Read La espada del destino Online

Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

La espada del destino (12 page)

BOOK: La espada del destino
10.42Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Permitió que los tentáculos le rodearan por la cintura. Con un chasquido le sacaron de la apestosa masa y le arrastraron en dirección al cuerpo que, con movimientos circulares, se introducía entre los desperdicios. La mandíbula poblada de dientes chasqueó salvaje y con rabia. Cuando la espantosa boca se acercó, el brujo la golpeó con un mandoble de la espada, la hoja traspasó lenta y blandamente. Un hedor asqueroso y dulzón le cortó el aliento. El monstruo lanzó un silbido y se estremeció, los tentáculos le liberaron, se removieron convulsivamente en el aire. Geralt, hundido en la basura, golpeó otra vez en un revés, las abiertas mandíbulas crujieron y chirriaron aguda y horriblemente. El ser gorgoteó y perdió ímpetu, pero de inmediato se hinchó, silbando, salpicando al brujo con una hedionda masa.

Geralt, con un brusco movimiento, hizo fuerza con los pies hundidos en la basura, se liberó, se echó hacia delante, apartando la guarrería aquella con el pecho como un nadador aparta el agua, golpeó con todas sus fuerzas, desde arriba, empujando con ímpetu la hoja que penetraba en el cuerpo, entre dos ojos de pálida fosforescencia. El monstruo lanzó un gemido gorgoteante, agitó los miembros, derramándose sobre el montón de porquería como una ampolla rasgada que hedía en perceptibles y cálidas ráfagas de ondulante fetidez. Los tentáculos palpitaban y se retorcían entre la podredumbre.

El brujo salió con dificultad de la densa pasta, se puso de pie sobre una superficie resbaladiza, movediza pero firme. Sintió cómo algo pegajoso y repulsivo que se le había metido en la bota le corría por la pantorrilla. A la fuente, pensó, a librarse lo más rápidamente posible de todo esto, de esta inmundicia. Lavarse. Los tentáculos del monstruo chapoteaban otra vez en la basura, salpicaron, se quedaron inmóviles.

Cayó una estrella fugaz, un rayo que duró un segundo, animando el firmamento negro y moteado de pequeños resplandores inmóviles. El brujo no pidió deseo alguno.

Respiró pesada y roncamente, sintiendo cómo le desaparecía el efecto de los elixires que había tomado antes de la lucha. El gigantesco montón de basura y desperdicios pegados a las murallas de la ciudad, en abrupto desnivel en dirección a la reluciente banda del río, aparecía hermoso y extraño a la luz de las estrellas. El brujo escupió.

El monstruo estaba muerto. Constituía ya parte de aquel montón de basura en el que antes habitaba.

Cayó otra estrella fugaz.

—Un basurero —dijo el brujo con énfasis—. Porquería, estiércol y mierda.

II

—Apestas, Geralt. —Yennefer arrugó la nariz sin volverse del espejo ante el que se limpiaba el tinte de las cejas y las pestañas—. Lávate.

—No hay agua —dijo, mirando a la tina.

—Enseguida lo arreglo. —La hechicera se levantó, abrió la ventana de par en par—. ¿La prefieres marina o normal?

—Marina, para variar.

Yennefer alzó violentamente las manos, gritó un encantamiento al tiempo que hacía un corto y complicado gesto con las manos. A través de la ventana abierta sopló de pronto una áspera y húmeda frialdad; los postigos golpetearon y el reflejo de un remolino verde entró a la alcoba y adoptó la forma de una bola irregular. La tina se llenó de un agua que ondeaba nerviosa, chocaba contra los bordes y se derramaba por el suelo. La hechicera se sentó y volvió a lo que estaba haciendo antes de ser interrumpida.

—¿Lo has conseguido? —preguntó—. ¿Qué había en el vertedero?

—Un zeugel, como pensaba. —Geralt se quitó las botas, arrojó al suelo las ropas y metió los pies en la cubeta—. Cuernos, Yen, qué fría está. ¿No puedes calentar esta agua?

—No. —La hechicera, acercando el rostro al espejo, se dio algo en el ojo con la ayuda de un palito de cristal—. Esos encantamientos me cansan un montón y me producen náuseas. Y a ti, después de tus elixires, el agua fría no te hará mal.

Geralt no discutió. Discutir con Yennefer no tenía el más mínimo sentido.

—¿Te causó problemas el zeugel?

La hechicera metió el bastoncillo en un frasquito y se echó algo en el otro ojo, apretando cómicamente los labios.

—No especialmente.

A través de la ventana abierta les llegó un estrépito, un chasquido seco de madera rota y el farfulleo de una voz que repetía desentonada y en falsete el estribillo de una popular cancioncilla picante.

—Un zeugel. —La hechicera tomó otro frasquito de una imponente batería de ellos que reposaba sobre la mesa, le quitó el tapón. En la estancia comenzó a oler a lilas y a grosellas—. Pues, ¿ves?, incluso en una ciudad no es difícil encontrar trabajo para un brujo, no tienes por qué andar vagabundeando por despoblados. ¿Sabes?, Istredd afirma que esto se está convirtiendo en una regla. Algo viene a ocupar el lugar de cada monstruo a punto de extinguirse de lagos y pantanos, algo distinto, alguna nueva mutación adaptada al medio ambiente artificial, creado por el ser humano.

Geralt, como siempre, frunció el ceño al oír la mención a Istredd. Sinceramente, comenzaba a estar harto del entusiasmo de Yennefer por la genialidad de Istredd. Incluso si Istredd tenía razón.

—Istredd tiene razón —continuó Yennefer, frotándose los pómulos y párpados con el algo que olía a lilas y a grosellas—. Mira, pseudorratas en alcantarillas y sótanos, zeugeles en los vertederos, planones en los fosos abandonados y en los sumideros, tayezes en los embalses de los molinos. Esto es casi una simbiosis, ¿no te parece?

Y ghules en los cementerios que devoraban a los difuntos al día siguiente del entierro, pensó, mientras se enjuagaba el jabón. Una completa simbiosis.

—Sí. —La hechicera apartó los frasquitos y los botecillos—. También en las ciudades se puede encontrar trabajo para un brujo. Pienso que alguna vez sentarás la cabeza en algún sitio, Geralt.

Antes me caerá un rayo, pensó. Pero no lo dijo en voz alta. Llevarle la contraria a Yennefer, como bien sabía, era una invitación a la pelea y una pelea con Yennefer no era de las cosas menos peligrosas del mundo.

¿Has terminado, Geralt?

—Sí.

—Sal de la bañera.

Sin ponerse de pie, Yennefer agitó la mano descuidadamente y pronunció el hechizo. Con un murmullo, el agua de la cuba, junto con la que se había vertido en el suelo y la que le resbalaba a Geralt por su cuerpo, se reunió en una bola translúcida y con un relámpago voló a través de la ventana. Escuchó un sonoro chapoteo.

—¡Así sus coja la peste, hijos de una puta! —se escuchó un grito enojado que provenía desde abajo—. ¿Es que no tenéis dónde tirar la mierda? ¡Así sus coman vivos los piojos, que sus coma la tina, que sus muráis todos!

La hechicera cerró la ventana.

—Joder, Yen. —El brujo soltó una carcajada—. Podrías haber tirado el agua un poco más lejos.

—Podría —murmuró—. Pero no tenía ganas.

Tomó la lamparilla de su mesa y se acercó a él. Su camisón blanco, agitándose con el movimiento de su cuerpo, la hacía sobrenaturalmente atractiva. Más que si estuviera desnuda, pensó.

—Quiero echarte un vistazo —dijo—. El zeugel podría haberte arañado.

—No me arañó. Lo habría sentido.

—¿Después de los elixires? No me hagas reír. Después de los elixires no sentirías una fractura abierta hasta que el hueso no fuera rozando las paredes. Y el zeugel podría tener de todo, hasta el tétanos o la ponzoña. Por si acaso, todavía habría tiempo para ponerle remedio. Date la vuelta.

Sintió en la espalda el delicado calor de la llama de la lamparilla, el roce ocasional de sus cabellos.

—Parece que todo está bien —dijo—. Échate, antes que los elixires te tumben. Esas mezclas son terriblemente peligrosas. Te matan poco a poco.

—Tengo que tomarlos antes de la lucha.

Yennefer no respondió. Se sentó de nuevo delante del espejo, peinó lentamente sus rizos negros, sinuosos, brillantes. Siempre se peinaba los cabellos antes de acostarse. A Geralt esto le parecía una rareza pero le encantaba observarla mientras lo hacía. Le daba la impresión de que Yennefer lo sabía.

De pronto sintió mucho frío y percibió que los elixires le hacían temblar, le palpitó la nuca, le corrió por el estómago un remolino de náuseas. Maldijo para sí, se echó en la cama sin dejar de mirar a Yennefer.

Un movimiento en un rincón de la pieza le llamó la atención, aguzó la vista. Sobre unos cuernos de ciervo cubiertos de telarañas y que estaban torcidos, había un pequeño pájaro, negro como el azabache.

Volviendo la cabeza hacia un lado, miró al brujo con un ojo amarillo e inmóvil.

—¿Qué es eso, Yen? ¿De dónde ha salido?

—¿Qué? —Yennefer volvió la cabeza—. Ah, eso. Es una milana.

—¿Una milana? Las milanas son de color pardo sucio y ésta es negra.

—Es una milana mágica. La he hecho yo.

—¿Para qué?

—Me es necesaria —le cortó.

Geralt no hizo más preguntas, sabía que Yennefer no le contestaría.

—¿Irás mañana a casa de Istredd?

Yennefer retiró los frasquitos al borde de la mesa, guardó el peine en una arqueta y cerró el espejo en forma de tríptico.

—Iré. Desde el amanecer. ¿Y qué?

—Nada.

Se echó a su lado, sin apagar la lamparilla. Nunca apagaba la luz, no podía dormir en la oscuridad. Fuera una lamparilla o un candelabro o una vela, tenían que quemarse hasta el final. Siempre. Otra rareza más. Yennefer tenía una increíble cantidad de rarezas.

—¿Yen?

—¿Sí?

—¿Cuándo nos vamos de aquí?

—No seas pesado. —Tiró con fuerza del edredón—. Estamos aquí desde hace tres días y tú ya me has preguntado lo mismo al menos treinta veces. Ya te he dicho que tengo asuntos que resolver aquí.

—¿Con Istredd?

—Sí.

Suspiró y la abrazó, sin ocultar sus intenciones.

—Hey —susurró—. Has tomado los elixires...

—¿Y qué?

—Nada.

Se carcajeó como una cría, apretándose contra él, arqueándose y estirándose para facilitar que le quitara la camisa. La fascinación de su desnudez le produjo como siempre un escalofrío en la espalda, hizo que le hormiguearan los dedos que rozaban su piel. Tocó con los labios sus pechos, redondos y delicados, de pezones tan pálidos que sólo resaltaba su forma. Enredó los dedos en sus cabellos, que olían a lila y a grosellas.

Ella se entregó a sus caricias, ronroneando como un gato, apoyando sus rodillas flexionadas en el pecho de él.

Pronto se vio que —como de ordinario— había sobrestimado su resistencia a los elixires brujeriles, había olvidado su acción perjudicial sobre el organismo. Y puede que no sean los elixires, pensó, puede que sea el cansancio de la lucha, el riesgo, el peligro y la muerte. ¿Un cansancio en el que por rutina ya ni me fijo? Pero mi organismo, aunque mejorado artificialmente, no cede ante la rutina. Reacciona con naturalidad. Sólo que allí donde no hace falta. Rayos.

Pero Yennefer —como de ordinario— no le permitió deprimirse por tan poca cosa. Sintió cómo lo tocaba, escuchó cómo murmuraba, allí, junto a su oído. Como de ordinario y sin quererlo pensó en la cifra cósmica de ocasiones en las que había tenido que usar aquel hechizo tan práctico. Y luego dejó de pensar.

Como de ordinario fue extraordinario.

Miró su boca, las comisuras se torcían en una sonrisa inconsciente. Conocía bien esa sonrisa; siempre le parecía que se trataba más de una sonrisa de triunfo que de felicidad. Nunca le había preguntado acerca de ello. Sabía que no le respondería.

La milana negra, sentada sobre los cuernos del ciervo, desplegó las alas, chasqueó el curvo pico. Yennefer volvió la cabeza y suspiró. Con mucha tristeza.

—¿Yen?

—Nada, Geralt. —Le besó—. Nada.

La lamparilla ardía con vacilante llama. Un ratón se introdujo en la pared y la carcoma en la cómoda rechinaba bajito, cadenciosa, monótona.

—¿Yen?

—¿Mmm?

—Vámonos de aquí. No me siento bien aquí. Esta ciudad ejerce una influencia perjudicial sobre mí.

Ella se puso de costado, deslizó la mano por su mejilla, retirando los cabellos, siguió hacia abajo, tocó las gruesas cicatrices que le atravesaban el lado del cuello.

—¿Sabes lo que significa el nombre de esta ciudad? ¿Aedd Gynvael?

—No. ¿Es el idioma de los elfos?

—Sí. Significa esquirlas de hielo.

—Extraño, no le pega a este agujero de mierda.

—Los elfos tienen una leyenda —susurró la hechicera, pensativa— acerca de la Reina del Invierno, que durante las tormentas de nieve recorre el país en un trineo tirado por un caballo blanco. Mientras viaja, la reina siembra a su alrededor esquirlas de hielo, agudas, duras y pequeñas, y ay de aquel al que las esquirlas le den en los ojos o en el corazón. Este aquél estará perdido. Nunca nadie será capaz de alegrarlo, todo lo que no posea la blancura de la nieve le parecerá feo, repugnante, asqueroso. No dormirá en paz, lo dejará todo, partirá en busca de la reina, en busca de sus sueños y de su amor. Por supuesto, nunca la encontrará y morirá embargado por la nostalgia. Al parecer aquí, en esta ciudad, en tiempos remotos sucedió algo parecido. Bonita leyenda, ¿no es cierto?

—Los elfos saben arropar todo en palabras hermosas —murmuró soñolientamente, recorriendo los brazos de ella con sus labios—. No es ninguna leyenda, Yen. Es una hermosa descripción de un hecho horrible, la Persecución Salvaje, la maldición de algunos lugares. Una inexplicable locura colectiva que obliga a la gente a unirse a una comitiva espectral que se arrastra por el cielo. Lo he visto. Ciertamente, sucede a menudo en el invierno. Me han ofrecido mucho dinero para que acabara con esa plaga, pero no lo he aceptado. No hay remedio para la Persecución Salvaje...

—Brujo —susurró, besándolo en la mejilla—. No tienes ni gota de romanticismo. Y a mí... a mí me gustan las leyendas de los elfos; son muy hermosas. Una pena que los seres humanos no tengan tales leyendas. ¿Quizá las tendrán alguna vez? ¿Quizá las lleguen a crear? Alrededor, adonde quiera que mires, tristeza y vulgaridad. Incluso lo que comienza con belleza, cae pronto en el tedio y la banalidad, en ese ritual humano, en ese ritmo aburrido llamado vida. Oh, Geralt, no es fácil ser hechicera, pero si lo comparas con la existencia humana común y corriente... ¿Geralt?

Colocó la cabeza sobre su pecho, que se movía levemente al respirar.

—Duerme —susurró—. Duerme, brujo.

III

La ciudad ejercía una influencia perjudicial sobre él.

Desde por la mañana. Desde por la mañana todo le ponía de mal humor, todo le producía rabia y desánimo. Todo. Le hizo enfadarse el que se quedara dormido y la mañana se convirtiera prácticamente en mediodía. Le puso nervioso el que no estuviera Yennefer, que había salido antes de que él se despertara.

BOOK: La espada del destino
10.42Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Witchrise by Victoria Lamb
The Select by F. Paul Wilson
Love in Disguise by Nina Coombs Pykare
The Last Good Paradise by Tatjana Soli
Rendezvous by Dusty Miller
For King & Country by Robert Asprin, Linda Evans, James Baen
The Very Thought of You by Angela Weaver