Read La espada de San Jorge Online
Authors: David Camus
Morgennes recordó la promesa que había hecho al conde de Flandes cinco años atrás: ir al Paraíso para buscar a su mujer. Pues bien, si estaba llegando al Paraíso —como podía suponerse, ya que realmente esta montaña era tan alta que era imposible que no comunicara con el Cielo—, los ruidos que oíamos tenían que ser sencillamente el batir de alas de los ángeles.
—Querido conde —murmuró Morgennes—, os prometo por mi honor y por mi alma que haré todo lo que esté en mi mano para devolveros a Sibila y llevarla junto a vos. Estéis donde estéis...
—Morgennes —le dije—, deliras. ¡Este no es el acceso al Paraíso! Vamos, reflexiona. Sabes que el Paraíso es comparable al jardín del Edén, y que este está regado por cuatro ríos, uno de los cuales es el Nilo. Ahora bien, por lo que sé, el Nilo no fluye por esta región. El único río cuyas orillas recorrimos era el Aras, que dejamos más abajo hace dos días.
—Confundes el jardín del Edén, o dicho de otro modo, el paraíso terrestre, con el paraíso celeste, llamado también «el seno de Abraham». Y como precisaron tantas veces los Padres de la Iglesia, este es comparable al tercer cielo. O si lo prefieres, al cielo empíreo, más allá del firmamento.
—Humm... —dije, demasiado fatigado para iniciar una polémica—. Sea como sea, ¿crees que ahí contemplaremos a Dios cara a cara?
—¡Eso espero! ¡Tengo algunas preguntas que hacerle!
—Pues bien, en ese caso procura no olvidarte de Cocotte y de mí. Nosotros no tenemos ni tu valor ni tu fuerza. Por otra parte, temo que, frente a Dios, no tengas la talla suficiente para imponerte. En fin, ¡ya veremos!
Como dignos sucesores de un largo linaje de exploradores, unimos nuestros pasos a los de nuestros predecesores. Curiosos, letrados, militares, conquistadores, caminantes extraviados, geógrafos, fugitivos: centenares de viajeros habían partido antes que nosotros en busca del Paraíso, y millares partirían también después. Numerosos documentos, cartas, portulanos, testimonios, que nosotros habíamos encontrado (robado) por cuenta de Manuel Comneno, trataban justamente de esta cuestión: el Paraíso.
¿Dónde se encontraba? ¿Podía accederse a él desde la tierra o era preciso morir para tener la oportunidad de llegar a él? De Cosmas el Indicopleustes a Isidoro de Sevilla, pasando por Pierre Lombard, numerosos sabios habían tratado de señalar el modo de acceder a él. Bernardo de Claraval, por su parte, había explicado claramente que era muy simple: era suficiente vestir el hábito religioso, ya que «el claustro es realmente un paraíso».
En realidad, la única cosa en la que pensaba Morgennes, su obsesión, eran los dragones. Ellos constituían la clave de su pequeño paraíso personal: la caballería.
Y en este instante, aparte de la promesa que había hecho a Thierry de Alsacia y de su deseo de volver a ver a sus padres, una sola cuestión ocupaba su mente: «¿Había o no dragones en la entrada del Paraíso?».
Tal vez no.
Pero ¿y en la entrada del imperio del Preste Juan? Indudablemente sí. La carta que nos había mostrado Manuel Comneno no podía ser más elocuente al respecto: ¡en ese lugar los dragones pululaban como moscas sobre una bosta de vaca!
Además, dado que seguíamos los pasos de Alejandro, ¿por qué no íbamos a encontrar a los dragones que ese gran conquistador había visto, y con los que incluso había combatido, tal como mencionaba en una carta enviada a su maestro Aristóteles?
Poco antes de nuestra partida de Constantinopla, Morgennes había decidido ir a visitar a las tres brujas a las que había robado, por orden de Manuel Comneno, el único ojo, la única oreja y el único diente que les servían para ver, oír y hablar. Sin ellos, las brujas estaban sordas, mudas y ciegas; o lo que era lo mismo, impotentes.
Pero esas brujas tenían, según se decía, un poder: el de ver en el tiempo y penetrar la niebla en la que estaban sumergidas nuestras pobres vidas humanas. Morgennes deseaba plantearles una pregunta: «¿Dónde podré encontrar lo que busco?».
A cambio, claro está, las viejas le pedirían que les devolviera sus bienes. De manera que, unas noches antes, Morgennes había penetrado en el palacio de Blanquernas, al noroeste de Constantinopla, donde Manuel Comneno tenía su residencia y sus magníficas colecciones de objetos raros y de reliquias.
Como una sombra, había conseguido deslizarse sin ser visto por los pasillos y los corredores, había conseguido evitar a los guardias, desactivado los numerosos cepos, trampillas y lazos colocados en su recorrido, y finalmente se había introducido en la sala de los cofres, donde se guardaban los tres preciosos objetos. Tras robar por segunda vez lo que ya había robado en una primera ocasión, había ido luego a devolver estos bienes a sus legítimas propietarias.
Apenas habíamos entrado en su maldita cabaña, las tres viejas se habían puesto a lanzar bufidos y a golpear el suelo con las manos. Cuando una de ellas posó sus largos dedos ganchudos sobre el pie de Morgennes, y subió por el muslo hasta sujetarle la entrepierna, Morgennes le devolvió su ojo. Al momento, las viejas retrocedieron precipitadamente, en un movimiento simultáneo, aterrorizadas. Una de ellas dejó escapar una especie de estertor, que resumía sus pensamientos: «¡Otra vez tú!».
Tras dar su oreja a la segunda bruja, Morgennes le dijo —después de que volviera a colocarla en su lugar:
—¡He venido en son de paz! ¡Solo quiero hablaros!
Nuevos estertores, que no prometían nada bueno.
—También he traído esto. —Les mostró su diente, un raigón negro y medio podrido—. ¿Lo queréis?
Estertores y más estertores.
Una de las viejas le tendió la mano, en un gesto implorante. Morgennes la miró, y luego contempló la miserable choza donde moraban. ¿Por qué no vivían en un palacio? El emperador debería tenerlas a su lado en todo momento, y en cambio, había pedido a Morgennes que les robara sus posesiones más preciadas. ¿Qué beneficio obtenía con ello? Si lo había hecho para que no pudieran seguir ejerciendo sus habilidades como adivinas, ¿por qué no matarlas? Y si verdaderamente leían el futuro, ¿por qué se habían dejado robar?
Este cúmulo de interrogantes rodeaba de un aura de misterio a estas tres viejas, tan decrépitas que parecían haber nacido en la época de Alejandro Magno. En todo caso, muchos aseguraban, en las colas de las panaderías y las carnicerías de Constantinopla, que habían conocido al viejo emperador Constantino, y que a este último debían su extraña vivienda. «De hecho —afirmaba la gente—, puede decirse que forman parte de la ciudad hasta el punto de que su desaparición significaría con certeza el fin de Constantinopla.»
—Os devuelvo vuestro diente a cambio de una información...
Las brujas silbaron, gruñeron, mascullaron algo ininteligible.
—¿Estáis de acuerdo? Nuevos cuchicheos.
—Lo tomaré por un «sí» —dijo Morgennes.
Y les devolvió su diente.
Después de recuperar una su ojo, otra su diente y la tercera su oreja, las tres brujas se acercaron a Morgennes siseando:
—¡Tú! —cloqueó la vieja del diente—. ¡Tuuuuú! —repitió, apuntando con el dedo a Morgennes.
—¡Que los patriarcas nos ayuden! —dije yo persignándome.
—¡Liberado! —cloqueó una vez más la vieja—. ¡Liberrrrado de todo! De lo materrrrial y del orrrrgullo...
Las viejas se envolvieron en una manta mugrienta; a continuación, la primera echó la cabeza hacia atrás, mostrando el blanco de los ojos, mientras la segunda se golpeaba la frente contra el suelo. La tercera emitió una especie de silbido extremadamente agudo, que nos obligó a taparnos los oídos; pero, al cabo de un momento, de su boca salió una lengua parecida a la de una serpiente, y con ella esta frase, pronunciada con voz sibilante:
—¿Qué tipo de hombre eres tú?
—Un hombre como los demás —dijo Morgennes—. En busca de aventuras...
—No, no eres un hombre...
—Pues ¿qué soy entonces? —preguntó Morgennes.
—¡Camina! —dijo la vieja—. ¡Camina sssiete y sssetenta y sssiete días, en dirección a la cuna del sssol... ¡Entonces sabrás!
Y así, Morgennes y yo nos pusimos en camino después de habernos equipado con material de escalada. Cuerdas, pitones, martillos, pieles de oso, cascos, palas, picos para el hielo... e incluso crampones. Con nuestro equipo metálico envuelto en trapos untados en aceite para protegerlo del frío, partimos en la dirección indicada por las tres brujas, que, cosa extraña, coincidía totalmente con la de la decimotercera misión de Morgennes; es decir, hacia Oriente y las Indias.
En dirección al imperio del Preste Juan.
Sin embargo, yo no dejaba de pensar que si alguien hubiera querido desembarazarse de nosotros y hacernos una mala jugada, no habría actuado de otro modo. Pero ¿quién iba a hacer algo así? ¿Quién podía estar interesado en ello?
Nadie.
Y Manuel Comneno esperaba realmente que le llevaran, en bandeja de plata, la cabeza del Preste Juan (si existía), o la del que había redactado aquellas cartas.
De manera que, con la cuerda enrollada de través en torno al cuerpo, un pico en la mano, y los pitones y los ganchos balanceándose y tintineando sujetos a la cintura, avanzamos trepando sin descanso, aunque cada vez más lentamente a medida que el terreno ascendía y las montañas —majestuosamente envueltas en nubes y nieves, soberanas imperturbables junto a las que Morgennes y yo no éramos más que dos sombras minúsculas— se acercaban a nosotros.
Al cabo de setenta y dos días de marcha, alcanzamos por fin los contrafuertes del monte Agri Dagi, donde nos concedimos un breve descanso en el monasterio de San Jacobo. Allí nos regalamos con jabalíes asados y truchas asalmonadas pescadas en el Aras, mientras bebíamos vino de la viña más antigua del mundo.
—La que plantó Noé, no lejos de su arca —nos explicó uno de los monjes—. Para dar las gracias a Dios por haber puesto fin al diluvio.
—Esa de la que bebió vino hasta la ebriedad —añadió Morgennes.
Al ver que el monje le miraba mal, le di un codazo y dije:
—¡Noé, el salvador de la humanidad! Le debes respeto, ¿sabes?
Morgennes me hablaba a menudo de los dibujos que había visto en el palacio de Colomán, y me decía que los paisajes que atravesábamos se parecían a los que estaban representados allí. Estaba convencido de que los bizantinos nos habían precedido en este lugar y se preguntaba si la Compañía del Dragón Blanco no habría pasado por aquí también. Cuando le pregunté la razón, me contó:
—Gargano, el hecho de que los astilleros de Constantinopla hayan sido cerrados al público, que no hayamos encontrado ni rastro de la Compañía del Dragón Blanco en Constantinopla y los esquemas que vi en el faro... Todo ello me induce a pensar que algo importante se trama en torno a Constantinopla, la Compañía del Dragón Blanco y tal vez también los dragones...
¡Los dragones!
Caminábamos en dirección al ruido de alas y yo seguía irguiéndome sobre sus hombros para ver qué distinguía. Pero solo veía un formidable mar de bruma, que se elevaba hacia un pico de una altitud vertiginosa. A veces pensaba en nuestra vestimenta, y me preguntaba si aquel era un atuendo adecuado para presentarse ante san Pedro.
Pero no tuve que preocuparme por san Pedro, porque lo que descubrimos entonces nos dejó sin aliento —a mí el primero.
—¡Morgennes! —exclamé—. ¡Es increíble!
—¿Qué ves?
—Hay un hueco en la cima de la montaña, ¡un hueco en forma de casco de barco! ¡Como si alguien hubiera bajado el Arca de Noé de su atalaya en lo alto del monte Ararat!
—¡Majaderías! ¡Eso es imposible!
—¡Sigue adelante, vamos!
Apresurando el paso, Morgennes nos condujo al borde del mar de bruma de donde surgían los ruidos de ángeles ó de pájaros. Imaginaos una superficie inmensa, lechosa, yesosa, agitada por remolinos, y un fragor de alas que llegaba por debajo, aumentando de intensidad... Cuando el ruido se hizo tan ensordecedor como el de mil olas rompiendo contra una roca, Morgennes me gritó:
—¡Prepárate! ¡Cuando los ángeles lleguen, saltaré al vacío para sujetarme a uno de ellos! ¡No le quedará más remedio que llevarnos al Cielo!
—¡Morgennes! ¡No! ¡No hagas estupideces!
Para dar aún más fuerza a su resolución, Morgennes, que se había desembarazado de su armadura bermeja en la tienda de un prestamista de Constantinopla, pasó la mano bajo su cota de cuero de ciervo, luego bajo su camisa de tela de cáñamo, y apretó la cruz que le había dado su padre. Sus labios formaron un padrenuestro silencioso, y noté cómo tensaba los músculos, dispuesto a lanzarse al vacío.
—Tengo miedo —dije—. Creo que no he tenido tanto miedo en mi vida.
—Siempre me has dicho que yo no había cruzado realmente. .. ¡Pues bien, ha llegado el momento de lanzarme de verdad!
Sabiendo que tal vez solo nos quedaba el tiempo de un latido, miré el paisaje, devorando con los ojos lo que probablemente era lo último que me sería dado contemplar. Pero debía de encontrarme en pleno delirio, porque el cielo era negro y la nieve flotaba, en contra del sentido común, en todas direcciones. En lugar de descender, algunos copos incluso subían en la oscuridad, semejantes a estrellas blancas.
—¿Crees que habrá aún un poco de tierra bajo esas nubes? —pregunté a Morgennes.
—¡Qué importa eso! ¡Nosotros subiremos!
Luego, cuando las nubes del borde del precipicio empezaron a temblar, se lanzó al vacío.
Y cayó sobre un ala.
Con su afilada espada se lanza al ataque de la serpiente maléfica;
la taja hasta el suelo y la corta en dos mitades.
CHRÉTIEN DE TROYES,
Ivain o El Caballero del León
Manuel Comneno levantó la nariz de su brebaje, una sopa especiada servida en un bol de oro incrustado de perlas. El líquido palpitaba como si estuviera vivo y tenía el color lechoso de las sopas chinas. Sin tan siquiera asegurarse de que su catador todavía se encontrara con vida, Manuel bebió un trago del líquido ardiente, y luego hundió su mirada en los ojos de Guillermo.
—Majestad —dijo el secretario de Manuel Comneno.
—Que me envenenen si les place. Estoy inmunizado contra todo.
Luego, volviéndose hacia Guillermo, el emperador de los griegos le explicó:
—Mis catadores solo me sirven para saber si han tratado de envenenarme. A mí, los venenos no me hacen nada. Apenas realzan un poco el sabor de mis platos.