Read La espada de San Jorge Online
Authors: David Camus
—¡Madera de gofer!
Una madera extremadamente rara, que solo salía citada en la Biblia. Se trataba de la madera con la que Noé había construido el arca. Y Morgennes ya la había visto antes. ¿Dónde? En el museo de Manuel Comneno, en Bizancio. Recordaba aquella gran sala y las mazas de los nefilim.
Volviéndose hacia sus compañeros, les dijo:
—Gargano y la Compañía del Dragón Blanco han pasado por aquí. Tal vez a bordo del Arca de Noé...
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Dodin.
—Tengo mis fuentes —dijo Morgennes.
Dodin le dirigió una mirada suspicaz, y la tensión aumentó.
—Tal vez tenga una idea —dijo Azim.
Todos callaron para escucharle.
—¿Sabéis qué hay al otro lado de esta ciudad?
—No.
—Sí —dijo Morgennes—. Un gran vacío. Un blanco inmenso, y tal vez el Paraíso. Según Herodoto y Tolomeo, está el Nilo, varios saltos de agua importantes, pantanos, y luego... Las escasas expediciones que se aventuraron a adentrarse en este territorio nunca volvieron. Pero, según Martín de Tiro, el explorador que llegó más lejos remontando el Nilo, allí se encuentran unas gigantescas montañas. Y en particular la de la Luna, cuyas dimensiones no tienen nada que envidiar a las de los montes Caspios.
—¿Los montes Caspios? —preguntó Dodin—. Ahí embarrancó el Arca de Noé. Y ahí también, dice la leyenda, el Cielo y la Tierra se tocan. Se afirma incluso que las inmediaciones del Ararat están defendidas por miríadas de dragones y que en su cima se encuentra una de las entradas que conducen al Paraíso.
Morgennes descartó esas sandeces con un gesto de la mano y declaró:
—¡Pamplinas! Yo lo sé, he estado allí. Y no había nada de eso.
—¿De verdad? —inquirió Azim—. ¿No hay dragones? Es decepcionante...
—No hay dragones —aseguró Morgennes—. Excepto en pintura.
—¿Y tampoco hay Paraíso? —preguntó Guyana esbozando una sonrisa.
—Sí lo hay, yo lo he encontrado. Pero ha sido en tus brazos —respondió Morgennes abrazándola.
—Qué gentil —replicó ella.
—Vosotros dos deberíais pensar en casaros —dijo Azim.
Morgennes y Guyana no respondieron, pero las sonrisas que intercambiaron eran más expresivas que un consentimiento. Azim ya se veía celebrando su unión, una unión ciertamente curiosa, que tendría por testigos a media docena de monos, un acólito, una mujer y un templario. Pero cuando Morgennes y Guyana buscaron a Dodin, no lo encontraron por ninguna parte. ¡Había desaparecido! Algunas huellas en el polvo hacían pensar que había seguido los pasos de Gargano y la Compañía del Dragón Blanco y se había internado en la jungla.
—¿Qué ha ido a hacer? —preguntó Guyana.
—Paciencia, amiga mía —dijo Morgennes—. Lo sabremos muy pronto, porque a partir de mañana, al alba, iremos tras él. Si quiere partir primero, que lo haga. Comprendo que tenga necesidad de estar solo, porque aún debe dar cumplimiento a su duelo.
—Como tú a tus deberes hacia tu rey...
Guyana le acarició el rostro, cerca de la pequeña marca blanca que tenía en el mentón. De pronto Morgennes sintió que aquel roce le quemaba, pero apenas se estremeció.
—He saldado mi deuda con Amaury —dijo pensando en la muerte de Shirkuh—. Ya no le debo nada.
—De todos modos —dijo Azim a Guyana—, él os cree muerta.
—¿Muerta?
—Todo el mundo, de Damasco a El Cairo, pasando por Jerusalén, os cree muerta. Solo nosotros sabemos que todavía estáis con vida.
—Sea, pues. Poco me importa estar muerta, si es para ser la mujer de Morgennes.
Y así, en la dulce quietud de una ciudad desierta, en el crepúsculo, Morgennes y Guyana dieron su consentimiento bajo un paño de seda negra que cada uno sostenía con una mano, mientras apretaba con la otra la del ser amado.
—Que nada os separe nunca, sino que, al contrario, todo os acerque, tanto las alegrías como las pruebas.
—Nada nos separará nunca —dijo Guyana—. Ni las alegrías ni las pruebas.
—Ni la muerte —añadió Morgennes.
Inclinándose hacia Guyana, le dio un beso y luego le soltó la mano para acariciarle el rostro. ¡Qué suave era su piel! Sentía ganas de llorar. La joven había bajado los párpados, y Morgennes la miraba, tratando de apoderarse de su imagen, como si temiera perderla; o peor, olvidarla.
—Nunca te olvidaré —le dijo—. Te lo juro.
Sin responderle, Guyana le devolvió los besos, tratando de recuperar la mano de Morgennes, secretamente afligida de que la hubiera soltado, ya que veía en ello un mal presagio. Manteniendo siempre sobre ellos el paño de seda negra, que era como el eco de aquel bajo el cual habían permanecido escondidos en el fondo del pozo donde estaba Dios, se besaron una y otra vez.
Azim recitó unas oraciones, lamentando no tener a su disposición más que una docena de bastones de incienso para celebrar la unión y alejar a los mosquitos. «Habría necesitado doce mil.» A falta de algo mejor, dio dos bastoncillos a su mujer, a su acólito y a cada uno de los monos, pidiéndoles que los sostuvieran en el aire, tan rectos como pudieran. Las finas columnas de humo azulado se elevaron directamente hacia el cielo, porque no soplaba ni una pizca de viento. Todo estaba en calma, y desde las alturas de la antigua Cocodrilópolis, allí donde se extendía la jungla, los rugidos de las bestias salvajes recordaban a nuestros amigos que solo estaban gozando de una breve tregua. El peligro seguía rondando.
Morgennes, por su parte, escrutaba los diferentes horizontes sin dejar de besar a Guyana. Miraba el cielo y la tierra, y veía cómo una gran fosforescencia blanca iluminaba la jungla hacia la que habían partido Gargano, la Compañía del Dragón Blanco y Dodin, y por donde ellos avanzarían al día siguiente. ¿Qué había más al sur? Morgennes recordó las numerosas leyendas que Azim le había contado sobre esta «Tierra Quemada», este país primitivo de donde venían las «Aguas de Ninguna Parte» y que era para los antiguos el País de los Dragones.
En efecto quiero pasar por muerta.
CHRÉTIEN DE TROYES,
Cligès
En cuanto salió el sol, ascendieron por la gran escalinata que conducía del puerto de Cocodrilópolis a la jungla. El pequeño grupo avanzaba decidido bajo las miradas de las inmóviles estatuas de cocodrilos; no se veía ni rastro de vida en torno a ellas.
—¿Por qué no hay nadie? —preguntó Guyana inquieta.
—Los habitantes han debido de subir al Arca, para volver al país de la que fue su primera reina —dijo Morgennes, señalando el templo, vacío también, de la reina Hatshepsut—. En otro tiempo fue la reina de Saba.
Azim acarició a Frontín, que se había encaramado a su hombro, y declaró:
—Tal vez no sea muy prudente continuar. Si el propio Gargano consideraba que este era un lugar demasiado peligroso para llevar a Frontín, ¿quiénes somos nosotros para atrevernos a correr ese riesgo?
—Deberíamos separarnos —dijo Morgennes.
—No —dijo Guyana, apretándole la mano con más fuerza.
—Sin embargo, Morgennes tiene razón —dijo Azim—. Haya lo que haya ahí delante, sin duda no es lugar para una dama.
—Ni para un religioso —añadió doctamente el acólito.
—Este no es lugar para nadie —dijo Morgennes—. Por eso iré solo. Vosotros me esperaréis aquí. Decidiremos qué debemos hacer a mi vuelta.
—¡Mirad! —exclamó el acólito.
Con el dedo apuntaba en dirección al Nilo, detrás de ellos, y más concretamente en dirección a una decena de faluchos que remontaban el río a gran velocidad.
—¡Los egipcios!
—Yo diría más bien los damascenos —suspiró Azim.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó el acólito.
Morgennes se llevó la mano de Guyana a los labios y depositó un beso en ella. Luego la besó en la frente, la estrechó una vez más contra su pecho y le dijo:
—Volverás a bajar esta escalera.
—Quiero quedarme contigo.
—Esperarás a que los soldados de Saladino desembarquen. Les dirás quién eres, y quién era tu padre.
—No te abandonaré.
—Chisss —dijo Morgennes—. Es una orden.
—No. No tengo por qué obedecerte.
—Es por tu bien —cortó él.
Le apartó un mechón de cabellos, pero una ligera brisa los hizo colgar de nuevo sobre su frente. Morgennes esbozó una sonrisa. Aquel mechón estaba hecho a imagen de su mujer. Dulce, bella... ¡pero voluntariosa y decidida!
—Escucha —le dijo—. Los soldados de Saladino pronto desembarcarán. Si te ven conmigo, nos matarán a los dos. En cambio, a ti no te matarán. Azim es demasiado importante para que lo eliminen. Se rendirá y le harán prisionero. Y a vos también —dijo al acólito.
—Dicen que Saladino sabe mostrarse clemente con sus adversarios —comentó este último.
—Y si nos interroga, le diremos que moriste durante la insurrección —añadió Azim.
—Perfecto —dijo Morgennes.
—No —replicó Guyana—. Para mí la vida no tiene ningún sentido si no estamos juntos.
Viendo que no cedería, Morgennes decidió confesarle que era él quien había matado a su padre. Pero justo en ese momento, una voz detrás de ellos gritó:
—¡Él mató a vuestro padre!
—¿Cómo? —exclamó Guyana.
Todos volvieron la mirada hacia lo alto de la calzada, por donde bajaba Dodin el Salvaje, con una lanza en una mano y un zurrón en la otra.
—Morgennes mató a Shirkuh —repitió fríamente.
Guyana se volvió hacia Morgennes, con los ojos empañados de lágrimas y los labios temblorosos.
—¿Es verdad?
Morgennes apartó la mirada. Entonces ella le tocó el mentón y le imploró:
—Pero tú no lo sabías, ¿verdad? ¿No sabías que era mi padre?
Morgennes le cogió la mano y la apretó con fuerza, con todo su amor, porque sabía que podía ser la última vez que la estrechaba.
—¿Lo sabías? ¿Lo sabías? —repitió Guyana.
Pero ya no era una pregunta. Empezaba a adivinar la verdad.
—¡Sí, lo sabías! Pero ¿por qué no me dijiste nada? ¿Por qué cuando me desperté... ?
—Tuve miedo —confesó Morgennes.
—¿Miedo? Pero ¿de qué?
—Miedo de tu reacción. Miedo de que no me amaras.
No pudo acabar la frase. Guyana le había abofeteado. Notó un fuerte dolor en toda su mejilla, una quemadura más dolorosa aún que la de las llamas de Fustat.
—¡Asesino! ¡Mentiroso! ¡Ya no te conozco! ¡Ya no existes para mí! ¡Y muerta por muerta, consideraré que tú también estás muerto!
Estalló en sollozos, se ocultó el rostro entre las manos y descendió los peldaños de la gran escalinata en dirección al puerto y a los faluchos egipcios.
—Cuida de ella —dijo Morgennes a Azim—. Tal vez sea mejor así.
—Prometido —dijo Azim abrazando a Morgennes.
—¡Tenemos que apresurarnos! —exclamó el acólito.
En efecto, un primer falucho acababa de arribar a puerto y los soldados ya desembarcaban. El acólito se removía inquieto. En torno a él, los monos —excepto Frontín— saltaban en todas direcciones, impacientes por largarse de allí.
—¡Marchaos! —dijo Morgennes.
Entonces Azim escupió en la cara a Dodin el Salvaje y volvió hacia el Nilo. Mientras se alejaba, Morgennes vio a Frontín balanceándose en su hombro. El monito agitó la mano para decirle adiós y luego se acurrucó contra el cuello de Azim. Parecía muy triste.
Finalmente, Morgennes se acercó a Dodin y le dijo:
—No nos quedemos aquí.
Los dos hombres alcanzaron rápidamente el extremo superior de la gran escalinata, que daba a una enorme vía abierta en la jungla, por la cual —a juzgar por su aspecto— una gran embarcación había pasado varios meses atrás. Probablemente durante la crecida del Nilo.
Antes de adentrarse en la maleza, Morgennes se volvió por última vez hacia la mujer de su vida, prometiéndose que se reuniría con ella después de haber expiado su culpa.
Ahí estaba, como una minúscula ramita vestida de blanco temblando en el aire de la mañana, no a causa de la niebla, sino porque Morgennes lloraba.
Estos eran los últimos recuerdos que Morgennes tenía de Guyana. Se juró que nunca los olvidaría; en ese instante se sentía feliz de tener tan buena memoria, pero también comprendía hasta qué punto era importante olvidar. Porque esperaba, justamente, que con el tiempo Guyana olvidara. No podía continuar así, perseguida por el fantasma de un padre que nunca había conocido. Sin duda, cuando su hija naciera, querría que conociera a su padre.
Entonces él volvería.
Mientras tanto caminaba entre la espesura con Dodin. Este último también estaba de un humor sombrío. Mientras se abrían paso entre la maraña de lianas y de ramas que obstaculizaban su avance, Dodin preguntó:
—¿Por qué no me has matado?
—¿Debería haberlo hecho?
Dodin le dirigió una mirada aviesa.
—Es culpa mía que Guyana te haya abandonado.
—Y debo darte las gracias por ello. Es lo que quería. De todos modos iba a decirle la verdad.
Morgennes apartó una rama, que se dobló y luego se partió ante él.
—No fue un accidente, ¿verdad? —prosiguió Dodin atacando con su espada una liana tan gruesa como el tronco de un árbol—. ¿Encontraste a Galet y le dejaste morir en medio de las llamas?
Morgennes no le respondió. El aire era húmedo y cálido. Diversas sustancias se aglutinaban en él, haciendo penoso el simple hecho de respirar. Morgennes y Dodin no podían evitar tragar mosquitos, incluso por la nariz.
—Eres un mentiroso y un traidor —balbució Dodin—. Incapaz de ser fiel a nada ni a nadie. Traicionaste a Amaury, robándole a su futura mujer. Luego mentiste a Guyana sobre su padre. Y después dejaste morir a un anciano, un amigo, en medio de las llamas. Dime, ¿por qué no me has traicionado?
Morgennes se acercó a Dodin, le sujetó del brazo y se lo torció hasta hacerle soltar la espada. Luego la cogió y la abatió contra la gruesa liana que Dodin intentaba cortar; la partió de un tajo. Finalmente se desembarazó de su cadena, refunfuñando:
—Aquí no me sirve de nada. Conserva tu lanza, yo cogeré tu espada.
—Aún no me has respondido —dijo Dodin secándose la frente con la manga—. ¿Por qué no me has matado?
Morgennes se detuvo y se volvió hacia Dodin.
El desgraciado parecía un miserable insecto, un guiñapo a punto de ser triturado, aplastado. Se diría que estaba esperando el golpe fatal. ¿Quería morir?
—¿No lo has comprendido aún? —le preguntó Morgennes.