—Con todas esas plumas, y no fue capaz de volar.
La nube de plumas empezaba a dispersarse, e iba cayendo al mar, revelando la chamuscada estructura del camión. Las llamas lamían el techo, y el conductor permanecía de pie al lado de la intacta cabina de su vehículo en llamas encomendándose al cielo.
Bond observó como un abollado Fiat sedan se abría camino entre los restos, y supuso que sus ocupantes irían a unirse con el chófer del camión en una pantomima de gesticulación latina. Pero el Fiat no se detuvo. Superada la obstrucción, ganó velocidad y se dirigió hacia ellos. Muy rápido. Bond giró su cabeza y los neumáticos 7Js de 350 mm bombardearon con grava la pared protectora de la carretera. En cinco segundos la aguja marcó los 75 km, y el Lotus iba llenando sus pulmones con energía. El Fiat se lanzó tras ellos y empezó la persecución. Bond miró por el espejo y sus mandíbulas se apretaron. El Fiat aguantó muy bien. Algo debía de haber aumentado la potencia del vehículo bajo aquel rústico capó. A medida que miraba, una figura emergió de una de las ventanillas, y algo centelleó.
¡Crack! ¡Crack!
Dos disparos, y luego una ráfaga de fuego automático. Bond se agarró al volante e hizo balancearse el Lotus de lado a lado cuando apareció una curva. Durante una fracción de segundo, un coche que se aproximaba estuvo ante ellos, y Bond pudo ver un primer plano de la horrorizada cara del conductor. Luego se encontraron en un túnel tan rápidamente que Bond no tuvo tiempo de encender los faros. Un enorme semicírculo de luz apareció delante de ellos, y las balas hicieron caer esquirlas de piedra contra el lado del coche. Por el rabillo del ojo, Bond pudo ver que Anya tenía su Beretta en la mano. La muchacha se volvió hacia la ventanilla.
—No se preocupe.
—Pero…
—Ya sé que es usted campeona de tiro.
Bond sonrió torvamente y tomó una curva a gran velocidad. La cola del Lotus se balanceó, y luego recuperó su posición con un atractivo culebreo.
—He hecho algunas investigaciones, también.
Miró el salpicadero.
—¿A qué distancia están?
—Unos treinta metros.
—Eso es lo que mi niñera escocesa solía llamar «la hora de los adioses».
Apretó un botón. Nada ocurrió. Maldiciendo, volvió a apretar.
Anya no dijo nada. Simplemente se asomó por la ventanilla y disparó con dificultad dos tiros. Los estallidos apenas fueron audibles por encima del rugido del viento y del motor. El Fiat mantuvo su carrera durante unos pocos momentos, y giró violentamente a través de la carretera. Sus ruedas parecieron plegarse debajo de él, embistió un poste hueco, arrancándolo como si fuera un diente cariado, y fue a caer por una escarpada pendiente. El depósito de gasolina hizo explosión al primer salto y, como una bola de fuego apuntando al infierno, el Fiat cayó en picado sobre las rocas situadas 100 m. más abajo. Hubo una segunda y más violenta explosión, y una columna de humo negro señaló el lugar donde había desaparecido a los pasajeros del Lotus que se alejaba.
Bond evitó los ojos de Anya.
—Otra vez al trabajo —dijo tristemente.
Levantó el pie del acelerador a medida que la carretera empezaba a serpentear hacia el mar. Miró en dirección al acogedor océano azul, y pensó en el picadillo humano que se estaba friendo al borde de él.
—Alguien debe de haber llamado a la Policía.
Anya estaba mirando a lo largo de la costa hacia donde un helicóptero se aproximaba velozmente. Bond frunció el ceño. Era demasiado pronto para estar seguro, pero parecía un Bell YUH 1B. El modelo que viera bajo la cúpula de cristal en el laboratorio de Stromberg. Empezó a acelerar el motor.
—¡Viene muy deprisa!
Los ojos de Bond eran auténticas hendiduras de preocupación.
—Probablemente está provisto de turborreactores auxiliares. Debe ser capaz de alcanzar los quinientos kilómetros por hora.
—Tanto como dos veces la velocidad del Lotus.
Y estaba siguiendo la línea de la carretera. Los siguientes segundos fueron cruciales. Si era la Policía, se pararían junto al camión incendiado. Bond tomó una curva muy cerrada, y el helicóptero quedó oculto. A la derecha, a la izquierda, y apretó de nuevo el acelerador. Miró hacia atrás. Nada. Le embargó un sentimiento de alivio. Tenía que evitar ponerse nervioso.
Entonces apareció sobre ellos, como una libélula irritada abatiéndose al abrigo de la colina. El súbito rugido de las hélices hizo estallar sus nervios, y luego oyeron el mortífero retumbar del cañón. Una serie de granadas estallaron en la carretera ante ellos, levantando nubes de polvo. Bond empezó a conducir como un loco. ¡Tenía que bajar hasta el nivel del mar!
¡Zut! ¡Zut! ¡Zut!
El helicóptero estaba nuevamente sobre ellos. Enfilando la carretera detrás de ellos y dejando que su superior velocidad hiciera el resto. Anya podía ver la línea de proyectiles que les perseguía como la aleta de un tiburón que nada hacia su víctima. Luego, de repente, la oscuridad y un círculo de luz que se alejaba de ellos. Estaban en otro túnel. Se volvió hacia Bond.
—¿Por qué no nos quedamos aquí?
Los insensibles ojos permanecían resueltamente fijos hacia delante.
—Porque estaríamos atrapados. Podrían soltar a alguien en cualquier extremo, y disparar contra nosotros hasta hacernos picadillo.
Ahora estaban ya fuera del túnel y bajando rápidamente hacia el mar, protegidos por los altos taludes. Anya podía ver cómo el agua centelleaba seis metros por debajo de ella. El cielo estaba vacío. ¿Había desistido de la caza el helicóptero? Probablemente seguía encaramándose sobre la roca que el coche acababa de atravesar rápidamente.
De nuevo estaba sobre ellos como una espada vengadora. La maniobrabilidad del Bell era extraordinaria. La carretera se abrió y el corazón de Anya se encogió. Corría junto al mar, recta y uniforme como una pista de aterrizaje. No había ruta de escape. Tendrían que detenerse y luchar en cualquier abrigo que ofreciera. Pero Bond no se detuvo. Su pie seguía presionando el acelerador, y su mandíbula despiadada seguía firme. ¿Qué estaba tratando de hacer? No podía superar al helicóptero en velocidad. La carretera se extendía hasta donde alcanzaba la vista. Anya miró hacia atrás. El helicóptero volaba ahora a dos metros de altura sobre el suelo, y se acercaba a ellos como si intentara aterrizar sobre el techo del vehículo. Pudo ver al piloto y el enorme bulto del hombre situado a su lado.
El asesino de Stromberg. Su boca estaba hendida en una sonrisa de triunfo, y sus manos abrazaban exultantemente el cañón como si se tratara de un juguete que finalmente hubiera pasado a ser de su propiedad. Se disponía a disparar contra ellos a quemarropa; las pesadas granadas harían trizas la carrocería del coche y esparcirían sus tripas sobre trescientos metros de
tarmac
.
—¡Alto!
Bond estampó con fuerza el pedal del freno, y dejó dos jirones de ardiente goma desparramándose como cinta aislante. El Lotus empezó a girar y el helicóptero sobrepasó el coche y se elevó como una barquilla de feria en su trayecto ascendente. Mientras se inclinaba para virar y regresaba, Bond logró dominar el giro del automóvil y dirigir las ruedas hacia el mar. El Esprit se estremeció al tomar su nueva dirección y arrancó hacia una pequeña zona asfaltada. Anya entrevió cielo a todo su alrededor, y oyó como el cañón empezaba a disparar. Por un momento estuvieron inmóviles y luego los tendones de las muñecas de Bond se trabaron y el Lotus se dirigió como un rayo hacia un estrecho malecón con dos yates anclados a su lado. Pudo oír el ruido sordo de los tablones debajo de las ruedas, y luego el coche se encontró en mitad del aire. El dorado sol se fundió con un millón de motas de color malaquita, y entonces el morro se hundió y el mar se levantó para recibirlos. Anya cerró los ojos, y se apuntaló contra el impacto.
Desde el helicóptero, Tiburón vio como el Lotus se hundía en el mar y se sintió irritado. El hombre se había burlado incluso en la muerte. Ordenó al piloto que volara sobre el lugar y bombardeó el agua con granadas de cañón. Pero no pudo ver ninguna reconfortante mancha de rojo. Solamente oscuras y turbulentas algas para mostrar donde el coche yacía. El Bell hizo otra pasada, y luego desapareció camino del laboratorio de Stromberg.
El Lotus se hundió como una piedra en un estanque. Anya miró a la oscura muerte verde que se cerraba a su alrededor, y trató de no sentir pánico. Tenía suerte de que el coche tuviera forma de dardo, pero el cinturón de seguridad le había dañado los pechos cuando cayeron al agua. El coche se balanceó de lado a lado como una hoja cayendo, y finalmente se sentó en un banco de algas. Los tentáculos de estas ondulaban amenazadoramente contra las ventanas como si estuvieran deseosas de entrar y envolverlos. Anya luchó contra sus deseos de gritar.
—¿Todo va bien?
La voz de Bond tenía un tono animado, como si acabaran simplemente de pasar por encima de un bache.
—Aún estoy viva.
Anya se inclinó hacia delante, y contempló la opaca superficie cristalina del agua a seis metros por encima de sus cabezas. Una espiral de balas de cañón muertas cayeron, yendo algunas de ellas a dar contra el capó. Anya miró a su derecha, y vio que la parte interior de su puerta estaba hincada en la roca. Al menos no parecía que el agua estuviera entrando. ¿Cuáles eran las reglas para escapar de un coche sumergido? Abrir las ventanillas para que el agua llene lentamente el coche. Cuando las presiones interna y externa estén igualadas, no habrá resistencia para abrir las puertas. Pero de su lado sí habría resistencia. La piedra. Bond estaba mirando hacia la superficie.
—Creo que se ha ido. Debe de calcular que estamos acabados.
Su voz sonaba casi alegre.
—¿No lo estamos?
—Espero que no.
Bond accionó un mando en el salpicadero y se produjo un suave sonido zumbante como el de un motor Diesel que se pusiera en marcha. Pulsó otro interruptor, y los faros emergieron del capó y horadaron la penumbra. Los dientes de Bond rechinaron y apretó la palanca del cambio hasta que ésta casi desapareció en su envoltura de goma. Anya lo contemplaba asombrado.
—¡No puede usted conducir bajo el agua!
Bond empujó suavemente el pomo de la palanca hacia delante, y el Lotus se estremeció como un aerodeslizador preparándose para el vuelo, y luego salió arrastrándose suavemente del banco de algas.
—No, sobre ruedas. Bienvenida a la
Húmeda Nellie
. Incidentalmente, no permita que nadie del departamento de Q la oiga llamarla así. Para ellos siempre será el sumergible QST/A117.
Anya miró a Bond, y sus ojos se estrecharon irritadamente.
—¡Todo el tiempo estaba usted tratando de hacer esto, y no me lo dijo!
—No tenía muchas oportunidades, una vez que nuestros amigos decidieron venir a visitarnos. De todas maneras, fue con la mejor intención. Una vez que el helicóptero de su informe, Stromberg no esperará visitantes.
Bond hizo girar el pomo de la palanca de cambio, y el Lotus se dirigió a puerto.
—¿Cuánto tiempo podemos permanecer aquí abajo?
Anya estaba impresionada, pero consideró descortés el mostrarlo demasiado libremente.
—Mientras haya combustible; y tenemos bastante para nuestros propósitos. El aire no es problema, ya que disponemos de una pequeña planta regeneradora —Bond sonrió mostrando los dientes—. El resto de la información es secreto.
Anya se irritó por lo que tomó como una sonrisa de superioridad de Bond.
—No crea usted que la Unión Soviética está atrasada en este tipo de innovaciones.
—En ese caso, mejor sería que abriera bien mis ojos —Bond apretó su cara contra el parabrisas—. Sería embarazoso si nos topáramos con uno de los suyos, ¿no le parece?
Anya hizo una mueca y se recostó en el asiento. Empezaba a acostumbrarse a Bond. Quizá no era tan malo como al principio había pensado. Además, resultaba difícil no experimentar un sentimiento de experiencia compartida después de sobrevivir a todas aquellas situaciones de peligro. Miró la despiadada cara por el rabillo del ojo, y le pareció captar una sonrisa de satisfacción dibujándose en la comisura de la boca. Era casi como si supiera lo que ella estaba pensando. La idea le hizo dirigir la mirada severamente hacia delante. Su actitud hacia el
Engliski spion
debería seguir siendo inflexible. Ésa era la única manera en que Anya podía cumplir con su deber hacia el Estado. En ningún caso debía enamorarse de él.
Bond condujo el vehículo basándose en las informaciones facilitadas por una brújula situada en el salpicadero, y al cabo de diez minutos llevó el Lotus hasta un punto situado justo cerca de la superficie. Apretó un botón del salpicadero, y el tubo de un periscopio emergió de su escondite situado en el capó, junto al parabrisas. Cuando el delgado tubo de metal rompió la superficie, Bond deslizó un panel situado en la ancha banda central del volante de dirección, y apareció una pequeña pantalla de televisión. Bond hizo girar el pomo del salpicadero, y la visión del mar reflejada en la pantalla empezó a describir un giro de trescientos sesenta grados.
—¡Excelente! —la observación de Bond anunció la aparición del acantilado de Stromberg, siniestro y agudo como un diente ennegrecido—. Lo llevaré hasta allá y nos daremos una vuelta por la caldera.
Podía advertirse ahora que la corriente había aumentado, y el agua se tornó turbulenta y turbia. La visibilidad era mala, y los faros operaban como si se tratara de una niebla muy densa. Una columna rocosa emergió peligrosamente cerca, y el Lotus pasó por su lado casi arañándola. Una masa de guijarros tableteó contra el suelo del vehículo como dados en un cubilete. Había evidentemente una traicionera corriente submarina. Bond se acordó de los rompientes divisados desde la lancha, y se dirigió al mar. Era mejor volver y echar otra mirada por el periscopio desde una distancia segura. Eso fue lo que hizo, dirigiéndose en línea recta hacia la estrecha abertura entre las rocas a una profundidad de dos brazas. Resultó notable que en el momento en que la brecha se abrió, el lecho marino desapareció debajo de ellos. Evidentemente, la explosión, milenios antes, había perforado un enorme agujero en la tierra, al cual se había precipitado el mar.
Lo que ya era menos evidente era la posición de los dos ojos eléctricos mirándose entre sí fijamente desde ambos lados del canal.