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Authors: Christopher Wood

Tags: #Aventuras, #Policíaco

La espía que me amó (19 page)

BOOK: La espía que me amó
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Una vez el contacto entre ellos se rompió, el mensaje fue inmediatamente transmitido a las salas de operaciones del laboratorio de Stromberg.

Bond estaba pensando en la profundidad de la caldera. ¿Por qué construir algo en mitad de ella cuando podía encontrarse una base más fácil cerca de la costa o en ella misma? Quizá la caldera había sido formada por la explosión de dos volcanes y había una cresta submarina entre ellos. Bond disminuyó la potencia y descendió a cuatro brazas. Sería interesante ver sobre qué estaba construido el laboratorio.

—Vamos a entrar. Esté ojo avizor.

Anya asintió y se inclinó hacia delante. Bond se acordó de la postura de la asamblea cuando el microfilme había sido proyectado en El Cairo. Era igualmente penetrante, concienzuda.

El agua dentro del puerto natural estaba tranquila, pero la visibilidad seguía siendo mala. Probablemente como resultado de la reacción del agua marina con los componentes sulfurosos presentes en la caldera. Los ojos de Bond horadaron la penumbra, y sintió que le embargaba un extraño sentimiento de aprensión. Casi podía sentir a Stromberg vigilándoles desde el perímetro de su visión. La húmeda mirada eternamente presente filtrándose hacia él. Tan fuerte era la imagen que cuando Bond vio la cúpula invertida se echó hacia atrás en el asiento. Por un momento, le pareció una réplica gargantuesca de la cabeza de Stromberg suspendida en el agua.

—¡James! —Bond miró la mano de Anya que había cogido su muñeca—. No es una estructura permanente. ¡Flota!

Anya tenía razón. Bien podía tratarse del casco de un buque. No había cimientos. Ni señal alguna de amarre. La pesada base de la estructura colgaba en el agua como el culo de una cacerola. Pero, ¿por qué? ¿Era para que el laboratorio pudiera ser remolcado a otros lugares? Ésa parecía ser la única explicación posible, y no una mala idea, por lo demás. Stromberg podía jugar con su caro juguete en cualquier lugar del mundo. Sus posibilidades eran infinitas.

Bond captó un movimiento por el rabillo del ojo. ¡Una carga de profundidad! Apenas hubo sumergido el Lotus en dirección a las lóbregas profundidades cuando se produjo una violenta explosión y su cabeza golpeó contra la pared del vehículo. Pudo sentir como manaba sangre de su sien, y el espantoso dolor vibratorio que perforaba sus tímpanos como una taladradora. Las ondas de choque golpearon lateralmente al Esprit, y el agua empezó a filtrarse a través de su pandeada estructura. Un besugo muerto rebotó contra el parabrisas. Una segunda explosión los proyectó con mayor fuerza hacia el fondo, y Bond trató desesperadamente de lograr alguna respuesta de los mandos. Miró la brújula. La aguja giraba loca. Tenía que encontrar su camino por instinto. De una cosa estaba seguro. Tenía que procurar no sumergirse más, o la presión los destruiría. No se veía aún signo del fondo. Bond hizo girar el mando de la dirección, y sintió que la camisa se le pegaba al cuerpo. Si la dirección había sido afectada, estaban condenados.

¡Bum!
Otra carga de profundidad. Junto al vehículo, se deslizó una morena presa de estremecimientos agónicos. Bond trató de mantener la calma e hizo girar el mando de la dirección, como un ladrón que está palpando la combinación de una caja. A su lado, Anya arrancó un pedazo de su blusa y lo introdujo en una de las grietas a través de la cual se estaba filtrando el agua. ¡Al fin! Bond sintió que el Lotus giraba en la dirección deseada, y cautelosamente incrementó la velocidad. Tocar contra una pared de la caldera sería suicidarse. A cada instante, esperaba ver u oír la siguiente carga de profundidad que debía destrozarlos, pero nada ocurrió. La visibilidad seguía estando limitada a unos seis metros.

—¡James!

Bond volvió la cabeza y tuvo el tiempo justo de ver a un hombre-rana enfilando lo que parecía ser un pequeño torpedo montado en la proa de un submarino enano. Cuando el arma era disparada, Bond hizo ladear el Lotus. Como una flecha, el coche, y, por un instante, Bond creyó que estaba provisto de algún dispositivo magnético que se dirigía contra ellos. Entonces pasó como un rayo por delante del inclinado vehículo y explotó con un relámpago contra la pared de la caldera. Una vez más, el Lotus fue sacudido, pero en esta ocasión, la luz producida por la explosión permitió a Bond echar una mirada a lo que tenía enfrente. Quince metros más adelante se encontraba la salida del puerto.

—¡James! ¡Vienen más!

Anya tenía razón. Se acercaban tres hombres-rana empujando lanzacohetes. En cualquier momento, empezarían a disparar. Bond clavó un dedo en el salpicadero y una nube de negra tinta privó a Anya de la vista de sus perseguidores.

—También conocido como
Billy el Calamar
—dijo Bond. Sus ojos sondearon la penumbra allá delante—. Ah, veo a los encargados del parking reuniéndose para cobrar su deuda.

Tres hombres-rana, llevando lo que parecían ballestas, estaban situados en posición ante una verja de hierro que en aquellos momentos tapaba la abertura por la cual habían entrado.

Anya se sintió impotente, envidiando la inflexible confianza presente en la voz de Bond. Los tres hombres-rana empezaban a apuntar con sus armas cuando él se inclinó y tiró de una palanca situada bajo el salpicadero. Se oyó un siseo, y una pantalla de metal enrejada se alzó para cubrir el parabrisas, como si fuera una persiana veneciana. Un chorro de burbujas indicó que uno de los hombres-rana había disparado, y su proyectil chocó contra la persiana. Se oyó un fuerte crujido y una pequeña grieta apareció a un lado del parabrisas.

Bond sintió los helados dedos del temor apretando su estómago. Un disparo lateral terminaría con ellos. No esperaba que la persiana fuera a romperse tan fácilmente. El segundo hombre disparó y falló. Bond tiró de otra palanca y se abrieron, deslizándose, dos pequeñas compuertas junto a las luces de posición delanteras. Por ellas aparecieron los cañones de dos lanzacohetes de 50 milímetros. Bond apuntó al tercer hombre, y apretó el mecanismo de disparo. Se produjo un pequeño movimiento de retroceso en el vehículo, y durante un segundo Bond no logró saber dónde había dado. El coche sufrió una sacudida, y penetró más agua por el agrietado parabrisas.

Luego vio caer al hombre, dejando un rastro de sangre y entrañas. Anya sintió que su respiración se cortaba por el horror. Bond disparó el segundo cohete e hizo un agujero en la red de acero. Pero, ¿sería bastante ancho? Sólo había una forma de averiguarlo, y eso resultaba doblemente peligroso, por cuanto Bond no se atrevía a acelerar para no perturbar el delicado equilibrio del mecanismo de dirección dañado. Luchando para mantener firme el coche, se dirigió a la estrecha abertura. Otro hombre-rana apareció directamente frente a ellos cruzándose en su camino, pero Bond no desvió el vehículo. Cuando el hombre levantaba su arma para disparar, Bond dirigió el morro del Lotus contra él y lo impulsó hacia atrás montado sobre el capó como una muñeca de trapo. Su cara estaba tan cerca que Bond pudo ver el terror reflejado en los ojos del hombre. Siguió empujándole hasta que los rotos cables de acero hicieron presa en el traje rasgándolo como afilados clavos, y una vez más el agua se enrojeció con la sangre. Pero, por desgracia, el vehículo quedó también atrapado entre aquellos cables de acero, del grosor de un dedo pulgar.

Sintiendo sequedad en su boca, Bond dio todo el gas que le pareció prudente, oyendo como las temibles puntas de los cables arañaban el techo del vehículo. A su lado, Anya estaba sentada, con los labios apretados, esperando, al igual que Bond, el cohete que surgiría de la negrura detrás de ellos. Centímetro a centímetro, el Esprit se movió hacia delante dando la impresión de llevarse consigo la red entera, y entonces…
¡Bum!
¡Otra carga de profundidad! De nuevo, una serie de ondas de choque. Bond cerró los ojos y apretó las manos contra los oídos para amortiguar el dolor. Luego sintió que el morro del Lotus caía. ¡Ya no estaban atrapados en el alambre! La explosión los había hecho salir. Bond miró hacia atrás y vio cómo la red centelleaba, con sus alambres rotos que parecían estar tratando de alcanzarlos como un ser al que han robado su presa. Dejándose caer hacia el fondo, Bond dirigió el Lotus hacia el abrigo de las rocas más cercanas.

17. Rosas rojas para una dama roja

La fortuita, asombrosa y sin precedentes escapatoria de los recién casados pronto se convirtió con mucho en el tópico obligado de conversación en el Hotel Lavarone. Todo el mundo estaba de acuerdo en que, si Mr. y Mrs. Sterling hubieran perecido, eso habría arruinado sus vacaciones —por supuesto se referían a sus propias vacaciones—, y eso venía a demostrar lo cuidadoso que uno tenía que mostrarse si era lo bastante afortunado como para poseer lo que evidentemente era un coche deportivo muy caro.

El incidente, lamentable sin duda, daría a Mr. y Mrs. Sterling una buena lección y les sería de mucha utilidad en años venideros. Se volverían más sobrios y diligentes, y menos presumidos, y con un poco de suerte, podrían incluso perder confianza en sí mismos volviéndose menos atractivos y transparentemente ricos. Sin embargo, no tenía objeto hablar de «suerte» en presencia de tales personas, porque evidentemente habían disfrutado de una superabundancia de ella. Hundirse en el mar dentro de un coche, y sobrevivir, era ser muy afortunado. Hundirse en el mar en un puerto deportivo y poder izar el vehículo a tierra de manera que aún pudiera ser puesto en condiciones de funcionar, requería una palabra más fuerte que cualquier término compuesto de suerte, y tal expresión no se encontraba todavía en los diccionarios ingleses, franceses, alemanes o italianos.

Sin embargo, quizás, el guapo hombre de cruel expresión con sus arrogantes maneras sentía algún remordimiento por su comportamiento y su buena fortuna, porque el extravagante y enorme ramo de rosas rojas llegado de la floristería era a todas luces para su esposa, y debía de haber sido encargado por él. Claro está, se trataba sólo de un gesto —y uno que podía permitirse fácilmente—, pero decía algo a favor suyo.

Cuando regresaron cojeando al hotel, Bond había soltado la primera historia que se le ocurrió para explicar el estado del Lotus, y llevó a Anya a la
suite
. Cerró la puerta detrás de ellos, y la miró: magullada, manchada de barro, y absolutamente hermosa. Ella se había lanzado a sus brazos, y rodeado su cuello con los suyos.

—¡Oh, James! ¡Estamos vivos todavía, vivos! Todo el tiempo que permanecía sentada en ese coche pensé que jamás iba a poder decírtelo.

Su boca se ofreció ávidamente, y él la besó con intensidad, sintiendo la hermosa y esbelta curva de su cuerpo apretándose contra el suyo. La muchacha se mostraba tal cual era, sin control, espontánea.

—¡Caramba, mujer! ¡Creo que me estoy enamorando de ti!

Quería ser el primero en decirlo.

—¡Bien, bien!

Ella volvió a besarlo, poniéndose de puntillas.

—No puedo creer que estemos vivos todavía. Sé que es ridículo hablar de suerte… pero, oh, querido James —de nuevo aquel encantador
Chems
—, debemos ser especiales, tú y yo.

Bond miró aquel bello y orgulloso rostro radiante de amor, y sintió que las lágrimas acudían a sus ojos. ¡Se parecía tanto a su mujer, tanto a otra persona que había amado!

—Cuando estábamos en el coche, pensé que si alguna vez se nos presentaba nuevamente la oportunidad de hace el amor, debíamos aprovecharla. Odiaría morir sin haber sentido tu cuerpo dentro del mío.

Se volvieron a besar, y esta vez fue como una especie de sacramento. El acto fue más allá de la manifestación física de sus dos cuerpos fundiéndose juntos. El propio Bond se sintió más cerca de aquella mujer que si hubiera estado haciendo el amor. La besó profundamente y luego la soltó, esperando oír un chasquido en su cerebro y descubrir que había estado soñando. Pero nada ocurrió. Los valientes ojos azules seguían todavía mirándolo fijamente. La orgullosa naricilla se balanceó un milímetro. Y la suave y brillante boca dijo:

—Espero que te darás cuenta de que apareciste excesivamente provocativa en el
foyer
, ¿no? Todos los viejos se cayeron de sus taburetes como si fueran bolos.

Bond miró hacia los esbeltos senos que asomaban por entre la blusa de Anya. Ésta tomó la mano de Bond y la apretó contra ellos.

—No cambies de tema. Quiero hacer el amor contigo. ¿No he hablado lo bastante claro? No me interesan los viejos —le rodeó el cuello con sus brazos—. Ahora bésame, y llévame a la cama, a la gran cama.

En estas circunstancias, pensó Bond, no había nada en el mundo que haría con más gusto. Tenía un ansia animal de hacer el amor con aquella mujer. Unirse a ella para celebrar que seguían vivos.

Y entonces se oyó un discreto golpecito en la puerta. Anya dejó deslizar sus brazos de su cuello y su labio inferior hizo un puchero. Miró rápidamente hacia la puerta, y luego a Bond otra vez. Él podía sentir lo que cruzaba por la mente de la muchacha, y sacudió su cabeza amablemente.

—Sería mejor contestar. Ésa puede ser la llamada del deber.

Anya se levantó para besarle rápidamente en los labios.

—Sí, mi
duschka
. Podemos esperar un poco más. Tenemos todo el tiempo del mundo.

Sus últimas palabras cayeron sobre Bond como una bofetada. Era lo mismo que había dicho Tracy antes de ser asesinada. Las palabras estaban llenas de premoniciones de desastre y muerte.

—¡No!

Anya se detuvo, sorprendida, en su camino hacia la puerta. Bond luchó por parecer tranquilo. El encanto se había roto, pero tan sólo para él. Deslizó la Walther PPK en su mano izquierda.

—Deberías ser más cuidadosa. Stromberg puede devolvernos nuestra visita.

Abrió la puerta, manteniendo el arma detrás de él, y se quedó mirando el gran ramo de rosas rojas. Detrás de las rosas, y prácticamente oculto por ellas, había uno de los botones del hotel, al que Bond reconoció.

—Rosas para la
signora
Sterling.

—Gracias.

Bond le dio un billete y llevó las rosas a la habitación. Parecían bastante normales.

Anya lo miró inquisitivamente.

—¿James?

—No soy el responsable, me temo. Probablemente proceden de la dirección. Les habrá encantado saber que aún estamos vivos para pagar la cuenta.

—Eres un cínico, y tienes un aspecto tan tonto, ahí de pie con esas rosas. Dámelas y busca un jarrón.

Ella pronunció la palabra «jarrón» como una norteamericana.

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