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Authors: David Camus

La espada de San Jorge (33 page)

BOOK: La espada de San Jorge
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—Muertos, muertos... Pero había dos en particular que se mantenían junto a ti. Tan cerca que hubiera podido confundirlos contigo, pero no... Un hombre de unos cuarenta años, que se parecía a ti, en más viejo... Y una niña. ¿Qué edad tenía? Tal vez cuatro o cinco años.

—¡Mi hermana!

—Bella, rubia como el trigo, y con unos ojos... Eran azules, pero tenían tu mirada. Tu padre estaba a su lado.

—¿Y mi madre? ¿No estaba?

—Me parece que no. ¿Vivirá tal vez todavía?

Morgennes entreabrió los labios como para decir algo, pero no consiguió articular palabra. Si hubiera sido un pez, creo que de su boca no habría salido ni una burbuja.

—Eres judío —le dije.

—¿Cómo?

—Eres judío, tú también... Mi padre me lo dijo. Lo que vi en Arras lo probaba. No he querido hablarte de ello para no traumatizarte ni destrozar tus sueños, pero eres judío. Los caballeros nunca te aceptarán. Y menos aún los templarios o los hospitalarios.

—¿Y esto? —dijo Morgennes blandiendo bajo mi nariz su cruz de bronce.

—¿Esto? Es de tu padre, por lo que sé. Pero se es judío por parte de madre, Morgennes. Y tu madre era judía. Lo siento...

—¿Judío?

—¿Comprendes ahora por qué unos templarios aniquilaron a tu familia, justo antes de partir a la cruzada? Porque erais judíos. Todo eso que tenían ganado. Pero, por la sangre de Cristo, ¿cuánto tiempo va a durar esto? ¿No hay, en alguna parte, un lugar donde podamos vivir en paz? Date cuenta de que no digo vivir «felices», sino «en paz», simplemente. Y si ese lugar no existe, ¿no habrá un momento? ¿Solo una hora, un año de tregua? ¿Un único año? ¿Me atrevería a pedir, «una vida»?

Estallé en un profundo sollozo, que sacudió mi cuerpo y me impidió hablar. Entonces, como había hecho en las montañas, Morgennes me cogió en sus brazos. Ahora lo comprendía. Si era judío, era normal que su madre no quisiera una cruz sobre la tumba del niño muerto. No era solo para olvidar. Si era judío, era comprensible que su padre le hubiera dicho que fuera «hacia la cruz». Porque allí, a su sombra, le dejarían en paz.

A no ser que tratara de señalar a su adversario. A los que llevan la cruz. ¿A los templarios, tal vez? ¿A los guardianes de la Vera Cruz? ¿Debía buscar entre ellos para encontrar a los asesinos de su padre y de su hermana? Morgennes trató de serenarse. La misericordia de su padre era una pista, pensó. Una primera pista que no había seguido en su momento, porque era demasiado pronto. Pero ahora se sentía preparado. Ese viejo templario, ¿cuál era su nombre? No tenía ni un pelo en la cabeza. ¡Galet el Calvo! Y su comparsa, Dodin el Salvaje... Vive Dios que encontraría a cada uno de los cinco caballeros que habían atacado a sus padres. En aquella época, solo uno de ellos era templario... Al parecer, eso había cambiado.

Por otra parte, quedaban un montón de interrogantes para los que tal vez solo su madre tenía respuesta. También tendría que encontrarla a ella. ¿Era posible que hubiera seguido a alguno de esos caballeros a Tierra Santa?

Morgennes me lanzó la mirada que yo esperaba y temía ver desde hacía tanto tiempo.

Nuestros caminos se separaban.

¿Para siempre?

¿Quién podía decirlo?

Me apretó contra su cuerpo, como un hermano, y me dijo:

—Adiós.

35

Pero ahora sería bueno saber hacia qué dirección debemos dirigirnos.

—Amigo, no puedo adivinarlo, si la aventura no nos guía.

CHRÉTIEN DE TROYES,

Guillermo de Inglaterra

Yo, Felipe, médico personal y embajador extraordinario de su santidad el papa Alejandro III, que partí de Benevento hace ahora ocho meses para un periplo insensato, estoy a punto de perder la razón.

Por eso —¡que san Gregorio me perdone!— debo plasmar aquí lo que he visto, lo que con mis ojos he visto, y consignar sin demora los sorprendentes acontecimientos a los que personalmente he asistido. No para convenceros de que se produjeron realmente —sé que es una tarea imposible, que supera, con mucho, mis pobres dotes de escritor—, sino para que yo pueda creer todavía en ellos, cuando, dentro de algunos años, mi memoria ya no recuerde todos estos hechos y yo quiera volver sobre ellos y al hombre que un día fui.

Es agradable, en efecto, pensar que el individuo que soy hoy se preocupa anticipadamente del que seré mañana, y que trata de atenuar sus posibles sufrimientos y de tomar parte de su futura carga, mientras aún tiene fuerzas para hacerlo.

Sé que todo lo que voy a relataros aquí os parecerá extraordinario. Igual que sé que me parecerá increíble, a mí también, cuando me relea.

Sin embargo, ocurrió.

Todo empezó cuando su santidad el Papa, a quien sirvo desde hace tantos años que mis dos manos no bastan ya para contarlos, recibió una misiva de lo más insólito. Le había sido enviada por un tal Preste Juan. Este último informaba a su santidad de que los orígenes de la peste que causaba estragos en Roma desde el inicio del año 1166 de la Encarnación de Nuestro Señor debían buscarse en Constantinopla.

Y más concretamente en el palacio de Blanquernas, donde reside el basileo, Manuel Comneno.

Supongo que sabréis como yo que el castillo del Sant'Angelo, donde a veces se aloja su santidad, debe su nombre a que, en el año de gracia de 590, un ángel anunció en él el fin de la gran peste bubónica que entonces padecía Roma. Este castillo, que ha permanecido indemne, inmune a todo daño, desde hace casi seiscientos años, y que creíamos protegido por los santos y los ángeles del Señor, fue el teatro de un aterrador resurgimiento de esa
gravissima lues
, ¡la peste!

Después de que cayera el castillo del Sant'Angelo, pronto fue toda Roma la que sucumbió a este flagelo, que el Tíber, infestado de serpientes, se ocupó de trasladar hasta los más remotos rincones de la ciudad.

Su santidad pensó primero que la enfermedad debía achacarse a las maniobras de ese perverso Barbarroja, que desde hacía años no cesaba de nombrar antipapa tras antipapa y cuya única preocupación era la de impugnar nuestro poder. Sentimiento disipado por el hecho de que las tropas imperiales enviadas por Barbarroja a Roma, después de la retirada de su santidad a Benevento, fueron también víctimas de esta ignominia...

Pero, si no era el emperador Federico I, ¿quién podía ser?

La respuesta, como he dicho más arriba, nos llegó bajo la forma de esta carta, que denunciaba las maniobras del basileo de los griegos y nos conminaba a enviar un embajador al Preste Juan, para forjar una alianza y encontrar un remedio a nuestros sufrimientos.

Al tener noticia, después de efectuar algunas averiguaciones, de que las fronteras de ese presbítero estaban vigiladas por dragones y otras bestias de este tipo, responsables (entre otras cosas) de la peste, se decidió enviar allí, como embajador extraordinario, a un médico. E incluso al mejor de todos ellos.

Es decir, a mí, vuestro humilde servidor, Felipe.

Su santidad dictó en el acto una carta
"ut unirentur"
, para proponer al Preste Juan que reconociera su autoridad y se aliara a ella.

Luego, viajando a bordo de varios carros equipados con todos los pertrechos necesarios para contener, en tanto era posible, las emanaciones mefíticas de los dragones, y reforzados con una escolta de una treintena de draconoctes —esos soldados, herederos del Imperio romano, especializados en la caza de los dragones—, nos hicimos a la mar en dirección a Tiro. Luego, desde allí, nos encaminamos hacia los montes Caspios.

No había que pensar, en efecto, en atravesar las tierras de los griegos, sino, al contrario, en contornearlas, al ser nuestro objetivo establecer una alianza con su enemigo, ese sorprendente heredero de Cristo y santo Tomás: el Preste Juan. Y recibir de él el remedio a la peste bubónica mencionado en su carta.

La ascensión de esos endemoniados montes Caspios fue de lejos la más dura de las ascensiones que me había sido dado realizar; aunque honestamente debo reconocer que también fue la primera. Las bandas de bandidos armenios, que defendían el acceso a sus montañas como los padres la virginidad de sus hijas, dieron mucho trabajo a mi escolta. En cuanto a mí, me sentía como el apóstol Felipe yendo a expulsar a los dragones de Escitia y a predicar la buena nueva a los necesitados.

Después de varios días de viaje, grande fue nuestra sorpresa al tropezar con un hombrecillo de edad avanzada que escalaba solo —y sin llevar ninguno de los pesados artilugios propios de los hombres de las montañas— una de las más altas cimas de los montes Caspios. Este anciano, que bien podía tener noventa años, llevaba el sayal y la tonsura de los monjes, así como un par de botas de excelente factura que le llegaban por encima de las rodillas.

Tras ordenar que nuestro carro acelerara tanto como lo permitía la pendiente pedregosa, llamé al anciano en francés:

—Hola, buen hombre, ¿quién eres, y qué haces por estos parajes?

El anciano se volvió, nos dirigió una amplia sonrisa y nos respondió en un francés perfecto:

—Perdonadme si no me descubro, pero he perdido mi sombrero... a fuerza de correr y saltar en todos los sentidos.

—¿Correr y saltar? Pero ¿qué edad tenéis?

De hecho tenía una hermosa y larga barba blanca, pero sus ojos vivos, hundidos bajo unas espesas cejas, le daban un aire juvenil. —Oh, la edad no tiene nada que ver... ¡Son mis botas!

Y uniendo el gesto a la palabra, saltó por los aires como un cabrito y aterrizó sobre una roca no lejos de nosotros.

—¡Por san Gregorio! —exclamé.

—Reconozco —dijo el anciano— que esto hace su efecto. Pero ya veréis, uno se acostumbra.

—¿Me diréis por fin vuestro nombre?

—Poucet. Soy el padre superior de la abadía de Saint-Pierre de Beauvais, para serviros.

—Si no me equivoco, estáis muy lejos de casa. ¿Habéis perdido acaso a alguno de vuestros fieles?

—A dos, para hacer honor a la verdad. Pero, por las últimas noticias que tengo, abrigo la esperanza de encontrarlos en alguna parte por aquí.

Y nos mostró lo que teníamos ante los ojos, es decir, un interminable paisaje salpicado de cimas peladas, de montañas de laderas ásperas barridas por vientos diversos, a cual más terrible. Un paisaje hostil, de esos de los que hay que huir decididamente, a menos que se deba efectuar allí alguna tarea importante.

—¿No teméis a los dragones? —pregunté al padre Poucet.

Su reacción me sorprendió sobremanera.

—¿Los dragones? ¡Pamplinas! ¡No creo en ellos!

—¿No creéis en ellos? Sin embargo, la tradición nos informa de numerosos combates de santos contra estas bestias inmundas. ¡No creer en los dragones es no creer en los santos! ¡Por vida de Alejandro!

—Pues lo lamento, pero de todas maneras yo no creo en ellos. Son solo cuentos, útiles para asustar a los niños y nada más.

—Yo sí creo. De otro modo, cómo explicar...

Pero no era el momento ni el lugar para lanzarse a un debate teológico. De manera que me interesé por la identidad de los dos individuos que buscaba.

—Oh —me dijo—, son dos viejos amigos que han tenido ciertas dificultades con nuestra santa madre Iglesia, por eso no sé si hago bien en mencionároslos, aunque por fin haya obtenido para ellos el perdón de su santidad.

Decía esto a causa de las armas del papado, de gules con dos llaves de plata cruzadas, que aparecían en los estandartes de mis draconoctes y en los costados de nuestros carros.

—Hablad sin temor, porque yo no soy cardenal, y ni siquiera
vir ecclesiasticus
; solo soy un humilde médico, a quien su santidad ha encargado...

Dándome cuenta de que me arriesgaba a revelarle un poco demasiado sobre nuestra misión, preferí volver a la conversación precedente y le pregunté:

—De todos modos, si mi señor y maestro les ha perdonado, no seré yo quien os cree dificultades. ¿Puedo saber qué pecado cometieron?

—El pecado, no... Pero sí la sentencia. Fueron excomulgados, al mismo tiempo que una gallina...

—¡Excomulgados! ¡Entonces son criminales de la peor especie!

—Sí y no. En fin, no. En realidad su santidad acaba de absolverles del crimen de apostasía y de irregularidad del que se habían hecho culpables al cambiar de hábito y de oficio, y les ha permitido tomar de nuevo los hábitos si muestran un arrepentimiento sincero y dan prueba de humildad.

—La sabiduría de su santidad no tiene parangón. Pero ¿quién os ha dicho que vuestros amigos y esa gallina se encontraban en estos parajes?

Poucet dudó un momento. Tal vez había hablado demasiado. No quería comprometer más a sus dos amigos. Pero la simpatía que yo le inspiraba, supongo, le empujó a confiarse:

—¡He viajado mucho, lo que me ha llevado una eternidad! Pronto hará una semana que abandoné Saint-Pierre de Beauvais. Hasta esta mañana no me había enterado de nada interesante, pero entonces, en Constantinopla, un alto dignatario del imperio me ha dicho que les habían enviado a los montes Caspios para buscar...

—¿Al Preste Juan?

—¿Cómo lo sabéis?

—Yo también voy en su busca. Para obtener de él determinado antídoto y proponerle una alianza con su santidad.

—¡Oh —dijo Poucet—, qué magnífica idea! ¡Estoy seguro de que mis amigos os ayudarán en todo lo que puedan cuando se enteren!

—Pero ¿cómo sabéis —proseguí— que están en esta montaña? Es tan grande que sería bueno saber en qué dirección debemos dirigirnos.

Por toda respuesta, Poucet me mostró varias plumas de color rojo que había recogido entre dos saltos de gigante. —Ya veo —dije. Un destello de malicia brilló en su mirada; luego, se rodeó el cuerpo con los brazos.

—Perdonadme —dijo—, pero hace un frío terrible aquí. Creo que continuaré mi camino. Os deseo buena suerte...

—No, por favor. Hacedme el honor de viajar en mi carro. Dentro hace calor, tengo víveres y licores. Y una hermana del convento de Betania os cuidará los sabañones, si los tenéis.

Poucet me dirigió otra de sus sonrisas maliciosas, en las que se revelaba toda su juventud y energía. Debía de haber sido un niño extraordinario, lleno de recursos y talento. No podía sentirme más feliz de acogerle en el seno de mi convoy. Era un excelente reclutamiento.

—¡Bendito sea el camino que os ha conducido hasta aquí! —me dijo—. ¡Porque hace tanto frío que probablemente mis amigos tendrán necesidad de un médico! ¡Sí, bendito sea el camino que os ha conducido hasta aquí!

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