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Authors: David Camus

La espada de San Jorge (29 page)

BOOK: La espada de San Jorge
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—¡Soberbio! —dijo Manuel Comneno aplaudiendo—. ¡Magnífico!

Toda la sala vibró bajo los aplausos y los gritos de éxtasis. ¡Magnífico! ¡Bravo! Pero ¿a quién aplaudían? ¿Al narrador? ¿A Amaury? ¿A la Compañía del Dragón Blanco? Guillermo se inclinaba por esto último. Y lo que siguió le dio la razón, porque Manuel le dijo:

—Ya veis. Os había prevenido. ¡Egipto no es una bagatela! Sin nuestra ayuda estaríais perdidos. De modo que escuchad mis consejos. Id a ver a vuestro rey y decidle que no se impaciente. ¡Os conozco, a los francos! Sois tan impetuosos, estáis tan seguros de vosotros mismos, tan llenos de empuje y de bravura... ¡En el primer asalto! Porque luego, si por desgracia tropezáis con la menor dificultad, temporizáis, habláis, tergiversáis, discutís, polemizáis, valoráis los pros y los contras y filosofáis. Os mostráis como los reyes de la indecisión. ¡Y entonces estáis acabados! Ya no valéis nada para el segundo asalto. Señor embajador, nuestros arsenales necesitan un año para construir la flota que os he prometido. Hasta ese momento no os mováis. O mejor dicho, ¡buscad! Indagad, porque...

El emperador hizo una pausa. Cerró los ojos, y siguió hablando sin mirar siquiera a su interlocutor:

—¿Supongo que habréis leído el Libro de Daniel?

—Sí, mi señor —dijo Guillermo.

—Entonces sabréis sin duda que en él se menciona un culto a los dragones, establecido en Babilonia...

—Cierto —reconoció Guillermo—, pero Babilonia...

—¡Es El Cairo! Como sabéis, Babilonia sirve a la vez para designar a Babilonia o Babel, y también, y sobre todo, a la ciudad vieja de El Cairo, llamada igualmente Fustat. Pues bien, yo os digo que en Fustat existe una secta de adoradores de dragones, los ofitas, que sin duda ha desempeñado un papel tanto en las cartas del Preste Juan como en el desastroso fracaso de vuestro rey en Egipto.

—¿Puedo preguntar a mi señor qué le permite afirmarlo?

—Fuimos nosotros los que enviamos a la Compañía del Dragón Blanco a Egipto, para investigar a los ofitas y los dragones. Sí, los dragones existen, y no únicamente en las páginas de la Biblia o en la imaginación de nuestros contemporáneos. Los dragones existen, y para vencerlos solo conozco dos medios: la verdad y
Crucífera
, la espada de san Jorge. Necesitamos esta espada. Sin ella, sería vano esperar someter a El Cairo.

Estas palabras las había proferido con los ojos cerrados, y sin embargo, Guillermo sintió toda la urgencia que contenían. ¡
Sí, Crucífera
! La espada de san Jorge, el último de los cazadores de dragones.

—Pero ¿dónde se encuentra?

—Si lo supiera —dijo Manuel—, hace tiempo que el problema egipcio no sería tal. De modo que mal haya Roma y Jerusalén, y basta de bromas. Vuestros juegos ya no me divierten, Guillermo. Ha llegado la hora de la guerra. Y no habéis sido vosotros los que me habéis decidido a entrar en ella, ni los ofitas (a los que tal vez complacería verme derrocar a los chiítas musulmanes para dejarles a ellos el campo libre). Yo también tengo una herencia que defender y un hijo a quien transmitirla. Solo soy el eslabón de una cadena, y no tengo intención de ceder.

—¿Qué proponéis?

—Decid al rey Amaury que me espere, porque nunca se sabe qué funestos acontecimientos podrían producirse si partiera de nuevo en campaña, solo. Sé que anda escaso de oro y no puede disponer de todos los mercenarios que querría. Sé que carece de caballeros y de material. Egipto rebosa riquezas, es cierto. Pero nosotros también. El nervio de la guerra es el dinero; que espere, pues, y lance a alguno de sus hombres tras las huellas de
Crucífera
. ¡Buscad, registradlo todo, muy cerca de aquí o muy lejos! ¡Revolved Lydda, la ciudad donde se venera a san Jorge, de arriba abajo! Encontrad su tumba. ¡Poned El Cairo patas arriba! Porque, si tengo que creer en los augurios, cuando los egipcios ataquen, irán acompañados por dragones. ¡Y nosotros debemos tener, por tanto, draconoctes!

—¿Draconoctes?

—Cazadores de dragones. Esos caballeros que tienen por emblema a san Jorge y a mis dos guardias (hablo de los que montan a mis dragoncillos) como ilustración...

—Muy bien —dijo Guillermo—. Transmitiré esas palabras a mi soberano, y os prometo que haremos todo lo que esté en nuestra mano para...

—Sé que quiere volver a casarse.

—Cierto, pero cómo...

—Que deje de buscar. Si encuentra a
Crucífera
, le daré en matrimonio a mi sobrina nieta. Esto sellará la unión de nuestras familias y de nuestras patrias.

—Os damos las gracias, mi señor.

Dicho esto, Guillermo se levantó de su lecho y dirigió al emperador Manuel Comneno una profunda reverencia.

—He soñado —dijo al basileo— con un poderoso emperador que vendría a vernos y nos diría, como el profeta Jeremías a Judá: «Tomad esta espada, de parte de Dios. ¡Y venced!».

El emperador le dirigió una amplia sonrisa, y chasqueando los dedos indicó a su esclava que fuera a ocuparse de Guillermo. Este empezaba a sonrojarse, incómodo, cuando uno de los guardias del emperador irrumpió en la sala e hincó la rodilla ante Colomán.

—Señor, deberíais venir...

—¿Qué ocurre, Kunar Sell? —preguntó Colomán al guardia, al que conocía bien, pues lo había formado él mismo. —Ha llegado un regalo.

—¡Un regalo! —exclamó el basileo.

—¿Tan grave es? —inquirió Guillermo.

—Nosotros, los griegos, siempre desconfiamos de los regalos —le respondió Colomán, y luego, volviéndose hacia Kunar Sell, le ordenó—: ¡Será mejor que lo traigas aquí!

—Es que —dijo Kunar Sell— no es un simple regalo...

—¿Qué es, entonces?

Unos instantes más tarde, tras muchos jadeos, luxaciones y torsiones de espalda, una veintena de esclavos, dirigidos por el látigo de Kunar Sell, depositaron en el centro de la sala de los diecinueve lechos una increíble escultura en forma de elefante de tamaño natural, tallada en el más puro de los marfiles.

—¿Será una pieza de ajedrez? —se preguntó Manuel Comneno en voz alta—. En ese caso me gustaría ver el tablero.

Una cinta rosa, de la que pendía un pergamino, estaba anudada en torno al elefante. Manuel Comneno ordenó a uno de los esclavos que soltara el pergamino y lo tendió a su secretario para que lo leyera. Este era el contenido del mensaje: «Para agradecer a su señoría, el emperador de los griegos, el magnífico tablero de ajedrez que nos ha enviado, os ruego que aceptéis este espléndido elefante de marfil, de un valor inestimable ya que perteneció a la reina de Saba, cuyo ilustre descendiente soy. Estoy seguro de que ocupará un lugar de privilegio entre vuestra colección de objetos preciosos y reliquias».

Manuel dudó un momento. Los acontecimientos se precipitaban. Pero había un problema: nunca había enviado un tablero de ajedrez a nadie. Alguien, en algún lugar, trataba de ponerle en ridículo. Abandonó precipitadamente la sala, y Colomán ordenó a la guardia que rodeara al elefante. Luego, sacando su propia espada de la vaina, el maestro de las milicias dio la señal de ataque. Una docena de hombres armados con pesadas hachas se lanzaron al asalto del elefante. Pronto el caparazón empezó a dar muestras de flaqueza, y tres soldados, negros como el hollín, cayeron de sus entrañas. Rápidamente fueron descuartizados, y el suelo se cubrió de sangre y de vísceras. Luego Kunar Sell subió al elefante para inspeccionarlo. Pero solo había un espacio muy reducido, que apestaba a cerrado. Los asesinos debían de haber penetrado en el interior del elefante la víspera o la antevíspera, y allí habían esperado el momento de pasar a la acción. ¿Quiénes eran? ¿De dónde venían? ¿Realmente habían sido enviados por ese maldito, y misterioso, Preste Juan? Era demasiado tarde para hallar respuesta a estas preguntas, aunque Guillermo había descubierto entre las ropas de los cadáveres algo que podía esclarecer, en parte, el enigma.

—Mirad —dijo, mostrando a Colomán una pequeña moneda cuadrada sumamente extraña.

En una de sus caras aparecía una pirámide con un ojo en el centro, y en la otra, un dragón coronado con esta inscripción: «
Presbyter Johannes. Per Dei gratiam Cosmocrator
».

32

En verdad os digo que absolutamente todas las especies

de peces, de bestias salvajes, de aves aladas o de hombres

se encontraban allí fielmente esculpidas y grabadas.

CHRÉTIEN DE TROYES,

Erec y Enid

El viento soplaba, alisando la superficie nevada de la montaña donde nos retenían prisioneros. Soplaba y soplaba, y todo lo que oíamos era una melodía sorda y delicada, una sucesión de caricias indistintas, roce de seda cuando se separa del cuerpo, canto de la tela bajo la que nos deslizamos para un largo y profundo sueño.

A veces cerraba los ojos, me apoyaba en Morgennes y esperaba. ¿Cuánto tiempo permanecimos así, encadenados el uno al otro, en un reducto que no era mucho mayor que una tumba? ¿Una semana? ¿Un mes? ¿Un invierno entero? ¿Por qué nadie venía a buscarnos? ¿Nos habían olvidado?

A veces Morgennes tendía las manos hacia las rejas por encima de nuestras cabezas y rascaba la nieve con las uñas. Era un trabajo difícil, debido a las cadenas que nos rodeaban las muñecas. A intervalos regulares, me traía un poco del fruto de su cosecha:

—¡Traga!

Ya no tenía fuerzas para obedecerle. Entonces, delicadamente, me abría la boca e introducía con los dedos algunos pedacitos de nieve. Yo tenía demasiado frío, demasiada hambre, para decir nada. Pero le miraba, tratando de hablarle con los ojos. Le decía: «Gracias, gracias...».

Como una madre que aprieta a su hijo contra su seno, me apretaba contra su pecho y me transmitía su calor. Probablemente eso fue lo que me salvó. Y digo «me» y no «nos» porque Morgennes no parecía sufrir como nosotros, pobres humanos, por la acción de los elementos. El calor, el frío, le dejaban prácticamente indiferente.

De los soldados que nos habían arrojado a este calabozo, algunos eran habitantes de la región, y otros eran originarios de Francia o de Egipto. Por uno de ellos nos habíamos enterado de que nos encontrábamos en el interior de la zona de los montes Caspios, que marcaban la frontera occidental del imperio del Preste Juan y constituían el territorio de los peligrosos gogs y magogs.

—Os encontráis en lo que queda de los últimos territorios de Alejandro Magno —me dijo—. Nosotros veneramos al Conquistador y protegemos el Arca, para que nadie venga nunca a bajarla del lugar donde el Altísimo la colocó.

—¿Y los dragones? —pregunté.

El hombre me miró, y luego volvió a unirse a su columna. Por lo visto, era un tema tabú. Pero tal vez los dragones habitaran en esa especie de cavernas perforadas en las laderas de la montaña hacia la que nos dirigíamos. Allí, después de varios días de marcha agotadora, nos quitaron las cadenas. Morgennes y yo estábamos extenuados, y en cuanto los soldados nos desataron de sus caballos, me desplomé, demasiado agotado para permanecer en pie. Bajo la amenaza de sus armas, los soldados nos condujeron entonces a este agujero infame excavado en la nieve.

—¿De qué nos acusáis? —les pregunté con un hilo de voz.

—¡Silencio, gusanos! —gritó el oficial que lucía un casco con un penacho de plumas naranja. Él era quien nos había arrestado—. ¡No contentos con haber violado la entrada del Monasterio Prohibido, formabais parte, además, del equipo que robó el Arca! ¡Confesad que venís de Constantinopla!

¿Robar el Arca de Noé? Pero ¿de qué estaba hablando?

—Sí, es verdad que venimos de Constantinopla —reconoció Morgennes—, pero no tenemos nada que ver con los ladrones del Arca. Ni siquiera sabíamos que estaba en estos parajes.

Mientras hablaba, recordó los esquemas que había visto en el palacio de Colomán. Durante varios años, ni un solo navío había salido de los arsenales de Constantinopla, porque estaban demasiado ocupados reparando, en el mayor de los secretos, un navío del que nadie sabía nada. Un aprendiz de mercenario le había contado un día a Morgennes que los trabajos no avanzaban porque los ingenieros de Manuel Comneno esperaban la llegada de un experto, procedente de Francia. «¿Podía ser que ese experto fuera Filomena?»

—¿Qué pensáis hacer con nosotros? —preguntó al oficial.

—¡Silencio!

Acto seguido se apoderaron de Cocotte y nos confiscaron nuestro equipo, pero nos dejaron las ropas que ahora llevábamos. La nieve y el frío llegaron muy deprisa. Una mañana, o mejor dicho, una noche... —no; efectivamente era por la mañana, aunque ya no había luz—, Morgennes y yo nos despertamos en medio de la penumbra y el silencio. Iba a decir algo, a hablar de mi sorpresa, pero Morgennes me puso un dedo en la boca e hizo: «Chisss...».

¿Cuánto tiempo hace? Mi mente se aferra al desfilar de los días. ¿Cuánto tiempo? ¿Por qué me importa tanto saberlo? Y cuando llegue la respuesta, ya sea en días, semanas o meses, ¿qué cambiará? ¿Cuánto tiempo? ¡Tengo que saberlo, o me volveré loco! El tiempo es ahora todo lo que tengo. Acurrucado contra Morgennes, escucho los latidos de su corazón. Palpita lentamente. Comparado con el suyo, el mío suena como un redoble de tambor. Es imposible. Seguramente estoy soñando, como he soñado todo lo que precede.

Suavemente, Morgennes posó la mano en mi hombro y me despertó.

—Es invierno —murmuró—. Es mi aniversario...

Vuelvo a dormirme.

Morgennes pronto tendrá treinta años. Así pues, ya nunca será armado caballero. Es demasiado viejo. Todo lo que puede esperar, como mucho, si un día vuelve a Jerusalén, es acabar como hermano sargento de la Orden del Hospital. ¡Después de todo, es monje! ¡No es poca cosa ser hermano portero! ¿Y yo? Yo soy mayor que Morgennes. Ya debería haber sido ordenado sacerdote.

Vuelvo a dormirme.

Un poco de frío en la garganta. Morgennes me da de comer nieve. No abro los ojos. Pero en algún lugar, en el fondo de mi ser, pienso: «Gracias, Dios mío. Gracias».

Vuelvo a dormirme...

Oigo cómo tañen las campanas. Se acabó. Son las del monasterio. El de Saint-Pierre de Beauvais. ¡Así que estamos salvados! Puedo seguir durmiendo tranquilamente.

—Vamos, ya es hora —dice Morgennes.

No, déjame. Todo va bien ahora. Hemos vuelto...

—¡Vamos, es hora de levantarse!

Me sacude, me zarandea violentamente.

¿Qué haces? ¡Déjame tranquilo, estoy bien!

—¡Levántate! ¡Cocotte ha puesto un huevo!

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