Read La espada de San Jorge Online
Authors: David Camus
Dicho esto, insertó el mayor de los diamantes de sus dedos en un orificio situado a media altura en la pared. La piedra preciosa, haciendo las funciones de llave, giró en el orificio, y una sección del muro se abrió.
—Este dispositivo —dijo el emperador— me costó la bagatela de diez quilates.
No sabiendo cómo reaccionar, Guillermo prefirió guardar silencio, pero lo que vio al otro lado le arrancó un grito de éxtasis:
—¡Por el Dios que creó el aire y el mar!
Ante sus ojos se extendía la biblioteca más extraordinaria que nunca había visto. Decenas, centenares de pergaminos estaban ordenados en casillas, mientras que una docena de libros encuadernados en cuero, oro y plata se encontraban colocados, abiertos, sobre atriles, junto a escritorios con estiletes que esperaban a ser utilizados.
Mientras le mostraba estos tesoros, el emperador dijo a Guillermo:
—Aquí encontraréis el célebre
Picatrix
, llamado también
La meta del sabio en la magia
, del gran matemático y astrónomo andalusí al-Majriti. En él se encuentra todo lo necesario sobre el arte de fabricar talismanes, de celebrar rituales que permiten gobernar las estrellas y las almas, y muchos otros misterios. Encontraréis igualmente el
Pequeño tratado del Anticristo
, del abate Adson. Así como
El secreto de los secretos
(traducido al latín por Felipe de Trípoli y que recapitula el conjunto de las lecciones dadas por Aristóteles a Alejandro Magno) y el
Liber Pontificalis
, del obispo romano Marcelino (donde se trata de sacrificios a los ídolos). Y aquí, encuadernado en una piel de dragón de cuarenta pies de largo, un ejemplar de la
litada
y la
Odisea.
—¡Fantástico! —dijo Guillermo.
—Y he aquí la
Astronomica
, de Manilius, de la que se dice que inspiró al aterrorizador poeta damasceno Abdul al-Hazred su
Libro de los nombres muertos
, el
Al-Azif.
—¿Tiene su majestad esta última obra?
—No, por desgracia no la poseo. En mi opinión se ha perdido para siempre. Pero tengo la biografía que Ibn Khallikan acaba de redactar sobre su autor.
—¡Es la colección más magnífica de obras esotéricas que nunca haya visto! ¿Cuántos años ha necesitado su majestad para reuniría?
—Varios siglos. No, no os estremezcáis. Porque no fui yo quien comenzó esta colección. Fueron mis antepasados y mis predecesores. Pero volvamos a lo que hablábamos antes de entrar aquí. De Egipto, de los dragones y de ese famoso Preste Juan. Nos, Manuel Comneno, basileo del Santo Imperio bizantino, juramos ayudaros a conquistar Egipto. Y os aseguramos también que no conseguiréis nada si no encontráis cierta arma...
—¿Un arma? ¿Cuál?
—Hablo de una espada. Pero venid. La visita no ha acabado. Os he mostrado mi biblioteca, adonde podréis volver para pasearos a vuestro gusto más tarde. Ahora vayamos a ver mi pequeña colección...
Manuel se dirigió hacia el extremo de aquella habitación tan larga que podría contener el Santo Sepulcro entero. Guillermo sabía qué ninguna colección de reliquias podía competir con la de Constantinopla, y se preguntaba qué otras maravillas iba a mostrarle el emperador. ¿Se trataba de la espada que acababa de mencionar? ¿Era posible que...? Guillermo sintió que su corazón palpitaba desbocado, hasta el punto de saltarse un compás. Por eso se amonestó a sí mismo, diciéndose: «Vamos, vamos, mi buen Guillermo, ¡no pierdas la cabeza! Hace más de siete siglos que murió san Jorge, y nadie ha encontrado nunca su espada...».
—¿Y qué querrías encontrar?
—La aventura, para poner a prueba mi valor y mi coraje.
CHRÉTIEN DE TROYES,
Ivain o El Caballero del León
Era un ala, pero no de ángel, sino de ave.
¡Habíamos aterrizado sobre el lomo de un pájaro!
Sin embargo, mirándolo más de cerca, no era un pájaro, sino miles de pájaros negros y blancos que volaban tan cerca los unos de los otros que formaban un increíble damero que se elevaba hacia el firmamento. Morgennes corría sobre ellos.
—Debo de tener fiebre —dije.
—¡Sujétate bien! —me dijo Morgennes.
—¡Dime que estoy soñando! ¡Esto no es posible!
—¡Sujétate!
Corríamos sobre un océano de alas. Yo me frotaba los ojos, me pellizcaba la mano... Pero la visión no se borraba. Estos pájaros debían de ser los descendientes de los cuervos y las palomas que Noé había enviado en busca de tierra firme hacia el final del diluvio. Dios les había ordenado que crecieran y se multiplicaran, y eso habían hecho. ¿Eran también los guardianes de estos parajes?
En todo caso, seguían batiendo las alas y elevándose por encima de las nubes, mucho, muchísimo más alto que ellas. En cierto modo, Morgennes y yo representábamos los dignos herederos de Dédalo y de Ícaro, en ruta hacia el sol. Este brillaba en el cenit, con más intensidad que nunca; y en ese instante supe que la leyenda de Ícaro no era más que una leyenda, y no un hecho histórico. Porque en lugar de un fuerte calor capaz de fundir la cera que mantenía las plumas en su lugar, sentí un frío terrible, tan punzante como una lanza acerada. Sin aliento, con las lágrimas manando de mis ojos a pesar mío, con las cejas heladas, ya no sentía las manos y me preguntaba cómo podía sostenerme aún sobre Morgennes. Sin duda mis dedos se habían pegado a su barba y ya no podían moverse.
Como en un sueño, Morgennes caminaba valerosamente sobre ese extenso techo de nubes recubiertas de una fina película de hielo, que crujía bajo sus pasos y que las alas de los pájaros hendían como una ola remontando hacia la orilla. Una curiosa melodía cristalina resonaba a nuestro alrededor. ¿Era la música de los ángeles que los moribundos oyen antes de ir al Paraíso?
En ese caso, ¿estábamos a punto de morir?
Otro sonido llegó a mis oídos. De dientes que entrechocaban. Comprendí que me castañeteaban los dientes, con tal fuerza que era incapaz de articular palabra. Morgennes, que ya había demostrado que podía soportar temperaturas elevadas, me estaba demostrando ahora que también podía resistir el frío. Además, parecía no tener las mismas dificultades que yo para respirar. ¿A qué se debía aquello? Lo ignoro. Pero nada frenaba su progresión sobre las alas de los pájaros.
¿Adónde íbamos?
Aparentemente, los pájaros se dirigían a la cúspide del monte Ararat, cuya cima recordaba a un diente cariado del que hubieran extirpado un pedazo —en este caso, el Arca de Noé.
Turbado hasta lo indecible, me pregunté quién la había bajado de su atalaya. ¿Cuántas personas, y durante cuánto tiempo? Me negaba a ver en ello una hazaña menor que la que había supuesto construir las pirámides de El Cairo. Y me estremecí ante la idea de que la embarcación a bordo de la cual habían viajado Noé y todos los animales de la Creación hubiera sido robada por unos malhechores. La venganza de Dios sería terrible.
¡Porque efectivamente aquel era el monte Ararat! De hecho llegaba a distinguir, insertada en el hielo, una flotilla de barcos pequeños, las embarcaciones que, según la leyenda, habían ocupado otras personas, además de Noé y su familia, después del inicio del diluvio.
Si esta cadena de montañas —que, por otra parte, recordaba, con sus picos en forma de escamas dorsales, a un dragón de más de un centenar de leguas de longitud- marcaba la frontera del imperio del Preste Juan, entonces este era Dios. ¡Y su imperio, el Paraíso!
No teníamos derecho a estar ahí. Estábamos hollando un territorio prohibido. Y el precio por ello sería... la condenación. El infierno, para toda la eternidad.
Este precio, aunque justo, me parecía demasiado elevado, y habría preferido encontrarme en una situación en la que no hubiera tenido que pagarlo. Pero ¿cómo hacerlo? Yo ya no controlaba nada. Era Morgennes quien llevaba el timón.
Mientras caminaba sobre los pájaros, Morgennes miraba alrededor, al acecho de los dragones. ¿No podía ser que uno de ellos surgiera de los cielos para abatirse sobre el ejército de pájaros que se elevaba hacia Dios y lo abrasara con su aliento? ¿O encontraría alguno, tal vez, en su nido de águilas, como una rapaz acechando a su presa, en lo alto del monte Ararat? Morgennes apretó el puño, decidido a lanzarse a la pelea. Si un dragón asomaba el extremo de su mandíbula, no escaparía. Pero no estaba solo. También estaban Cocotte y Chrétien de Troyes. Y no era cuestión de abandonarlos. «Cada cosa a su tiempo», se dijo Morgennes. Si debían morir de camino a la eternidad, morirían. Después de todo, era un final digno de un héroe, y el mejor modo de entrar en el Paraíso.
Pero la muerte no acudiría a la cita.
Lo que nos esperaba era algo mucho más extraordinario.
Ya habíamos recorrido un poco más de la mitad del camino que nos separaba de la cima del Ararat, y las nubes habían desaparecido totalmente bajo nosotros, cuando el ejército de pájaros dio un bandazo y voló en picado hacia el suelo.
Sin los excelentes reflejos de Morgennes, seguro que nos habríamos precipitado al vacío; pero consiguió mantener el equilibrio y, aprovechando esa increíble pendiente, se puso a correr a toda velocidad, esta vez hacia abajo. ¿Qué ocurría? ¿Por qué este brusco cambio en el plan de vuelo? ¿Nos habían descubierto? ¿Alguien había dado orden a los pájaros de lanzarse en picado y volver a tierra? ¿O es que aquellas estúpidas aves tenían el cerebro de un mosquito y una de ellas había tenido la descabellada idea de ir a ver si el aire era más denso abajo, y las demás la habían seguido? Imposible saberlo.
El caso era que la pendiente se hacía cada vez más abrupta y que cada zancada de Morgennes nos alejaba un poco más de la cima del Ararat.
Finalmente nos encontramos en medio de las nubes, y los pájaros se dispersaron en todas direcciones.
—¡Caemos! —dijo Morgennes.
—¡Lo séeeee! —dije yo entrechocando los dientes, esta vez más de miedo que de frío.
Convencido de que íbamos a morir, cerré los ojos. Pero nuestra caída duró solo el espacio de un latido, y nos dejó, con los miembros doloridos, sobre un arco de tierra, un puente gigantesco que unía el Ararat con otra cima.
—¡Morgennes! ¿Estás vivo?
Pero Morgennes no me escuchaba. Estaba demasiado ocupado contemplando las enormes estatuas de piedra que nos observaban en silencio.
—¡Morgennes! ¿Cómo está Cocotte?
—Conozco este lugar —dijo—. Tengo la impresión de que ya he estado aquí. ¿Tal vez en un sueño?
Las estatuas representaban hombres vestidos con un simple paño, sentados con las piernas cruzadas. Los pájaros habían hecho sus nidos en las manos entrecruzadas, con las palmas hacia arriba, así como en las orejas y en las ventanas de la nariz. Pero estos gigantes de piedra no reaccionaban, y sus pesados párpados permanecían obstinadamente bajos, como si rezaran o meditaran.
—¡Morgennes!
Todo era inútil, mi compañero no conseguía apartar la mirada de estos inmensos e impasibles rostros de piedra, con la altura de tres hombres, que nos contemplaban sin juzgarnos.
—¡Morgennes!
Impaciente, le sujeté del brazo para obligarle a girar sobre sí mismo y colocarlo frente al arco. Ese fue el momento que eligieron los pájaros para ascender desde las profundidades y volar de nuevo hacia el cielo.
Entonces, con un formidable rumor de alas, tan ensordecedor como un prolongado trueno, el ejército de pájaros nos impidió ver el Ararat y el arco de piedra que permitía acceder a él. Luego la muralla de plumas que había partido al asalto de las cimas desapareció por encima de las nubes. Era el final. Ya no había ni un solo pájaro en el horizonte; solo el Ararat, el puente de piedra que permitía alcanzarlo y...
—¡Morgennes, ahí hay alguien!
—Ya lo veo —dijo Morgennes.
—¡Bienvenidos! —nos dijo con una curiosa voz aguda un hombre de cara redonda, que se encontraba parado en medio del puente.
—¡Debo de estar delirando! —dije.
—No, no deliráis —dijo el misterioso individuo.
Vestido con un traje dorado con franjas escarlatas, el hombre mantenía las manos en el interior de las mangas, llevaba unos curiosos zapatos negros barnizados, y una larga coleta negra le caía sobre la espalda. Sus ojos oblicuos, su boca fruncida y su tez amarillenta indicaban que nos encontrábamos frente a un asiático.
—¡Pero si habláis francés! —dijo Morgennes.
—No —dijo el hombre con cara de luna—. ¡Sois vosotros los que habláis chino! Shyam os ha preparado bien.
—¿De modo que la conocéis?
—Desde luego que sí. Entre nosotros es muy popular. ¡Era una aventurera muy célebre!
—Una aventurera... Todo esto parece irreal —murmuré—. ¿Estáis seguro de que existís? ¿Estamos muertos? ¿Es esto el Paraíso?
—Sí —respondió el hombre a la primera pregunta—. No —a la segunda—. No tengo derecho a decíroslo —respondió finalmente a la tercera.
Morgennes, ligeramente desconcertado, se pasó la mano por el hombro para quitar los copos de nieve que se habían acumulado; luego, recuperó la jaula de Cocotte y volvió a cargársela a la espalda.
—Ven —me dijo—. Aún tenemos algunas averiguaciones que hacer, y me gustaría llegar al lugar al que las brujas me dijeron que fuera...
Se dirigió hacia el chino. Su aliento se elevaba ante él, y no podía evitar pensar: «Son almas, almas en suspenso. Igual que las nubes, ahí arriba. Son almas. No pueden ascender más, porque estamos a las puertas del Paraíso... Ni descender, porque su lugar está aquí».
En cuanto a mí, nunca había tenido tanto frío en mi vida. ¿Tanto frío, o tanto miedo? Ya no lo sabía. Tal vez ambas cosas. A decir verdad, aquello ya no tenía ninguna importancia. «Dentro de poco todo habrá acabado. Habré vivido en vano... No. He amado, he conocido a Morgennes y a Filomena, he escrito, compuesto, rezado...»
—Acercaos, acercaos —dijo el chino.
Estandartes que representaban dragones de oro sobre fondo rojo restallaban al viento, que soplaba y soplaba con tanta fuerza que nuestras ropas flotaban en torno a nosotros y Cocotte se veía obligada a agitar las alas para no acabar aplastada contra los barrotes de su jaula.
—¡Os saludo, honorables visitantes! Habéis venido a pasar la prueba, ¿verdad?
—¿Qué prueba? —exclamé yo.
—Entonces, ¿es aquí? ¿He terminado mi viaje? —preguntó Morgennes.
—Tal vez —dijo el chino.
—¿En qué consiste esa prueba?