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Authors: Christopher Wood

Tags: #Aventuras, #Policíaco

La espía que me amó (14 page)

BOOK: La espía que me amó
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Con un siniestro y rechinante ruido, explotó contra un montante, fallando por medio metro. Saltó una nube de polvo y piedras, y el andamio gimió y se estremeció. Bond, caído de espaldas, se dio la vuelta en un intento desesperado de levantarse. Su columna vertebral le daba punzadas, y cada movimiento significaba tremendas puñaladas de dolor por todo su cuerpo. Tiburón había levantado el trozo de tubería por encima de su cabeza y estaba avanzando de nuevo. Bond se incorporó apoyándose en sus codos, y se dio cuenta de que la pared bloqueaba su retirada. No había escape. Bond sintió que el temor se apoderaba de él como una marea viva. Miró a su alrededor esperando encontrar algo que pudiera utilizar como arma. No había nada. Los ojos de Tiburón eran ahora como delgados rayos láser. Estaba decidido a exterminar, no a divertirse. Bond vio el torcido montante, y supo que allí tenía su única oportunidad. Reuniendo todas sus fuerzas, encogió ambos pies y soltó una tremenda patada. Las suelas de sus zapatos golpearon sólida y conjuntamente, y el montante fue desplazado hacia un lado.

Se oyó un crujido como un bastón que se rompiera, y Bond rodó hacia un lado esperando el impacto del golpe que iba a romperle la cabeza como una piña. Éste no se produjo. En vez de eso, se oyó un ruido sordo que fue creciendo hasta convertirse en un estruendo. Toda la estructura a su alrededor empezó a derrumbarse, y un bloque de piedra cayó a pocos centímetros de sus dedos. El andamio se estaba desmoronando como una barrera de troncos dinamitada. Cayeron polvo y cascotes, y una plancha de hierro le golpeó el hombro. Bond volvió a rodar sobre sí mismo, y luego medio se arrastró y medio corrió, esperando en cualquier momento ser aplastado mientras huía por el patio. Corrió hasta que el estruendo dejó de perseguirlo, y entonces cayó de rodillas, exhausto. Detrás de él, la última plancha se inclinó, se balanceó y terminó por caer, y el polvo empezó a asentarse.

Tres cuartas partes del andamio se habían desplomado, y ahora se veía un desordenado montón de piedras y vigas de madera que subía hasta las rodillas del faraón. De Anya y del hombre con la barra de metal no había señal alguna. Bond se limpió un poco el polvo de la cara, y ahuyentó las moscas. Pero, ¿y Anya? Bond retrocedió y examinó la arena en torno al andamio. Tampoco se veía signo alguno de la caja de metal. Se dio la vuelta y dirigió sus fatigadas piernas hacia la camioneta. Si ella tenía el microfilme, allí sería donde se dirigiría.

Corrió a través de las columnas, cerrando los ojos a causa del dolor. Le dolía la espalda como si estuviera rota. El sol lo deslumbraba. Atravesó el agujero en la pared, y corrió a lo largo de la avenida de esfinges. Bond se acercó al vehículo por el lado del pasajero, porque así había menos posibilidades de ser visto por un espejo retrovisor, y levantó su mano para agarrar el pomo de la puerta. Tras una pequeña pausa, tiró de ella. Anya estaba inclinada sobre los controles, trasteando con un par de alambres bajo el salpicadero. La cajita y la Beretta descansaban en el asiento, a su lado. Bond se lanzó a por ellas con gratitud, y las deslizó en su bolsillo.

—No sabía que tenía usted mentalidad mecánica —en su mano se balanceaba la llave de contacto—. ¿Por qué no lo intenta con esto? Lo encontrará más fácil.

Con un ruido como el que haría una bomba. Tiburón aterrizó en el capó frente a ellos. Había saltado tres metros y medio desde la pared. El capó se combó, y la cabeza de Tiburón golpeó el parabrisas produciendo al romperlo la clásica red de resquebrajaduras en forma de tela de araña. Su cara sangraba a través del polvo, y sus ojos brillaban de furia.

—¡Dese prisa!

Bond soltó la llave, y sacó la Beretta. Cuando el motor entró en funcionamiento, Tiburón rodó fuera del capó, e intentó agarrar la manecilla de la puerta de Bond. Bond la cerró medio segundo antes de que el puño rodeara el pomo, y éste fue arrancado. Anya luchó para hacer girar el volante, y el camión pegó un brinco hacia delante. Como un búfalo herido, Tiburón cargó contra el vehículo aporreándolo con manos y pies. No había forma de escapar fácilmente de aquello. Anya tuvo que dar marcha atrás. Agarró el volante y aceleró. Tiburón se apartó, y el camión se estrelló contra la pared. Entonces Tiburón se adelantó, y arrancando un parachoques, lo usó como un mayal para azotar la caja sobre ruedas que lo estaba enfureciendo. Así fue como había atacado al árbitro del partido de baloncesto. Anya hizo girar la furgoneta, pero el ángulo no era lo bastante cerrado. Un bloque de piedra cerraba su escape. De nuevo puso la marcha atrás, y Bond perdió momentáneamente de vista al maligno gigante.

Cuando giró la cabeza fue para ver la gran boca abierta en torno al metal enmohecido que separaba el armazón de la puerta de Anya. ¡Estaba tratando de abrirse camino a mordiscos en la camioneta! Bond sintió que sus pies se apretaban contra el piso del vehículo en un intento inconsciente de empujarlo hacia delante. Oyó como las ruedas giraban en la arena profunda, y de nuevo sintió que le embargaba el terror. Anya se mordía sus labios mientras trataba de concentrarse en las revoluciones del motor. El metal del bastidor estaba empezando a quemarse… Bond pasó por encima de Anya y disparó a quemarropa. Se produjo un crujido, una chispa y un gemido salvaje. La bala había rebotado en los dientes de acero. La enorme cabeza dio una sacudida hacia atrás, como un amortiguador, y las ruedas se agarraron firmemente en la arena. El camión empezó a dar bandazos para salir del canalón que había excavado, y comenzó a ganar velocidad. La carrocería gimió, crujió y chirrió, pero ya no se volvieron a oír ruidos de ataque. Bond exhaló un profundo suspiro de alivio, y miró por el espejo retrovisor de la ventanilla. El hombre estaba en pie, inmóvil y todavía amenazador, vigilándoles. Visto contra el fondo de las ruinas, parecía pertenecer a ellas, como la madre de Frankenstein a algún castillo encantado con almenas y vampiros.

Bond devolvió la Beretta a su bolsillo del lado de la ventanilla y se preguntó que palabras serían más apropiadas para tales momentos de liberación. Anya había dejado de morderse los labios, pero seguía allí la misma expresión de sombría determinación.

—Gracias por dejarme solo con el Príncipe Encantador —dijo Bond.

—Cada hombre y cada mujer por su cuenta. ¿Recuerda? —dijo Anya, encogiéndose de hombros.

—Sin embargo, supongo que usted intervino en un momento propicio, anteriormente.

Anya arrugó su deliciosa nariz.

—Todos cometemos errores.

Bond sonrió, y se dedicó a contemplar la pista que se estrechaba a lo lejos, ante ellos. Con algo de suerte, podría estar de vuelta en El Cairo por la noche. ¿Y luego? Probablemente lo mejor sería dejarse caer por la dirección que le habían dado, y entregar la mercancía. No era una buena idea guardarla en una habitación del hotel. Echó una mirada a Anya. La mujer podría tener sus propios planes.

Bond deslizó una mano en su bolsillo y sacó la cajita. Esperaba una reacción de Anya pero no hubo ninguna. Ella seguía mirando fijamente hacia delante, con ambas manos sobre el volante en la posición de las tres menos diez, recomendada por la escuela de conducción británica. Bond desenroscó la tapa y, dando golpecitos, sacó la pequeña bobina de filme. Cinco centímetros de celuloide que podían cambiar la historia del mundo. ¡Qué irreal parecía todo! Puso la película contra la luz y la estudió. Anya cambió de marcha y no volvió a coger el volante con la mano. Por el rabillo del ojo, Bond se dio cuenta de esto, y miró hacia abajo. La hermosa mano se arrimaba en una posición de intimidad contra su muslo. Bond miró a Anya, y ella volvió también su cara hacia él. La barbilla se ladeó, y los fascinantes ojos estaban llenos de suave inocencia. Suave inocencia en la que brillaba el triunfo.

La mano de Bond se sumergió hacia su muslo, pero ya era demasiado tarde. Una avispa le estaba picando. Pudo sentir como su cuello se ponía rígido, y sus dedos se bloqueaban. La película cayó al suelo; la aguja seguía brillando malignamente desde el centro del anillo. Cuan estúpido había sido. Cuan típico de SMERSH. «¿Tan poca memoria tienes, James Bond? ¿No te acuerdas de Rosa Klebb?» Ahora ya no podía sentir nada, y los hilos que sujetaban su mente estaban siendo cortados uno por uno. Tan sólo se oía la suave voz femenina que le susurraba como un amante regañón.

—Recuerda, James Bond querido. Cada mujer por su cuenta.

13. Un matrimonio de conveniencia

James Bond paseaba a través del hormigueante Khalili Bazaar, y sentía una fatiga cercana a la muerte. Cualquiera que fuera el veneno que la perra rusa le hubiera inyectado —y Bond se inclinaba a creer que era un pariente del curare, con un efecto fulminante sobre el sistema nervioso central— seguía arrastrándose por él, y no había parte de su magullado, torturado, cuerpo que no le doliera. Pero el dolor que realmente contaba era más profundo. Se trataba de un dolor superior al de la más poderosa corriente eléctrica.

Era el dolor del fracaso.

Bond no solía largarse con el rabo entre las piernas, y no disfrutaba con la perspectiva de llegar a la estación Y sin otra cosa que mostrar como producto de sus esfuerzos que múltiples contusiones, y un feo y punzante temor de que quizás era ahora impotente.

—¡Por aquí,
sah!
¡Por aquí! ¿Quiere usted algo hermoso de oro para su señora? Lo tenemos. Le haremos un precio especial.

—¡Mire, mire! Se lo enseñaré. Venga, venga. Esto es plata de verdad. Muy antiguo. Le mostraré la marca.

—¿Es usted inglés? ¡Me gustan los ingleses! Los ingleses son buenos amigos míos. Yo luché por el Ejército inglés. Porque usted es inglés le mostraré un trabajo de piel que nunca he vendido. Lo hizo mi padre. También le gustan mucho los ingleses…

Bond se sintió como un hombre nadando contra la marea. Si alguien tratara de venderle postales pornográficas, podría hundirse. Y entonces vio lo que andaba buscando.

—Alfombras Khan. Tapices Khan.

Un árabe alto captó su mirada, se le acercó.

—¡Buenos días, señor! Tenemos la más excelente colección de alfombras de El Cairo.

—Soló me interesan las alfombras persas.

—Entonces podremos darle satisfacción, señor. Si quiere usted pasar al interior.

Bond escuchó el intercambio de señales de reconocimiento, y le pareció que sonaban como un número de music-hall. Tal vez era porque estaba magullado de mente y cuerpo, y no esperaba con ansia su próxima cita. «007 está en la pendiente, ¿sabe? Arruinó una misión en Egipto. Una potrita rusa lo llevó a la tintorería. Tendrá suerte si escapa sin un Tribunal de Investigación. Creo que están buscándole un trabajo de oficina». Podía oír los chismorreos resonando por la Universal Export. ¡Pero si, alguna vez se topaba de nuevo con la mayor Anya Amasova, ella tendría algo más que un trasero vapuleado para recordarlo!

El oscuro y frío interior de la tienda era como un laberinto, con pasajes que daban a todas direcciones. Daba también a otra estrecha y bulliciosa calle por la parte de atrás. Muy útil para entrar y salir si lo estaban siguiendo a uno. El guía se detuvo en una pequeña habitación a la que se penetraba por dos puertas. Las paredes estaban cubiertas de alfombras colgantes. Bond observó que los ojos del árabe miraban recelosos alrededor antes de hablar.

—Creo que encontrará usted aquí lo que busca, señor.

Rápidamente, apartó a un lado una alfombra, e hizo un gesto a Bond para que pasara a través de la abertura que apareció. Bond asintió, y cruzó a un estrecho corredor. Un segundo después de que la alfombra hubo caído, se encendió una luz.

Se notaba un olor como el de una casa que ha estado cerrada durante el invierno: gente conservada en frío y humedad. Bond siguió el corredor, y llegó a un tramo de escaleras. Cuando empezaba a descender, oyó un sonido familiar: el tecleo de una máquina de escribir.

Lo que vio en la baja habitación abovedada era menos familiar. Sentada detrás de una mesa de oficina estaba la secretaria que viera la última vez en el despacho de M. Llevaba una chaqueta de punto sobre los hombros, y estaba inclinada sobre la máquina de escribir sosteniendo entre sus dientes una goma de corrección. Terminó de ajustar la máquina, e hizo un gesto de estremecimiento.

—Hace frío, ¿no?

Bond asintió con la cabeza.

—Creo que todo irá mejor si entra.

Giró su cabeza hacia la puerta situada detrás de ella, y se puso a trabajar diligentemente con la goma. Bond recuperó el dominio de sí mismo, y avanzó. ¿Adónde demonios iba?

Abrió la puerta, y se encontró en una larga habitación enjalbegada, caritativamente más cálida que su antecámara. Las secretarias siempre tenían que sufrir; ésa era una de las reglas del Servicio Civil. Al fondo de la habitación había un ancho y pulido escritorio de madera con cuatro cestos de alambre sobre él, y detrás de la mesa… ¡una mujer con el uniforme de mayor del Ejército ruso apuntándole con una Walther PPK! ¡Anya! Sus ojos se estrecharon al entrar Bond, y su hombro avanzó a través de la mesa. El cañón estaba apuntando al corazón de Bond. ¿Se estaría volviendo loco?

Mientras Bond parpadeaba y abría desmesuradamente los ojos, al tiempo que se preguntaba si iba a caer muerto o a recuperar su sentido, otro actor entró a formar parte del drama. Iba vestido con el uniforme de general del Ejército soviético, y llevaba tres filas de condecoraciones en su pecho. Bond lo reconoció por las fotografías. General Nikitin, jefe de SMERSH. Éste miró a Bond, y luego hacia la puerta por la que había entrado.

La siguiente persona que penetró en el cuarto le dio a Bond la seguridad de que pronto llegarían unos hombres ataviados con batas blancas y le conducirían a lo que discretamente se conoce como Centro de Recuperación y Descanso de Virginia Water. Se trataba del mismísimo M, chupando su pipa y luciendo una de sus infernales y alegres corbatas de lazo. Señaló con el cañón de su pipa tras la mesa al tiempo que Anya se levantaba.

—Ah, 007. Está usted aquí.

Anya dio la vuelta a la Walther, de manera que la sujetó por el cañón, y avanzó hacia Bond. Su sonrisa era encantadora.

—Al parecer le he echado mano a su pistola, así como a otras cosas.

Bond tomó el arma ofrecida y resistió la tentación de dispararla inmediatamente. Se volvió a M.

—Me temo que no comprendo, señor.

M hizo un gesto con las manos que abarcaba a todos los asistentes.

—Ha habido un cambio en el plan, 007. El general Nikitin y su ayudante de campo, la mayor Amasova, están aquí oficialmente como parte de la delegación que está discutiendo asuntos de defensa con el presidente Sadat. Esto no nos concierne. Bien, en realidad, sí, pero es como si no, si usted me comprende lo que quiero decir.

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