Read La espada de San Jorge Online
Authors: David Camus
—Oh, yo... Me esfuerzo en ayudar a los niños a convertirse en hombres libres. No siempre es fácil. Sabéis, esto supone poseer cierto afán por la verdad. De ahí mi enojo cuando oigo que soltáis estas necedades que todas las órdenes, ya sean templarios u hospitalarios, gustan de divulgar sobre sí mismas. Pero supongo que es por cuestiones de dinero, ya que resulta mucho más fácil dar a Dios que a los hombres; pues en el primer caso es una inversión, y en el segundo, en cambio, una pura pérdida...
—¿De qué rae estáis hablando?
—De las donaciones que las órdenes reciben y que son necesarias para su supervivencia. ¿Sabéis cuánto cuesta equipar a un caballero, vos que tanto soñáis con ser armado?
—No.
—Contad los ingresos anuales de todo un burgo. Si pensáis que un herrero necesita unas cien horas de trabajo para fabricar una cota de mallas, y más del doble para una espada, os haréis una idea. Sabed que hay pueblos tan pobres que ni siquiera tienen la posibilidad de ofrecerse una daga...
Morgennes se preguntaba por qué Guillermo le decía todo aquello. A decir verdad, se sentía vagamente culpable, pero no sabía de qué.
—Por eso, cuando os veo contar esas pamplinas... —continuó Guillermo.
—¿Pamplinas?
—Sobre los orígenes de la Orden del Hospital. No, no nació en tiempos de Nuestro Señor Jesucristo. Esta orden tuvo, al contrario, y es algo que la honra, unos inicios sumamente modestos. Primero un convento, luego dos... Una enfermería para atender a los peregrinos (sin importar su religión), y luego, por fin, y solo desde hace poco, la posibilidad de conseguir soldados, mercenarios a los que se paga un sueldo... Las órdenes del Hospital y del Temple tuvieron inicios similares a los de Nuestro Señor. Nacieron en la paja, y poco a poco crecieron... Por desgracia, de aliados, se convirtieron en competidores.
—¿Competidores? Pero ¿no sirven a la misma causa?
—¡Les gustaría tanto ser los únicos en servirla! Una disputa les enfrenta. Se trata de saber cuál de las dos tiene más mérito. Es absurdo. Un día pagaremos por ello. ¡Ya veréis! De modo que, por favor, mi querido hermano Morgennes, no os mezcléis en todo eso, Chrétien y vos. Manteneos apartados de este odio, de estas mentiras. Otros contarán tan bien como vosotros cómo la Virgen y los apóstoles fueron acogidos por el Hospital durante la Pasión de Cristo, y qué sé yo qué sandeces más. ¿Queréis acercaros a la cruz? ¿Poneros a su servicio?
Morgennes no respondió. Por primera vez desde hacía mucho tiempo tenía miedo.
—Partid al norte —prosiguió Guillermo—. Que se olviden de vos. Aquí nunca seréis aceptado. Es demasiado pronto. A ojos de todos solo sois, y seréis siempre, el Caballero de la Gallina.
—Pero el rey...
—El rey tiene otros asuntos de que preocuparse antes que de vuestra educación. Debe impedir que Siria ataque su reino, evitar que se le meta en la cabeza conquistar Egipto, y además, y sobre todo, guardarse de sus nobles... Lo que es, sin duda, lo más complicado. Os lo digo seriamente: haceos un nombre en el extranjero, y luego volved si os lo pide el corazón.
Había algo en la voz de Guillermo que impulsó a Morgennes a escucharle. Por esa razón mi amigo y yo abandonamos Jerusalén al apuntar el día para dirigirnos a Constantinopla, y dejamos que el buen Guillermo se las arreglara como pudiera para reemplazarnos.
Por desgracia, no tuvo nuestro éxito. Porque en lugar de ofrecer a los creyentes el misterio que nosotros debíamos representar, presentó un texto de su propia cosecha que empezaba así: «De cómo los hospitalarios iniciaron su modesto camino...».
Fueron muchos los que se marcharon antes del final de la representación. Y un viejo tosedor llamado Algabaler incluso gruñó: «¡Tal vez sea verdad, pero es un aburrimiento!».
Es esclavo de su haber quien lo amasa y lo acrecienta cada día.
CHRÉTIEN DE TROYES,
Cligès
En Tierra Santa sucede con los milagros algo parecido a lo que ocurre con las chinches en la cabeza de un niño o con los hongos en las bodegas de nuestros monasterios: proliferan. Allí se reúnen todas las condiciones para que eclosionen, y no hay nada de extraño en ello. Igual que Flandes tiene sus coles, Provenza sus melones, Italia sus uvas y Grecia sus olivos, Tierra Santa tiene sus milagros.
El único inconveniente es que no se exportan —excepto bajo la forma de reliquias o de ideas— y que para asistir a ellos hay que ir al lugar de origen. Y así, Morgennes y yo atravesamos Canaán, «donde Jesús transformó el agua en vino y sanó a distancia al hijo de cierto oficial real», para dirigirnos luego hacia «la colina donde el hijo de Nuestro Señor multiplicó los panes», y poco después a Nazaret. Allí hicimos un alto para ir a ver al célebre comerciante de reliquias Masada.
Este, sin embargo, estaba ausente; de modo que fue Olivier, su joven esclavo, quien nos recibió en su lugar.
—Hoy es sábado —nos dijo—. El doctor no trabaja. Pero si queréis comprar alguna de nuestras maravillas, puedo informaros, porque yo soy cristiano.
—¿Os queda —le pregunté— un poco de Santa Sangre? Hemos venido de muy lejos para conseguirla.
—Ah —dijo Olivier—, sus señorías tienen suerte. Justamente nos queda un frasco. Es una reliquia de las más raras...
Después de invitarnos a instalarnos sobre unos cojines dispuestos en torno a una mesita redonda, donde nos sirvieron té, el esclavo desapareció un instante detrás de una fina cortina de algodón y luego volvió con un cofrecillo, que abrió para presentarnos su contenido.
—¡Ahí tenéis, señorías: el frasco de la Santa Sangre de Nuestro Salvador! ¡Solo existe uno en todo Oriente, y está a su disposición! Desde luego se ofrece con un certificado de autenticidad, firmado personalmente por el propio obispo de Acre...
—¿Cuánto? —pregunté.
—Habitualmente no la vendemos por menos de seiscientos besantes; pero para los señores, como veo por vuestra tonsura que sois, en cierto modo, de la familia, estoy dispuesto a bajar a la santa cifra de cuatrocientos cuatro besantes, que es, como saben, el número de versículos del Apocalipsis...
—¿«Habitualmente»? —dijo Morgennes, sorprendido.
El joven hizo como si no le hubiera oído, y Morgennes no insistió. De todos modos no teníamos un céntimo. Solo habíamos ido para curiosear, para admirar lo que esta extraña tienda, famosa en el mundo entero, ofrecía.
—En realidad no hemos venido para comprar, sino para vender —confesé.
—Gracias, pero ya tenemos todo lo que necesitamos —dijo Olivier cerrando el cofrecillo.
—Tal vez. Sin embargo, si por algún milagro un objeto particularmente interesante cayera en nuestras manos...
—Habría que consultarlo con el doctor Masada. No estoy autorizado a responderos...
—¿Y esta armadura? —preguntó Morgennes—. ¿Nos la cambiaríais por una de vuestras mercancías?
Mostró al joven la armadura rojiza del Caballero Bermejo, para la que no encontraba uso.
—Esto no es una herrería ni una armería. Deberíais ir a informaros en las guarniciones de la Fève o del Krak. Tal vez os la comprarán.
Pusimos fin a la entrevista dándole las gracias por el té y prometiendo que volveríamos en otra ocasión con más fondos.
—¿Qué tenías intención de venderle? —me preguntó Morgennes cuando nos hubimos alejado unos pasos en dirección a la cuadra donde esperaba Iblis, nuestro semental, que en otro tiempo había pertenecido al Caballero Bermejo.
—Esto —dije sacando del bolsillo el frasco rojo sangre que el conde de Flandes había ofrecido entregarnos en pago por nuestro servicios.
—¿Se lo cogiste?
—Fue Nicéforo quien me lo dio. Me dijo que el conde quería entregárnoslo de todos modos y que... Resumiendo: es una compensación. En realidad no quería vendérselo, solo tener una idea del precio.
—Ahora ya lo sabes.
—¡Exacto!
Y mientras lo decía, abrí el frasco y vertí su contenido en el suelo del establo, cerca de un pobre asno maltratado por los años.
—Mira este asno —dijo Morgennes—. Parece tan viejo que no me sorprendería enterarme de que se encontrara en el establo donde nació Cristo. ¡Es increíble que logre tenerse en pie!
—¡En todo caso es un asno con buen gusto!
Efectivamente, el asno se había acercado al charquito que formaba el líquido del frasco y lo lamía con ávidos lengüetazos.
—¡Condenado bicho...! —dijo Morgennes mientras le acariciaba la cabeza entre las orejas—. ¡Me gustaría saber qué tendrías que explicar si Gargano estuviera aquí para traducir tus palabras!
El asno le dirigió una mirada vacía, que en un animal de su edad podía pasar por una muestra de reconocimiento, y luego siguió lamiendo; ingirió todo el líquido que contenía el frasco.
—Espero que no le siente mal —dijo Morgennes.
—¡Eso no le matará, no te preocupes!
Seguimos el camino indicado por Olivier, primero hacia el este, en dirección al monte Tabor, «donde se produjo la Transfiguración de Cristo», y luego de nuevo hacia el norte, «donde san Juan Bautista anunció Su venida».
—Y aquí —preguntó Morgennes—, ¿qué milagro se produjo?
—¿Por qué me haces esta pregunta?
—Porque tengo la impresión de que cada pulgada de Tierra Santa tiene su milagro particular. ¡Es práctico, no hay riesgo de perderse!
—¡Los milagros nos permiten encontrar a los santos, no el camino!
—¿Y cómo es que hay tantos?
Desarrollé una teoría según la cual esa tierra, al igual que los ríos en las crecidas, que se desbordan por exceso de agua, estaba tan inundada de lo divino que Dios surgía por todos sus poros, bajo la forma de milagros.
—De los más pequeños a los más grandes —precisé—. En Tierra Santa, los milagros no se oponen al orden natural. Son lo natural, y no hay más que hablar.
Este «no hay más que hablar» resonó mucho tiempo en la cabeza de Morgennes, que conducía su montura hacia el nordeste, donde el tembloroso horizonte se mudaba en una cadena de montañas. La tierra se abría, henchida del fuego solar, que hacía surgir de la llanura imágenes de capas de agua y estremecimientos de la luz. Pero todo se disipaba cuando nos acercábamos, de manera que el objetivo hacia el que nos dirigíamos se alejaba cada vez más.
—Me gustaría —dijo Morgennes— que se me concediera un milagro, aunque fuese pequeño. Solo para mí. Ya sabes, uno de esos jocus jogandi, como los que produjo Bernardo de Claraval. No es mucho pedir, ¿no crees?
—¿Y qué tipo de milagro sería ese?
—¡Tener, aunque solo fuera una vez, una sola, la ocasión de probar mi valor!
—Vigila que Dios no te escuche, hermano. Podría ser que te otorgara ese deseo, y mucho antes de lo que piensas...
Según nos cuenta la historia, era un caballero bueno y fuerte,
pero se había comportado como un insensato.
CHRÉTIEN DE TROYES,
Erec y Enid
Cuando se produce un milagro, es raro que avise.
Por eso Morgennes y yo avanzábamos con toda calma hacia el norte, en dirección al Krak de los Caballeros. Hablábamos de esto y de lo otro, cuando de repente Morgennes me ordenó:
—¡Desmonta!
Como solo teníamos un caballo, y él me dejaba montarlo, pensé que quería descansar un poco.
—Desde luego —le dije—. Debes de estar agotado...
—No se trata de eso. ¡Vamos, desmonta! ¡Rápido!
Su tono era cortante, casi agresivo.
—Pero, en fin, querrás explicarme...
—¡Están atacando el Krak de los Caballeros!
Mi sorpresa fue tan grande que estuve a punto de caerme de la silla.
—¡Por la sangre de Cristo! ¿Cómo lo sabes?
—Está en el aire... Lo siento.
—¿Lo sientes?
—Sí. No puedo explicártelo... Pero en el aire hay algo que me recuerda a ese trágico día de mi infancia, cuando los caballeros surgieron para atacarnos. Hoy el objetivo es el Krak.
—¿Unos caballeros atacan el Krak?
Morgennes me miró, con los ojos muy abiertos, y me dijo:
—Más bien pensaba en los sarracenos de Nur al-Din.
—Y bien, ¿qué piensas hacer?
—Prevenir a los hospitalarios.
No me atreví a dar a Morgennes las riendas de Iblis, y le advertí:
—¡Es una locura! Por otra parte, seguramente ya deben de estar al corriente...
—¿Y si no es así?
—¡Los sarracenos nunca permitirán que atravieses sus líneas!
—De todos modos tengo que intentarlo.
—Te lo ruego, no lo hagas. Es más prudente volver atrás e ir a hablar con los templarios de Nazaret...
Morgennes me cogió con suavidad las riendas de Iblis y me devolvió la jaula de Cocotte con una extraña sonrisa:
—Chrétien, hermano, ¿qué te ocurre? ¿Has perdido la fe?
—Claro que no, pero...
—¿No había pedido a Dios un pequeño milagro?
—El jocus jogandi de Bernardo de Claraval consistía en expulsar del monasterio a las moscas que lo habían invadido. ¡Me parece que hay una gran diferencia entre un ejército de sarracenos y unos insectos!
—¿Tú crees?
Morgennes soltó del lomo de Iblis la armadura y la espada de Sagremor el Insumiso, y me las tendió diciendo:
—¡Si las cosas se ponen mal, protégete con esto!
—¿Y tú?
—¿Acaso no tengo ya la armadura y la espada de que hablaba san Bernardo?
—¿Las de la fe?
—¡Ten confianza! —me dijo.
Espoleó a Iblis y desapareció entre una nube de polvo, en dirección a la montaña envuelta en pesadas nubes grises en cuya cima se levantaba el Krak de los Caballeros.
«Morgennes —me dije—, espero que no te hayas equivocado. Porque no es pequeño el milagro que solicitas de Dios...»
Morgennes era feliz.
Sin saber por qué, volvía a pensar en su padre. Tenía la impresión de que estaba allí, con él. Muchos años atrás, su padre había estado en esta región. ¿Por qué razones? Morgennes no lo sabía. Pero le saludó en silencio, como si efectivamente galopara a su lado.
Sin reducir la marcha, Morgennes se sacó la sobrevesta de lana, y se quedó solo con una túnica de lino blanco con una gran cruz de oro: su atuendo para la escena, las ropas de san Jorge.
—¡Montjoie! —gritó haciendo girar sobre su cabeza la chaqueta que acababa de sacarse—. ¡Por Nuestra Señora y por san Jorge! ¡Al ataque!