Read La Espada de Disformidad Online
Authors: Mike Lee Dan Abnett
El noble atravesó los bordes colgantes de una polvorienta telaraña cuyas invisibles hebras se le adhirieron a la cara y el borde de la capucha. Las manoteó con irritación y aminoró el paso un poco más. «Estoy fuera de mi elemento», pensó, enfadado. Las intrigas del templo eran lo bastante similares a la política de Hag Graef como para que se hiciera una idea de lo que sucedía, pero las reglas del juego eran completamente extrañas y más desconcertantes de lo que le resultaba habitual. Necesitaba más información antes de poder efectuar su propia jugada para hacerse con la espada.
Debido a lo concentrado que estaba, pasaron unos momentos antes de que reparara en un oscilante resplandor anaranjado que delineaba el lejano extremo del túnel. Malus volvió a acelerar el paso y recuperó la concentración antes de atravesar la arcada y encontrarse en una galería abovedada, iluminada por antorchas, que se extendía a derecha e izquierda hasta donde llegaba la vista. Columnas de mármol blanco manchadas por siglos de hollín se alzaban hasta más de nueve metros en el aire para dar apoyo a gruesos arcos de piedra tallados en forma de atemorizadoras brujas de Khaine.
«No te quedes boquiabierto», se recordó con ferocidad, y se obligó a bajar los ojos y estudiar la galería con indiferencia fingida. En el fondo de unos braseros de hierro colocados cada doce pasos, más o menos, a lo largo de la galería, relumbraban y restallaban ascuas rojas que delineaban las estrechas arcadas que daban a ambos lados de la galería. Muchas de esas arcadas permanecían en la oscuridad, pero en unas pocas vio alargadas sombras y oscilantes luces de vela que iluminaban las paredes de pequeñas celdas.
Los acólitos del templo se movían arrastrando silenciosamente los pies por las sombras, con las manos unidas en gesto de contemplación. Eran de piel pálida, jóvenes y en buena forma, y el noble reparó en que muchos de ellos se movían con gracilidad y rapidez excepcionales. De repente, Malus recordó a su antiguo guardia personal, Arleth Vann, también él un antiguo asesino del templo que había roto el juramento y se había abierto camino hasta el servicio del noble. La última vez que había visto a Arleth Vann, lo arrastraban oscuridad adentro con dos flechas de ballesta clavadas en la espalda.
«¡Qué desperdicio!», pensó amargamente. Al igual que el resto de sus guardias personales, el honor de Vann había quedado arruinado cuando Malus mató a su padre en la Fortaleza Vaelgor. Cuando el noble había regresado a Hag Graef a la cabeza del ejército naggorita, el antiguo asesino del templo había hecho lo único que podía hacer para escapar a la mancha del crimen cometido por Malus: se había escabullido al interior del campamento naggorita e intentado matar a su antiguo amo. De no haber sido por la oportuna llegada de un grupo de exploradores autarii, habría logrado su objetivo. Malus recordaba vívidamente el contacto del agudísimo filo de la espada de Vann en la garganta. Muy probablemente había muerto en el bosque del exterior de Hag Graef, tosiendo sangre y maldiciendo el nombre de Malus.
De una arcada en sombras situada frente a Malus, salió una figura ataviada con oscuros ropones. Por un momento, el noble se quedó mudo al pensar que estaba mirando a un fantasma. El druchii de piel alabastrina, cabello pálido y ojos color latón se parecía a Arleth Vann con espeluznante detalle, así como la pareja de espadas que pendían junto a sus caderas. Un joven novicio acompañaba al asesino. Señaló a Malus y a sus compañeros y luego retrocedió hacia las sombras con la cabeza inclinada.
El asesino del templo avanzó con las manos extendidas a la altura de la cintura y las palmas hacia arriba.
—Que la bendición de Khaine sea con vosotros, hermanos —dijo—. Éste es un día realmente glorioso. Cuando no regresasteis esta mañana, creímos que habíais caído bajo las espadas de los paganos.
Malus imitó el gesto del asesino.
—Lejos de ello —replicó, hablando en voz baja y contando con que la capucha le disimularía la voz—. Los estúpidos no llegaron a vernos. Simplemente tuvimos que ser pacientes para poder escabullimos mientras los jefes lloraban la suerte de Veyl. En el proceso, oímos muchas cosas sobre los planes de los paganos, y necesitamos haceros un informe.
El asesino asintió con la cabeza.
—Han ido a llamar al maestre Suril, al igual que a los ancianos. Seguidme.
Malus se relajó ligeramente cuando echó a andar tras el asesino del templo. Por lo que a él respectaba, la parte difícil del plan había concluido.
El guía llevó al noble y a sus compañeros en la dirección por la que había llegado, por los escalones de una estrecha escalera de caracol que ascendía a través de los pisos de otras varias galerías, hasta que salieron a una estrecha habitación iluminada con luz bruja. La transición desde el resplandor del fuego y las sombras a la luz verde pálido, dejó a Malus momentáneamente desorientado, sensación que se hizo más fuerte cuando el guía abrió una puerta alta y los condujo al exterior iluminado por el resplandor anaranjado del sol poniente.
Atravesaron un portal abierto en un costado de la gruesa muralla de la fortaleza que se abría, al nivel de la calle, en el extremo de una ancha avenida flanqueada a ambos lados por los edificios más regios que Malus hubiese visto jamás.
Ocultas tras las altas murallas de la fortaleza del templo, las casas confiscadas a los nobles de la ciudad por orden del Rey Brujo no habían sido transformadas en austeros recintos de adoración. En todo caso, las habían vuelto más grandiosas y opulentas que antes. Ante la fachada de la mayoría de estas viviendas se habían construido largos porches techados con columnas de mármol veteado talladas en forma de mantícoras, dragones e hidras. Se habían ampliado las ventanas y construido balcones con piedra blanda sujeta por duro hierro. Malus vio puertas con la parte frontal recubierta de oro y plata labradas en intrincados estilos que sólo podían ser obra de las manos de costosos esclavos enanos. El aire era fresco y olía a incienso. Sacerdotes y sacerdotisas paseaban ociosamente por la calle, ataviados con gruesos ropones rojos y kheitans de fina piel de elfo con incrustaciones de oro, rubíes y perlas. La descarada exhibición de riqueza y poder casi hizo que Malus se detuviera. Sabía, como todo druchii, que el templo de Khaine era universalmente temido. Pero no se había detenido a considerar que también era muy, muy rico. El apoyo de Malekith había beneficiado enormemente al culto.
El guía los condujo rápidamente a lo largo de la calle, con los ojos cuidadosamente bajos al pasar ante altos cargos del templo. Los llevó hasta la tercera casa de la izquierda y ascendieron por una ancha escalera de mármol hasta un par de puertas ornamentadas con oro que se abrieron silenciosamente al aproximarse él. Unos esclavos humanos sujetaron la puerta abierta y se doblaron por la cintura cuando entraron los druchii. Al otro lado había un espacioso vestíbulo lleno de costosas estatuas, algunas de las cuales mostraban el estilo refinado pero decadente de Ulthuan. Probablemente habían sido donadas al templo, hacía algún tiempo, por un noble que buscaba ganarse el favor de los ancianos, sospechó Malus.
Atravesaron el vestíbulo donde las botas susurraron sobre capas de alfombras, y ascendieron por otra escalera. Cruzaron una habitación flanqueada por estatuas y con las paredes adornadas por costosos tapices, y entraron en una estancia pequeña donde había una mesa baja y una docena de sillas de madera. Sobre la mesa había una bandeja con una fuente de frutas y una botella de vino. El guía les hizo otra reverencia a los recién llegados, salió de la habitación y cerró la puerta. De inmediato, los dos fanáticos se pusieron a comprobar las armas. Malus miró el vino con ansia, seguro de que sería una buena cosecha, y luchó contra la tentación de abrirla y comprobarlo.
Aún estaba contemplando la botella cuando la puerta volvió a abrirse y una pequeña multitud de druchii ataviados con ropones rojos entró apresuradamente en la sala. Los fanáticos pusieron inmediatamente una rodilla en tierra, con las palmas hacia arriba, y Malus los imitó un momento más tarde.
—El Arquihierofante Rhulan llegará dentro de un momento. Entretanto, oiremos vuestro informe —dijo una mujer de voz áspera. Al alzar la mirada, Malus vio a una alta sacerdotisa de hombros estrechos que avanzaba con decisión hacia él apoyándose en un delgado báculo con engastes de plata. Tenía el pelo blanco y llevaba un tocado de bruja élfica, pero vestía los pesados ropones y el kheitan ornamental de una dignataria del templo. Un druchii bajo y ancho, también ataviado con ropones rojos, avanzó tras ella. En cada uno de sus rechonchos dedos brillaba un anillo de oro, y un par de ojos oscuros destellaban como obsidianas bajo dos cejas prominentes. Lo acompañaban, como ayudantes, un par de novicios del templo que cargaban con un caballete de escriba, tinta, plumas y hojas de pergamino.
—No sería apropiado comenzar sin Rhulan —dijo el último que entró en la sala. Era de mediana estatura y delgado como una vara, con largas orejas puntiagudas que a Malus le recordaron a un zorro. Sus ropones rojos no eran tan pesados como los que llevaban los otros, y el kheitan que vestía estaba notablemente desprovisto de ornamentos. Para sorpresa de Malus, el druchii no llevaba ninguna arma visible, pero no le cupo ninguna duda de que tenía delante al maestre de asesinos del templo.
—En ausencia del Arquihierofante, yo soy la voz del templo —le espetó la mujer—, y yo oiré lo que tengan que decir. —Los dos druchii intercambiaron miradas de odio pero, pasado un tenso momento, el que había entrado en último lugar cedió con una reverencia—. Bien —continuó la mujer, que se volvió a mirar a los asesinos—. Vimos cómo los profanos oficiaban un ritual ante el cadáver de Veyl esta mañana —dijo—, así que sabemos que vuestra misión tuvo éxito. Lo que quiero oír es por qué no habéis regresado al templo hasta ahora.
Malus evaluó rápidamente la situación. Los dos ancianos del templo y los servidores estaban más cerca, pero eran menos peligrosos que el druchii que se encontraba junto a la puerta. Tendría que matar al maestre de asesinos a la primera, cosa que lo dejaría en posición de cortarles la retirada a los otros. Luego podrían esperar la llegada del Arquihierofante y enfrentarse con él a sus anchas.
De repente, se le ocurrió una idea. Consideró las circunstancias por segunda vez, y entonces sonrió en las profundidades de la capucha. Sí, allí había una oportunidad.
La anciana se inclinó para acercarse a Malus, casi lo bastante para que él sintiera su cálido aliento.
—¡Respóndeme, mastín! Se os dijo que regresarais de inmediato. ¿Por qué habéis tardado, cuando aún queda trabajo de Khaine por hacer?
Malus alzó la cabeza para mirar los furiosos ojos, y le dedicó una sonrisa de asesino.
—Por favor, acepta nuestras disculpas —dijo—. Habríamos venido antes, pero tardamos horas en limpiar la sangre de estos ropones.
En la cara de la anciana apareció una expresión de perplejidad. Abrió la boca para hablar, pero las palabras se perdieron en un torrente de sangre. La anciana dio un traspié, dejó caer el báculo y se llevó una mano al tajo abierto en un costado de la garganta mientras con la otra intentaba arañar a Malus. Pero el noble ya estaba de pie, con la espada goteando sangre, y cargaba hacia el druchii que se hallaba junto a la puerta.
Durante menos de un segundo, los ancianos del templo y sus sirvientes quedaron petrificados de asombro, exactamente como esperaba el noble. Los fanáticos saltaron a la acción una fracción de segundo después que Malus. Se oyó un sonido vibrante y uno de los novicios del anciano bajo y ancho lanzó un grito de sorpresa y se desplomó con una daga arrojadiza clavada en el pecho. Malus vio que el otro novicio sacaba un par de dagas del cinturón, pero supo que no lograría tenerlas preparadas a tiempo. En tres pasos más estaría sobre el maestre de asesinos.
Para sorpresa de Malus, el druchii de cara de zorro aún no había reaccionado ante el ataque. «¿Es éste el maestre de asesinos que tienen?», se preguntó.
Entonces se produjo el golpe en un lado del cuello de Malus, debajo de la oreja. Se le nubló la vista en un estallido de dolor blanco, y el noble cayó de cara sobre las alfombras. Ambas espadas escaparon de sus dedos. Se dio cuenta, demasiado tarde, de que había cometido un error fatal.
Malus rodó débilmente de lado en el momento en que el druchii bajo y ancho se apartaba del aturdido noble para hacer frente, con las manos desnudas, a la acometida de uno de los fanáticos de ropón negro. Las dagas del fanático se movían vertiginosamente, pero el maestre de asesinos las apartó a un lado de una palmada con despectiva facilidad y clavó los dedos extendidos en la garganta del atacante. Crujió el hueso y el fanático cayó al suelo, retorciéndose e intentando respirar.
El novicio superviviente saltó hacia Malus con la intención de rematarlo, pero fue interceptado en su camino por el último de los fanáticos. Mientras los dos druchii comenzaban una mareante danza de afilado acero, Malus intentó desalojar la entumecedora parálisis de su cuerpo mediante la pura fuerza de voluntad. Tanteó con dedos entumecidos en busca de las espadas, sabedor de que disponía de escasos momentos antes de que el druchii que estaba junto a la puerta se recobrara de la sorpresa y diera la alarma.
Las puntas de los dedos rozaron el pomo de una de las armas, y el contacto físico pareció concentrar las energías de Malus. Manoteó y atrajo rápidamente la espada hacia la palma, para luego rodar y ponerse de rodillas. Se oyó un gruñido y un crujido de hueso, y el fanático restante salió dando traspiés por las alfombras, con el brazo derecho doblado en un ángulo antinatural. Malus se puso de pie y vio que el druchii de cara de zorro tenía una mano sobre el picaporte. El novicio se sentó con lentitud sobre el suelo mirando cómo le manaba sangre por una herida que tenía por encima del corazón mientras el maestre de asesinos se volvía para enfrentarse otra vez con Malus, con los anillos brillando con fríos destellos.
Los finos labios de Malus se comprimieron en una severa línea cuando invirtió el modo en que sujetaba la espada y se la arrojó al anciano de cara de zorro justo cuando un par de golpes tremendos se estrellaban contra su pecho. Lo siguiente de lo que se dio cuenta fue que rebotaba contra la pared opuesta, con las costillas ardiendo de dolor. Unas costosas estatuas se estrellaron contra el suelo y se les partieron los delicados brazos y las alas abiertas de dragón.