—Es mi equipo de supervivencia montañero.
—Todo lo que necesitamos para sobrevivir lo encontraremos en la cabaña. Ya verás.
—Fui educado para no correr riesgos nunca.
¿Era imaginación suya, o la boca del piloto se estrechó en una ligera sonrisa?
Ahora estaban ya sobre el borde de la Aiguille y la turbulencia cesó. Chamonix había desaparecido, pero al menos se había ahorrado aquella visión de la cara del acantilado que le atacaba los nervios.
—
On va descendre toute suite
[3]
—dijo el piloto sin volver la cabeza—. Dos minutos —repitió, supuestamente para informar bien a Bond, y señaló con el pulgar hacia la nieve.
El helicóptero pasó rozando sobre un risco y Bond miró abajo a una ancha extensión ondulada de nieve, rota por ocasionales formaciones rocosas. Lejos, muy lejos a su derecha, estaba la línea de telecabinas, recortándose contra el cielo como una recua de mulas que recorrieran su camino desde la Aiguille du Midi al lado italiano de la frontera. Del otro lado, fuera de su visión, debía de estar Suiza. Tres países se entrelazaban en un vasto desierto blanco. Debía de ser fácil ir de uno a otro si se conocían las montañas. ¿En qué país estaban ellos ahora? El helicóptero descendió para cernerse sobre la nieve, provocando una ventisca con sus palas. El piloto dijo algo a la muchacha que Bond no pudo captar por culpa del ruido, y empujó hacia atrás la portezuela. Una ráfaga de aire frío golpeó la mejilla de Bond.
—¿Así que nos van a dejar aquí? —gritó Bond.
La muchacha asintió, e hizo un gesto señalando la nieve cuajada. No era polvo profundo, sino capas de nieve batida por sucesivas nevadas. A aquella altitud probablemente había frecuentes aludes, incluso en mitad del verano. Era una hora bastante temprana como para que la superficie estuviera congelada, y los esquíes del helicóptero habían dejado huellas de un par de centímetros de profundidad. Bond aspiró una profunda bocanada de aire y sintió que sus pulmones protestaban. A más de 4.000 metros, la falta de oxígeno puede hacer que un hombre en plena forma se pregunte de repente por qué está respirando como un gordinflón.
Bond mantenía un ojo vigilante sobre el piloto, e indicó con una cortés extensión de la mano que la muchacha fuera la primera en descender. No quería saltar a la nieve, recibir una bala en el estómago y vivir sólo lo suficiente como para ver que el helicóptero se alejaba, trazando espirales, hacia el sol. Para alivio suyo, la muchacha acusó recibo del gesto con una sonrisa, y sus piernas se balancearon fuera de la cabina. Él saltó a su lado, y sacó sus esquíes Rosignol ST Competition del exterior del Gyrofrance. El piloto miraba hacia atrás impacientemente, como si estuviera ansioso por largarse.
—¿Va a recogernos?
—No, bajaremos esquiando.
La muchacha tomó sus esquíes y se alejó del helicóptero. Bond se puso los guantes, ajustó sus gafas para protegerse de la deslumbrante luz y la siguió.
—¿Por qué me estás mirando? —preguntó la chica.
—Sólo miraba lo bonita que eres —respondió Bond, examinando la silueta de su traje en busca de cualquier señal de arma escondida.
La chica se llamaba Martine Blanchaud, y había dicho que vivía en Lyon con su padre, que era propietario de un negocio. Había tenido un matrimonio desgraciado, y se alojaba con unos amigos cuando venía a Chamonix. Bond nunca llegó a ver a ninguno de sus amigos. Siempre estaba sola cuando la veía en el casino.
El helicóptero levantó algo más de nieve, y luego se deslizó por el risco. Bond experimentaba una sensación de desafío y excitación no relacionada con su posible apuro. La montaña a su alrededor alteraba su pulso. Picos afilados como un cuchillo desfilando uno tras otro en una marcha hacia un cielo de un azul pálido perfecto, una vista que abarcaba tres países y probablemente se extendía a varios centenares de kilómetros. La estela de vapor de un avión trazó una línea en el cielo, y unos cientos de metros por debajo de ella un halcón golpeó el aire con sus alas, planeó y luego desapareció de la vista.
—¿No quieres esquiar?
—Estaba mirando las montañas —dijo Bond.
La muchacha apoyó una mano ligeramente sobre su hombro para quitarse la nieve de su boca.
—Si las miras continuamente, llegas a gastarlas.
—Quizá.
Bond sintió una sensación de irrealidad. Había sido dejado en el techo del mundo, y no había hecho nada para merecer aquella visión enriquecedora del espíritu, la recompensa de aquellos que han escalado valientemente una montaña. Bond prefería también que sus placeres fueran ganados con mucha dificultad. Golpeó el suelo fuertemente con sus esquíes, se encogió de hombros y apuñaló la nieve con sus sticks. A todas luces, se necesitaba una expiación.
—Llevas unos bastones anticuados —dijo la chica—. Deberías probar los nuevos. Verás como se curvan a tu espalda cuando bajas en
schuss
. Ofrecen menos resistencia al viento.
Bond miró los palos de la chica, que parecían unos rabos de cerdo de aluminio. Sacudió su cabeza.
—No se notará mucho la diferencia. Esquiaré con estos, gracias.
La muchacha se encogió de hombros y hurgó en una sus ataduras de esquí.
—Sígueme. Hay algunas grietas aquí.
«Las habrá realmente», pensó Bond. Un hombre puede permanecer mucho tiempo en el fondo de una grieta. Se reprochó nuevamente su locura.
La chica empezó a esquiar, dibujando zigzags en la nieve profunda. Esquiaba muy erguida, como la mayoría de las mujeres, pero era graciosa y tenía un perfecto equilibrio. Bond la observaba con envidiosa admiración. Por regla general, admiraba a las mujeres practicando cualquier deporte tanto como el doctor Johnson las admiraba sermoneando, pero hacía una excepción en los casos de esgrima y esquí. Los consideraba dos pasatiempos que podían realzar su feminidad más que disminuirla grotescamente.
Bond sujetó el cierre de su mochila y sintió que el armazón de acero se clavaba en sus omóplatos. Había una pizca de condensación en sus gafas, y las separó de su cara un par de veces ajustándoles luego el visor para quitar el vaho. Las correas de cuero de sus bastones Kerma Zicral se ajustaban suavemente al dorso de sus manos, y una ráfaga de aire provocó un pequeño remolino de nieve cuando él trasladó su peso y dejó deslizar por la pendiente los Rosignol ST de dos metros.
Como ocurre siempre con un deporte no practicado constantemente, hubo un momento de duda. ¿Retornaría la habilidad al ser evocada? A medida que ganaba velocidad y se preparaba para el primer giro, Bond se dio a sí mismo la orden de relajarse. Nadie esquía bien cuando está
contracté
[4]
. Delante de él, la ancha extensión permanecía intacta salvo por el gracioso rastro que dejaba la chica. Los esquíes de Bond traquetearon, y él los separó antes de escoger su lugar para el bastón. Su cuerpo se irguió y se apoyó con fuerza, trazando el patrón de la vuelta con sus rodillas. Los esquíes silbaron a través de la nieve y Bond se sintió seguro en el perfecto arco de movimiento que constituye un buen giro. Se dobló y luego se irguió nuevamente en el siguiente. Una ojeada detrás de él le indicó que éste era mejor que el primero, más vigorosamente grabado y con menos polvo expulsado en el borde. Satisfecho, Bond esquió rápidamente hacia donde estaba esperando la muchacha.
Ésta lo miraba con aprobación.
—Eres un buen esquiador.
Había una ligera nota de sorpresa en su voz.
—Lo intento —dijo Bond.
Esquiaron durante otra hora antes de llegar al chalet-refugio. Bond había estado vigilando cuidadosamente, pero no pudo observar signo alguno de que hubiera alguien en aquella parte de las montañas excepto ellos mismos. Había observado huellas de gamuzas, pero eso era todo. Quizá su instinto se equivocaba por una vez. El piloto del helicóptero estaba contrariado porque tenía problemas con su mujer o su amante —o ambas— y Martine Blanchaud era igual que él, Bond, simplemente alguien que buscaba una compañía adecuada, y no parte de un siniestro complot. Quizá la sospecha de M, de que estaba agotado y necesitaba unas vacaciones de algunos días, había sido correcta. Las suposiciones de M generalmente lo eran.
La cabaña era de típica construcción alpina —ancha y baja— y se apoyaba contra la montaña como si estuviera preparada para vender cara su vida contra cualquier alud que cayera rodando desde arriba. Los troncos de que estaba hecha se entrecruzaban y sobresalían en dos esquinas en tanto que las diminutas ventanas se empotraban en las paredes como los ojos de un viejo. Cerca de dos metros de nieve en el tejado le daban la apariencia de algún exótico pastel.
Bond se sintió contento de comprobar que la nieve alrededor de la puerta estaba intacta. Se sacó los esquís, y trató de abrir la puerta. Al principio pensó que estaba cerrada, pero era solamente que estaba helada. Empujó con el hombro, y finalmente la puerta cedió con un sonido que pareció un pistoletazo. Cayó algo de nieve sobre su cabeza, y la muchacha rió.
—Cuidado —dijo Bond—. Podría ponerte sobre mis rodillas.
La muchacha levantó una ceja intrigada, y Bond se preguntó si comprendería el exacto significado de la expresión. Era muy bonita, y el esquí mañanero había reavivado algunos de sus apetitos. Quizá habían sido los italianos y la racha de pérdidas en el casino lo que le había dejado pachucho.
Tal como solía hacer cuando jugaba a la ruleta, Bond había pedido la cartulina del chef y estudiado el movimiento de la bola desde el comienzo de la sesión a las tres en punto. Sabía que, matemáticamente, eso no significaba nada, pero era costumbre suya tomar nota cuidadosamente de todas las peculiaridades del curso de la ruleta y actuar en función de ellas. En este caso la cartulina no le decía nada interesante, excepto que de los seis últimos números salidos, cinco habían sido inferiores al veinticinco. Era costumbre de Bond jugar siempre siguiendo la tendencia marcada por la ruleta, e iniciar sólo una nueva táctica cuando salía el cero. Esa noche había decidido dedicarse a la ruleta y apostar a las dos primeras docenas. Las docenas dan un beneficio de dos por uno, lo que quiere decir que por cada mil francos que Bond apostara sacaría un beneficio de quinientos con tal de que no saliera el cero ni un número más alto que el veinticuatro.
En la primera tirada la bola cayó en el veinticinco. En la segunda el treinta y dos. Bond no había hecho ningún gesto, limitándose a apuntarlo en su cartulina. La tercera tirada fue otro veinticinco. Bond había permanecido en las primeras docenas e incrementado su apuesta al máximo.
Como hacía cada vez, el
croupier
cogió la bola con su mano derecha, dando a uno de los cuatro radios de la ruleta un giro controlado en el sentido de las agujas del reloj con la misma mano, y tirando la bola alrededor de la llanta exterior de la ruleta en sentido contrario al giro. La bola corrió suavemente al principio y luego lo hizo zangoloteando y meneándose alegremente las ranuras a medida que la rueda empezaba a perder velocidad. Su despreocupado progreso contrastaba con las oscuras caras situadas en torno a la mesa, algunas de las cuales trataban de seguir su movimiento como espectadores en un partido de tenis.
—¡Cero!
¿Se notaba quizás un tono de triunfo en aquel grito? Nadie había apostado por el cero, y la mesa fue limpiada en favor de la banca.
Así se inició una de las peores sesiones de juego que Bond conociera nunca. Se había marchado de las mesas, junto con Martine Blanchaud, con una pérdida global de ocho mil francos. Quizás ahora era el momento de descubrir si
mademoiselle
Blanchaud podía proporcionar una adecuada recompensa por semejante pérdida.
El interior de la cabaña estaba escasamente amueblado, con unas pocas sillas de madera, muy sólidas, y una mesa labrada. Había una gran chimenea enmarcada en madera con un fuego preparado y esperando ser encendido, y una litera de dos pisos, siendo cada compartimento de dimensiones estrictamente individuales. Partículas de polvo revoloteaban en el descendente rayo de luz que penetraba por una de las pequeñas ventanas de gruesos cristales, y había una espesa capa de polvo en casi todas las superficies. Dos altas puertas flanqueaban la chimenea y eran supuestamente unos armarios o alacenas.
—Hay que gastar un poco de dinero en ella —dijo Bond—. Alguien ha tenido la amabilidad de dejarnos un fuego.
—
Tu as du feu?
[5]
Bond ofreció su viejo Ronson y disfrutó contemplando el trasero de la muchacha al sentarse en cuclillas para encender el fuego. Nadie ha conseguido todavía diseñar un traje de esquí que realce el trabajo hecho por Dios en el cuerpo de la mujer, pero al menos aquel era de los que ocultaban menos.
Se produjo una chisporroteante llama, y comenzó a elevarse una delgada columna de humo. Luego la chimenea empezó a tirar con fuerza. La muchacha se irguió con gesto de triunfo.
—
Voilá!
[6]
—¿Tenéis exploradoras en Francia?
De nuevo la mirada de asombro.
—¿Quieres decir, en las montañas?
Bond tomó a la chica en sus brazos y sintió cálidos y blandos senos contra su pecho. Pronto la estaría besando y endureciendo sus pezones.
—No —dijo—. Quiero decir algo completamente diferente. Exploradoras son
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… —se detuvo, mirando a través del fragmento de ventana no tapado por la nieve. Miró hacia un perfecto campo de nieve atravesado por lejanas huellas de esquí que bajaban zigzagueando por la ladera de la montaña. Tres pares de huellas de esquí. El corazón de Bond se aceleró. Las huellas no estaban ahí cuando ellos habían llegado. Alguien se acercaba a la cabaña.
Bond empujó a la chica e inmediatamente vio temor en sus ojos. La muchacha lo sabía. ¿Qué demonio iba a hacer? Ciertamente no quedarse allí. Miró a los asustados y reveladores ojos y lanzó su brazo brutalmente en torno a la cintura de la muchacha. La atrajo hacia sí de manera que sus temblorosos labios quedaron a poca distancia de los de Bond.
—¡Ya que estamos, bien podría averiguar qué sabor tienes! —la besó con fuerza y crueldad, empujándola a través de la habitación de manera que la chica cayó cuan larga era peligrosamente cerca del fuego que acababa de encender. Dándose la vuelta despreciativamente, Bond se inclinó para mirar a través de la ventana. Las huellas de los esquíes estaban momentáneamente tapadas por un afloramiento rocoso en primer plano. Frente a él, en un tramo de unos 200 m, no se distinguía movimiento alguno. Los hombres debían de encontrarse en la hondonada detrás de la roca. Podía imaginarlos ascendiendo vigorosamente por la pendiente, y soltando chorros de vapor por sus labios como una locomotora. Se volvió hacia la muchacha, que estaba aún agachada en la chimenea observándolo con cautela. ¡Tenía que moverse!