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Authors: Christopher Wood

Tags: #Aventuras, #Policíaco

La espía que me amó (21 page)

BOOK: La espía que me amó
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Bond sonrió para sí mismo. Carter estaba realmente subestimando la velocidad límite de su submarino clase
Los Ángeles
. Se preguntó si sería sólo en beneficio de Anya.

—Y entonces le ordenaremos que se ponga al pairo.

—¿Con qué pretexto? —preguntó Anya con voz seca.

—Soltar petróleo —dijo Carter—. El Gobierno de los Estados Unidos está cada vez más alarmado por la serie de accidentes en que están implicados los petroleros, y por el daño a largo plazo y gran escala producido por la contaminación del petróleo. Los riesgos inherentes a un barco del tamaño del
Lepadus
son fantásticos. Cuarenta mil toneladas de crudo han sido vertidas en las aguas costeras americanas este año, y el desastre del
Torrey Canyon
en el Canal inglés significó el vertido de ciento veinte mil toneladas de petróleo. ¿Sabe usted cuanto petróleo puede transportar el
Lepadus
? Más de medio millón de toneladas.

—Creo que está usted creando un argumento persuasivo —dijo Bond.

Carter se puso serio.

—Tengo autoridad del Gobierno de los Estados Unidos para detener y examinar cualquier barco que yo crea que puede constituir una amenaza ambiental o de otro tipo si penetra en las aguas costeras norteamericanas.

Anya parecía indiferente.

—¿Qué pasa si el
Lepadus
se niega a ponerse al pairo?

Carter empezó a enrollar el mapa.

—Y no creo que semejante situación se produzca, mayor. Estamos equipados con armamento convencional. Cuando el
Wayne
salga a la superficie, y ellos vean quienes somos, no creo que tengamos ningún problema.

Anya se encogió de hombros, en absoluto impresionada. Bond expresó sus propios temores.

—Comparto en cierto modo la cautela de la mayor Amasova —dijo—. Hemos tenido algún contacto con este hombre, Stromberg, y es despiadado y decidido. No creo que se entregue sin lucha.

—En tal caso, tendremos lucha —la mandíbula de Carter se inmovilizó—. Mis órdenes son bastante explícitas. Tengo que colocar un grupo de embarque a bordo de ese petrolero, por la fuerza si es preciso. Ya han visto ustedes los hombres que he reunido para este destacamento, comandante. Son extremadamente capaces.

—Estoy seguro de que lo son —dijo Bond—. No estoy tratando de criticar a la Marina de los Estados Unidos. Sólo digo que nos enfrentamos con un adversario formidable.

Carter miró a Bond con ojos penetrantes.

—Tendré esto presente, comandante —se volvió hacia Anya y sus maneras se relajaron—. Ahora, estoy seguro de que le gustará a usted tomar una ducha, mayor. Puede utilizar la que hay en mi cabina, si lo desea.

Las ventanillas de la nariz de Anya se ensancharon.

—No es necesario concederme favores especiales, capitán Carter.

Carter sonrió forzadamente.

—Sin embargo, creo que sería mejor que lo hiciera —se volvió hacia Bond—. Voy a enseñarle su alojamiento. Descubrirá usted que tiene que compartirlo con la mayor, pero imagino que eso lo tomará ella como parte del deber, ¿no es así?

—Absolutamente —dijo Bond.

Bond descubrió pronto que, si uno es miembro de la tripulación de un submarino de los Estados Unidos, no hay peligro de morirse de hambre. Los alimentos eran excelentes, y la alegre atmósfera de informal eficiencia que prevalecía en la nave, encantadoramente norteamericana. No por primera vez, Bond pensó que los británicos tenían suerte de poseer semejantes aliados. Fue presentado a la partida de abordaje que había sido seleccionada para él, y estuvo de acuerdo con la apreciación de Carter. Parecían «sumamente capaces». Su jefe, en particular, el contramaestre
Chuck
Coyle. Una cara que parecía formada por trozos de granito deteriorado por la intemperie, una figura del tamaño del Monte Rainier, y una voz como una sirena de barco con laringitis.

—¿Qué pabellón enarbola esa bandera, jefe? —preguntó.

—Liberia.

—¡Magnífico! Seremos los primeros muchachos en recibir una medalla de combate por atacar a Liberia.

Cuatro horas después de este intercambio de impresiones. Bond fue despertado de un sueño inquieto.

—Creo que hemos llegado, señor. Reunión a popa.

Bond abrió los ojos de golpe, y se dio la vuelta para comprobar el estado de su Walther PPK. En la litera situada debajo de él, Anya estaba llevando a cabo una tarea similar con su Beretta. Bond observó como la muchacha metía diligentemente las balas en el cargador.

—¿Has grabado mi nombre en una de ellas, o vas a dejarlo a la suerte?

Anya levantó su mirada hacia él, y finalmente apareció la emoción en su cara.

—Sergei Borzov. ¿Te dice algo este nombre?

Bond meneó su cabeza negativamente.

—¡Tú lo mataste!

—Tengo un doble cero en el prefijo. Eso significa… —dijo Bond suspirando.

—¡Que tienes permiso para matar!

Los ojos de Anya llamearon.

—Yo no tenía ninguna licencia, ¡pero amaba a ese hombre!

—Lo siento —Bond estaba serio—. No quisiera parecer superficial, pero no sé de qué estas hablando.

—No hace mucho, ¿no estabas acaso en los Alpes franceses?

—Oh, sí —había una pizca de alivio en la voz de Bond. Ahora comprendía, y no se sentía culpable—. Ese hombre fue enviado para matarme. Se trataba de él o de mí. Los dos estábamos realizando un trabajo. No hubo premeditación. Si te pertenecía… —la voz de Bond se fue apagando— …entonces lo siento. Tuvo mala suerte.

Los ojos de Anya seguían clavados en él, despiadados, implacables. No decía nada, pero sus ojos denotaban odio.

Bond sintió que era necesario continuar.

—Anya, ambos estamos en el mismo negocio. Somos espías. Éste es un sucio negocio. Tratamos de creer que el fin justifica los medios, pero nunca estamos seguros. Matamos, y esperamos que otros vivan. Yo no tenía ningún resentimiento contra ese hombre, Borzov.

Los labios de Anya se separaron en una amarga sonrisa.

—¡Porque estás vivo!

—¡Porque tuve suerte! —Bond escupió las palabras—. ¡Cuándo se trata de matar o morir, yo mato! Y tú haces lo mismo. Ésta es la regla del juego.

—Conozco las reglas del juego que estoy jugando. Cuándo la misión haya terminado, Sergei será vengado, ¡y tú morirás!

Metió de golpe el cargador en la culata de la Beretta.

Bond miró a la hermosa y valiente cara que mostraba el pelo desarreglado debido a un intento de dormir. La mandíbula decidida y los orgullosos y esculpidos pómulos brillaban con aversión y desafío.

—Debe haber sido todo un hombre —dijo, y giró sobre sus talones.

Fuera, el submarino hervía con un aire de creciente tensión que traía recuerdos de anteriores misiones. Bond se embutió su uniforme de combate y cruzó rápidamente los alojamientos de la tripulación hasta llegar a una estrecha escotilla que daba a la sala de control. Un marinero pasó por su lado, infiltrando el cuerpo en el escaso espacio disponible como si fuera un espectro. Como todo el mundo a bordo, se había adaptado a las exigencias de operar en un área limitada. Bond se sintió casi torpe, por comparación.

El interior de la sala de control era como una amalgama de las cabinas de control de varios aviones Jumbo. Baterías de diales, pantallas, interruptores, luces centelleantes, tubos y alambres de múltiples colores. Se oían ahogados murmullos de charla profesional, y dos filas de sudorosos hombres en mangas de camisa llevaban puestos auriculares como si fueran operadoras de una central telefónica. La atmósfera era calurosa, quizá demasiado.

En medio de todo aquello estaba de pie Carter, ligeramente cargado de hombros. Hizo un gesto con la cabeza al aproximarse Bond.

—Ya lo tenemos.

Se volvió al marinero que estaba a su lado.

—Preparado para la segunda observación sobre el blanco. Arriba el periscopio.

Con un silbante sonido neumático, el periscopio emergió de su escondrijo, y el ayudante bajó los mangos. Carter se dejó caer de rodillas al suelo, agarró las asas y aplicó sus ojos al ocular. Se fue poniendo de pie acompañando al ascendente periscopio.

—Eche una ojeada, comandante.

Bond sintió gran excitación al adelantarse y tomar con sus manos los relucientes mangos. Era como el cazador con el blanco ante su mirada. ¡Y qué blanco! Resultaba difícil hacerse una idea exacta del buque, pero debía de tener más de cuatrocientos metros de longitud. La estructura del puente emergía de la popa como un pequeño castillo, y la borda quedaba a considerable altura por encima del nivel del mar.

Carter oyó cómo Bond silbaba entre dientes.

—Sí, ése es uno de sus campos de tenis de ochenta golpes. Sabe usted, Jack Nicklaus necesita su mejor
drive
y un
chip
para jugar de un extremo a otro. ¿Se da usted cuenta de cómo se hunde en el agua?

Bond asintió con la cabeza.

—¿A qué se debe? ¿Lastre?

—Supongo que sí. Si no está transportando mucho petróleo, debe de serlo.

Bond levantó la mirada encontrando a Anya a su lado. Le ofreció el periscopio, y ella asintió secamente. Era notable que pocos miembros de la tripulación estuvieran tan enfrascados en su tarea que no pudieran perder algunos segundos para examinar el voluminoso uniforme de combate de Anya debido a los evidentes signos de hembra excepcionalmente deseable que contenía.

Anya se enderezó y apartó de un manotazo un mechón de pelo que caía sobre su frente.

—Veo que hay un helicóptero en el helipuerto.

Bond se volvió hacia Carter.

—No puedo asegurarlo, por la distancia. Pero creo que es un Bell YUH-IB. Nuestro amigo Stromberg posee una versión de potencia aumentada de ese modelo. Nos hemos topado con él anteriormente.

Los ojos de Carter centellearon, y sus hombros crujieron.


Okay
, vamos a echar una mirada más detenida —se adelantó hacia el periscopio, y empezó a impartir órdenes—. Blanco en posición… ¡Verifiquen! Alcance… ¡Verifiquen! ¡Abajo el periscopio!

Bond miró a Anya, pero ésta evitó sus ojos. ¡Maldita mujer! ¿Era capaz de hacer realmente lo que había dicho? ¿Iba a meterle una bala en la espalda cuando todo estuviera acabado? Deseaba tomarla entre sus brazos y sacudir algún tosco sentido en ella. En segundo plano, la secreta liturgia de la sala de control apremiaba al
Wayne
hacia su objetivo.

—División uno en alta energía.

—Alcance, seis mil doscientos metros.

—Angulación, sesenta grados a estribor.

—Control. Sala de torpedos. Grupo de abordaje listo, señor.

La mención del «grupo de abordaje» despertó a Bond. La mayor Anya Amasova podía irse con su hermoso cuerpo al infierno. Había cosas más importantes que hacer. Le dio la espalda y se preparó para moverse en medio de la nave.

—La mejor solución para el blanco es uno dos cero, velocidad tres nudos.

—Oficial de cubierta, diríjase recto hacia el Norte y ordene maniobrar para elevar velocidad a once nudos.

—De acuerdo, timón veinte grados, sí… señor. Mi timón señala veinte.

—Mantenga rumbo norte.

Bond había iniciado su camino hacia la sala de torpedos cuando el submarino sufrió una violenta sacudida, y fue proyectado contra un panel de instrumentos. Las luces parpadearon y, por un instante, pensó que habían tropezado contra algún obstáculo submarino. Los hombres habían caído al suelo en un desordenado montón, y Anya fue catapultada a sus brazos. El suave y ordenado murmullo de voces que ejecutaba sus tareas previstas dejó paso a una desarticulada charla cuando el sistema PA explotó en una vida entrecortada.

—Control. Sonar. Fallo total en los suministros de energía de todos los grupos electrógenos.

—Control. Maniobras. Estamos perdiendo frecuencia eléctrica. Tengo que desconectar el sistema.

Las luces volvieron a parpadear, y un agudo zumbido que iba
in crescendo
hizo rechinar los dientes de Bond. El casco del submarino estaba vibrando como si le estuvieran aplicando una taladradora eléctrica. Era como estar dentro de un diente mientras lo agujerean.

—¿Qué está sucediendo, en nombre de Dios?

El rostro de Carter tenía una palidez mortal.

Otra voz llegó por el sistema PA.

—¡El reactor se apaga! ¡El reactor se apaga! Hemos perdido todos los suministros de energía.

Otra vibración recorrió la nave, y el desgarrador zumbido circuló por el metal. Las luces parpadearon, se oscurecieron y luego se apagaron como una bujía agonizante. En el mismo instante en que la vibración empezó a declinar, se escuchó el sonido de los ventiladores que se iban deteniendo. Después de eso, un silencio fantasmagórico, que destrozaba los nervios. Bond podía ver el dial luminoso del reloj de Carter, y casi pudo sentir cómo el hombre pensaba. Un lápiz rodaba por el suelo de la cámara.

Luego Carter habló con firme autoridad.

—¡Superficie! ¡Vaciar tanques de proa y popa! ¡Eleven timones de profundidad! ¡Arriba periscopio!

El ruido del aire comprimido irrumpiendo en los tanques de lastre era ensordecedor, y Anya clavó sus uñas en el traje de combate de Bond. El submarino se estremeció y emergió vertiginosamente a través del agua. Anya, dándose cuenta de que la nave no iba a romperse, relajó su presión sobre Bond. Carter aplicó sus ojos al periscopio y fue subiendo con él. La tensión en la sala de control era dolorosa. Los hombres contaban su esperanza de vida por segundos. Esperaban en la oscuridad como pecadores a las puertas del infierno. La silueta de Carter apenas era reconocible mientras giraba el periscopio ciento ochenta grados. Luego se oyó un jadeo, y un grito de asombro.

—¡Dios mío! ¡No es posible!

19. La trampa se cierra

Una tremenda onda de choque sacudió al
Wayne
como si acabara de recibir una bofetada de una enorme mano, y Bond fue lanzado hacia delante en la oscuridad. Chocó contra un miembro de la tripulación y cayó medio aturdido al suelo. A su alrededor, los hombres gemían, maldecían y luchaban para obtener alguna respuesta de sus equipos sin vida. A cada instante, Bond esperaba ver como se rompía el casco y el agua penetraba en tromba. La oscuridad era lo que convertía la situación en insoportable. Eran como gatos atrapados en un saco. Bond gateó de rodillas y encontró a Carter en el momento en que una segunda onda de choque, de menor intensidad, sacudía al submarino. Se oía un lejano ruido de trueno procedente de popa, como si alguien estuviera golpeando el casco con una almádena.

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