La espada de San Jorge (43 page)

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Authors: David Camus

BOOK: La espada de San Jorge
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Morgennes había establecido sus cuarteles en una torre del Viejo Cairo llamada Torre del Leproso. De hecho era un minarete abandonado porque amenazaba con derrumbarse. Regularmente dos o tres piedras se desprendían de la torre y caían con estrépito sobre la polvorienta calzada, que los habitantes de Fustat evitaban pisar. Era el lugar soñado para alguien que no quería ser molestado; el lugar perfecto para una sombra.

Algunos cuervos con la mirada turbia de los conspiradores, alegres damiselas murciélago y un viejo búho blanco por los años constituían el grueso de los inquilinos; el resto estaba compuesto únicamente por Morgennes.

De noche, trepaba a lo más alto de la torre, y allí, bajo una luna de yeso, volvía a pensar en todo lo que había dejado atrás. Echaba mucho en falta a Cocotte y a mí. Y para soportar nuestra ausencia, pasaba muchísimo tiempo rememorando los meses que habíamos pasado juntos. Lo mismo hacía con su hermana y sus padres, que surgían ante él cada vez que cerraba los ojos, tan reales como antaño. Tanto, que Morgennes a menudo se preguntaba quién estaba muerto, si ellos o él. Pero ni el búho de plumas blancas, a pesar de su aire de viejo sabio, ni los negros cuervos, ni las damiselas murciélago tenían ninguna respuesta que darle.

Entonces volvía a bajar para enfundarse un manto y salía a pasear por la ciudad. Allí trataba en vano de perderse en el laberinto de calles, donde incluso los nativos tenían dificultades para orientarse. Pero Morgennes recordaba hasta la más insignificante callejuela, la más anodina fachada, cada una de las grietas de las paredes; era imposible que se perdiera.

Cerraba los ojos y se ponía a soñar, para encontrarse infaliblemente en un inmenso bosque de troncos podridos, como roídos por las aguas. ¿Qué bosque era ese? El de su infancia, que su mente revisitaba. Porque él nunca lo había visto así, transformado en un pantano.

Volviendo a abrir los ojos para ahuyentar esta imagen, reanudaba el camino, bajaba algunos escalones —siempre recordaba cuántos—, y se dirigía hacia el palacio califal, en torno al cual le gustaba vagabundear. Nubes de rumores flotaban en el aire. Y entre dos regateos, dos cestos de fruta o dos sacos de trigo intercambiados, desgranaba informaciones. El jefe de los eunucos padecía mareos. Habían tenido que reemplazarlo. Los abds —esos esclavos negros que formaban el grueso de las tropas del califa— se quejaban de la negligencia con la que los herreros del palacio mantenían sus armas. Habían tenido que entregarse con urgencia importantes cantidades de vino, señal de que invitados importantes —y extranjeros, además— irían a visitar al califa. ¿Venecianos? ¿Písanos? Era difícil decirlo, pero seguro que eran mercaderes de metales, porque unos días después de las entregas de vino, las armerías de la ciudad habían redoblado su actividad, ennegreciendo de humo los cielos habitualmente límpidos de El Cairo.

Cuando la tristeza o la melancolía se apoderaban de él, Morgennes iba a buscar a su nuevo amigo, Azim. Juntos hablaban de todo y de nada. Pero su tema de conversación favorito eran los ofitas y esa misteriosa mujer que no existía.

¿Qué aspecto tenía?

—Nadie lo sabe —respondió Azim—. Ni siquiera estoy seguro de que los propios ofitas lo sepan, porque no tienen derecho a ir a visitarla.

—Sin embargo —decía Morgennes—, creía que la custodia de esa mujer era asunto suyo.

—La custodia, sí. Pero no la propiedad.

Azim se interrumpió un instante, mientras su esposa —con el rostro velado para que ningún hombre la viera— les servía té, y fuera resonaban címbalos y tamboriles. Cuando su mujer se hubo alejado, Azim continuó:

—Los ofitas son como esos judíos a los que uno confía sus bienes a cambio de un préstamo. Velan por los cofrecillos, pero no tienen derecho a abrirlos. Además, no olvides que, más que los ofitas, es un dragón quien la mantiene prisionera. Se dice que los ofitas han construido un laberinto por donde ronda un poderoso dragón. ¡Desgraciado quien ose acercarse a él!

—Ya no hay dragones —dijo Morgennes—. ¿Qué más se sabe sobre esa mujer?

—Llegó cuando era solo un bebé de pecho. ¿Qué edad tenía? Apenas seis meses. Físicamente era blanca como su madre, pero parecía poseer el carácter impetuoso de su padre: el famoso general Shirkuh, favorito de Nur al-Din. Tenerla en Damasco habría sido una provocación a los francos, les habría incitado a tomar de nuevo las armas. Mientras que guardarla aquí, en esta ciudad musulmana, pero chiíta, donde cristianos, coptos y ofitas tienen derecho de ciudadanía, era lo que en política llaman «un justo compromiso». Un acuerdo secreto, firmado por Luis VII, Leonor, Nur al-Din y Shirkuh, estipula que esta joven no tendrá derecho a reclamar su herencia mientras no haya elegido una religión.

—¿Cómo sabes todo eso? —preguntó Morgennes.

—Nosotros, los coptos, controlamos todo el papeleo de El Cairo, y conocemos casi todos los secretos de esta ciudad.

—¿Casi?

—Sí, hay uno que se nos escapa todavía y que, además de la venganza, fue el motivo de mi presencia en el templo de Apopis la noche de nuestro encuentro.

Morgennes se acercó a Azim, como si encontrarse justo a su lado pudiera permitirle leer sus pensamientos. Fuera, el ruido de los címbalos y los tamboriles se acercaba, y unas voces se mezclaban a los sonidos de los instrumentos.

—¿Hay una boda? —preguntó Morgennes.

—No. Es una de nuestras fiestas. Hoy celebramos la venida a Egipto de José y María. Por otra parte, eso me recuerda...

Azim se levantó y se dirigió hacia una mesa donde había un incensario. Cogió un puñado de incienso de un saco que había al lado y llenó el incensario, que empezó a humear abundantemente.

—¿Dónde guardan a esa mujer? —preguntó Morgennes.

Azim cerró el incensario y fue a sentarse junto a él.

—En un lugar llamado el Cofre. En cuanto a saber dónde se encuentra exactamente, lo ignoramos.

—¿No tenéis la menor idea de dónde puede estar?

—En mi opinión, en alguna parte de la ciudad vieja. Es decir, por aquí, en Fustat.

—Pero yo creía que vosotros, los coptos, erais los amos de esta parte de la ciudad.

—Morgennes, aquí tenemos este monasterio y una iglesia, un poco al sur del acueducto, pero eso es todo. Lo que han debido de decirte es que se nos toleraba.

—De hecho no me dicen gran cosa. Cada vez que pregunto dónde está el barrio copto, la gente pone cara de no entender, me envían a paseo o me responden que no existe.

—Un barrio que no existe para una mujer que no existe... —¿Por qué los ofitas?

—¡Qué mejor que una serpiente, que un dragón, para guardar a una princesa! Comprenderás por qué nosotros, los coptos, que somos los fieles servidores de san Jorge y de san Marcos, tenemos como enemigos, más aún que a los mahometanos, a esos perros de ofitas. Y si tengo que serte sincero, creo incluso que Nur al-Din y Luis VII esperaban secretamente que los ofitas hicieran desaparecer a esta joven.

—Azim, mi rey me ha encargado que la encuentre. Necesito que me ayudes.

Azim se masajeó las rodillas; luego se levantó del cojín donde estaba sentado.

—¿Y
Crucífera
?

—Primero el amor, luego la guerra.

Una amplia sonrisa iluminó el rostro de Azim, desvelando unos dientes color de marfil de sorprendente vitalidad para un anciano.

—¡Me gusta eso! Escucha, te diré por dónde debes empezar tu búsqueda. Pero no inmediatamente. Primero debes descansar, porque te encuentro un poco pálido. ¿Cómo pasas las noches?

Morgennes se tomó tiempo para reflexionar, pero no había mil y una respuestas posibles.

—Agitadas. Echo en falta a Chrétien. Y por si eso no bastara, a menudo sueño con mis padres. A veces incluso tengo la sensación de estar muerto yo también. Tengo pesadillas en las que vago por un pantano sin saber adónde ir. Unas mariposas revolotean a mi alrededor.

—¿Mariposas?

—Mariposas negras y blancas. Hay miles, que forman imágenes al volar. Paisajes y rostros que me parecen familiares sin que pueda recordar dónde los he visto. Es muy extraño.

—Sí, desde luego. Más de lo que crees. Porque otra persona antes que tú me ha hablado de estas mariposas.

—¿Cómo? ¿Existen?

—Realmente no lo sé. Pero esa persona lo creía así. De hecho fueron las últimas palabras de Pixel, ¿lo sabías?

—No. ¿Quién es Pixel?

—Pixel era un monje de gran reputación, un especialista de las iluminaciones. En el año 1144 de vuestro calendario, unos bandidos le forzaron, bajo la amenaza de sus armas, a tragarse sus pinturas. Justo antes de morir, ahogado en su vómito, tuvo tiempo de articular: «Las mariposas...». Fueron sus últimas palabras. Nadie sabe qué significan.

—¿Era copto?

—No. Vivía en Inglaterra, pero tuve ocasión de conocerle.

Vino aquí, a Egipto, con un herrero amigo suyo, en busca de otros procedimientos que permitieran obtener nuevos colores.

—¿Un iluminador que tenía como amigo a un herrero?

—No era exactamente un herrero. Además, no solo se interesaba por las armas, sino también por las aguas del Nilo, célebres en el mundo entero por favorecer la fertilidad. Por lo que pude entender, este hombre era un antiguo caballero. Una especie de mercenario que recorría el mundo en busca de un remedio para que su mujer y él pudiesen tener un hijo.

—¿Cuál era su nombre? —preguntó Morgennes con voz temblorosa.

—¡Por desgracia no tengo tu memoria! Hace mucho de esto. Además, no se quedaron mucho tiempo. Tenían cosas que hacer, por Constantinopla. Ya no sé más. Pero si quieres, puedo mostrarte un retrato que Pixel pintó para mí, para agradecerme que les hubiera acogido, a él y a su amigo.

—Encantado.

Azim condujo a Morgennes a una pequeña capilla cuyos muros desaparecían bajo centenares de iconos. Bastones de incienso difundían en el aire una atmósfera de recogimiento, y Morgennes sintió que un hormigueo le recorría la espalda. Tenía la sorprendente sensación de haber visto ya ese lugar, cuando —¡podía jurarlo!— nunca había entrado allí.

—Aquí está —dijo Azim, mostrando a Morgennes un pequeño icono.

En él se veía, junto al viejo copto, ligeramente retirado hacia atrás, a un hombre de rasgos vivaces, sorprendentemente bien plasmados, que dirigía al pintor una mirada voluntariosa.

—¿Quién es? —preguntó Morgennes.

—Es el caballero del que te he hablado. El compañero de Pixel. ¿Le conoces?

—Desde luego —dijo Morgennes, con las piernas temblorosas—. ¡Es mi padre!

Dominado por la emoción, puso los ojos en blanco y se desplomó.

Morgennes despertó en la habitación de Azim, en el monasterio de San Jorge. El viejo copto había hecho que le condujeran allí poco después de desmayarse.

—No te muevas —murmuró Azim—. Bebe.

Le tendió una copa, que Morgennes vació de un trago. Azim se la llenó de nuevo, de una jarra que había hecho traer.

—¡Más! —pidió Morgennes, que se sentía atenazado por una sed insaciable.

—Toma —le dijo Azim, dándole a beber de la jarra—. Buena agua del Nilo...

—Padre —dijo Morgennes.

—¿Sí? —respondió Azim.

—No —dijo Morgennes—. Tú no. Hablaba de mi verdadero padre. ¿Realmente era él? ¡Parecía que estuviera vivo! Qué retrato más sobrecogedor...

—Sí, ¿verdad? Te lo dije, Pixel era el mejor.

—¿Unos bandidos lo asesinaron? ¿En 1144?

—Exacto.

—Menos de dos años separan la muerte de mi padre de la de Pixel. ¿Es posible que fueran asesinados por las mismas personas?

Morgennes cerró los ojos y se frotó las sienes. Debía ordenar sus ideas. Sin duda, Galet el Calvo y Dodin el Salvaje tenían mucho que contar sobre este acontecimiento. Una noche, no hacía tanto tiempo, Morgennes había oído cómo los dos viejos templarios recordaban riendo el día en el que Sagremor el Insumiso había lanzado una flecha contra un muchacho que acababa de atravesar un río con la superficie helada. Este muchacho, Morgennes lo sabía, era él. Y contrariamente a lo que habían creído los caballeros, no estaba muerto.

En ese momento, mientras Morgennes buscaba en el fondo de su ser unas lágrimas que no llegaban, la puerta de la habitación se abrió. Morgennes y Azim volvieron la cabeza, pero no vieron a nadie; de repente, una pequeña bola de pelo, vestida con una camisola naranja, saltó sobre el jergón donde estaba tendido Morgennes y se lanzó a su cuello.

—¡Frontin! ¿Quieres dejar tranquilo a Morgennes? —exclamó Azim.

—¿Frontin? ¿El mono de Gargano? —dijo Morgennes riendo—. ¿Qué hace aquí?

—¿De modo que conoces a Gargano? —replicó Azim, sorprendido.

Los dos hombres se abrazaron con emoción; emplearon buena parte de la noche pasando revista a todos los acontecimientos que habían vivido. Morgennes contó cómo había encontrado a Gargano y a la Compañía del Dragón Blanco; Azim, por su parte, habló de lo poco que recordaba de Pixel y del padre de Morgennes, así como de Gargano, Nicéforo y Filomena.

—Esta última, por otro lado, tenía un comportamiento de lo más extraño. Parecía perturbada, atormentada por un demonio.

—Era la maestra de los secretos del Dragón Blanco, siempre en busca de saberes prohibidos...

—Una mujer ávida de conocimiento. Parecía que nunca tuviera bastante.

—¿Qué ha sido de ella?

—Prefirió quedarse en El Cairo, en compañía del hijo del visir. De modo que abandonó la Compañía del Dragón Blanco, que prosiguió su ruta hacia el sur, en dirección a territorios que no aparecen en ningún mapa. Por eso Gargano me confió a Frontin. Para que estuviera a salvo.

—¿A salvo? Pero ¿quién podría velar mejor por Frontin que ese gigante?

—Yo. Porque adoro a los monos. ¡Aquí tienen su paraíso! Mañana por la mañana, te llevaré a los jardines del monasterio para mostrarte cómo acogemos a estas divertidas bestezuelas.

—¿Mañana por la mañana? ¡Pero yo debo partir enseguida! ¡Tengo a una princesa que rescatar!

—Primero tienes que descansar —dijo Azim, dándole unas palmaditas en la mano—. Esta princesa espera desde hace años; creo que podrá soportar un día más...

—¡Al contrario! ¡Razón de más para no hacerla esperar!

Morgennes se levantó, pero la cabeza le dio vueltas de nuevo y se vio obligado a tenderse otra vez.

—Dios quiere que descanses. Si realmente hay un dragón en ese laberinto, vale más que vayas en plena forma.

—De todos modos, parece que no tengo elección.

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