La espada leal (5 page)

Read La espada leal Online

Authors: George R. R. Martin

Tags: #Fantástico

BOOK: La espada leal
3.73Mb size Format: txt, pdf, ePub

Sin embargo, no lo es. Este retoño ha sido criado por dragones, no por hombres. Egg puede ser el escudero de un caballero errante, pero Aegon de la Casa Targaryen es el cuarto y más joven hijo de Maekar, Príncipe de Torre Verano, a su vez cuarto hijo del fallecido rey Daeron el Bueno, el Segundo con Su Nombre, quien se sentó durante veinticinco años en el Trono de Hierro hasta que la Gran Epidemia Primaveral se lo llevó.

—Hasta donde le puede importar al pueblo, Aegon Targaryen regresó a Torre Verano con su hermano Daeron después del torneo de Pradera de Vado Ceniza —le recordó Dunk al chico—. Tu padre no querría que se supiese que andas vagabundeando por los Siete Reinos con cualquier caballero errante. Así que no quiero volver a oír lo de tus contactos.

Una mirada fue toda la respuesta que obtuvo. Egg tenía los ojos grandes, y de algún modo su cabeza afeitada hacía que parecieran mayores. A la penumbrosa luz de la lámpara de la bodega parecían negros, pero con una iluminación mejor se revelaba su verdadero color: un profundo índigo oscuro. Ojos valyrios, pensó Dunk. En Poniente, pocos excepto los de sangre de dragón tenían ojos de tal color, o un cabello que relucía como una amalgama de oro veteada de plata.

Cuando navegaban juntos por el Sangreverde, las niñas huérfanas jugaron a que frotar la cabeza afeitada de Egg les daría suerte. Aquello hizo que el chico se sonrojara más que una granada.

—Las chicas son tontas —diría—. La próxima que me toque va a acabar en el río.

—Entonces te tocaré yo —le contestó Dunk—. Te daré tal bofetón que estarás oyendo campanas toda una luna.

Aquello solo suscitó en el chico una insolencia mayor:

—Mejor campanas que chicas estúpidas —insistió, pero no lanzó a ninguna al río.

Dunk entró en la bañera y se acomodó hasta que el agua le cubrió hasta la barbilla. Aún escaldaba en la parte superior, aunque más abajo ya estaba templada. Apretó los dientes para no quejarse. Si lo hacía, el chico se reiría. A Egg le gustaba que su baño abrasara.

—¿Necesitáis más agua hervida, Ser?

—Así está bien. —Dunk se frotó los brazos y contempló cómo salía la suciedad entre largas nubes de vapor gris—. Alcánzame el jabón. Oh, y el cepillo de mango largo también. —Pensar en el pelo de Egg le había recordado que el suyo estaba sucio. Tomó una bocanada de aire y se deslizó bajo el agua para darse un buen remojón. Cuando emergió de nuevo, chapoteando, Egg ya estaba al lado de la tina con el jabón y el cepillo de crin de caballo en la mano—. Tienes pelos en la mejilla —observó Dunk mientras le cogía el jabón—. Dos. Ahí, debajo de la oreja. Asegúrate de quitarlos la próxima vez que te afeites la cabeza.

—Lo haré, Ser. —El chico parecía complacido por el descubrimiento.

No hay duda que piensa que un poco de barba le convierte en un hombre. Dunk había pensado lo mismo la primera vez que encontró algo de pelusilla creciendo sobre su labio superior. Intenté afeitarlo con la daga, y casi me corto la nariz de cuajo.

—Ahora ve y duerme algo —le dijo a Egg—. No te necesitaré hasta mañana. Le llevó un buen rato librarse de todo el sudor y la suciedad. Después, puso el jabón a un lado, se estiró todo lo que pudo y cerró los ojos. Para entonces, el agua ya se había enfriado. Después del salvaje calor del día, venía bien un momento de alivio. Se remojó hasta que sus pies y sus dedos se arrugaron y el agua se volvió gris, y solo en ese momento, perezoso, salió de la bañera.

Aunque a Egg y a Dunk les habían reservado gruesos jergones de paja en la bodega, Dunk prefería dormir encima del tejado. El aire era más fresco, y a veces había brisa. No era que tuviera que temer la lluvia, precisamente. La próxima vez que lloviera sobre ellos allí arriba sería la primera.

Egg estaba dormido para cuando Dunk alcanzó el tejado. Se tumbó boca arriba con las manos detrás de la cabeza y contempló el cielo. Había estrellas por todas partes, miles y miles. Le recordó a una noche en Pradera de Vado Ceniza, antes de que empezara el torneo.

Aquella noche había visto una estrella fugaz. Se supone que las estrellas fugaces te traen suerte, así que le dijo a Tanselle que pintara una en su escudo, pero Vado Ceniza le había traído de todo menos suerte. Antes de finalizar el torneo, casi había perdido una mano y un pie, y tres hombres buenos habían perdido sus vidas. Sin embargo, gané un escudero. Egg estaba conmigo cuando me marché cabalgando de Vado Ceniza. Esa fue la única cosa buena de todo lo que sucedió.

Esperaba que esa noche no hubiera estrellas fugaces.

Montañas rojas en el horizonte y arena blanca bajo sus pies. Dunk estaba excavando, ensartando una pala en la tierra seca y cálida, y echando la fina arena por encima de su hombro. Estaba haciendo un agujero. Una tumba, pensó, una tumba para la esperanza. Un trío de caballeros dornianos observaban de pie, burlándose de él entre susurros. Más atrás, los mercaderes esperaban con sus mulas, sus carretas y sus trineos de arena. Querían marcharse, pero no podían hacerlo hasta que él enterrara a Castaño. No iba a dejar a su viejo amigo a merced de las serpientes, los escorpiones y los perros del desierto.

El jamelgo había muerto en el sediento y largo tránsito entre el Paso del Príncipe y Vaith, con Egg sobre sus lomos. Sus patas delanteras simplemente se plegaron bajo sí mismo y se derrumbó, rodó a un lado y murió. Su cadáver estaba despatarrado junto al agujero. Ya estaba rígido. Pronto empezaría a apestar.

Dunk lloraba mientras cavaba, para divertimento de los caballeros dornianos.

—El agua es demasiado preciosa para verterla —dijo uno—, no deberíais malgastarla, Ser. —Los demás se carcajeaban y decían—: ¿Por qué lloráis? Sólo era un caballo, y bastante malo.

Castaño, pensó Dunk mientras excavaba, su nombre era Castaño, y me llevó en su lomo durante años, y jamás me derribó ni me mordió. EI viejo jamelgo parecía lamentable al lado de los relucientes corceles de las arenas que los dornianos montaban, con sus elegantes cabezas, sus largos cuellos y sus sedosas crines, pero él ya había dado todo lo que tenía para dar.

—¿Lloras por un caballo reventado? —dijo en su mente Ser Arlan con su voz de anciano—. ¿Por qué, muchacho, nunca lloraste por mí, que te puse sobre mi espalda? —Soltó una pequeña risa, para demostrar que no quería herirle con el reproche—. Dunk el Tocho, la mollera tan dura como la muralla de un castillo.

—Tampoco derramó lágrimas por mí —dijo Baelor Rompelanzas desde su tumba—, aunque yo era su príncipe, la esperanza de Poniente. Los dioses no querían que muriera tan joven.

—Mi padre solo tenía treinta y nueve —dijo el príncipe Valarr—. Podía haber sido un gran rey, el más grande desde Aegon el Dragón. —Miró a Dunk con sus fríos ojos azules—. ¿Por qué se lo llevaron los dioses, y te dejaron a ti?— El Joven Príncipe tenía el cabello castaño claro de su padre, pero una mecha de oro y plata lo atravesaba.

Estáis muertos, quería gritar Dunk, los tres estáis muertos, ¿por qué no me dejáis en paz?

Ser Arlan había muerto de un resfriado, el príncipe Baelor de un golpe propinado por su hermano durante el juicio de Siete de Dunk, y su hijo Valarr durante la Gran Epidemia Primaveral. No tengo la culpa. Estábamos en Dorne, no lo sabíamos.

—Estás loco —le dijo el anciano—. No cavaremos ningún hoyo para ti, cuando te mueras por esa locura. En las vastas arenas, un hombre debe atesorar su agua.

—Fuera de aquí, Ser Duncan —dijo Valarr—. Fuera de aquí.

Egg le ayudaba a cavar. El chico no tenía pala, solo sus manos, y la arena volvía a la tumba en cuanto la apartaba. Era como tratar de cavar un hoyo en el mar. Tengo que seguir cavando, se dijo Dunk, aunque la espalda y los hombros le dolían por el esfuerzo. Tengo que enterrarlo profundo, donde los perros del desierto no puedan encontrarlo. Tengo que…

—¿ …morir? —dijo Gran Rob el Simplón desde el fondo de la tumba. Echado allí, quieto, frío y con una fea herida escarlata abriendo su barriga, ya no parecía tan alto.

Dunk se detuvo y le miró.

—Tú no estás muerto. Tú estás durmiendo abajo, en la bodega. —Buscó ayuda en Ser Arlan—. Decídselo, Ser —le rogó—, decidle que salga de la tumba.

Solo que no era Ser Arlan de Pennytree quien estaba frente a él, sino Ser Bennis del Escudo Pardo. El caballero pardo solo se carcajeaba.

—Dunk el Tocho —decía—, destripar es lento, pero seguro. Nunca conocí a un hombre que viviera con las tripas colgando. —En sus labios burbujeaba una espuma roja. Se dio la vuelta y escupió, y las blancas arenas lo absorbieron. Cata estaba detrás de él con una flecha en el ojo, llorando lentas lágrimas rojizas. Y también estaba Mojado Wat, con la cabeza casi partida en dos, con el viejo Lim, Pate con los ojos congestionados, y todos los demás. Dunk pensó en un principio que habían estado masticando hojamarga con Bennis, pero entonces se dio cuenta de que era sangre chorreando de sus bocas. Muertos, pensó, todos muertos, y el caballero pardo bramó:—. Sí, así que mejor que te des prisa. Tienes más tumbas que cavar, tocho. Ocho para ellos, una para mí, una para el viejo Ser Inútil, y la última para tu chico calvo.

La pala se deslizó de las manos de Dunk.

—¡Egg —gritó—, corre! ¡Tenemos que correr! —Pero las arenas se hundían bajo sus pies.

Cuando el chico intentaba trepar por el agujero, sus laterales se derrumbaron. Dunk vio caer la arena sobre Egg, enterrándole mientras abría la boca para gritar. Intentó abrirse paso hacia él, pero la arena se alzaba a su alrededor, empujándole hacia la tumba, llenándole la boca, la nariz, los ojos…

Con la llegada del día, Ser Bennis se preparó para enseñarles a sus reclutas cómo formar un muro defensivo. Alineó a los ocho hombro con hombro, con los escudos tocándose y las puntas de las lanzas asomando entre medias, como largos colmillos de madera afilados. Luego Dunk y Egg montaron y cargaron contra ellos.

Maestra se negó a acercarse a menos de tres metros de las lanzas y se detuvo de forma abrupta, pero Trueno había sido entrenado para aquello. El gran caballo de guerra cargó, cogiendo velocidad. Las gallinas correteaban entre sus piernas y revoloteaban cloqueando. Su pánico era contagioso. Una vez más, Gran Rob fue el primero en soltar su lanza y correr, dejando un hueco en mitad del muro. En lugar de cerrarlo, los demás guerreros de Tiesa se unieron a la fuga. Trueno trotó sobre sus escudos abandonados antes de que Dunk pudiera refrenarlo con las riendas. Las ramas entrelazadas se partieron y se hicieron astillas bajo sus pezuñas herradas. Ser Bennis profirió una retahíla de juramentos mientras pollos y aldeanos huían en todas direcciones. Egg luchó con todas sus fuerzas por aguantarse la risa, pero perdió la batalla.

—Ya es suficiente. —Dunk detuvo a Trueno, se desabrochó el yelmo y se lo quitó de un tirón. Si hacen eso en la batalla, conseguirán que los maten a todos. —Y a ti y a mí también, probablemente. La mañana ya era cálida, y se sentía tan sucio y pegajoso como si no se hubiera bañado. Le martilleaba la cabeza, y no conseguía olvidar el sueño que había tenido la noche antes. No ha ocurrido, trataba de decirse. No ha sido así.

Castaño había muerto en el largo viaje a Vaith; esa parte era cierta. El y Egg compartieron montura hasta que el hermano de Egg le dio a Maestra. El resto, no obstante…

Jamás lloré. Habría querido, pero nunca lo hice. También hubiera querido enterrar al caballo, pero los dornianos no habrían esperado.

—Los perros del desierto deben comer y alimentar a sus cachorros —le dijo uno de los caballeros dornianos mientras ayudaban a Dunk a quitarle al jamelgo las alforjas y las bridas—. Su carne alimentará a los perros o a las arenas. En un año, sus huesos estarán limpios. Esto es Dorne, amigo mío. —Al recordar, Dunk no pudo sino preguntarse a quién alimentaría la carne de Wat, de Wat y de Wat. Quizá haya peces jaquelados bajo el Jaquel.

Guió a Trueno hasta la torre y desmontó.

—Egg, ayuda a Ser Bennis a reunirlos y a traerlos de vuelta. —Le lanzó a Egg su yelmo y caminó a grandes zancadas hacia las escaleras.

Ser Eustace se reunió con él en la penumbra de su sala de estar.

—Eso no estuvo nada bien.

—No, mi señor —dijo Dunk—. No servirán. —Una espada leal debe a su señor servicio y obediencia, pero esto es una locura.

—Era su primera vez. Sus padres y hermanos eran tan malos o peores cuando comenzaron su entrenamiento. Mis hijos trabajaron con ellos antes de ir a ayudar al Rey. Todos los días, durante una buena quincena. Hicieron soldados de ellos.

—¿Y cuando llegó la batalla, mi señor? —preguntó Dunk—. ¿Cómo se las arreglaron entonces? ¿Cuántos de ellos regresaron a casa con vos?

El viejo caballero le miró durante largo rato.

—Lim —dijo al fin—, Pate y Dake. Dake forrajeaba para nosotros. Era el buscador de comida más habilidoso que jamás conocí. Nunca marchábamos con el estómago vacío. —Sus mostachos se estremecieron—. Puede que nos lleve más de una quincena.

—Mi señor —dijo Dunk—, la mujer podría estar aquí mañana, con todos sus hombres. —Son buenos muchachos, pensó, pero pronto serán muchachos muertos, si avanzan contra los caballeros de Fosafría—. Debe de haber alguna otra manera.

—Alguna otra manera. —Ser Eustace pasó con delicadeza sus dedos sobre el escudo del Pequeño León—. No obtendré justicia de lord Rowan, no de este rey… —Cogió a Dunk del antebrazo—. Se me ocurre que, en días pasados, cuando gobernaban los reyes verdes, podías pagarle a un hombre un precio de sangre si habías matado a uno de sus animales o campesinos.

—¿Un precio de sangre? —Dunk dudaba.

—Alguna otra manera, dijiste. Tengo algunas monedas guardadas. Solo fue un pequeño rasguño en la mejilla, dice Ser Bennis. Podría pagarle al hombre un venado de plata y tres a la mujer por la ofensa. Podría, y lo haría… si quitara la presa. —El anciano arrugó el entrecejo—. Sin embargo, no puedo ir hasta ella. No a Fosafría. —Una gorda mosca negra zumbó en torno a su cabeza y se posó en su brazo—. El castillo fue nuestro una vez. ¿Sabíais eso, Ser Duncan?

—Sí, mi señor. —San Encorvado se lo había contado.

—Durante mil años antes de la Conquista, fuimos los Alguaciles de la Frontera del Norte. Rendíamos lealtad a un grupo de señores menores que nos dieron cien caballeros con tierras. Teníamos entonces cuatro castillos y torres de vigilancia en las colinas para avisar de la llegada de los enemigos. Fosafría era el mayor de nuestros bastiones. Lord Pervyn Osgrey lo levantó. Pervyn el Orgulloso, le llamaban. Después de Campo de Fuego, Altojardín pasó de los reyes a unos administradores, y los Osgrey fueron desapareciendo. Fue el rey Maegor, hijo de Aegon, quien nos arrebató Fosafría, cuando lord Ormond Osgrey protestó contra su supresión de las Estrellas y Espadas, como se conocía a la Compañía Pobre y a los Hijos del Guerrero. —Su voz se había vuelto ronca—. Hay un león jaquelado tallado en piedra sobre las puertas de Fosafría. Mi padre me lo enseñó la primera vez que me llevó con él para responder a la llamada de Reynard Webber. Yo se lo enseñé a mis hijos. Addam… Addam sirvió en Fosafría, como paje y escudero, y un… un cierto… cariño surgió entre él y la hija de lord Wyman. Así que un día de invierno me puse mis vestimentas más finas y fui a ver a lord Wyman para proponerle un matrimonio. Su negativa fue cortés, pero mientras me marchaba le escuché reírse con Ser Lucas Inchfield. Después de aquello, jamás volví a Fosafría, excepto una vez, cuando aquella mujer presumió de haberse llevado a uno de los míos. Cuando me dijeron que buscara al pobre Lim en el fondo del foso…

Other books

The Winner's Crime by Marie Rutkoski
White by Ted Dekker
Karma for Beginners by Jessica Blank
Neighbors by Royce, Ashleigh
Burglars Can't Be Choosers by Lawrence Block
Emerald Fire by Valerie Twombly
Everything He Wants by Lark, Erin
Mistaken Identities by Lockwood, Tressie, Rose, Dahlia