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Authors: David Camus

La espada de San Jorge (4 page)

BOOK: La espada de San Jorge
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Entonces se pasó en torno al cuello la cruz de bronce; se la sacaba de vez en cuando, en la soledad de su taller, para besarla. Pero nunca la dejaba a la vista cuando estaba cerca de su esposa, ya que ambos consideraban que estaban en su derecho; él de recordar y ella de olvidar el crimen que su marido había cometido...

«¡No hay maderos sobre la tumba!»

¿Por qué esa noche? ¿Por qué ahora?

Se levantó viento, un viento terrible, para el que tú estabas desnudo. Se reía de tus ropas, de las gruesas pieles, el manto de lana, la camisa de tela, el pelo, la piel, y soplaba directamente sobre tus huesos. Habría helado hasta a un oso.

En ese momento, un resplandor en el cielo atrajo tu mirada. ¿Una estrella? Parecía ir hacia ti, muy deprisa. Luego una, dos, tres y pronto cuatro estrellas más brillaron tras la primera; las cinco se dirigieron hacia la casa de tus padres.

¡Qué hermoso era! Habrías querido gritar, llamar, prevenir a tu familia de su llegada, pero ningún sonido salió de tu boca. Ante tanta belleza, tus labios permanecieron cerrados. No eran estrellas. ¡Para ti eran ángeles! Cinco ángeles de acero, montados en caballos cubiertos con corazas de oro y plata. Un gran ruido les acompañaba, porque sus armas estaban desenvainadas y a menudo tropezaban contra los árboles del bosque. Sus caballos resoplaban, sus armaduras repiqueteaban, sus yelmos tintineaban. Y cuando una lanza chocaba contra el escudo, sonaba como un himno que celebrara la llegada de esos ángeles caídos de los cielos.

En realidad no solo eran ángeles, sino cuatro ángeles que escoltaban a Dios —pues el primero iba tan bien vestido, con sus blancos colores marcados con una gran cruz roja, que te pareció que era Dios anunciando a los hombres alguna noticia importante.

¡Dios! ¡Era Dios! Ese ser extraño y misterioso al que tus padres solo se referían con medias palabras y al que te instaban a temerlo tanto como a amarlo. ¡Dios acudía a vuestra casa!

Te morías de ganas de bajar por la colina y correr hacia Dios y todos sus ángeles para pedirles que te llevaran con ellos.

Pero entonces resonó un grito:

—¡Corre, Morgennes, corre!

Era tu madre. Se dirigía al encuentro de los ángeles, que espoleaban a sus corceles para acercarse a ella.

¿Correr?

Sin reflexionar, la obedeciste y saliste corriendo. Pero ¿hacia dónde? De repente, como si te hubiera oído, tu madre gritó:

—¡Hacia el río, Morgennes, hacia el río!

¡Hacia el río! ¡Adelante! Cerraste los ojos, porque de ese modo corrías mejor. Tus pies se hundían en la nieve, pero qué importaba: la tierra te guiaba. Te decía adónde ir, y te permitía concentrarte en lo que oías. Alaridos, tu padre que llamaba, tu hermana que lloraba, tu madre que gritaba.

—¡Corre! ¡Corre!

Parecía que se estuviera peleando. ¿Tu madre? ¿Peleando? ¿Con Dios? Sin duda tu padre estaba luchando con la espada, porque oías el hierro golpeando el hierro, los resoplidos de tu padre y los relinchos de los caballos.

Volviste a abrir los ojos y miraste hacia atrás. La noche lo cubría todo. ¿Ya? No era tan tarde hacía un momento, cuando habías corrido hacia el bosque para coger leña. Y sin embargo era de noche, o las tinieblas tenían otro nombre... Entonces tropezaste.

¿Qué hacía ahí esa raíz? Estabas tendido sobre la nieve, y el frío te atenazaba el pecho, penetraba en tu boca, en tu nariz. «¿Por qué he abierto los ojos? Debería haberlos mantenido cerrados...»

Volviste a cerrarlos, recordaste el terreno, tan familiar para ti, y te levantaste dispuesto a reemprender la carrera. De pronto tuviste la sensación de que un animal enorme te perseguía: escamas y garras furiosas, una bestia que volaba, reptaba y saltaba a la vez. Un monstruo imposible. ¡Un monstruo que bufaba, que mataba! Y tú eras su presa.

¿Qué animal era aquel? ¿Era un dragón, como el que uno de los ángeles de Dios llevaba en su enseña? Sí. Un inmenso dragón—noche, que sumergía en la oscuridad todo lo que se ponía a su alcance, devorando la luz y borrando los confines de las cosas.

Sordo al miedo, seguiste corriendo. «Tendré miedo más tarde», te decías.

El río hacia el que huías era más que un río —era el inmenso brazo líquido de un país colocado a través del mundo, sin cabecera ni desembocadura—, y tú nunca lo habías vadeado. Nadie, que tú supieras, se había aventurado nunca en él, porque en ese río, si bien no era profundo, confluían mil corrientes contrarias que se enfrentaban en su seno, como si mil ríos de igual fuerza se hubieran encontrado allí mezclados, tratando cada uno de imponerse a los demás.

Este río era tan ancho que ningún hombre podría alcanzar con su honda la otra orilla. Sin embargo, un ansia loca de saltar sobre él se apoderó de ti, aunque sabías que era una insensatez.

Esbozaste una sonrisa —la idea te había gustado— y sentiste que te crecían alas. Correr te resultaba fácil, el frío ya no te afectaba. Tal vez fueras solo un niño, ¡pero te sentías un gigante!

Y abriste los ojos.

Detrás de ti, a solo unos pasos, estaba tu padre, con tu hermana en brazos. También él corría, con la boca abierta, y su aliento se elevaba en la noche como una gran columna fría, que pronto destrozarían los jinetes que le seguían al galope.

¡El río! Comprendiste por qué tu madre te había dicho que fueras allí. Estaba helado. La cubierta de hielo te permitiría pasar, mientras que los jinetes —por más que fueran Dios y sus ángeles— se verían obligados a desmontar, y tal vez incluso a desprenderse de su coraza estrellada para desplegar sus alas y cruzarlo volando.

Tu padre jadeaba, escupía, sufría. En vano, porque los jinetes le pisaban los talones y no tardarían en alcanzarle. Si hubiera sido un pusilánime, habría abandonado a tu hermana, la habría lanzado al suelo para que retrasara a sus perseguidores y no frenara su marcha; pero él era un hombre valeroso, o un loco, y no la dejó, sino que, al contrario, la oprimió contra su corazón, como si quisiera tragársela, que penetrara en él, para recogerse luego sobre sí mismo y vadear de un salto el río sobre el que tú ya avanzabas.

Su superficie era terriblemente resbaladiza, por lo que tomabas precauciones para no perder el equilibrio. «Si avanzo como es debido y consigo impulsarme convenientemente, podré llegar a la otra orilla en un santiamén. ¡Adelante!»

El hielo crujió, pero aguantó, y te permitió dirigirte hacia tu salvación... y la muerte de los tuyos.

Porque cuando apenas habías alcanzado la otra orilla, el surco de hielo que habías dejado tras de ti empezó a resquebrajarse, transformándose en una grieta, un abismo ante tu padre.

El, sin embargo, no retrocedió. ¡No podía soltar a su hija! Y siguió avanzando hacia el centro del río, sin apartar sus ojos de ti.

—¡Morgennes! ¡Mírame!

Miraste a tu padre, aferrándote a sus ojos, como si tuvieras el poder, tú que habías sobrevivido, de salvar al que no tardaría en hundirse.

—¡Te quiero!

Los jinetes se acercaban, sus caballos se encabritaban y caían con todo su peso sobre las primeras pulgadas de hielo, que rompían con sus herraduras, sacrificando al dios del río sus primeras víctimas.

El hielo se rompió. Mil rajas corrieron en todos los sentidos, se unieron, se separaron y tropezaron las unas con las otras, de tal modo que al final la superficie del río parecía una telaraña del otro mundo, de allí donde el negro era blanco y el blanco negro.

Estaban perdidos. El agua se apoderó de ellos; se hundieron, abrazados el uno al otro. Tu padre no habría soltado a su hija por nada del mundo. Pero aún no era el final. No del todo. Con la energía que da la desesperación, tu padre todavía encontró fuerzas para abrirse la camisa y sacar la pequeña cruz que nunca le había abandonado. La besó, por última vez, la mostró a los jinetes que iban tras él y que ya apuntaban sus arcos en dirección a vosotros, y la lanzó hacia ti.

—¡Morgennes! —¡Papá!

—¡Ve hacia la cruz! ¡La cruz!

Corriste hacia la cruz, que había caído a solo unos pasos de ti, cuando un ruido líquido atrajo tu atención.

Era tu padre, había muerto. Unas burbujas subieron a la superficie y enseguida quedaron atrapadas por el hielo, el mismo hielo en el que una manita infantil, opaca y oscura, pareció dibujarse y luego desapareció.

4

Aquí empiezo mi relato.

CHRÉTIEN DE TROYES,

Erec y Enid

Morgennes me condujo hasta el calvero del bosque. Allí, tras constatar la magnitud de los daños y comprender, sin que él tuviera que explicármelo, que el puente y la pequeña iglesia eran una misma cosa, le dije:

—Ya solo me queda volver a Beauvais...

—Lo siento muchísimo. Nadie venía nunca a esta iglesia, y pensé que tal vez sería mejor...

—¿Hacer un puente con ella?

—Sí.

—Habrá que creer que ese era su destino... De pie en medio del claro donde se habían levantado los muros de una de las más antiguas capillas de Flandes, Morgennes me miró con expresión interrogativa.

—Según los archivos que he consultado —dije—, esta iglesia fue construida con las piedras de un puente que se encontraba en alguna parte por aquí cerca.

—No es raro, entonces, que nadie viniera nunca aquí. No hay modo de cruzar en leguas a la redonda. Vos sois el primer ser humano que veo desde hace años.

Abrí ojos como platos, estupefacto.

—¿Cómo? ¿Y vuestra familia? ¿Y vuestros padres?

Morgennes tendió el brazo hacia el otro lado del puente y dijo:

—Están por allí, creo...

Se fue a remover las cenizas de un pequeño fuego que había encendido para la noche, permaneció en silencio, y luego añadió:

—De hecho, me parece que están muertos.

—Oh —dije yo—, es una triste noticia. ¿De modo que estáis solo en el mundo?

Asintió con la cabeza, con los labios apretados, y luego me preguntó:

—¿Quién construyó ese puente?

—No lo sé —respondí—. Probablemente los romanos.

—¿Los romanos?

Algo en el tono de su voz revelaba que no tenía ni idea de quiénes eran esos «romanos»; de modo que rápidamente le hice un resumen de la historia de Roma.

—Vaya —dijo Morgennes, decepcionado—, ya veo que no eran ellos...

—¿Que no eran ellos? ¿Qué queréis decir?

—Justo antes de morir, mi padre me dijo que fuera hacia la cruz... Primero pensé que se trataba de esta cruz —me dijo, mostrándome la pequeña cruz de bronce que tenía en la mano—. Luego, que era la que coronaba la iglesia —me dijo, no mostrándome nada—. Pero al escucharos, me he preguntado si no hablaría de los romanos...

—También podía hacer alusión a Jerusalén y a la reliquia de la Vera Cruz, donde fue crucificado Nuestro Señor Jesucristo.

—¿Nuestro Señor Jesucristo? —dijo Morgennes—. ¿Quién es?

—¿Cómo? ¿No lo sabéis?

—No.

—Pero ¿qué clase de pájaro sois vos? Debéis de ser el único hombre que no ha oído hablar de Él...

—No soy ningún pájaro. Y vos, ¿qué tipo de hombre sois que seguís los pasos de una gallina y cruzáis, el mismo día en que lo he terminado, un puente que he tardado años en construir?

—¿Que quién soy?

Dejé escapar un profundo suspiro.

¿Qué se sabe de mí? No gran cosa.

Para resumir, esto es lo que la historia ha retenido de mi persona. Se dice que nací hacia el año de gracia de 1135, pero no se sabe dónde. Algunos dicen que en Troyes, otros que en Arras... Flandes y la Champaña son mis regiones predilectas, aunque aquí y allá se diga que viajé mucho —a Inglaterra, a Tierra Santa, al Imperio Germánico, a Constantinopla y a otras muchas regiones que la razón se resiste a nombrar—. Estos son, pues, a grandes rasgos, mis orígenes. No hablaré de mi muerte, ya que este no es el momento ni el lugar. En cuanto a mi vida adulta, será expuesta en las páginas que siguen, aunque no constituya el motivo principal, sino solo el ornamento —o el envoltorio, si esta metáfora os complace más—. Mi nombre, finalmente. Nadie lo conoce con certeza, por más que haya quedado registrado como Chrétien, ya que esa es la firma que aparece en mis relatos.

Pero ¿soy también Saint-Loup de Troyes, el canónigo? ¿Y Chrétien li Gois, el autor de
Philomena
?

Tal vez sí, tal vez no. A decir verdad, no es importante. Lo que cuenta es mi encuentro con Morgennes. En cierto modo fue una señal. Una señal que Dios me enviaba para decirme: «¡Observa cómo es este hombre!».Y en efecto, ante mí tenía a un adolescente mil veces más valeroso que el adolescente que yo había sido; mil veces más valeroso, incluso, que el hombre que era. Tal vez ocuparme de él, tomarlo bajo mi protección, fuera la razón que me había llevado a estos parajes. En cualquier caso, no iba a abandonar al primero y último de mis fieles; de modo que le propuse que me acompañara a Saint-Pierre de Beauvais.

Morgennes, que por lo visto estaba hambriento, no me respondió inmediatamente; en lugar de eso fue a buscar a un rincón de su calvero un puñado de musgo y setas y me invitó a compartirlo con él.

Mordiendo, no sin aprensión, la carne cruda de lo que parecía un hongo, le propuse:

—Si me acompañáis a Beauvais, podréis comer queso y pan... También tenemos pescado, y a veces carne.

—¿Y gallinas?

—Sí. Pero esta no es para comer —añadí, siguiendo su mirada, clavada en mi gallina.

—¿Por qué?

—Es una gallina especial. Se llama Cocotte... Además, podréis consultar nuestros archivos y aprender algo más sobre este puente.

—¿Vuestros archivos?

—Sí. Tenemos una de las mejores bibliotecas de la región. ¡Cuenta con más de un centenar de obras!

—Yo no sé leer...

—Os enseñaré.

—¿Por qué hacéis todo esto? —me preguntó.

Entonces me levanté para decirle:

—Dios os ha colocado en mi camino. Sin Él, nunca hubierais podido construir este puente, gracias al cual yo he podido cruzar. .. ¿No os dais cuenta de la ironía que encierra esto?

—No.

—Si no hubierais demolido esta iglesia, nunca habría podido cruzar este río; de modo que la iglesia no habría servido para nada, porque ningún sacerdote habría venido a darle vida. Pero la habéis desmontado, ¡y gracias a vos he podido cruzar en cuanto he llegado! ¡Sin embargo, ya no hay iglesia! En ambos casos tenía que volver a Beauvais. Pero en el primero habría vuelto solo, después de años de vagabundear buscando un puente que no existía.

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