La espada de San Jorge (39 page)

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Authors: David Camus

BOOK: La espada de San Jorge
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Pero Amaury insistía. Se mantenía, con una pierna adelantada, a solo unas pulgadas del trono del califa, con el torso inclinado hacia delante y la mano derecha tendida hacia al-Adid, con una amplia sonrisa en los labios.

—¡Si no me estrecha la mano, me voy!

Los egipcios debatieron con una hábil mezcla de gestos indignados y expresiones ofendidas. Chawar, por su parte, recurrió al desesperado estado de inseguridad en el que se encontraba Egipto y lo importante que era contentar a los francos, que habían expulsado a los ejércitos de Nur al-Din.

Finalmente —lo que ya era una inconcebible concesión—, al-Adid consintió en coger en su mano enguantada de seda la mano del rey.

Pero Amaury rehusó agriamente, alegando:

—Señor, la fe no p-p-permite rodeos. En la fe, los medios por los que los p-p-príncipes adquieren de obligaciones deben ser desnudos y abiertos, y conviene ligar y desligar con sinceridad todo pacto comprometido sobre la fe de cada uno. Por eso, d-d-daréis vuestra mano desnuda, o nos veremos obligados a creer que existe por vuestra parte mentira o poca p-p-pureza.

Los egipcios parecían a punto de perder la paciencia, pero Galet el Calvo tuvo la buena idea de hacer tintinear su espada sobre su cota de mallas y todo volvió al orden. Sin olvidarse de reír, para disimular y hacer como si se tratara de un juego, el joven al-Adid retiró su guantelete de fina seda, y una mano de una blancura de tiza apareció a la vista de todos. Los egipcios bajaron los ojos para no verla, pero Amaury la empuñó y la apretó con energía mientras recitaba en voz alta los términos de su pacto y exigía que el califa los repitiera después de él.

Luego, satisfecho, retrocedió y volvió con los suyos.

Riendo nerviosamente y haciendo melindres, el califa dio orden de que trajeran los regalos que había previsto para los francos y volvió a ponerse el guante. Entonces una procesión de eunucos negros se adelantó. Cada uno llevaba una bandeja de oro con diversos objetos preciosos y magníficas joyas. Amaury, por su parte, recibió una soberbia piedra de color verde oscuro.

—Es una serpentina —aclaró Chawar, cuando el rey le preguntó su nombre.

—Una ofita —precisó Guillermo.

Chawar asintió con la cabeza:

—Exacto. ¿La conocéis?

—Sí —dijo Guillermo—. Pues estas piedras llevan el mismo nombre que cierta secta de adoradores de la serpiente establecida en Babilonia...

Chawar no hizo ningún comentario, sonrió enigmáticamente y dijo:

—Perdonadme, pero los asuntos del califato...

Y se esfumó, como una serpiente que corre a refugiarse bajo una piedra.

Guillermo se inclinó hacia Amaury y le susurró unas palabras al oído, que el rey escuchó atentamente. Cuando Guillermo acabó de hablar, Amaury miró a derecha e izquierda, buscando a Morgennes, porque tenía una misión que confiarle.

40

Por los libros en posesión nuestra, conocemos los hechos

de los antiguos y la historia de las épocas pasadas.

CHRÉTIEN DE TROYES,

Cligès

Habían pasado varios meses desde el regreso de Amaury a Jerusalén y el establecimiento de un protectorado franco en Egipto.

Morgennes, que se había quedado por orden del rey, tenía por misión «hacerse olvidar», una tarea en la que era maestro. En este caso, consistía en mezclarse con la población de modo que pudiera mantener a Amaury al corriente de lo que se tramaba en El Cairo. Porque ser la «sombra del rey» era también ser sus oídos y sus ojos.

Oficialmente, sin embargo, el rey no tenía sombra. Ni real ni de ningún otro tipo.

Y nunca nadie debía hacerle notar que arrastraba, como todos, un doble oscuro de su persona, un doble cambiante, móvil y que le seguía a todas partes hiciera lo que hiciese y fuera adonde fuese. Porque al ascender al trono de Jerusalén, había recibido de Dios la absolución de sus pecados. El rey se volvía bueno por la exclusiva gracia del trono, y nadie, nunca, debía poder encontrar en él nada que objetar. Para todos era evidente que Dios no habría podido aceptar como soberano de su santa ciudad a un hombre imperfecto, marcado por los defectos.

A semejanza de su cofrade de Roma —el Papa—, el rey era un hombre intachable y considerado infalible.

Sin embargo, sin duda para hacer olvidar la sombra que supuestamente ya no les acompañaba, los reyes de Jerusalén muy pronto adoptaron la costumbre de dar a algunos hombres excepcionales el estatus de «sombra».

Este consistía en no ser. En desaparecer, llevándose consigo todos los defectos que se suponía que el rey ya no tenía. Pues si el rey es franco, recto, honesto y virtuoso, las sombras, por su parte, son retorcidas, solapadas, mentirosas y viciosas, y no dudan en engañar para alcanzar sus fines. El rey es objeto de admiración, es grande, es bueno. Las sombras, en cambio, no son objeto de nada, sino de rumores, de habladurías que les acusan de todos los males y les hacen responsables de todo lo que funciona contrariamente a lo esperado.

Morgennes cumplía a la perfección su papel de sombra: usaba diferentes disfraces para introducirse en lugares que normalmente le habrían estado prohibidos, repartía sobornos, pasaba informaciones y espiaba conversaciones. Gracias a su excelente memoria, retenía todo lo que era demasiado peligroso consignar por escrito. Cada semana, media docena de correos cargados con parte de lo que Morgennes había averiguado partían a Jerusalén a lomos de camellos. Así el rey permanecía al corriente de todo. Y particularmente de los excesos de los dos templarios nombrados en El Cairo para representarle. Porque, en efecto, esos hombres no tenían ningún reparo en entrar en las mezquitas a caballo o sin descalzarse, en levantar el velo de las mujeres o servirse sin pagar en las tiendas; actuaban en todas las circunstancias de un modo tan indigno que atraían sobre sí —y sobre los francos en general— el odio y el resentimiento de los egipcios, incluidos los coptos.

La elección de Galet el Calvo y Dodin el Salvaje podía sorprender; pero en realidad no tenía nada de extraño que Amaury los hubiera elegido como emisarios, ya que ambos hablaban muy bien el árabe y estaban acostumbrados a dirigir negociaciones a veces extremadamente duras —particularmente con esa facción mahometana mil veces maldita que infestaba las montañas donde los templarios y los hospitalarios habían instalado sus cuarteles: los asesinos—. Para estos dos templarios, no había individuo demasiado pobre o demasiado poderoso para que no pudieran sustraérsele algunos denarios que añadir a las arcas del Temple —o del reino, en este caso.

Pero esta es otra cuestión. Ahora tengo que volver a Morgennes, que en este preciso instante se había envuelto el cuerpo en un gran manto gris y espiaba desde una terraza las idas y venidas de Chawar. El comportamiento del visir, obsequioso y siempre dispuesto a mostrarse de acuerdo con los dos templarios, le intrigaba. Morgennes sospechaba que no jugaba limpio. Para descubrir su juego, le seguía desde hacía más de una semana, sin resultado. Pero cierto domingo, al anochecer, Chawar fue a pasear del lado de Fustat, no lejos del barrio copto. Su marcha era vacilante, y describió mil y un rodeos por las callejuelas serpenteantes de la ciudad vieja, antes de deslizarse al interior de una sórdida vivienda de paredes leprosas, donde Morgennes también entró.

Morgennes no lo sabía, pero el edificio en el que Chawar acababa de desaparecer era un templo consagrado a una divinidad muy antigua llamada Apopis. Solo los iniciados tenían derecho a entrar allí. Después de haberse arrodillado, para dar testimonio de su humildad, descendían por un largo y estrecho corredor guardado por serpientes de piedra. La leyenda contaba que estas estatuas tenían el poder de cobrar vida para golpear a los intrusos. Pero Morgennes desconocía esta leyenda, igual que ignoraba que los antiguos adeptos de Apopis se habían «mudado» para ceder su puesto a los ofitas.

Su origen se remontaba al siglo II después de Cristo, a la época en la que numerosísimas sectas proliferaban en torno a los restos aún tibios de Cristo. Inmediatamente condenados por los Padres de la Iglesia, combatidos por personalidades tan eminentes como Epifanio, Hipólito o Ireneo —que luego serían canonizados por sus servicios a la cristiandad-, no por ello los ofitas habían dejado de aumentar. Incluso el gran Orígenes los había denunciado, escribiendo: «Los ofitas no son cristianos, son los mayores adversarios de Cristo».

Particularmente activos en Egipto, los ofitas se habían visto forzados, para no ser exterminados, a pasar desapercibidos. Habían calcado su comportamiento del de aquellos a los que invocaban: los cristianos de los primeros tiempos y las serpientes. Y así habían abandonado la superficie de la tierra para ir a refugiarse en las catacumbas, olvidando hasta el nombre del sol.

En el curso de los siglos habían excavado una extensa red de grutas, sótanos y cuevas unidos entre sí por numerosos subterráneos, y habían practicado su religión lejos de las miradas de las autoridades religiosas, romanas y bizantinas. Incluso habían conseguido la hazaña de resistir a la invasión musulmana de Egipto de 639; gracias, por un lado, a que sus nuevos amos les habían confundido con los coptos, y por otro, a que nunca habían dejado de esconderse, esperando el día en el que por fin podrían salir a la luz.

Y ese día, el Día de la Serpiente, se acercaba.

Según los cálculos astrológicos establecidos por los fundadores de la secta, el día en el que la «Cabeza» y la «Cola» de la serpiente se encontraran, el mundo se vería obligado a reconocer la supremacía de los «Hijos de la Serpiente» (es decir, de los ofitas) y, en consecuencia, a doblegarse a su ley.

Según la tradición, la «Cabeza» era una estrella, la de la mañana. A lo largo de los siglos, esta estrella, bautizada «Lucifer», se había identificado sucesivamente con el rey de Babilonia, Cristo, Fustat y El Cairo, y luego con el propio Satán.

En cuanto a la «Cola», debía de ser un cometa. Su paso forzaría a la estrella de la mañana a desviarse de su ruta y acercarse peligrosamente a nuestro planeta. Una lluvia de serpientes se abatiría entonces sobre la tierra, amenazando con extinguir la vida en ella. En ese momento los ofitas saldrían de sus madrigueras y propondrían al mundo entero la salvación, a cambio del poder.

Subido a un estrado rodeado por momias de cocodrilos, Chawar levantó una colosal boa sobre su cabeza y declaró:

—¡El Día está próximo!

—¡Bendito sea el Día! —silbaron los fieles reunidos a sus pies.

Se arrodillaron al unísono y golpearon con sus cráneos las losas verde esmeralda del templo de Apopis, que parecía un nido de serpientes, con paños amarillentos dispersos por la sala en los que hormigueaban víboras. Colgados de los pilares, que representaban cobras erguidas, unos extraños globos luminosos aureolaban la sala de reflejos verdosos. Eran racimos de huevos de serpientes.

—¡Benditos sean los hijos y las hijas de la Serpiente! —prosiguió Chawar.

—¡Bendita sea la Serpiente!

—¡Bendito sea Jesucristo!

—¡Bendito sea!

Chawar colocó la cola de la boa frente a la boca, bien abierta, del reptil, y empezó a introducirla en ella. Era un espectáculo asombroso, del que Morgennes, encaramado en las alturas del templo, no perdía detalle. Finalmente, después de un largo y laborioso trabajo, cuando la serpiente casi había acabado de tragarse a sí misma, Chawar se la colocó sobre la cabeza y declaró:

—Que sea la corona que simboliza el Saber que adoramos. ¡Agradezcamos a la Serpiente que nos haya ofrecido el fruto del Árbol del conocimiento!

Los fieles se levantaron y luego se arrodillaron de nuevo silbando. Esta vez, sus cráneos chocaron con tanta fuerza contra las losas del templo, que incluso las macizas cobras de piedra que sostenían la bóveda temblaron. Morgennes notó cómo una onda recorría el esqueleto del dragón donde se había ocultado. Gruesos cordajes lo mantenían colgado del techo, y era tan grande que un centenar de hombres habían tenido que trabajar durante varios meses, sobre andamios de bambú, para suspenderlo. Oculto en el interior del vientre de la bestia, Morgennes se preguntó si no sería ese el dragón al que había pertenecido el diente que había sustraído a Manuel Comneno.

Aunque se desplazó tan discretamente como pudo, no consiguió evitar que una nube de polvo de hueso lloviera sobre los fieles. Uno de ellos levantó la cabeza. Morgennes se encogió, tratando de hacerse invisible, dejando de respirar.

En ese momento oyó un ruido extraño, en parte cubierto por la voz de Chawar, pero de todos modos claramente perceptible. ¡No lejos de él, alguien manejaba una sierra! Sus ojos registraron la oscuridad, y distinguió muy cerca de la cabeza del dragón a un hombre vestido con una capa negra y un turbante del mismo color. Reptó hacia él.

Chawar, por su parte, no se había dado cuenta de nada y seguía perorando, imperturbable:

—Los francos —dijo levantando las manos hacia el gran dragón— nos han entregado sus restos para que los adoremos como merecen, y porque era justo que volvieran aquí, a su casa... Hoy, gracias a los francos, y gracias a Dios, el califa ya no es más que un juguete en nuestras manos. ¡Pronto Egipto podrá reivindicarse con orgullo como la hija primogénita del Dragón!

—¡Bendito sea el Dragón! —entonó la multitud en éxtasis.

Morgennes lo aprovechó para recorrer en un santiamén la distancia que le separaba de la extraña silueta. Esta sostenía una sierra, con la que trataba de cortar los gruesos cordajes a los que estaba atada la cabeza del dragón.

De repente, una voz que llegaba de las profundidades del templo gritó:

—¡Mirad! ¡Ahí arriba!

Miles de ojos se alzaron hacia él, y miles de bocas de lengua bífida silbaron:

—¡ S-s-sacrilegio!

El desconocido de la sierra se incorporó, miró a Morgennes a los ojos y le dijo:

—¡Enhorabuena por la discreción! Ahora habrá que ir deprisa.

—¡Vos! —exclamó Morgennes—. Pero ¿qué...?

—Más tarde —dijo el individuo—. Tengo un trabajo que acabar.

Por debajo de ellos, los ofitas corrían hacia los armeros ocultos en los pilares, para coger, unos, una lanza o una espada de hoja sinuosa, y otros un arco. Algunas flechas silbaron alrededor de Morgennes y del desconocido, que mostraba una sangre fría admirable y seguía serrando con energía los cordajes.

—Las últimas pulgadas siempre son las más difíciles —dijo a Morgennes—, porque están reforzadas con metal.

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