La espada de San Jorge (45 page)

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Authors: David Camus

BOOK: La espada de San Jorge
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Comprendió entonces que la antorcha no solo era la clave, sino también la vía: el guía. Le bastaría con tomar en cada cruce el corredor que le indicaba y llegaría a la séptima puerta. Después de haber cambiado de dirección siete veces, se encontró por fin justo ante la puerta del ibis.

Morgennes sintió que su pecho se hinchaba de satisfacción. ¡Lo había conseguido!

—¿Y ahora? Volver a ver a Azim para informarle de mi descubrimiento, o...

La curiosidad le venció. Pasó la llama de su antorcha por el ibis, y la puerta se abrió chirriando sobre sus goznes.

Capítulo VI

La mujer que no existía

46

Eso es justamente lo que venía a buscar, y lo tendrá.

CHRÉTIEN DE TROYES,

Lanzarote o El Caballero de la Carreta

Apremiado por su padre a encontrar rápidamente un paliativo a las maquinaciones de los francos, que querían reforzar su dominio sobre Egipto, Palamedes decidió partir a Damasco. Allí se arrojaría a los pies del sultán Nur al-Din, le imploraría que perdonara a los egipcios sus acciones pasadas y le invitaría a dirigirse sin tardanza a Egipto, para dirigir juntos la guerra y expulsar de Tierra Santa al abyecto invasor cristiano. Como buen ofita y perfecto retoño de su padre, Palamedes era capaz de adoptar cualquier creencia, fe o religión. En este aspecto reunía todas las cualidades del camaleón, que se funde con el paisaje para engañar mejor a sus predadores y sorprender a sus presas.

Frente a vos, vuestro mejor amigo, ¡por mi fe! Pero detrás, vuestro peor enemigo, dispuesto a degollaros.

Alternativamente «embajador extraordinario» del Preste Juan para los cristianos de Jerusalén y saboteador para los griegos de Constantinopla (que había que mantener a cualquier precio alejados de Egipto, ya que eran demasiado peligrosos), Palamedes se disponía ahora a solicitar la ayuda de sus supuestos hermanos de religión, los sunitas. Por tanto, adoptaría la personalidad del «noble y contrito musulmán» que iba a prosternarse a los pies de esos infames, pero no por ello menos poderosos, «infieles sunitas» —pues eso eran los musulmanes de Damasco a ojos de los egipcios, de obediencia chiíta.

Después de haber reunido una imponente caravana, formada por varios centenares de caballos y yeguas (para él mismo y para su escolta) y del doble de camellos y mulos para los pertrechos, Palamedes fue a ver a su padre.

—Estoy listo. ¿Cuándo quieres que parta?

—Esta noche —le respondió Chawar—. Porque el Nilo está en su nivel más bajo, lo que es un signo favorable. Cuando crezca de nuevo, el próximo mes de mayo, te prometo que estaremos en una posición mucho mejor que la actual. Nuestra patria volverá a levantarse y la verdad reinará. Es solo cuestión de meses. ¡Después de siglos y siglos de espera, el Día de la Serpiente se acerca por fin!

—Padre...

Un olor a limón le cosquilleaba la nariz, mientras en los cocoteros los monos se divertían persiguiéndose. Parecía que padre e hijo hubieran vivido toda su vida para este instante, el de su separación. Palamedes, cuya madre había muerto al dar a luz y que no había conocido más pariente que su padre, apretó al anciano contra su pecho. La prominente barriga de Chawar le llegaba a la ingle, y Palamedes se sintió embargado de una mezcla de amor y piedad hacia su viejo padre. ¡Qué no haría para hacer realidad sus sueños! El anciano había conspirado tanto para alcanzar su objetivo, convertirse en el jefe de la iglesia de los ofitas y visir del califa al-Adid, que merecía salir victorioso. ¿Era posible que Dios no les aprobara? No, imposible. Seguro que Dios —el dios Serpiente— estaba de su lado, y les ofrecería en los próximos meses la justa recompensa que tanto habían esperado. Entonces caerían las máscaras y se revelaría quién se ocultaba detrás. Porque en verdad ellos —los ofitas—, por más que cambiaran de piel como quien cambia de túnica, permanecían iguales a sí mismos, inmutables y eternos. La verdad estaba en el movimiento.

—Lo que he hecho —silbó Chawar—, lo he hecho por ti. Eres mi pequeña serpiente, mi muda, mi eternidad...

—Padre...—murmuró Palamedes.

—¡Chisss...! Calla. No digas nada —exclamó Chawar, apoyando tiernamente su rollizo dedo sobre los labios de su hijo—. Dirán que soy un viejo soñador, pero el sueño más loco que nunca tuve ya se ha realizado: ¡tener un hijo del que me siento orgulloso! Porque estoy orgulloso de ti fuera de toda medida. Tú eres la prueba de que Dios es infinita bondad, la prueba de que nos escucha. ..

—Yo...

—Chisss... Un día nuestro pueblo reinará, y necesitará un jefe. Un soberano. ¡Ese rey serás tú! No lo olvides. ¡Ve!

—Volveré.

—Palabra de mal agüero. No, no digas nada. Prefiero recordar el silencio de tu partida y tu silueta perdida en la noche, pues no depende de ti que vuelvas o no, sino del todopoderoso dios Serpiente...

—De todos modos, padre adorado, te prometo que volveré.

—Ve.

Palamedes espoleó a su yegua, que partió al trote ligero en dirección al desierto al este del Viejo Cairo. Encaramado en su montura, seguido por más de cuatrocientos camellos y mulos cargados de víveres y de regalos para el sultán de Damasco, Palamedes condujo a su caravana en dirección al horizonte, donde la larga hilera de camellos se alargó como una cadena de montañas en miniatura, con sus llanos y sus relieves —formados por sus jorobas, tiendas y paquetes.

«Ve, hijo... Mis pensamientos te acompañan. Espero que puedas triunfar en tu empresa...»

Palamedes no se volvió. Levantando la mano, dio orden a la columna de orientarse hacia el este, para evitar a los francos en caso de que estos tuvieran la loca idea de olvidarse de Bilbais y lanzarse directamente hacia El Cairo.

Pero Palamedes conocía lo suficiente a los francos para saber que no podrían resistirse al cebo de un botín fácil, a esta infortunada ciudad cuyas murallas aún no habían sido reconstruidas desde su última incursión. Tenía algunos días por delante; dos o tres semanas, a lo sumo. El tiempo de afinar sus argumentos, por más que tuviera, en un cofrecillo de marfil y oro, el argumento decisivo, el que sin duda alguna haría que los musulmanes de Siria se unieran a sus hermanos egipcios e impulsaría al fogoso general tuerto Shirkuh a acudir a El Cairo y ponerlo patas arriba.

Después de haber atravesado el valle de Moisés, donde se encontraba la antigua ciudad de Petra, y haber ahuyentado a algunos bandidos pertenecientes a la tribu de los maraykhat, la caravana de Palamedes puso rumbo al este, y luego más hacia el norte, hacia Damasco.

Cuando el desierto empezó a difuminarse, reemplazado por algunas matas de hierba rala y amarilla, Palamedes fijó la mirada en la blancura de las nieves en la cima de las montañas sirias, que —al borde de los desiertos inflamados— parecía una espuma de leche esperando a ser bebida.

Pasándose su lengua bífida por los labios resecos, aguardó, antes de beber, a que las primeras señales de Damasco aparecieran. No podían tardar. La montaña y su cima nevada constituían un adelanto. Pero lo que él quería ver era un indicio de vida humana. Y este apareció bajo la forma de un rebaño de corderos con las colas cargadas de grasa, prueba de que los pastores rondaban por esos parajes en busca de sabrosos pastos. Las manchas de hierba amarilla dieron paso a zonas mayores de verdor, donde la vegetación estaba tan saturada de savia y de humedad que se doblaba bajo su peso. El tintineo de las esquilas de los corderos se mezclaba con los ladridos de los perros y los gritos roncos de los pastores. Finalmente, la reina de Siria, Damasco, apareció en su muelle estuche vegetal, en el que los rosales y los cipreses competían por hacerle de marco.

Desde lo alto de las murallas, los guardias distinguieron un lago de banderas verdes cargado de pesadas naves con caparazón de oro y plata, dirigidas por una multitud de jinetes de armaduras relucientes. Todas brillaban con un resplandor regio, y sus rayos eran tan intensos que herían la vista. Una docena de jinetes salieron de Damasco y galoparon hacia la caravana para averiguar su origen y sus intenciones.

Palamedes inclinó la cabeza, murmuró unas palabras, y fue conducido sin demora ante el jefe de la ciudad, Nur al-Din.

Sin embargo, el primer personaje al que fue presentado era un hombre de apenas treinta años, de una delgadez que asustaba, con las mejillas hundidas, la barba corta y unos ojos en los que brillaban las estrellas. Un hombre que parecía ver directamente en el alma y ser capaz de pelarla como una cebolla. Este hombre se llamaba Saladino.

Era el sobrino de Shirkuh el Tuerto y uno de los favoritos de Nur al-Din.

El sultán le apreciaba porque era piadoso, y también porque amaba la paz. No era un bravucón, como tantos de sus súbditos, sino más bien un ser introvertido y dulce, inclinado a la meditación. Un hombre en compañía del cual Nur al-Din se sentía a gusto desde que había fracasado lamentablemente —cinco años atrás— en su intento de apoderarse del Krak de los Caballeros. Hasta este incidente funesto, en el que el mismísimo Diablo había llevado a la derrota a su ejército antes de apoderarse de una de sus babuchas, Nur al-Din se había mostrado en todos los sentidos digno de su padre, el terrible Zengi.

Había atacado sin descanso al reino de Jerusalén, llegando incluso a mordisquearle los tobillos —en Edesa o en Trípoli—, como un perro que retrocede un instante ante la amenaza de un bastonazo, pero vuelve incansablemente a la carga.

Pero desde el incidente del Krak de los Caballeros, el humor del sultán había cambiado. Ya no sentía deseos de luchar, y a menudo pensaba en la célebre fórmula de Aníbal: «Consentir en la paz es permanecer árbitro de tu destino; combatir es poner tu suerte en manos de los dioses». Nur al-Din le daba vueltas en la cabeza una y otra vez, y no dejaba de decirse que solo la paz le daba ocasión de acercarse a Dios y de rezarle.

¿Había envejecido? ¿Estaba fatigado? ¿Hastiado?

En cualquier caso, en lugar de permanecer en su palacio para recibir las condolencias de sus súbditos o de las embajadas de los países vecinos, Nur al-Din había preferido retirarse a una de las mezquitas de Damasco. Allí pasaba el día leyendo el Corán y discutiendo acerca de su sentido con su médico particular, el doctor ibn al-Waqqar (de una delgadez aún más inquietante que la de Saladino, porque era más alto que él) y un sabio llegado de Persia, llamado Sohrawardi.

En compañía de estos dos doctos hombres, Nur al-Din recorría los meandros de la palabra divina, saboreando el éxtasis en cada versículo. Sus súbditos no veían con buenos ojos esta actividad, pues la ciencia que consistía en interpretar la palabra divina acercaba cada día un poco más a Nur al-Din a los chiítas, para quienes el Corán tenía un sentido oculto. Palabra a palabra, versículo a versículo, Nur al-Din, Sohrawardi e ibn al-Waqqar avanzaban, como tres exploradores en tierra desconocida, buscando el lugar donde Dios se había ocultado, retirando al texto un velo que los musulmanes ortodoxos —los sunitas— decían que no existía.

Pero Nur al-Din no se preocupaba por eso. Cuando tenía el Libro entre las manos y recorría sus páginas, era el más feliz de los hombres.

—¡Maestro! Perdonad que os moleste, esplendor del islam, pero aquí hay un visitante que solicita entrevistarse con vos.

Nur al-Din abrió los ojos y vio a su querido Saladino, con la rodilla en tierra ante él.

—Levántate, hijo mío. —Así llamaba a los que amaba—. Dime qué quieres...

—El visitante aquí presente —dijo Saladino señalando a Palamedes, que se encontraba tras él— ha venido desde El Cairo para...

—Acércate —le interrumpió Nur al-Din.

Palamedes se adelantó, inclinó la cabeza y se arrodilló, con las manos abiertas. Ahora se trataba de dar prueba de la mayor humildad. Unos años atrás, su propio padre, Chawar, fue a ver al sultán de Damasco para pedirle, antes de traicionarle, lo mismo que él había ido a buscar hoy. Debía mostrarse arrepentido, humilde, muy humilde. Palamedes se dijo que tal vez no fuera buena idea colmar de riquezas al sultán, ya que este se encontraba, no en la Gran Mezquita de Damasco, sino en una pequeña mezquita, tranquila y noble, situada en medio de un jardín de árboles frutales. El canto de los pájaros, las ramas agitadas por el viento y el rumor de pequeños cursos de agua hacían de muralla a los ruidos de la ciudad. En realidad, aparte de sus palabras y de los sonidos del jardín, se habría dicho que esta humilde mezquita era la morada del silencio.

Palamedes se lanzó súbitamente a los pies de Nur al-Din y exclamó:

—¡Perdón! Mi padre, el noble y, sin embargo, tan amenazado visir Chawar, os suplica que acudáis en su ayuda. A cambio os envía mi cabeza, que os ruego aceptéis. Aquí está...

Nur al-Din le miró con expresión divertida. ¿Su cabeza? Tal vez sería un bonito trofeo, como la del caballero rubio que, unos años atrás, había enviado como regalo al califa de Bagdad en un soberbio cefalotafio de plata. A menos que la utilizara para uno de esos partidos de polo que disputaba con Saladino y que tanto placer le habían proporcionado en otro tiempo. Pero ya no jugaba. Y lo que necesitaba no era una cabeza, sino paz. Para meditar.

De modo que este individuo le molestaba. Su lengua parecía una horquilla, como la de las serpientes; su piel, curtida como la de los cocodrilos, y sus uñas recordaban las formidables garras de este mismo reptil, cuyas momias habían hecho furor en otro tiempo en Damasco.

—¿Qué quieres?

—El rey de los francos, Amaury, marcha sobre Egipto. Quinientos hospitalarios le acompañan. Sospechamos que quiere someternos.

—¿Acaso no lo estáis ya?

—No. En parte solamente... Pero lo fingimos para engañarle mejor, porque nosotros solo aspiramos a una única verdad, que es la del islam...

—Continúa...

—Dos musulmanes pueden tener una visión divergente de una misma situación. Basta con que estas dos visiones respeten igualmente la sharia. Por eso apelo a vuestra grandeza de alma.

Una sombra se movió detrás de Palamedes, que sintió cómo una brisa soplaba en su cuello. Pero se mantuvo callado, sin pestañear. Mientras Nur al-Din no le echara, aún podía ganar la partida. A él correspondía descubrir cómo.

—Vos sois poderoso, y como el dragón en su montaña, no queréis abandonar vuestros territorios. Pero vuestras alas son inmensas. Una de ellas podría, si lo deseáis, alcanzar Egipto, mientras con la otra barreríais el reino de Jerusalén sin que vuestro cuerpo tuviera tan siquiera que moverse.

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