pacífico a bordo de un ballenero? Y además, ¿la próxima estación de verano sería propia para una navegación al través de los mares de la Antártida?

Frecuentemente hablábamos de estas casualidades buenas y malas.

El contramaestre se mostraba confiado, gracias a su feliz temperamento. El cocinero Endicott participaba de esta confianza, o por lo menos no se angustiaba de las eventualidades del porvenir, y cocinaba con la misma tranquilidad que lo hubiera hecho ante los hornillos del
Cormorán Verde.
Los marineros Stem y Francis escuchaban sin decir nada… ¡Y quién sabía si no se lamentaban de no haber acompañado a Hearne y a sus compañeros! Respecto a Hardie, esperaba los sucesos, sin pretender adivinar que aspecto tendrían en el transcurso de cinco o seis meses.

El capitán Len Guy y el lugarteniente, como de costumbre, estaban unidos por los mismos pensamientos y resoluciones.

Intentarían todo cuanto debiera ser intentado para la salvación común. Poco seguros de la suerte de la canoa, tal vez pensaban en intentar un viaje hacia el Norte, atravesando a pie los
ice–fields,
y ni uno de nosotros hubiera dudado seguirles. Por lo demás, aun no había llegado el momento de semejante tentativa, y sería tiempo de decidirse cuando la mar estuviera solidificada hasta el círculo antártico.

Tal era, pues, la situación, y no parecía que nada habría de modificarla, cuando el día 19 de Febrero se produjo un incidente, providencial, diría yo, para los que admiten la intervención de la Providencia en el curso de las cosas humanas.

Eran las ocho de la mañana. El tiempo estaba en calma, el cielo bastante claro, el termómetro a 32° Fahrenheit (cero c.)

Reunidos en la caverna —menos el contramaestre— esperando el almuerzo que Endicott acababa de preparar, íbamos a sentamos a la mesa, cuando una voz nos llamó desde fuera.

No podía ser otra que la de Hurliguerly; y como volviera a llamamos, salimos apresuradamente.

Así que nos vio, gritó:

—¡Venid, venid!

De pie sobra una roca, al pie de la cresta que terminaba
Halbrane–Land,
nos mostraba el mar.

—¿Qué hay? —preguntó el capitán Len Guy.

—Una canoa.

—¡Una canoa! —exclamé.

—¿Será la de la
Halbrane
que vuelva? —preguntó el capitán Len Guy.

—¡No…; no es ella! —respondió Jem West. Efectivamente, una embarcación, que por su forma y dimensiones no podía ser confundida con la de nuestra goleta, derivaba sin remos, como si se hubiera abandonado a la corriente.

Tuvimos la misma idea: apoderamos a cualquier precio de aquella canoa, que tal vez aseguraría nuestra salvación.

¿Pero cómo llegar a ella, cómo traerla a aquel extremo de
Halbrane–Land
?

La canoa estaba aun a una milla, y en menos de veinte minutos llegaría al través del peñasco, y pasaría de él, pues ningún remolino había al largo, y en otros veinte minutos estaría lejos.

Nosotros permanecíamos allí, contemplando la canoa, que continuaba en derivación sin aproximarse al litoral. Al contrario la corriente tendía a alejarse de él.

Repentinamente, al pie del peñasco se abrió el agua como si hubiera caído un cuerpo al mar.

Era Dirk Peters, que, desembarazado de sus vestidos, acababa de precipitarse desde lo alto de una roca, y al que vimos a diez brazadas ya, nadando en dirección a la canoa.

Un hurra se escapó de nuestros pechos.

El mestizo volvió un instante la cabeza y de un poderoso golpe saltó —esta es la palabra— al través de las olas, como lo hubiera hecho un marsuino, del que poseía la fuerza y la velocidad. Nunca había yo visto nada semejante; ¡y qué no debía esperarse del vigor de tal hombre!

¿Conseguiría Dirk Peters llegar a la embarcación antes que la corriente la hubiera arrastrado hacia el Nordeste? Si llegaba a ella, ¿conseguiría sin remos conducirla hacia la costa, de la que ella se apartaba, como la mayor parte de los
ice–bergs
?

Después de nuestros hurras, lanzados para animar al mestizo, permanecimos inmóviles. Nuestros corazones parecían próximos a romperse. Únicamente el contramaestre gritaba de vez en cuando:

—¡Anda, Dirk, anda!

En algunos minutos el mestizo ganó varias encabladuras en sentido oblicuo hacia la canoa. No se le veía más que la cabeza, como punto negro en la superficie de las olas. Sus dos piernas y sus dos brazos golpeaban metódicamente el agua, y mantenía su velocidad por la acción regular de estos cuatro poderosos propulsores.

Sí. No parecía dudoso que Dirk Peters llegase a la embarcación.

Pero, ¿no sería arrastrado con ella, a menos que —tan prodigiosa era su fuerza— no pudiese, nadando, remolcarla hasta la costa?

—Y después de todo, ¿por qué no ha de haber remos en esa canoa? —hizo observar el contramaestre.

Ya lo veríamos cuando Dirk Peters estuviera a bordo, cosa que era preciso que consiguiera en pocos minutos, pues la canoa no tardaría en pasarle.

—En todo caso —dijo Jem West—, vayamos abajo. Si la embarcación llega a tierra, será en la parte baja del peñón.

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