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Authors: David Camus

La espada de San Jorge (7 page)

BOOK: La espada de San Jorge
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—Buenos días a todos —les dije, saludándolos con la mano.

—Mañana y noche deberíamos lavarnos, os lo aseguro, si fuéramos sensatos —dijo Marcabrú tapándose la nariz con los dedos.

—¿Cómo decís? —preguntó Morgennes.

—No os preocupéis —explicó Rudel—. Repite su canción.

—¿Y cómo se llama?


La Canción del lavadero
—respondió Cercamón.

—¿Qué os parece? —me preguntó Marcabrú.

—No he oído bastante para formarme una opinión.

—Yo ya tengo una —dijo Morgennes.

—¿Ah sí?

—Coincido con vos. Mañana y noche deberíamos lavarnos, si fuéramos sensatos... ¡No podría estar más de acuerdo!

Y también él se tapó la nariz.

—¡Bebamos, amigos! —dijo Gautier, agitando el brazo para reclamar un cuerno de cerveza.

Nos trajeron una barrica, en la que hundimos nuestras copas. Un nuevo invitado se había unido a nosotros. ¡Béroul! Cuatro años atrás, no había escatimado elogios para mi
Historia del rey Mark y la rubia Iseo
; me abrumó con preguntas y me interrogó sobre mis fuentes. Le saludé calurosamente y le dije:

—Te vas a sentir decepcionado..., porque he cambiado de motivo. Aunque supongo que no habrás venido para escucharme, ¿verdad?

—No, ¡vengo para competir!

—¿Y con qué obra maestra?


Tristán e Iseo
, ¡la mía!

Me dirigió una amplia sonrisa, y mi brazo se inmovilizó, a medio camino entre mi boca y el pequeño barril de cerveza.

—¿Cómo la has escrito?

—Octosílabos con versos pareados.

—Como yo... ¿Cuáles son tus fuentes?

Me las citó.

—¡Son las mías!

—¡Las mías también! —replicó.

—¡Vamos, señores! ¡Nada de peleas! —se interpuso Gautier de Arras.

—¡Me ha plagiado!

—¡De ninguna manera!

—¡Te prohíbo que compitas!

—¡No tienes derecho a hacerlo!

—¡Un poco de contención, señores!

—¡Ladrón!

Sin duda había algo de verdad en el insulto, porque Béroul me lanzó un puñetazo a la cara. Me quedé pasmado, preguntándome qué me ocurría. A pesar de todo, el asunto habría podido quedar ahí si Morgennes no hubiera saltado sobre Béroul para devolverle el golpe, primero en la cara y luego en diversas partes del cuerpo.

—¡Señores! ¡Conteneos! —chilló Gautier de Arras.

—Dios quiere limpiar de toda mancha a los audaces y a los dulces —masculló Marcabrú, antes de lanzar su copa contra la cabeza de un poeta que atacaba a Morgennes por detrás.

Entonces fue Gautier quien se mezcló en la pelea, tratando de separarme de Béroul, a quien, en un instante de lucidez, acababa de arrebatar su manuscrito.

—¡Chrétien —exclamó ciñéndome con sus brazos—, no es así como se vence!

—¡Y tampoco así! —dijo alguien, abrazándolo a su vez—. ¡Fuera con los tramposos!

Nunca sabré a quién debí esta generosa intervención. Tal vez a un admirador. En cualquier caso, el manuscrito de Béroul se me escapó de las manos y voló entre los comensales, que lo despedazaron hasta convertirlo en una decena de pliegos. Algunos cayeron planeando en la chimenea, otros se mancharon de cerveza, y un puñado, que de ese modo abandonaron la posada, fueron a parar a algunas gorras. Como cada uno defendía a su vecino, y este atacaba a aquel y aquel al de más allá, rápidamente llegó un momento en el que todos se mezclaron en la pelea. La posadera, preocupada por sus muebles, repartió tortazos indiscriminadamente; esa fue la señal para que sus marmitones se decidieran a ponernos en la puerta. Entonces los poetas, que por un momento se habían dividido, cerraron filas y ofrecieron un frente común a los soldados de las cocinas. Insultos y puñetazos, puntapiés e injurias. Creo que un escabel me habría matado si la providencia no hubiera querido que esa fuera justamente la hora que el obispo Grosseteste reservaba a los poetas. El obispo, que había venido a visitarnos, irrumpió en la posada acompañado de sus gentes de armas, a quienes algunos de los presentes optaron por bautizar a golpes de barrica.

—¿Qué estoy viendo? —bramó Grosseteste—. ¡Dos tonsurados! ¡Poetas, una riña! ¡Arrestadlos!

La guardia cargó, lo que dio a Morgennes la ocasión de ilustrarse. Mi compañero había cogido un espetón del hogar y lo utilizaba como una espada. Con los violentos molinetes que ejecutaba con el arma improvisada envió por los aires a todos los pollos ensartados en ella, invitando a los hombres armados a no aproximarse si no querían correr la misma suerte que las aves. Aprovechando esta tregua, varios poetas pusieron pies en polvorosa, mientras se preguntaban si no habría tal vez algún poema que componer sobre esta historia de gentes armadas y pollos asados...

Cuando todo terminó y Morgennes entregó las armas, Grosseteste quiso que le dieran una explicación:

—¿Por qué esta pelea?

Nadie supo qué responder.

—¡Así son los poetas —dijo el obispo—, tan dispuestos a lanzarse los unos contra los otros como a apartar al pueblo del Señor!

Al ver que Grosseteste se volvía hacia nosotros, los únicos clérigos de la reunión, dije levantando la mano:

—¡
Pax in nomine Domini
!

—¡
Pax in nomine Domini
! —respondió Grosseteste.

Y se fue.

—Realmente —dijo Morgennes—, no puede decirse que su visita haya durado demasiado. Apenas más que la que no nos hizo en Saint-Pierre de Beauvais, hace cuatro años...

—¿Cuatro años ya? —dije, palpándome el sayal—. ¡Dios mío!

—Es verdad —dijo Morgennes—. ¡Es terrible lo rápido que pasa el tiempo!

—¡No estaba hablando de eso!

—¿De qué, entonces?

—¡
Cligès
ha desaparecido!

Y dicho esto, perdí el conocimiento.

8

Sabréis por qué en el momento oportuno.

CHRÉTIEN DE TROYES,

Ivain o El Caballero del León

—¿Dónde estoy?

—En una habitación, en la posada. Descansa. El concurso se celebra mañana. Hay que recuperar fuerzas.

¿Fuerzas? ¿El concurso?

—Pero ¿de qué estás hablando?

—¡No te muevas! —me dijo Morgennes, obligándome a permanecer tendido sobre el jergón—. ¡Duerme!

La cabeza me daba vueltas.

—¡Por la lengua de Dios! ¿Qué me ocurre?

—Has recibido un duro golpe.

—¡Ah, sí! ¡Ya lo recuerdo! ¡Mi manuscrito! ¡
Cligès
! ¡Seguro que ha sido Gautier de Arras quien me lo ha robado!

—¿Y si ha sido Béroul?

Desalentado, me cogí la cabeza entre las manos.

—¿Cómo lograré ganar?

Concentrado en mis contusiones, me frotaba el cráneo, enterrado bajo un denso entrelazado de vendajes. Por suerte, los cirujanos no le habían metido mano, ya que el preboste se había negado a hacerse cargo de sus emolumentos con el pretexto de que no habíamos sido del todo ajenos a la pelea que había estallado. Después de declarar que no intervendrían si no se les compensaba por su labor, los
practici
habían volado en busca de nuevas víctimas. No puede decirse que aquello me desagradara; porque eran incontables los pacientes que, bajo los cuidados de estos doctos expertos, exhalaban por la noche el último suspiro, cuando al alba solo se habían levantado con el estómago un poco revuelto.

—¡Todo ha acabado!

—Ni hablar —dijo Morgennes—. Yo sigo aquí...

Y se dio un golpecito en la frente con el dedo.

—¿Conoces mi obra?

—¡
Cligès
está aquí! Y aquí también —me dijo, llevándose la mano al corazón—. ¡Entero!

—¿Así que serás tú quien compita?

—Si no tienes inconveniente...

—¡Desde luego que no! ¡Poco me importa ser yo el ganador, siempre que
Cligès
se lleve el premio y Béroul y Gautier pierdan!

Entonces me vino un recuerdo a la memoria: Morgennes manejando un espetón sin que le preocupara quemarse con el hierro.

—Tu mano —dije—. ¡Déjame ver!

Cogí su mano en la mía, y la volví de un lado y de otro. ¡Nada! ¡Ni la menor señal!

—¡Increíble! —exclamé.

—¿Qué es increíble? —preguntó Morgennes.

—¡Tu mano no se ha quemado! ¡No tienes ni una ampolla! ¡Apenas un rastro de hollín!

Volví la mano de Morgennes en todos los sentidos, como si se tratara de una parte independiente de su cuerpo que podía manipular sin preocuparme del resto al que estaba unida.

—¡Eh! —dijo Morgennes—. ¡Cuidado!

—Pero ¿cómo es posible...?

Morgennes se rascó la barbilla, reflexionó un instante, y luego me dijo:

—Tal vez san Marcelo...

—¿San Marcelo? ¿El draconocte?

—El mismo. El matador de dragones... San Marcelo no solo es célebre por haber hecho huir a un dragón golpeándolo con su báculo, sino también por haber...

Hizo una pausa.

—Sigue. ¿Por qué más?

—Este santo era el preferido de mi padre. A menudo me hablaba de él; me contó que, un día, un herrero lo desafió a indicar el peso exacto de una barra de hierro al rojo...

—¿Y bien?

—¡San Marcelo lo hizo!

—¿Quieres decir que esperó a que el hierro se enfriara y que indicó su peso?

—No. Quiero decir que cogió con la mano desnuda la barra de hierro que el herrero le tendía y que al instante le dijo el peso. ¡Sin quemarse! Ahí inició su camino hacia la canonización...

—Es curioso —dije sacudiendo la cabeza—. ¿Tu padre te habló de san Marcelo, pero no de Cristo?

—Sí, lo sé, es extraño. Pero es así. San Marcelo era alguien realmente importante para él...

—En todo caso, si he entendido bien, ¡aquello fue un milagro! Quién sabe, tal vez también tú logres hacer huir a un dragón, gritándole como san Marcelo: «¡Permanece en el desierto o escóndete en el agua!».

—Tal vez —dijo Morgennes sonriendo.

—San Morgennes. ¡Suena bien!

De pronto, un violento espasmo en el estómago me hizo vomitar el poco líquido que había tragado, manchando mi jergón de bilis y de cerveza a medio digerir.

—Voy a buscar con qué limpiarlo —dijo Morgennes.

Vomité una segunda vez; sentía que me moría.

—No... no entiendo...

—¿Es la cabeza? ¿Te duele?

—No sé...

Morgennes me miró, con expresión afligida.

—Ya estoy mejor —le dije.

Era mentira. Evidentemente. Pero no quería preocuparle. Por eso dejé que creyera que solo eran las consecuencias de la pelea del día anterior, cuando sabía que aquello se remontaba a mucho antes.

Desde hacía varias semanas me dolía mucho el vientre.

¿Por qué? No lo sabía. Pero decidí no pensar más en ello, y preferí concentrarme en la fiesta del Puy y en el número de juglar que había tardado meses en preparar. Ese, al menos, no me lo habían robado.

9

Los malvados judíos, en su odio (deberían darles

muerte como a perros), hicieron su desgracia y

nuestro bien cuando lo pusieron en la cruz.

CHRÉTIEN DE TROYES,

Perceval o El cuento del Grial

—El Puy nunca más se celebrará aquí —anunció Grosseteste.

Un rumor de indignación recorrió la multitud, que no comprendía por qué el obispo decía aquello. Desde siempre, el concurso se había celebrado en el interior de la abadía de San Vaast. ¿Por qué había que cambiar ahora?

—No todas las obras son buenas —declaró el obispo—. Algunas propagan falsedades. ¡Peor aún, se burlan de Dios y de sus servidores! Comprenderéis que no pueda acogerlas aquí, bajo la piadosa mirada de san Vaast.

Una oleada de protestas se elevó de la multitud.

—¡Mis queridos hijos, calmaos! ¡Yo no os privo del concurso! ¡No hago más que cambiar el marco!

—¿Por cuál? —gritó una voz.

—Un poco de paciencia —dijo el obispo—. ¡Os lo explicaré. y estoy seguro de que os gustará!

Morgennes y yo intercambiamos una mirada. Como el resto de los presentes, estábamos impacientes por oír su explicación.

—San Vaast —continuó Grosseteste haciendo un gesto en dirección a la abadía— expulsó en otro tiempo a los lobos y eliminó los espinos que se habían apoderado de esta iglesia. ¡Pues bien, ahora me toca a mí expulsar desde hoy a esos lobos y espinos que son los juglares y los trovadores!

—¡No le gustan los juglares! —siseé entre dientes.

—¿Y qué importa eso?

—Es un poco fastidioso. Había previsto un número que... ¡Pero ya lo verás! Es una sorpresa.

—¡En consecuencia —prosiguió Grosseteste—, el concurso tendrá lugar en el cementerio!

Un rumor de desaprobación se propagó entre la multitud.

—En el cementerio judío —precisó el obispo.

Salva de aplausos. ¡Vivas y bravos! Algunos silbaban entre dientes y luego se llevaban los dedos a la boca para silbar más fuerte aún.

Noté que me ardían las mejillas. La cabeza me daba vueltas. Me sentía mal.

—Vámonos —le dije a Morgennes.

—¿El cementerio judío? Pero ¿por qué? No comprendo...

Un hombre, que llevaba un niño a la espalda, le explicó:

—Porque es grande y está bien situado. El público puede sentarse sobre las tumbas. Se estará fresco. Y no se molestará a nadie. En fin, a nadie importante.

El individuo se alejó hacia la sinagoga, junto a la que se encontraba el cementerio judío.

—¿Qué hacemos? ¿Le seguimos? —preguntó Morgennes.

Pero yo no le escuchaba.

—Siempre es lo mismo —dije—. ¡Cuando hay que meterse con alguien, siempre les toca a los judíos! ¿No están cansados ya de esto?

Pero ¿y el concurso?... ¿Dejarás ganar a Béroul? ¿O a Gautier de Arras?

Yo no sabía qué responder. Bajando los ojos hacia Cocotte, me Pregunté: «¿Vale la pena por una gallina? ¿Y si vuelvo a quedar segundo? Y aunque quedara primero, ¿debo participar en esto?».

Algunos estudiantes nos adelantaron riendo.

—¡Qué buena idea! —exclamó uno de ellos.

Encolerizado, le espeté:

—¿Ah, sí? ¿Eso te parece? ¡No veo qué tiene de bueno organizar un concurso en un cementerio!

—No es peor que en una iglesia —replicó otro.

—Además, yo hablaba de otra cosa —me dijo el joven al que había increpado.

—¿De qué hablabas? —le preguntó Morgennes.

—¡De la recompensa! —respondió el estudiante, con los ojos brillantes—. Este año será...

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