—¿Le han cortado, señor?
Bond se preguntó si la muchacha había estado escuchando la llamada. Probablemente. El Servicio de Inteligencia egipcio debía de tener un agente en cada centralita de cada hotel de El Cairo.
—No, todo está bien, gracias.
Colocó otra vez el receptor lentamente en su lugar, y cogió su chaqueta. El ligero relleno del hombro era en realidad un sustituto de pistolera, la cual consideraba ahora como un inconveniente cuando se encontraba expuesto a las atenciones de los guardias de seguridad contra secuestros. El «relleno» podía fácilmente ser quitado y colocado bajo el sobaco sujeto con una cremallera, o dentro del cinturón de sus pantalones, para formar una funda práctica para la Walther. Inevitablemente, se perdía algo de velocidad al sacar el arma. Bond había sido capaz de acertar a un hombre a siete metros de distancia en tres quintos de segundo con una funda sobaquera convencional. Con la de nilón reforzado, nunca había bajado del mágico segundo. Sin embargo, era mejor que quedar detenido en un aeropuerto durante horas mientras las credenciales eran comprobadas y le dejaban finalmente en libertad con malhumoradas excusas; o en algunos aeropuertos, donde podía ser conducido a pequeñas habitaciones apartadas, sin ventanas y con paredes acolchadas para sofocar los gritos. Bond descorrió la cremallera del relleno, lo volvió del revés y la sujetó contra el sobaco. Se puso la chaqueta, insertó la Walther, y comprobó su aspecto en el espejo situado encima del escritorio. Sólo un profesional notaría el suave bulto. No obstante, él se enfrentaba con profesionales.
Con esta idea en su mente, se echó una pequeña cantidad de polvos de talco en la palma de la mano y lo aplicó con atención a las cerraduras de su maleta Vuitton y su maletín. Colocó atravesado uno de sus cabellos en la puerta del armario que contenía sus trajes y, devolviendo el bote de talco al cuarto de baño, levantó la tapa de la cisterna del retrete e hizo una pequeña muesca en el nivel del agua en el grifo de cobre del flotador, al tiempo que descubría con agrado que había sido fabricado por Allcock and Hardisty, Bildston, Staffordshire, Inglaterra. Bond sabía que la tensión de forzar la habitación de un hombre podía revelarse de la manera más simple.
Satisfecho de saber que si alguien registraba su
suite
, él lo sabría, Bond descendió al
foyer
y salió al calor de la calle que incluso a las cinco de la tarde estaba golpeando como un enorme martillo.
Ignoró los tres taxis que estaban esperando frente al hotel y giró a la derecha y luego a la izquierda sobre el puente de El Gama'a. Tras un centenar de sofocantes metros caminados por la Shariel Corniche, encontró un taxi, un abollado Buick que parecía ir camino del cementerio de coches. Le indicó al conductor que deseaba ir a la Ciudadela y se recostó incómodamente contra la imitación de piel, raída y que mostraba su estructura metálica interna. Por lo que él podía saber, nadie lo había seguido.
El chofer hablaba un inglés macarrónico, como un centroeuropeo de una comedia americana y, durante el camino, Bond preguntó sobre la dirección imaginaria de una serie de amigos inexistentes en El Cairo. En su lista, deslizó el Semiramis Palace. La cara del conductor se iluminó en señal de reconocimiento. Sí, eso estaba muy cerca. El alto bloque de pisos se recortaba contra la cúpula de la mezquita del Sultán Hassán. Bond anotó con precisión el edificio en su mente y miró hacia delante admirativamente al vasto complejo de mezquitas, palacios y fortificaciones construidos justo bajo las cimas de las Colinas Mokkatam. Allí estaba la Ciudadela de Saladino, tal como señalan las guías turísticas, construida a lo largo de un período de setecientos años y media docena de conquistas.
Bond despidió al chofer en el muro exterior, y rechazó con decisión los halagos de una multitud de mendigos, vendedores de chucherías, y guías en potencia. Eran ahora las cinco y media, y suponía que le llevaría unos diez minutos pasear hasta el Semiramis Palace. Justo el tiempo de disfrutar del panorama desde las murallas de la Ciudadela. Bond subió tres tramos de escalones, y se apoyó contra una tibia balaustrada de piedra pómez. Bajo él se extendía la mayor ciudad del continente africano, un desordenado revoltijo de edificios extendiéndose en la cálida neblina como un mobiliario de segunda mano en una subasta, recortándose en el horizonte las torres de los minaretes y las cúpulas de las mezquitas.
El cielo estaba ahora teñido de rojo, que rápidamente se transformaría en púrpura, violeta y luego noche. Bond contempló cómo las sombras cubrían lentamente la fachada de la mezquita de Mohammed Alí, y llenó su nariz con los extraños olores que llegaban hasta él. Para Bond, que viajaba profusamente, los olores podían localizar con toda precisión un lugar y un humor mejor que una visión o un sonido. ¿Qué había en ese olor nocturno agridulce? ¿Especias, jazmín, detritos, corrupción, historia? «En su mayor parte, esta noche —pensó Bond—, era peligro, y quizá muerte». Sintió la tranquilizadora presión de la Walther PPK bajo su omóplato izquierdo, y empezó a volver sobre sus pasos bajando la ancha y desgastada escalera.
El ascensor parecía una hermosa jaula de pájaros; una exquisita prisión de delgadas barras horizontales entrelazadas con un
petit point
de quincalla hecha por un artesano que, evidentemente, era un florista frustrado. Databa probablemente de la época de la ocupación francesa.
Mientras el ascensor subía graciosa y suavemente le llegaban a Bond olores de cocina gratos, así como los llantos de niños pequeños. El artefacto se detuvo con un suave bandazo, como una anciana que se estabiliza antes de cruzar la calle, en el cuarto piso. Bond abrió los dos juegos de puertas correderas de metal, y salió del ascensor. Escuchó durante un momento y se preguntó si alguien habría estado escuchando el revelador ruido del artefacto subiendo. No había sonido alguno, exceptuando el de un aparato de radio de uno de los apartamentos que tocaba algún monótono canto fúnebre árabe.
Bond se movió rápidamente por el corredor de piedra siguiendo una ondulante línea de la pared que parecía como si hubiera sido hecha por un niño caminando a su lado con un lápiz en la mano. Cruzó por delante de la puerta que llevaba el número catorce, y prosiguió hasta el final del corredor, donde había una puerta con aspecto de no ser utilizada con frecuencia. Tal como él había supuesto, la puerta daba a una escalera de incendios. Valía la pena recordarlo, para el caso de que ocurriera algo desagradable. Retrocedió sobre sus pasos por el corredor y se detuvo ante la puerta con el número catorce. No se oía el menor sonido. Llamó con los nudillos, y esperó. Había una mirilla en medio de la puerta, y mientras transcurrían los segundos, se preguntó qué ojos estarían pegados al otro lado. Se disponía golpear de nuevo cuando la puerta se abrió unos centímetros para dejar pasar una bocanada de olor extraño.
—Bond —dijo—. James Bond. No contesta usted a la puerta tan deprisa como al teléfono.
La muchacha abrió la puerta de par en par y miró por encima de él al corredor a derecha e izquierda. Al parecer, era egipcia con mezcla de algo más, probablemente francesa. Era hermosa, pero no del estilo que siempre le había gustado a Bond. Todo en ella resultaba un poco demasiado grande. Su boca, sus pechos, su trasero, incluso sus ojos. Le recordaba a Bond un fruto tropical demasiado maduro. Los ojos, en verdad un rasgo devastador, llevaban demasiado rímel, y el lápiz de labios color ciruela machacada sobresalía de su territorio en un buen par de milímetros. Bond miró desaprobadoramente los pendientes gitanos demasiado grandes y el vestido en forma de vaina, más bien ridículo, arrugado y ceñido en la cintura y adornado con falsas solapas para acentuar los ya excesivos senos. Parecía lo que probablemente era: una prostituta de lujo.
—Vine solo —dijo Bond.
La muchacha se apartó y le hizo señas para que entrara en el piso.
—Una tiene que ser cuidadosa.
Cerró la puerta detrás de él, y tiró luego de ella para asegurarse de que estaba bien cerrada.
Bond miró a su alrededor y decidió inmediatamente que aquel piso no perteneciera a la muchacha. Tenía un tono casi pedante, con dos lienzos de pared cubiertos de libros, y una graciosa estatuilla egipcia. Bond admiró el alto y esbelto cuerpo desnudo con la pequeña y firme barriga hinchándose como una herradura en torno al ombligo; la amplia curva de las cejas que cruzaba la altiva frente, y el sombrerete, como una peluca de juez, cubriendo los hombros y cayendo hasta cerca de los erectos pezones que sobresalían de los arrogantes y pequeños senos. Aquél, decidió Bond, era mucho más su tipo de mujer.
—Esperaba tener que tratar con un hombre —dijo.
—Y lo hará.
La muchacha se alejó de la puerta dirigiéndose hacia otra que daba a un balcón.
—Mr. Fekkesh está ocupado en este momento. Me ha pedido que cuidara de usted.
—Muy amable por su parte —dijo Bond secamente.
No se dirigió inmediatamente hacia el balcón, sino que cogió una fotografía enmarcada de un hombre moreno, de mediana edad, rodeando con sus brazos a dos niños que, por su aspecto, debían de ser evidentemente suyos. Era un rostro triste, académico, que trataba bravamente de sonreír pero que parecía abrumadoramente tímido.
—¿Es este Mr. Fekkesh?
La muchacha asintió con la cabeza.
—Tienen ustedes unos niños muy guapos.
—No estamos casados —dijo la joven volviendo el rostro—. Esos no son mis hijos —añadió.
Bond trató de parecer turbado, y devolvió la fotografía a la estantería.
—Lo siento; em… ¿cuándo espera usted que vuelva?
—Pronto. No lo sé exactamente. Trabaja en el museo de El Cairo. A menudo llega tarde. ¿Puedo ofrecerle una bebida?
Bond sabía que la mujer estaba mintiendo, y la siguió hasta el balcón. La noche había caído de manera rápida e imperceptible, pero aún hacía calor. Bond introdujo el aire sazonado de especias en sus pulmones y caminó hasta el borde de la balustrada de hierro forjado. En algún lugar, alguien estaba tocando el piano. Cuán incongruente sonaba aquello en la noche arábiga. Miró hacia abajo y vio un estudio iluminado que sobresalía de uno de los apartamentos de la planta baja; allí se distinguía inconfundiblemente la silueta de un gran piano. Una figura aparecía inclinada sobre él.
—Noilly Prat y tónica —dijo, esperando que la influencia francesa hubiera prevalecido lo suficiente como para que estuviera disponible esa deliciosa bebida—. Con unas gotas de lima, si tiene.
La muchacha desapareció, y él se dedicó a fabricar una historia sobre ella y Fekkesh. Estaba dentro de la línea de
El ángel azul
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, y explicaba por qué Fekkesh había dejado a su mujer y sus dos hijos para vivir con un lujuriante ramera. Lo que no explicaba era como podía tener algo que ver con el mítico sistema de rastreo. Bond contempló el millón de luces parpadeantes y las cúpulas de las iluminadas mezquitas, y sintió el ácido jugo de la inquietud corroyendo su estómago. Allá en la oscura y ávida gran ciudad, estaban sucediendo cosas. La gente estaba riendo, gritando, haciendo el amor, concluyendo negocios. Él, James Bond del Servicio Secreto Británico, no estaba haciendo nada. De pie, en un balcón, esperando que le trajera una bebida alguien que podía no tener más importancia en el esquema global de las cosas que una de aquellas condenadas luces. Bond odiaba sentirse impotente y en aquel momento estaba siguiendo un juego que no entendía contra gente que no podía ver. La situación lo irritaba, y se juró a sí mismo que cuando la muchacha regresara, le sacaría alguna información positiva. Por la fuerza, si era necesario.
—Su bebida.
¿Era imaginación suya, o aquel olor pesaba un poco más en el aire? ¿Era el escote un poco más visible?
—Gracias.
—Mi nombre es Felicca —la voz era más tranquila ahora, y Bond notó que el vaso de su mano estaba medio vacío—. Creo que dijo usted que el suyo era James, ¿no?
—Ya se lo he dicho. Dos veces. Una por teléfono y otra vez frente a la puerta —la voz de Bond tenía un tono frío, cortante—. Mire, Felicca. Espero que no me considere rudo, pero he hecho un largo camino y me sentiré muy irritado si descubro que mi búsqueda ha sido inútil. ¿Qué sabe usted sobre el sistema de rastreo?
Ante las palabras «sistema de rastreo» la muchacha reaccionó como si le hubieran tocado un nervio. Sus labios se separaron momentáneamente para mostrar el blanco de sus dientes.
—Yo no sé nada. Debe hablar usted con Aziz, con Fekkesh. Tómese la bebida, y póngase cómodo —el temor reaparecía en su voz—. Espero que llame pronto por teléfono.
—¿Desde el museo de El Cairo?
—Quizá —contestó vacilando la muchacha.
—Creo que hay demasiados…
Sintió una blanda presión en su brazo. La muchacha estaba sujetando la manga de su chaqueta entre el índice y el pulgar. Su muslo se movió hacia delante resueltamente, y acarició la parte interior de su pierna.
—Me pidieron que lo entretuviera, y lo haría gustosamente —sus labios rozaron la mejilla de Bond—. Soy muy buena.
«Sí —pensó Bond—. Apuesto a que lo eres. Buena como el oro. Bastante oro como para comprar un sistema de rastreo capaz de dar con submarinos nucleares. ¿Cuánto valdría aquello? ¿Un millón de libras? ¿Un centenar de millones?»
Apareció una luz en el balcón de arriba, y se produjo una repentina explosión de árabe. Felicca tomó a Bond de la mano y lo arrastró a través de una cortina de cuentas de madera colgantes. Se encontraban en un dormitorio, aunque la alta tarima coronada por un delgado colchón e innumerables cojines poco tenía que ver con las concepciones occidentales de una cama. Si la habitación poseía luz eléctrica, la muchacha no hizo ningún intento de demostrarlo. Sus brazos se deslizaron alrededor del cuello de Bond como serpientes, y su boca tembló como la de un volcán a punto de entrar en erupción. Si un beso es una presión aplicada por una superficie voluble sobre otra, entonces Bond estaba siendo besado en todas partes y con todo. Los cálidos y blandos labios se movían, los pechos daban vueltas y el vientre se agitaba. Felicca tenía razón, era buena en eso.
Bond bebió el néctar y arrojó el vaso de sus labios. Con un rápido tirón de sus brazos se soltó del abrazo y empujó a la mujer contra los cojines. Felicca se quedó mirándolo fijamente con su mano derecha moviéndose lentamente hacia su hombro derecho magullado. Sus ojos hicieron la pregunta mucho antes que sus boca.