Read La espada de San Jorge Online
Authors: David Camus
—¡Traidor! ¡Cobarde! —aulló Sagremor el Insumiso, indignado por la forma de combatir de su adversario.
Entonces Morgennes lo propulsó a lo lejos entre la multitud, que se apartó ante aquel insólito proyectil. Sagremor rodó como un tonel de hierro varios pies, en medio de un estruendo metálico, y luego se detuvo. Morgennes se acercó, dejó que se levantara y luego lo molió a puñetazos; descargó sobre él más golpes que los que da un herrero a la hoja que está forjando.
—¡Tu armadura! ¡Tu espada! —dijo Morgennes.
—¡Son mías! —gritó Sagremor, lleno de contusiones.
Morgennes le sujetó por el cuello y se acercó a su cara:
—Tu rey me las ha dado —dijo—. ¡No quiero matarte, pero si tengo que dejarte inconsciente para sacarte tu caparazón, lo haré!
De vez en cuando le lanzaba un puñetazo al mentón, para que sus dientes entrechocaran.
—¡Piedad, dejadme! —suplicó Sagremor de rodillas.
Morgennes dejó de golpearle y le tendió la mano para ayudarle a levantarse. Sagremor, con la boca ensangrentada, escupió algunos dientes, se frotó el mentón e imploró a Morgennes:
—¡Dime cholo chi mi caballo aún echtá vivo!
Sin pensar ni por un instante que Sagremor pudiera atacarle a traición, Morgennes le dio la espalda y buscó al caballo con la mirada. Finalmente lo encontró, aparentemente recuperado ya que estaba plantado sobre sus cuatro patas; ya se volvía hacia Sagremor para comunicarle la feliz noticia, cuando le vio —literalmente— perder la cabeza, que se desprendió de sus hombros y rodó por el polvo.
¿Qué había ocurrido?
—Iba a golpearos por la espalda —dijo a Morgennes el individuo que, al iniciarse el combate, había salvado la vida del muchacho contra el que Sagremor había lanzado su montura.
—Gracias —dijo Morgennes—. Os debo la vida...
El hombre limpió tranquilamente su espada, brillante de sangre, en la capa del difunto, y la devolvió a su vaina.
—Bah, no es nada... Entre aprendices de caballero tenemos que ayudarnos, ¿no?
Luego, señalando la armadura de Sagremor, añadió:
—Naturalmente está un poco abollada. Pero un buen herrero os la reparará sin problemas.
—¿Con quién tengo el honor de hablar? —preguntó Morgennes.
—Alexis de Beaujeu, para serviros —dijo el joven inclinándose.
—¿De modo que también vos queréis ser caballero?
—Era su escudero —dijo señalando al muerto—. Y temo que tendré que esperar mucho tiempo antes de que otro caballero acepte tomarme a su servicio...
Los dos hombres intercambiaron una mirada, y Morgennes midió en toda su amplitud la deuda que acababa de contraer con Alexis. Luego, mientras se apoderaba de la armadura y de la espada de la víctima, una voz clamó en la plaza:
—¡Ha ocurrido un desastre!
Si los caminos de la aventura te conducen allí,
permanece en el anonimato mientras no te hayas
medido con la élite de los caballeros de la corte.
CHRÉTIEN DE TROYES,
Cligès
Llevaron un cuerpo inanimado al patio de la ciudadela. Era el del conde de Flandes.
—Tenía un pergamino apretado en la mano —informé a Morgennes.
—¿Qué decía?
—He olvidado.
—¿Cómo? ¿Ya? Pero ¿no lo llevas contigo? ¡Muéstramelo!
—No me has entendido. Eso era lo que había escrito: «He olvidado».
—Pero ¿a qué se refiere?
—¿A qué? Querrás decir a quién...
Tendí a Morgennes el pergamino que había encontrado en la mano del conde.
—«He olvidado». ¿Qué significa esto? —se preguntó Morgennes, para quien la noción de olvido era tan incomprensible como la de la luz para un ciego.
¿Qué había podido olvidar el conde que fuera tan importante para que decidiera poner fin a sus días?
—Rió —le dije a Morgennes—. A causa de nosotros. De mí. Olvidó a Sibila. Solo duró un instante, al final de la representación. Pero para él fue demasiado...
—¿Estás seguro de que ha muerto? —preguntó Morgennes, desolado por la noticia.
—Se apuñaló en el corazón.
—¿No hay ningún medio de salvarlo?
Incliné la cabeza, indicando que no, por desgracia.
Alexis de Beaujeu, que seguía junto a nosotros, propuso:
—¿Por qué no lo lleváis a la
domus infirmorum
de los hospitalarios? Sus
practici
tienen una excelente reputación. Muchos son originarios del país, ¿sabéis?
—¿Como el que trató a Balduino III? —pregunté.
—Aquí no hay donde elegir, si se quiere tener una posibilidad de sobrevivir. Por otra parte, el médico del rey es musulmán...
—¡Y me encuentro p-p-perfectamente! —gritó Amaury, irrumpiendo entre nosotros.
Había oído el final de la conversación y parecía muy interesado en informarnos.
—¡De hecho, estoy t-t-tan bien que me voy a hacer un poco de ejercicio! ¡A Egipto!
Luego bajó los ojos para mirar a Thierry de Alsacia, a quien Chrétien llevaba en brazos.
—Apreciaba a este conde, sí —prosiguió Amaury—. Era un excelente amigo. Sé hasta qué p-p-punto lo apreciaba mi hermano. El entierro correrá de nuestra cuenta... Y p-p-para compensar esta mengua en nuestras finanzas, iré de inmediato a reclamar a los egipcios lo que nos d-d-deben.
Cada año, según un acuerdo firmado en 1160 entre el sultán alAdid y el rey de Jerusalén, el sultanato egipcio debería haber pagado ciento sesenta mil dinares a los francos. Pero esos dinares nunca habían llegado, y Balduino había expirado poco después de haber advertido al visir encargado de entregárselos —un tal Chawar— que si no se los hacía llegar, iría a reclamárselos personalmente.
Con Balduino muerto, probablemente envenenado —nunca se sabría la verdad, ya que su médico había sido inmediatamente descuartizado—, ahora le correspondía a Amaury recordar sus deberes a los egipcios. Entre los cristianos, hacía ya algún tiempo que pensadores y filósofos se habían ocupado de la cuestión, y para ellos estaba claro: Dios había exhortado al Nuevo Israel (o dicho de otro modo, a la cristiandad) a que tomara de los egipcios lo que le correspondía por derecho, es decir, sus tesoros. Tal como había escrito Daniel de Morley: «Con la ayuda del Señor y por orden suya, debemos despojar a los filósofos paganos de su sabiduría y de su elocuencia, para enriquecer con sus despojos la Verdadera Fe».
Por «sabiduría» y «elocuencia» había que entender, naturalmente, «territorios» y «riquezas».
Además, la incorporación de Egipto a la cristiandad presentaba la doble ventaja de reforzar Jerusalén y debilitar Damasco, que no podría contar ya con este aliado potencial (dado que también era musulmán, aunque de una obediencia diferente).
En cualquier caso, Amaury estaba encantado, de partir a la guerra. El espectáculo al que acababa de asistir había avivado su apetito, que ya era de por sí considerable.
Morgennes, que parecía tener un camino perfectamente trazado en Palestina y que suponía que, al convertirse en caballero, cumpliría el último deseo de su padre, preguntó al rey:
—Majestad, ahora que tengo una armadura y una espada, ¿puedo unirme a vuestra expedición?
—Reconozco que eres sorprendente —respondió Amaury—, pues has c-c-conseguido librarnos de ese canalla de Sagremor. Mi respuesta es sí, p-p-pero viajarás con los peones. No con los caballeros. .. Porque lo que acabas de lograr te habrá acarreado la enemistad de algunos de mis valientes, que tenían en alta estima al Caballero Bermejo, aunque no sé p-p-por qué.
Amaury se volvió entonces hacia los suyos y decretó:
—Por otra parte, también Sagremor será enterrado.
Luego apuntó con el dedo a su senescal y añadió:
—¡Pero lo costearás tú, Milon de Plancy, ya que fuiste quien dio a Morgennes la mala idea que todos sabemos!
El senescal masculló unas palabras inaudibles, pero que se adivinaban cargadas de odio hacia Morgennes, y tal vez incluso hacia Amaury.
—¡He dicho! —tronó el rey.
Aprovechando la benevolencia que el monarca mostraba hacia él, Morgennes probó suerte de nuevo.
—¡Os lo ruego, tomadme como escudero! Me pegaré a vos como la sombra a su amo, yo...
—¿Como la sombra a su amo? ¡Eso s-s-sí que es hablar bien! Escúchame, Caballero de la Gallina, un rey nunca se vuelve atrás en sus p-p-promesas. Te acepto entre mis infantes. ¡Pero luego no te quejes si mueres aplastado por una de nuestras cargas! ¡Si quieres ser armado caballero, ve a matar a un auténtico d-d-dragón!
Morgennes, que por encima de todo quería estar cerca de los caballeros para tener una oportunidad, por ínfima que fuera, de encontrar a los que en otro tiempo habían aniquilado a su familia, dudó un momento. ¿Qué debía hacer? Justo entonces percibió un movimiento a su izquierda. Volvió la cabeza, y vio una procesión de caballeros revestidos, unos, con una túnica blanca marcada con una cruz roja, y otros, con una túnica negra marcada con una cruz blanca, que se dirigían hacia la puerta de la ciudadela llevando un gran relicario en forma de cruz, forrado de oro y piedras preciosas.
¡La Santa Cruz!
Morgennes se incorporó y se preguntó en voz alta:
—¿Quiénes son esas gentes? ¿Por qué llevan la Vera Cruz?
—Porque están encargados de guardarla —le respondió Amaury—. Estos hombres son «apóstoles»; se les llama así p-p-porque son los guardianes de la Santa Cruz, sobre la que Nuestro Señor Jesucristo fue crucificado. Y ahora vuelven a la iglesia que la acoge.
—¿Al Santo Sepulcro?
—Exacto.
Morgennes se apartó, para dejar pasar al rey y a su cortejo, que se dirigieron hacia los corceles que habían preparado para ellos en la puerta de la ciudadela.
—¿En qué piensas? —le pregunté, sabiendo muy bien qué pensamientos ocupaban su mente.
—Por un instante —me dijo—, yo también lo he olvidado todo. He dejado de pensar en el conde de Flandes, e incluso en la caballería... Aquí se producen acontecimientos poco corrientes.
—Estamos en Tierra Santa —le recordé.
—¿Quieres quedarte conmigo? ¿No ir a Constantinopla, y permanecer aquí junto a... ?
—Junto a la Vera Cruz —suspiré yo.
—Sí.
—Bien, de acuerdo. Esto me permitirá leer los libros del palacio...
Después de haber abrazado calurosamente a nuestros compañeros del Dragón Blanco y de haberles prometido que nos uniríamos a ellos, en Constantinopla, en cuanto fuera posible, partimos en dirección a la Vera Cruz, siguiendo por las calles y callejuelas de Jerusalén a la extraña procesión que se encaminaba hacia el Santo Sepulcro.
Mientras corría tras la comitiva, pensé de nuevo en Filomena, a la que nunca había confesado mis sentimientos. Solo había respondido a mi adiós con una breve inclinación de cabeza, como de costumbre. Sin duda eso quería decir que no me amaba. Esa mujer parecía tener tanto corazón como las marionetas que creaba. O en todo caso, eso era lo menos doloroso de creer en ese momento.
Los guardianes de la Vera Cruz entraron en el interior del Santo Sepulcro y el último de ellos dejó la puerta abierta, como para permitirnos que les siguiéramos. Y eso hicimos.
No volveríamos a salir de él hasta pasados varios meses, durante los cuales el tiempo transcurrió rápidamente. Los doce guardianes de la Vera Cruz, que también habían asistido al espectáculo celebrado con motivo de la coronación de Amaury, enseguida nos encargaron que pusiéramos nuestro talento a su servicio y al del Santo Sepulcro: «Para edificación de los penitentes».
La capilla de la comendaduría de la Orden del Hospital de San Juan se utilizaba, cuando era preciso, de sala de espectáculos, y en este pío recinto pusimos en escena los legendarios inicios de la Orden.
—Es curioso cómo el teatro, los misterios, la escritura, hacen pasar el tiempo rápidamente —le dije un día a Morgennes.
—Es cierto —me respondió—. Pero no será así como me convertiré en caballero y encontraré el rastro de los que tanto mal me hicieron. Aquí, vaya donde vaya, no dejan de llamarme el Caballero de la Gallina.
—Pasará.
—Tal vez, pero ¿cuándo? Además, también necesito un maestro. Alguien que sea, en materia de armas, lo que tú has sido para mí en materia de religión...
De vez en cuando, Morgennes pensaba en Alexis de Beaujeu, el escudero que le había salvado la vida durante su combate contra Sagremor el Insumiso. ¿Qué se había hecho de él? ¿Habría encontrado a un caballero que le tomara a su servicio? ¿O le habrían armado caballero, tal vez? El caso era que Alexis había partido a Egipto con un potente contingente de la Orden del Hospital, y desde entonces no había vuelto a verle.
En cuanto a la cruz, a la que Morgennes había confiado poder acercarse, permanecía bajo estrecha vigilancia —sus guardianes se relevaban para estar permanentemente junto a ella—. Ni yo ni Morgennes teníamos derecho a tocarla, y en realidad apenas habíamos podido verla, para gran desesperación de mi joven amigo, que había esperado encontrar en ella la respuesta a esta pregunta:
—¿Qué quería decir mi padre cuando me dijo que fuera hacia la cruz?
Pero tampoco yo, al igual que la Vera Cruz, tenía ninguna explicación que ofrecerle.
Un sábado por la noche, poco después de la misa, en la gran galería que conducía de la comendaduría a la
domus infirmorum
del Hospital resonaron unos pasos. Parecían de un hombre en la madurez de la vida, e iban acompañados por el sonido rítmico de un palo que golpeaba el suelo a intervalos regulares.
Al mirar en esa dirección, Morgennes vio cómo iba hacia él el hombre a quien todo Jerusalén consideraba y respetaba como el más erudito y el más sabio del país, el hombre que me había permitido acceder a la biblioteca del palacio de Jerusalén: Guillermo, el canónigo de Acre.
—El rey —dijo a Morgennes— ha comprendido perfectamente por qué al final no le habéis seguido... Cree que habéis hecho bien.
—Tenía cosas que hacer aquí —dijo Morgennes.
—¿Y vuestros amigos?
—Eran libres de marcharse.
—¿Libres? ¿Realmente?
—¿Por qué? ¿No creéis en la libertad?
—Sí, creo en la libertad —dijo Guillermo—. ¿Por qué no iba a hacerlo? Dios nos ha creado libres. Es el hombre el que se encierra y no quiere saber nada de ella.
—¿Por qué, en vuestra opinión?
—Algunas prisiones son confortables...
—¿Y vos?