La espada de San Jorge (46 page)

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Authors: David Camus

BOOK: La espada de San Jorge
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—No me halagues. Debo recuperar la unidad del mundo árabe. Luego me preocuparé de los francos. En cuanto a vosotros, los fatimíes...

Palamedes sentía una presencia a su espalda, distinta a la de Saladino. ¿Quién podía ser?

—... estamos a vuestro servicio —susurró—. ¡Y os suplicamos que intervengáis, no por mi padre, no por el califa al-Adid, no por el islam, sino por ella!

Sacó de debajo de su manto un cofrecillo de marfil y lo ofreció a Nur al-Din.

Saladino se acercó, cogió el cofrecillo y lo entregó al sultán.

Antes de que lo abriera, Palamedes —seguro de su éxito— se incorporó y trató de mantener una actitud de máxima humildad, porque todo en su ser respiraba, rezumaba, apestaba a avidez, a poder. Estaba a punto de ganar.

«Vamos —se dijo—. Saborea este instante. Tal vez seamos la más débil de todas las facciones, pero ¡qué importa eso! Somos nosotros quienes manipulamos a los demás. ¡De modo que aprovéchalo! Disfruta del modo como aquí el día se tiñe de azul bajo la acción del crepúsculo...» Paseó su mirada por los muros del jardín, donde la luna se entretenía recortando siluetas y formas inhumanas, recuerdos del tenebroso pasado de Damasco. Sin siquiera darse cuenta, había empezado a acariciar con mano distraída el pomo de su espada, y con una voz átona declaró:

—Si las espadas de Dios entran en acción, nada podrá resistirse a ellas.

Esta frase pareció atraer la atención de Nur al-Din, que levantó los ojos hacia él, después de haber mirado en el interior del cofrecillo.

—¿Qué es? —preguntó el sultán.

—Cabellos, que su excelencia el califa de El Cairo os ruega que aceptéis, pues pertenecen a la más preciosa, la más frágil y la más amenazada de las personas que puedan existir.

—¿De quién estáis hablando?

—De la mujer que no existe.

Se produjo un movimiento a espaldas de Palamedes, y la sombra que hasta ese momento se había mantenido oculta se desveló y se lanzó a su vez a los pies del sultán. Se trataba de Shirkuh el Tuerto, el tío de Saladino, la espada más hábil del islam y, sobre todo, el padre de la mujer que no existe.

—¡Oh esplendor del islam —dijo Shirkuh—, consultad el Corán y pedid consejo al Altísimo...! ¡Os conjuro a hacerlo! ¡Debemos ir a El Cairo!

Nur al-Din levantó la mano, haciéndole callar. Luego, tomando de manos de su médico, ibn al-Waqqar, un magnífico Corán, lo abrió al azar y leyó —ante el estupor del grupo—: «Si las espadas de Dios entran en acción, nada podrá resistirse a ellas...».

Era la guerra. Dios lo había querido.

47

Dios, su creador, no ha dado a nadie el poder de evocar 

toda la belleza de esta joven.

CHRÉTIEN DE TROYES,

Cligès

Morgennes se encontraba en un jardín rodeado de altos muros. Tamarindos y baobabs, orgullosos y erguidos, tan inmóviles como gigantes al acecho, cocoteros y palmeras de tallo esbelto, balanceando sobre las avenidas sus sombras delicadas, constituían los extraños pilares de esta catedral verde. Caminando a la sombra de una cortina de bambúes, Morgennes se dirigió hacia el centro del jardín, donde había distinguido una forma.

Una mujer.

Concentrada en su bordado, estaba sentada en el brocal de un pozo. Su cabeza, inclinada sobre sus manos en actitud piadosa, estaba cubierta por un velo de color blanco. Era imposible distinguir sus rasgos. ¿Era hermosa? Por curioso que parezca, sí lo era, incontestablemente. Al momento, Morgennes experimentó una curiosa sensación de
déjà-vu
, como la que ya había sentido en presencia de Azim, de Guillermo de Tiro, o al oír el nombre de Masada. Y sobre todo, se sintió turbado. ¿Por qué?

Porque, por primera vez desde hacía mucho tiempo, tenía la sensación de estar de vuelta con los suyos. Sin embargo, solo veía un velo. Y ese velo, probablemente, cubría la cabeza de la princesa que tenía que llevar junto a Amaury, para cumplir con la misión que le habían encomendado.

Dicho de otro modo, de su futura reina.

Sin atreverse a moverse, para no enturbiar ese instante, permaneció un rato observándola. Algunos pájaros revoloteaban en torno a la joven, y otros iban a desentumecer sus patas sobre el brocal del pozo donde estaba sentada. Su piar era como una conversación, y cuando ella tiraba de los hilos de su bordado, parecía un trino en respuesta a los de los pájaros. Entonces estos volvían a ponerse a cubierto en los árboles, donde seguían gorjeando.

Morgennes volvió a pensar en la mujer del conde de Flandes, Sibila. También ella había vivido encerrada. Pero Sibila lo había elegido; mientras que esta mujer, en el albor de su vida, nunca había conocido nada aparte de su Cofre, por lujoso que fuera... «¡Vamos, serénate! —se dijo de pronto—. ¡Olvida lo que tus ojos te muestran! ¡No has venido aquí por ti!»

Estaba aquí por Amaury, solo por él. Sin embargo, se sentía como el Tristán de los cuentos de Béroul y de Chrétien, que, en misión por su rey, se enamora de la bella Iseo. ¿Y si volvía a marcharse?

Entonces miró su antorcha y vio que la llama estaba orientada hacia la joven. ¿Era posible que, desde el principio, el fuego se propusiera llevarle hasta ella? Sí, era posible. Se adelantó, sintiéndose tan desnudo como el día de su nacimiento, a pesar de la cadena que llevaba en la mano. Sus pies hicieron crujir la grava, y vio cómo la joven interrumpía su labor, levantaba la cabeza y dejaba caer sus trabajos de costura sobre el vestido. Sus manos ya no corrían, ahora estaban inmóviles, sobre las rodillas. Avanzó unos pasos más, con la antorcha en alto. La luz caía sobre la joven y se perdía en los pliegues de su ropa, proyectando sobre el velo un nimbo de misterio, una aureola dorada.

Se quedó allí, sin moverse. Si hubiera dado un paso más y hubiera tendido el brazo, habría podido tocarla. Pero permaneció inmóvil, preguntándose qué debía decir. Fue ella quien rompió el silencio:

—¿Habéis venido a cogerme otro mechón de pelo?

Morgennes se sobresaltó. No había pensado que pudiera hablar antes que él.

—¡No, de ningún modo! He venido...

La joven le miraba, con sus ojos sorprendentemente azules fijos en los suyos. Parecía un animal acosado, dispuesto a pelear hasta el último aliento.

—¡He venido para salvaros! —dijo de un tirón, recitando las palabras de san Jorge a su princesa.

—¿Vos? Pero ¡si sois mi carcelero!

—¿Yo? ¡De ningún modo!

Se arrodilló a los pies de su futura reina. Podía ver la obra en la que trabajaba. Se trataba de un fino velo de lino, de un color uniformemente negro, adornado con franjas de oro. Un tejido de una increíble belleza.

—¿De qué, o de quién, habéis venido a salvarme?

—¡Del dragón!

—¿Qué dragón? Aquí no hay dragones.

—Está en el exterior, en el laberinto...

—Ah, comprendo —dijo la joven—. Pero no, os equivocáis. No hay ningún dragón. Estas bestias ya no existen. Lo que habéis tomado por un dragón es el propio laberinto.

—¿De modo que conocéis ese lugar?

—Un poco, ya que de ahí vienen mis carceleros.

—Creía que no tenían derecho a visitaros.

—¿Y quién podría impedírselo? Por otra parte, no vienen a menudo. Aquí tengo todo lo que necesito para bordar, y este jardín me proporciona bastante alimento...

—Entonces, ¿por qué vienen?

—¿Por qué os parece?

—Para contemplaros, sois tan hermosa.

Morgennes se interrumpió bruscamente y bajó la cabeza.

—Perdón, mi reina.

En lugar de parecer ofendida, la joven le preguntó:

—¿Me diréis por fin quién sois?

—Me llamo Morgennes —dijo él levantando la cabeza—. Y he venido para salvaros.

La joven le miró, entre divertida y confusa.

—Yo me llamo Guyana —dijo.

—¡A vuestro servicio!

—¿Puedo saber quién os envía?

—Mi rey, Amaury I de Jerusalén. Pero hablaremos de todo ello más tarde. ¡Ahora debemos partir!

La joven se estremeció.

—No os preocupéis —dijo Morgennes—. ¡Estoy aquí!

Hubo un movimiento en el fondo del jardín. Una yegua paseaba. Cosa extraordinaria, tenía una especie de cuerno en la cabeza, en medio de la frente; pero Morgennes se dijo que tal vez fuera un rayo de luz, porque la yegua estaba medio en sombras, bajo un claro del follaje por el que se filtraba un espejeo de fulgores, que en ocasiones caían perpendicularmente sobre su pelaje, sembrándolo de hilos de oro.

—¿Estoy viendo un unicornio? —preguntó a Guyana.

—Sí.

—Creía que no existían...

—Depende.

—¿De qué?

—De lo que mejor os convenga. Si no creéis en ellos, no los veréis.

Entonces Morgennes se acercó lentamente a la yegua y se dio cuenta de que el supuesto cuerno solo era el fruto de un juego de sombras y luces. Había tantos unicornios en ese jardín como dragones en los montes Caspios. Curiosamente, se sintió decepcionado.

—Creo que habría preferido equivocarme —dijo a Guyana.

—Y yo hubiera preferido no tener que elegir nunca.

Se levantó del brocal, se arregló los pliegues del vestido, y dijo:

—He esperado tanto este momento que ya no sé si es una suerte o una desgracia.

—Os comprendo perfectamente —dijo Morgennes—. Pero yo os ayudaré. No me iré de aquí sin vos. Tomaos el tiempo que queráis, saldremos por donde he entrado.

—No, es imposible. Esta puerta es la del dragón. No tengo derecho a franquearla.<


—Pero entonces, ¿cómo lo haremos? Se dice que el Cofre donde vivís no tiene puerta.

—Es falso. Hay dos.

—Desde el exterior no se ven.

—Es porque solo conducirán al exterior si yo acepto abrirlas. Dejad que os lo muestre.

Guyana le acompañó en un recorrido por sus dominios. Aquí y allá, las celosías se abrían sobre el jardín, en lugar de dar, como es habitual, a la agitación de las calles. Algunas habitaciones, excavadas en los muros, hacían las funciones de vivienda; pero lo más interesante eran las dos enormes puertas de madera, adornadas con grandes clavos negros y separadas por una especie de nicho. Una de estas puertas, orientada hacia el oeste, estaba provista de una aldaba en forma de pez. Representaba la religión cristiana. La otra puerta, vuelta hacia oriente, representaba la religión musulmana. Su aldaba tenía forma de media luna.

—Pero entonces —preguntó Morgennes—, ¿por qué no habéis salido? ¿No sois, en realidad, una prisionera?

—Soy y no soy una prisionera. Simplemente no tengo religión, y mientras no la tenga, permaneceré aquí, porque no existo. Mis padres se pusieron de acuerdo, en otro tiempo, para dejarme a mí la elección. O bien me hago cristiana, como mi madre, y saldré por aquí (señaló la puerta de la cristiandad), o bien me hago musulmana, como mi padre, y en ese caso saldré por aquí —concluyó señalando a Morgennes la puerta ante la que se encontraban.

—Pero, entonces ¡elegid!

—No lo comprendéis. Para mí, no se trata solo de elegir entre islam y cristiandad, sino entre mi padre y mi madre. Es una elección difícil.

Como si se dispusiera a efectuar un largo viaje, Morgennes se ajustó las correas de su talego y propuso:

—¿Por qué no vais hacia la cruz?

—Porque no estoy convencida.

Morgennes se acarició el mentón, y luego dijo:

—Creía que en el caso de un niño cuyos padres son de religiones diferentes, pero en la que uno al menos es musulmán, era la religión musulmana la que se imponía.

—Eso es lo que dicen los musulmanes. Pero yo, en todo caso, soy una excepción. Una triste y solitaria excepción.

—Yo soy un poco como vos —dijo Morgennes—. Excepto que yo soy de padre cristiano y de madre judía.

—Venid —dijo ella después de un breve silencio—. Me gustaría presentaros a una mujer honrada por varias religiones.

Le llevó hacia el nicho que se encontraba entre las dos puertas, y le hizo ver lo que había en el interior: un icono que representaba a la Virgen. Era un retrato de un pasmoso realismo, y Morgennes no pudo evitar un estremecimiento al contemplarlo. ¿Quién había podido ejecutar este icono con tanto talento?

—¿Pixel? ¿Azim?

—No —respondió Guyana—, miradlo mejor, Morgennes, y decidme qué veis.

Morgennes hundió su mirada en la de la Virgen, y tuvo la turbadora sensación de ser observado a su vez. Cuando se desplazaba por el jardín, la Virgen no apartaba sus ojos de él. ¿Era una ilusión óptica? ¿Un truco de magia?

—¿Qué prodigio es este? Su mirada me sigue allá donde voy...

—Allá adonde vais, sí. Y allí adonde iréis. Porque este retrato representa a la Virgen; pero si es tan especial, y si ha sido colocado aquí para velar por mí, es porque fue pintado por un niño que se encontraba también entre dos religiones.

—¿Un niño entre dos religiones?

—Jesús.

Morgennes se quedó boquiabierto.

—Pero no es más que una leyenda —prosiguió Guyana, divertida por su desconcierto—. Se ha transmitido de generación en generación, entre los ofitas igual que entre los coptos, si no he entendido mal. Este icono no es de factura humana, sino divina.

—Es increíble —dijo Morgennes—. ¿Puedo tocarlo?

—Si queréis... Después me gustaría mostraros otra cosa.

—¿Qué?

—El pozo en el fondo del cual está Dios.

48

¡Mata! ¡Mata!

CHRÉTIEN DE TROYES,

Filomena

—¡Basta! —gritó Amaury—. ¡Deteneos!

Con la lanza en ristre, espoleó a su caballo y recorrió las principales calles de Bilbais, que el ejército franco estaba saqueando. Pero, por desgracia, Amaury no consiguió en Bilbais lo que había conseguido unos meses atrás en Alejandría. Y la ciudad fue saqueada, por cuarta vez desde el inicio de su reinado.

Passelande, su corcel, avanzaba entre los cadáveres —hombres, mujeres o niños, apenas se distinguían—. Las edades y los sexos habían sido borrados a golpes de espada, e incluso la carne de los animales se mezclaba con la de los humanos. Un hedor infernal saturaba el aire, una fetidez tan nauseabunda que Amaury se inclinó en su silla para vomitar.

«¡Dios mío, qué hemos hecho! ¿Soy yo quien ha autorizado esto? Al menos no lo he p-p-prohibido con suficiente autoridad...»

—Majestad...

Amaury no se volvió, pero levantó la mano izquierda. «Que me dejen t-t-tranquilo.» No tenía ningunas ganas de oír lo que Guillermo de Tiro tenía que decirle. No ahora.

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