La espada de San Jorge (34 page)

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Authors: David Camus

BOOK: La espada de San Jorge
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Y repitió estas palabras varias veces seguidas.

Su presencia nos fue enormemente útil y nos permitió ganar varios días de viaje. Sobre todo porque ejercía de explorador, adelantándose hasta algún pico elevado, inaccesible para nuestros pesados carros, y luego aportaba informaciones excelentes. Aunque, con ese lado guasón que le caracterizaba, y que yo aprendería a apreciar cada vez más a medida que avanzábamos, siempre volvía anunciando:

—Lo lamento, no he visto ni la sombra de un dragón.

Los dragones, sin embargo, se manifestaron muy pronto. No directamente, surgiendo de las entrañas de una nube para abalanzarse sobre nuestras cabezas, sino por la vía del silencio y la bruma. Una ausencia de ruido tan pesada que hería el oído. Y una niebla cargada de negras humaredas, portadoras de olor a muerte.

Alguien quemaba cadáveres en los alrededores. Conocía demasiado bien este hedor: era el que invariablemente acompañaba a la peste —su hermano pequeño, en cierto modo—. La peste, que, según decían, surgía del esperma de estos dragones en los que Poucet no creía y que, sin embargo, nos causaban tantos problemas.

—¡Oled! —le dije mientras nos acercábamos a un terreno llano, encajado entre dos montañas, donde se dibujaban vagamente, a lo lejos, las formas de varias viviendas—. Este olor... es el olor de los dragones. Han estado aquí, han bufado...

—¿Y han vencido? —me preguntó Poucet.

—En todo caso, se han ido.

—Probablemente es la prueba de su existencia, pues si se hubieran quedado, os habríais enfrentado a ellos con vuestros draconoctes, y por tanto ahora estarían muertos. Son animales endemoniadamente inteligentes, y que necesariamente existen, ya que han elegido evitaros...

—No os burléis —dije—. Todo encaja. El lugar, esta pestilencia, los muertos...

—Huelo —dijo Poucet—. Pero pido ver.

Unos instantes más tarde, mientras el viento empezaba a soplar a nuestra espalda arrastrando grandes copos blancos, distinguimos dos formas, una de las cuales iba vestida con las ropas de color naranja características de los habitantes de estas montañas.

La bruma se disipó, y poco a poco les vi. Dos hombres. Invité a la hermana a que se uniera a mí, confiando en que su presencia a mi lado diera testimonio de mis intenciones pacíficas. Me dirigí hacia el individuo que me pareció más fornido y que era también, justamente, el que llevaba las ropas naranjas. Para asegurarme, por cortesía, le pregunté:

—¿Sois el Preste Juan?

Se echó a reír, y yo comprendí mi error. Pues si bien llevaba esas ropas de color naranja, debía de ser, en realidad, un prisionero, a juzgar por la pesada cadena que arrastraba.

Pero lo más sorprendente no fue su risa, sino la reacción de Poucet, porque apareció entonces súbitamente junto a mí y exclamó:

—¿Morgennes ? ¿ Chrétien ?

Los tres hombres corrieron a abrazarse con alegría. Nunca había visto a gente más feliz de encontrarse.

—Bien, veo que vuestras ovejas ya no están perdidas —dije a Poucet.

Pero algo me inquietó. En el ojo del menos fornido de los dos hombres percibí una mancha amarillenta que no presagiaba nada bueno. Probablemente un trastorno de los humores. Le pregunté su nombre, me respondió, y le propuse examinarle, a lo que él consintió.

—Chrétien de Troyes, sufrís de un problema del hígado, desde hace mucho tiempo... Dolor de vientre, diarreas y deposiciones decoloradas, ¿no os han alarmado nunca estos síntomas?

—Sí —me respondió—. Pero ¿qué podía hacer? Acompañaba a Morgennes. No iba a abandonarle para cuidarme.

En su emoción, apretaba contra sí un pequeño huevo, aparentemente de gallina. ¿Estaban relacionadas ambas cosas? Le pregunté:

—¿No habréis consumido huevos en mal estado?

—La verdad es que ya me habría gustado —dijo—. Pero nuestra gallina ha muerto. Por otra parte, no ponía huevos desde hacía mucho tiempo...

—Sus huevos eran muy buenos —dijo Poucet-. Solíamos comerlos en la abadía. Y nadie se puso enfermo.

—Podría ser que cierta sustancia aplicada sobre su cáscara para reblandecerla... —prosiguió Chrétien de Troyes.

—¿En qué estáis pensando? Sed preciso; si no, no podré emitir mi diagnóstico.

—Pienso en una mezcla de diversos aceites, gracias a la cual la cáscara de los huevos se reblandece...

—Pero ¿por qué habría de hacerse algo así?

Chrétien de Troyes nos contó entonces que durante cuatro años se había entrenado para hacer juegos malabares con huevos. El punto culminante de su número consistía en poner un huevo con la boca, y para ello, antes era necesario hacerlo entrar.

—No se me ocurrió otro medio que ese —concluyó Chrétien de Troyes.

—Lo que explica —dijo Poucet— por qué caísteis enfermo.

—Y por qué no había yema en ese huevo —añadió Morgennes.

—¡Cocotte no tenía nada que ver! —exclamó Chrétien de Troyes—. ¡El único culpable era yo!

Estaba más blanco que la nieve.

Después de esta explicación, decidimos pasar la noche en una de las anfractuosidades que servían de refugio a los dragones, pero que Poucet insistía en describir como «una cueva cualquiera». Y así se inició el debate.

Morgennes creía en los dragones.

—De hecho estoy tremendamente interesado en ellos —confesó—; ya que el rey de Jerusalén ha prometido que si mato uno me hará caballero.

Aparentemente le importaba un rábano haber sido excomulgado por su santidad, y aún le importaba menos haber sido perdonado luego.

—¿Habéis encontrado dragones en el transcurso de vuestras aventuras? —pregunté.

—Aún no.

—Deberíais ir a Roma, el Tíber es un hormigueo de dragones y otras serpientes que siembran la peste en la ciudad.

Morgennes y Chrétien de Troyes intercambiaron una curiosa mirada que no llegué a descifrar. Parecía que sabían más de lo que querían explicar sobre los dragones, o sobre la peste. Pero guardaban silencio.

—Ved a mis soldados —dije—. ¡Tienen todo el equipo que se requiere para combatir a este engendro del diablo! Sus armaduras, sus espadas, incluso sus escudos, se remontan a los tiempos en los que las legiones de Roma recorrían África y Asia para combatir a los dragones. No como hacemos ahora, por razones morales, religiosas, sino por bajas razones comerciales. Porque con los dientes, las garras y las escamas de los dragones se fabricaban las mejores armas y armaduras del mundo. Y con su lengua, su pene y sus aceites, ungüentos y elixires diversos de cualidades inigualadas. No cabe duda de que los dragones existieron. La prueba está en todas esas historias, esas pinturas, esos mosaicos, esas leyendas...


Draco Fictio
—susurró Poucet.

—¿Cómo decís?


Draco Fictio
. El dragón de la leyenda, o de la fábula, si lo preferís. Es el único dragón en el que creo. Este existe, desde luego. ¡Pero en nuestras cabezas! —dijo dándose golpecitos en el cráneo con el índice—. Y cuando bufa, las ideas recorren el mundo. Música, pinturas, libros, esculturas, tapices, surgen a millares... Contra él, las armas de vuestros famosos draconoctes son inútiles. Eso es tanto como lanzar mandobles al vacío. O mejor que eso: quemar las partituras y los instrumentos de música, cortar las cuerdas vocales, romper las esculturas y cortar las manos y los ojos de los artistas...
Draco Fictio
, ¡es el único dragón en el que creo!

—Entonces —dijo Morgennes—, ¿estamos perdiendo el tiempo en

estas montañas? Sin embargo, Chrétien y yo hemos asistido a fenómenos increíbles. ¿Por qué no debería haber dragones también?

—Porque no existen —repitió Poucet—. Me parece que es razón suficiente.

—Escuchad —dije—. Yo sí creo en ellos. Y no estoy dispuesto a renunciar tan pronto. En cuanto pase la noche, proseguiré mi camino, con mis draconoctes, en busca del Preste Juan. Dejaremos atrás esos famosos hitos de Hércules que delimitan las fronteras de su reino. Pero, a vos —dije dirigiéndome a Chrétien de Troyes—, os aconsejo que renunciéis. Volved a casa, cuidaos. De otro modo, moriréis. Y vos —dije a Morgennes—, id a ver al rey de Jerusalén, a ese buen Amaury. ¡No estáis hecho para la vida monacal, es evidente, sino para manejar la espada! ¿Por qué no ibais a entrar en una de esas órdenes de monjes caballeros, en las que podríais destacar? Id a ver a Amaury, decidle que habéis matado un dragón, y si os pide un testigo, habladle de mí. Yo declararé en favor vuestro.

—Pero —dijo Morgennes—, no es un testigo lo que necesito, sino una prueba. Necesito al menos una lengua, o una garra; en otro caso, el rey no me creerá nunca.

—¿Un diente de dragón serviría? —preguntó Chrétien de Troyes a Morgennes—. Porque yo sé, y tú también lo sabes, dónde encontrar uno.

—Por fin podré ser armado caballero —dijo este con una leve sonrisa.

Al día siguiente proseguí mi camino, y Poucet, Morgennes y Chrétien de Troyes nos dejaron. Morgennes se había calzado las botas de Poucet. Con su débil amigo a la espalda, y Poucet en sus brazos, le vimos descender entre una nube de polvo y de nieve por las laderas de los montes Caspios, hacia el oeste. Sin duda se dirigía hacia Constantinopla.

Ya solo me quedaba continuar en dirección al misterioso reino del Preste Juan.

Por desgracia, cuando desplegué el mapa de que me había provisto, una formidable ventolera me lo arrancó de las manos para llevarlo Dios sabe dónde.

De hecho me pregunto si no debería enviar allí también este escrito. Después de todo, tal vez sea mejor que olvide todo esto...

Capítulo V

La sombra del rey

36

Pues es evidente para todo el mundo que es él el más fuerte.

CHRÉTIEN DE TROYES,

Lanzarote o El Caballero de la Carreta

Morgennes se aseguró de que sus hombres le seguían, espoleó a su montura y marchó hacia la ciudad.

Alejandría se había rendido por fin; sin embargo, conservaba toda su soberbia, y a juzgar por los gritos de alegría que se elevaban de sus murallas, se habría dicho que era ella la que había vencido. En realidad, la ciudad no había sido sometida. Solo había
consentido
rendirse, y continuaba alineando, como siempre, sus casas bajas con techos en terraza, sus colinas, sus mezquitas, sus iglesias y sus sinagogas. Sus callejuelas estrechas, un verdadero laberinto cuyos orígenes se remontaban a cientos de años atrás, ya volvían a ser un hormiguero de gente, y todos tenían prisa por volver a retomar sus asuntos en el punto en el que los habían dejado, cuando, a principios de marzo, un tal Saladino les había invitado a la guerra santa, a la revuelta contra los francos y el poder sacrílego del califa fatimí de El Cairo.

Ahora todo había acabado. Como un gato viejo y perezoso que vuelve a calentarse al sol después de haber estrenado su nuevo juguete, Alejandría se había cansado de permanecer asediada y había decidido que lo mejor era capitular.

Lo había hecho sin que su alma se conmoviera. En realidad hacía mucho tiempo que la ciudad ya no se preocupaba de su alma, tantos eran los dioses que se habían inclinado sobre ella. Para Alejandría, aquello ya no era realmente un problema. Y si los Adonai, Yahvé, Jehová y seguidores, cuyos nombres confundía, y que no había comprendido todavía que era preferible cambiarlos por el de Alá (el nombre del último dios en boga), si todos esos dioses no le proporcionaban nada bueno, siempre podría volver a sus antiguos amores.

No podía decirse que la ciudad no tuviera donde escoger, ya que de la tímida ninfa Idotea, que había tenido algunos fervientes admiradores en las primeras horas de su existencia, hasta el poderoso Poseidón, todo un alegre revoltijo de divinidades habían sido un día objeto de adoración. En materia de religiones, ¡Alejandría era demasiado vieja para dejarse embaucar!

Alejandría era la nobleza hecha ciudad, la indiferencia a la historia y a los dioses, la preocupación por el placer, los negocios y las artes —la preocupación nueva, e impía para algunos, por la humanidad-. Una ciudad de libertinos, comerciantes y artistas, que se mantenía lejos, muy lejos, de las preocupaciones que agitaban en este verano de 1167 a Tierra Santa y al mundo árabe. Una ciudad, en fin, que había olvidado que si las guerras existían y había hombres que las hacían, no era únicamente para que ella pudiera venderles armas. Una ciudad para la que cualquiera que consintiera en llevar una espada perdía su dignidad, y donde saber quién reinaba en Damasco o en Roma importaba menos aún que los dioses, siempre que la dejaran prosperar.

En el seno del grupo de mercenarios que seguían a Morgennes circulaba un rumor: «Morgennes es como el estandarte que ha colocado a nuestra cabeza. Se mueve al albur del viento, restalla, bufa, truena. ¡Morgennes es un dragón!».

Un dragón. ¿No era eso lo que le valdría ser armado caballero esta noche, al mismo tiempo que Alexis de Beaujeu, por Amaury de Jerusalén?

Todos recordaban el retorno triunfal de Morgennes a Jerusalén con una extraordinaria reliquia: un diente de dragón, extraído —aseguraba él— del cadáver humeante del monstruo que había matado, en la cima de una de las más altas montañas que bordeaban el reino del Preste Juan. El propio médico del Papa le había firmado un certificado, adornado con un sello. No había duda posible. En él estaba escrito que Morgennes había dado muerte a un formidable Dragón Blanco después de varios días de combate terrorífico. Su recuerdo adornaba su estandarte: un gran dragón de plata, con dos cadenas pasadas, a modo de riendas, en torno al cuello, sobre un fondo del color de la arena.

El pendón restallaba al viento, se enrollaba en torno al asta, como para arrancarla de la mano del jinete que la sostenía, se desplegaba, volvía a restallar, trataba de escapar volando, se desenrollaba y volvía a distenderse, restallaba de nuevo. A imagen de Morgennes, el
confalón
no permanecía quieto y se resistía a ser dominado. En esa mitad del siglo XII, llevar un dragón por estandarte no era asunto sencillo. Muchos nobles que servían en Tierra Santa se indignaban de que un bandido, que además era un campesino, un villano, llevara sus propios colores en el campo de batalla.

Los colores, decían, están reservados a la nobleza. A los verdaderos caballeros, nacidos de sangre noble. No a los pelagatos. «¡Para la escoria, el gris del lino que atraviesan las flechas y las espadas! Para la nobleza, la brillante armadura y el colorido escudo que alejan la muerte y permiten a los valerosos saludarse en el corazón de la batalla.»

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