La espada de San Jorge (24 page)

Read La espada de San Jorge Online

Authors: David Camus

BOOK: La espada de San Jorge
7.78Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Majestad, rezo cada día para que no os hagan ningún daño. Pero, volviendo a esta última carta, ¿me habíais dicho que teníais alguna idea sobre quién podía ser su autor?

Tras un gesto del secretario, el catador salió de la habitación caminando hacia atrás, para no dar la espalda a Manuel Comneno, que descendió de su trono. Entonces, por efecto de un mecanismo oculto en los muros —más que por arte de magia (Guillermo no se dejaba engañar por ese tipo de trucos)—, el trono se elevó en el aire mientras en todo el Chrysotriclinos estatuas de criaturas fantásticas (grifos, dragones, fénix e hipogrifos) se agitaban, batiendo las alas como para alzar el vuelo y arañando el vacío con sus garras.

Esta instalación, encargada por el emperador, había costado una pequeña fortuna y había requerido varios años de trabajo de una célebre maestra de los secretos llamada Filomena, con quien Guillermo solo se había cruzado en un par de ocasiones, pero cuya fama había llegado de todos modos a sus oídos.

—¿Creéis en los dragones? —preguntó bruscamente Manuel Comneno a Guillermo, arrancándolo de sus pensamientos.

—Desde luego —respondió Guillermo—. Herodoto y Plinio los mencionan en diversas ocasiones. La historia está repleta de ejemplos de dragones vencidos por hombres, santos o ángeles. Así, san Miguel, san Jorge, san Marcelo, o también, en Etiopía, san Mateo, se enfrentaron...

El emperador se limitó a levantar la mano, y su secretario le invitó a guardar silencio.

—No os pregunto si creéis que los dragones existieron un día —continuó el basileo—. Eso lo sabe todo el mundo. Os pregunto si creéis que existen todavía, en algún sitio, hoy...

—Bien...

Guillermo no respondió inmediatamente. Curiosamente volvía a pensar en el fabuloso espectáculo montado por la Compañía del Dragón Blanco, en el curso del cual Morgennes, representando el papel de san Jorge, había vencido a un poderoso dragón negro. Se preguntaba: «¿Qué se habrá hecho de Morgennes? ¿Habrá conseguido hacerse olvidar? En todo caso, yo le había olvidado... ¡El Caballero de la Gallina!». Sus labios esbozaron una sonrisa, y trató de recordar las últimas palabras de Amaury a Morgennes... A ver, ¿cómo era? No. Su memoria no era lo bastante buena. Pero recordaba muy bien que Amaury había prometido a Morgennes que le armaría caballero si conseguía matar a un dragón. Desde entonces no habían vuelto a verle, excepto en el Krak, donde había causado muy mala impresión tras hacerse pasar por san Jorge. Dicho esto, algunos —como el conde de Trípoli— afirmaban que era a él a quien debían la desbandada del ejército de Nur al-Din. Otros, en Constantinopla, contaban que Morgennes se había convertido en uno de los más poderosos mercenarios al servicio del emperador, en una de sus «almas negras». Guillermo inspiró profundamente y se lanzó:

—Creo en las amazonas, yo mismo he conocido a su reina..:

El emperador levantó la mano de nuevo, y el secretario intervino:

—¡Al grano!

—Como se dice en la Biblia —añadió Guillermo—: «Él es la primera de las obras de Dios». Por mi parte, sería presuntuoso creer que el hombre los ha exterminado a todos. Forzosamente deben de quedar aún algunos. Aunque solo sea para el Apocalipsis...

—¡Al grano!

—Pues bien —se apresuró a concluir Guillermo—, sí, lo creo. Con mayor razón aún porque creo en el Diablo, y no creer en los dragones sería como decir que el Diablo no existe o ha sido definitivamente vencido. Ya que draco iste significat diabolum («este dragón representa al Diablo»), como dice Isidoro de Sevilla en sus Etymologiae.

Una pálida sonrisa iluminó el blanco rostro del emperador, visiblemente satisfecho por la respuesta de Guillermo.

—Venid —dijo el secretario de Manuel—. Su majestad quiere celebrar vuestro acuerdo. Para hacerlo, iremos a la sala de los diecinueve lechos, donde su majestad tiene por costumbre recibir a sus huéspedes más importantes.

El emperador interrumpió a su secretario y declaró:

—Pero antes me gustaría que visitarais mis jardines, y luego mostraros mis preciosas colecciones de objetos sagrados y de reliquias.

—¡Majestad, qué gran honor! —exclamó Guillermo.

En un deslumbrante despliegue de ropas de seda forradas de oro y piedras preciosas, Manuel pasó ante Guillermo, seguido de su secretario, su primer protospatario (el portador de su espada), el logoteta del Dromos (con quien Guillermo tendría que concretar los detalles de su acuerdo diplomático) y su maestro de las milicias: el megaduque Colomán. Seis de los doce guardias nórdicos que velaban en todo momento, fuera de día o de noche, por la seguridad del emperador se unieron a ellos y se colocaron de tres en tres, a uno y otro lado de estos importantes personajes.

Manuel Comneno había subido al trono en 1143. Hijo, nieto y biznieto de emperador, había tenido la suerte, si puede decirse así, de heredar un imperio reforzado, engrandecido y estabilizado por la espada de sus antepasados. Pero ¿y él? ¿Qué legaría Manuel a su hijo, el joven Alejo II? ¿Aumentaría la herencia recibida, o al contrarío, la disminuiría? Esta cuestión le atormentaba con mayor razón aún porque sus tierras se encontraban permanentemente amenazadas, al oeste y al este.

El sur ya se había perdido hacía mucho tiempo. El sur era Egipto, que en otra época había sido el granero de trigo del Imperio. Desde entonces, Constantinopla padecía constantes problemas de avituallamiento; por ello se arruinaba comprando víveres a los mercaderes —principalmente a los venecianos, odiados en todo el Imperio.

—Creedme —dijo el emperador a Guillermo—, tardaréis en olvidar lo que tengo intención de mostraros.

Entonces, como hacía a menudo para calmarse, divertirse o entretener la espera, Guillermo se pasó el largo bastón de la mano derecha a la izquierda y lanzó una breve ojeada a su extremo. Este representaba una cabeza de dragón. Masada, el comerciante que se lo había ofrecido, le había asegurado que se trataba del bastón de Moisés. ¿Le había tomado el pelo? ¿Quién podía decirlo?

Guillermo esbozó una sonrisa, y luego siguió al emperador y a sus hombres al enorme jardín del palacio de Blanquernas, al que daban las ventanas de la sala del trono.

Aquel lugar era un jardín zoológico más que un jardín de recreo; aquí y allá se veían jaulas que contenían animales que no tenían nada de fantástico. Así, tigres y leones caminaban de un lado a otro de su prisión con barrotes de oro y de vez en cuando lanzaban bufidos y aterradores rugidos. Como si quisieran ser agradables con ellos y recordarles su gloria de antaño, bandadas de palomas huían hacia el cielo y luego volvían a picotear, junto a las avestruces y los pavos reales, el grano que los guardias les habían lanzado —para alzar de nuevo el vuelo tras los bufidos siguientes.

—¿Creéis —preguntó el emperador a Guillermo— que una fábula puede confirmarse?

—Si hay suficiente gente para creerla, es posible.

—Entonces, ¿creéis que Dios es una fábula?

—¡Por san Martín! Desde luego que no.

Guillermo hizo una pausa. ¿Le estaban tendiendo una trampa? De pronto se puso a temblar de pies a cabeza ante la idea de que esta visita al jardín tuviera como finalidad echarle a la jaula de una de esas fieras que lanzaban hacia ellos miradas hambrientas. Cuando un tigre lanzó su ronco bufido, Guillermo lamentó no poder alzar el vuelo como las palomas del palacio.

—¿Tenéis frío? —preguntó a Guillermo el secretario imperial.

—No, no, estoy bien —dijo Guillermo, que no dejaba de sorprenderse por el extraño lazo que unía al secretario y al emperador.

Los guardias y el cortejo de Manuel dirigieron a Guillermo una mirada inquieta, tal vez inquisidora.

—Estoy bien —dijo Guillermo—. Os lo aseguro...

—¿Y el prestigio de un rey, un papa o un emperador —prosiguió Manuel como si no hubiera ocurrido nada—, creéis que se remite a la fábula? ¿A la leyenda?

—No lo sé —confesó Guillermo—. Creo que hay que hacer todo lo posible para vivir en la verdad; pero también es cierto que un pellizco de polvos mágicos realza el prestigio de aquellos sobre los que se deposita...

Acababan de llegar al centro del jardín, donde había una fuente. Allí, un hombre, una mujer, tres ancianos y dos niños, todos pobremente vestidos, esperaban a que Manuel les lavara los pies —como exigía la costumbre cada vez que el emperador iba a celebrar un festejo—. Mientras el emperador se arrodillaba para pasarles entre los dedos y por las pantorrillas un paño empapado en agua de la fuente, Guillermo se preguntó: «Estos pobres, ¿son auténticos pobres o sirvientes disfrazados? Y en ese caso, ¿quién engaña a quién?».

Mientras se hacía esta pregunta, el secretario del emperador se volvió hacia él para hacerle saber:

—Al principio, su majestad sospechó de vos.

—¿Cómo?

—¿Quién podía estar más interesado en desestabilizar el Imperio y en empujar a su majestad a entrar en guerra?

—No lo sé. ¿Los moldavos? ¿Los armenios?

—¡Pamplinas! —dijo el emperador, levantando la cabeza—. Los moldavos y los armenios son tan débiles que, a mis ojos, no existen. Pongamos, más bien, los sarracenos. Pero en este caso no habrían tratado de humillarnos en tanto que cristianos ortodoxos. Ellos no entienden estas sutilezas. No, los elementos a los que irritamos —y digo «irritamos», y no «amenazamos»— son dos y solamente dos.

—¿De dónde cree, pues, su majestad, que procede esta maniobra, si se me permite preguntarlo?

El emperador, que ahora estaba secando los pies de aquellos súbditos pobres con un paño de algodón, traído sobre una bandeja de plata por un joven sirviente, respondió:

—Pero si acaban de decíroslo: ¡de vuestra parte!

—¿De mí? —dijo Guillermo en el tono más inocente posible.

—Su majestad —prosiguió el secretario—, hablaba de «vuestra parte» en un sentido amplio. Se refería a vosotros, los cruzados. A Jerusalén y a Roma, si lo preferís. Su majestad sabe igualmente que, por emplear un eufemismo, no es santo de la devoción del papado.

—Lo que no es cosa nueva —comentó Manuel.

—De modo —prosiguió el secretario— que, atrapado entre estas dos potencias medianas, su majestad no ha tenido otra elección que partir a la guerra.

—Pero, gracias a Dios, creemos saber de dónde ha venido el golpe —dijo el emperador.

Manuel dejó caer el paño entre las manos del joven paje de la bandeja de plata y se alejó de la fuente sin dirigir una mirada a sus pobres, que, verdaderos o falsos, doblaron la rodilla a su paso.

—¿Y de dónde procede? —insistió Guillermo.

—Ni de Roma ni de vuestra parte. No.

—Majestad, rae muero de curiosidad.

—Silencio —dijo el secretario.

—Cada cosa a su tiempo —continuó el emperador—. Os he hablado de mi colección de objetos preciosos, ¿lo recordáis?

—Es un honor que no se olvida, majestad —dijo Guillermo—. Pero ¿qué relación hay entre los dragones y el reino del Preste Juan?

—Veréis, después de una profunda reflexión, me he preguntado si no podría ser que, tanto los unos como el otro, existieran. Al igual que, por ejemplo, los caballeros de la Tabla Redonda... Creo que sois un gran aficionado a los libros, ¿verdad?

—Sí, me jacto, en efecto, de pasar mucho tiempo en su compañía; pero no pierdo el tiempo leyendo cuentos de aventuras. Lo que me interesa es la historia, y solo la historia. Me intereso únicamente por los hechos. Por la realidad. Las fabulaciones de los juglares no me atraen...

En este momento de la conversación llegaron, en el otro extremo del jardín, ante una pesada puerta de bronce insertada en un muro de piedra blanca. El emperador, que marchaba en cabeza, se apartó para dejar pasar a Guillermo.

—Hacedme el honor.

De nuevo Guillermo tembló. Dado que pronto sería mediodía, no podía atribuir los estremecimientos al frío. Sobre todo en ese inicio de primavera, en el que hacía un tiempo magnificó.

Obedeciendo al emperador, al que de todos modos nadie se habría atrevido nunca a desobedecer en su palacio, Guillermo franqueó el umbral de la enorme doble puerta, que dos lacayos acababan de abrir ante él, y se encontró frente a un largo corredor, guardado por dos dragones.

Guillermo estuvo a punto de desvanecerse, pero el propio emperador impidió que se desplomara, sosteniéndolo en el último momento.

—¡Rehaceos! —le dijo—. ¡Y mirad!

Guillermo abrió los ojos, y se dio cuenta de que no había visto bien. Lo que había tomado por dos dragones eran solo dos enormes lagartos, con crestas y escamas, equipados con una silla a la que se encontraba encaramado un caballero con la lanza apuntando hacia delante. Los lagartos, tan altos y aparentemente tan dóciles como palafrenes, no movían ni una pestaña. Solo sus ojos globulosos y negros permanecían clavados en Guillermo, igual que las largas lenguas rojas con el extremo bifurcado, que apuntaban a intervalos regulares en su dirección.

—¡Dios mío! —dijo Guillermo—. ¿Por qué milagro...?

—No hay ningún milagro —dijo el emperador—, sino un simple descubrimiento. Estos lagartos, o pequeños dragones, si lo preferís, proceden de una isla situada en los parajes de la India, adonde mis mercenarios fueron a buscarlos.

—Es extraordinario.

—¿Habéis oído hablar de la Compañía del Dragón Blanco?

—¡Desde luego! —dijo Guillermo, entusiasmado.

—Mi sobrina forma parte de ella. ¿No la habréis conocido, por casualidad?

—No lo creo. Pero esta compañía dio, en Jerusalén, un espectáculo que no olvidaremos. Y he oído decir que el Dragón Blanco permitió que Amaury y sus hombres salvaran la vida durante una de las campañas, desastrosas ciertamente, de su alteza en Egipto.

—Contadnos esto.

Guillermo carraspeó para ocultar su turbación. Entonces, para no aumentar su incomodidad, el emperador propuso:

—Vayamos a mi biblioteca. Allí estaremos mejor para hablar. Comprendo que no os sea fácil expresaros aquí, en la turbadora presencia de estos dragoncillos. Pero me son indispensables. Hace dos meses y medio hubo unos robos...

—¡Robaron a su majestad!

Manuel Comneno hizo un gesto en dirección a su secretario, que prosiguió:

—Sí. Alguien robó tres reliquias que su majestad tenía en particular estima. Desde que su majestad ordenó que apostaran a estos dos dragoncillos a la entrada de su colección, no ha vuelto a cometerse ningún robo.

—Este tipo de incidente no se reproducirá —concluyó Manuel Comneno levantando una mano cargada de anillos.

Other books

No Woman So Fair by Gilbert Morris
The Shop on Blossom Street by Debbie Macomber
Known to Evil by Walter Mosley
Loups-Garous by Natsuhiko Kyogoku
Texas Men by Delilah Devlin
Desire Lines by Christina Baker Kline