Con un sentimiento de vergüenza que era físicamente doloroso, Bond se dio cuenta de lo que había hecho. Había traicionado a su país y a sí mismo debido a su apego a una mujer. No había abierto fuego porque Anya estaba prisionera en la cabina. ¡Qué condenado estúpido era! Amargado y despreciándose a sí mismo, dio la espalda al espectáculo de su perfidia.
Como un molino quijotesco, el puente se elevaba a los aires ante él. ¡Vamos! ¡Recupérate, Bond! ¡Ataca! Empezó a correr por la pasarela del helipuerto. Dos mecánicos y un guardián estaban trasladando bidones fuera de su perímetro. El repostado de carburante debía de haber sido hecho a mano. Bond abrió fuego desde lejos, y fue corrigiendo su puntería a tenor de los impactos. Un bidón de combustible hizo explosión, e, instantáneamente, el helipuerto se convirtió en un charco llameante. El combustible se había esparcido por todas partes. Una llama amarilla subió al cielo y su borde rielaba de manera que el puente parecía visto a través de una lámina de plástico. Por entre las llamas corrieron lenguas rojizas, y un hombre emergió de ellas como una antorcha llameante, vacilando. Mientras Bond miraba pareció disolverse en la cubierta. El calor chamuscó las pestañas de Bond y quemó sus mejillas. Apenas había aire para respirar. El rugido de las llamas era ensordecedor.
Bond se sintió empujado hacia atrás cuando se produjo una segunda explosión, más poderosa que la primera. El resto de los bidones de gasolina habían estallado. Ahora el amarillo apareció adornado con hembras de negro, y una densa humareda negra ocultó el puente. Uno de los depósitos de petróleo próximo al compartimiento estanco debía de haberse incendiado.
Bond trepó por encima de la barandilla de la pasarela y saltó al puente. El fuego causaría una valiosa diversión. Se puso a correr y saltó por encima de los tubos que bloqueaban su camino hacia la escotilla más próxima. Ahora la niebla de auto-aversión estaba aclarando, y pudo programar su mente para el trabajo que tenía entre manos. ¡Conseguir penetrar en la sala de control! Ése era el objetivo más importante. Bajó las escaleras de cuatro en cuatro en el momento en que un guardián salía de una escalera de toldilla a su lado. Bond apretó el gatillo, pero la recámara estaba vacía. El hombre giró para disparar, pero Bond apartó el arma a un lado, y hundió el cañón de su metralleta en el estómago no protegido del hombre. Éste dio el salto de la carpa, y Bond blandió la culata de su arma con las dos manos e hincó el acero forjado en plena mandíbula. El cuello del hombre se partió como un trozo de roca. Bond fue soltando los dedos sin vida, uno a uno, y cogió el arma del hombre. La colgó sobre su hombro y siguió bajando las escaleras.
A medida que se aproximaba al final, pudo oír el ininterrumpido tamborileo del fuego automático. La batalla no había terminado. Esperó detrás de la pesada puerta de metal, y oyó su corazón latir violentamente. La sangre estaba coagulándose en su muñeca, y el brazo se le estaba poniendo rígido. No podía permitirse estarse quieto. Haciendo varias respiraciones rápidas, hizo girar el pomo y empujó la puerta lo suficiente como para que se abriera cinco centímetros. Las lóbregas aguas brillaban ante él. Tal como había imaginado, se encontró más cerca de la parte delantera del buque que cuando había entrado por la escalera de toldilla de babor. Por encima de él, y en dirección a popa estaba la pasarela central que atravesaba el área de los muelles. En medio de ella había una plataforma giratoria provista de ametralladoras que ahora estaban dirigidas contra el calabozo. Bond pudo ver las espaldas de tres tiradores agachados detrás del blindaje. Miró a la sala de control, y se le cayó el alma a los pies. Las persianas estaban cerradas formando una pared impenetrable. Media docena de cuerpos yacían esparcidos en el anfiteatro situado frente a ellas.
No había ninguna forma fácil de penetrar en el centro nervioso del imperio Stromberg; eso resultaba brutalmente claro. Y quedaban menos de cuatro horas para el Armageddon.
Bond luchó contra el cansancio y el desánimo, y avanzó cautelosamente por el muelle. Nunca había cabido la duda de que la cosa iba a resultar difícil. En cuanto uno empieza a sentir lástima de sí mismo, está acabado. Tal vez ocurra lo mismo con el sentir lástima por los demás.
Se recostó contra el blindaje de hierro y examinó la situación. Por lo que podía ver, Carter y el resto de los prisioneros huidos estaban diseminados en torno a los amarraderos. Algunos habían penetrado en las galerías laterales; se oían disparos ocasionales procedentes de aquella dirección. Varios hombres habían perecido en un ataque fracasado contra la sala de control. Por la amplitud de su fuego, parecía como si se hubieran apoderado de algunas armas más. Pero donde quiera que fueran, siempre se encontraban dentro del alcance de la ametralladora central emplazada en la pasarela. Aquella arma tenía que ser puesta fuera de combate. El ferrocarril suspendido y su tubo protector corrían a una distancia de dos metros. Una de las vagonetas estaba convenientemente situada en la abertura más próxima. Eso significaba unos dos metros de distancia. Bond miró a su alrededor y emergió de las sombras.
Apenas había dado dos pasos cuando se oyó el gemido desgarrador de una sirena por encima de su cabeza. Se echó al suelo cuan largo era, y cerró con fuerza los ojos, esperando sentir las balas que se introducirían en su carne. Pero nada sucedió. La sirena continuaba gimiendo, y Bond se relajó en parte. Debía de tratarse de una señal de alarma anunciando el fuego en cubierta. Probablemente no llegará ninguna ayuda de aquí abajo, compañeros; todo el mundo anda ocupado. Levantó la cabeza y se arrastró hacia la vagoneta. Se trataba de una simple caja de seis plazas con una palanca que conectaba al monorraíl electrificado. Simplemente con levantarla se disponía de corriente para hacer avanzar la vagoneta. El gemido de la sirena se detuvo, y se produjo un silencio fantasmal roto sólo por los quejidos de un hombre herido que yacía cerca del calabozo. Salió una corta ráfaga de fuego de la pasarela central, y los gemidos cesaron. Los dientes de Bond rechinaron con un sonido que casi resultó audible. No le gustaba disparar contra las personas por la espalda, pero a veces le hacían el trabajo fácil a uno.
Mirando cuidadosamente a lo largo de la galería que corría por encima de su cabeza, se enderezó y miró a la galería lejana. No había signo de movimiento. Ahora tenía que moverse deprisa, antes de que los de su propio bando lo tomaran como un enemigo, y alguien empezara a disparar. Descolgó su arma y la colocó en la cabina de la vagoneta. Luego se encaramó al techo de protección del raíl y se dirigió hacia proa. Tras una decena de pasos, se encontró detrás de los hombres de la dotación del arma. Dirigiendo su mirada hacia arriba, pudo ver sus hombros inclinados detrás de la plancha cuadrada de metal con troneras para la observación. Levantó su arma, y en ese momento se oyó un grito de advertencia seguido de una ráfaga de fuego automático procedentes de las sombras opuestas. Bond se concentró en los servidores del arma. Cuando estos se dieron la vuelta, soltó una larga ráfaga y vio como dos hombres se doblaban y finalmente se desplomaban. El tercero estaba luchando con la manivela que hacía girar el arma. Bond disparó de nuevo, pero la coraza defensiva seguía girando. Pudo ver las chispas que contra el blindaje hacían saltar sus disparos. Los cañones del arma iban bajando en dirección a él cuando el tercer hombre de repente se deslizó a un lado y permaneció inmóvil con el brazo colgando por encima de una de las barandillas.
Bond sintió su cuerpo empapado en sudor. El túnel bajo sus pies estaba barrido por las balas, y empezó a correr hacia la vagoneta. Saltó a través de la abertura y agarró la palanca. Se produjo un agudo zumbido y la vagoneta arrancó y empezó a deslizarse hacia delante. Las balas golpeaban contra el abrigo del túnel como lluvia tropical. Bond mantenía su cabeza gacha y la palanca levantada. Cruzó por delante de otros dos accesos, y se encontró en el muelle en el lado izquierdo del calabozo. Vio las asombradas caras de los hombres de Carter que levantaron sus armas.
—¡Alto el fuego!
Bond sintió una oleada de gratitud por la rápida comprensión de Carter de la situación, y trepó para cobijarse detrás de las escaleras que llevaban a la sala de control. Carter se agachó junto a él.
—¿Lo consiguió?
—No.
Por la expresión de la cara de Bond, Carter se dio cuenta de que algo andaba mal, pero no prosiguió:
—Mala suerte. Gracias por eliminar esa ametralladora. Le dimos al tipo que estaba tratando de agujerearle. Me parece que hemos hecho una buena limpieza por aquí, pero están muy fuertes en la sala de control.
Bond observó que Carter sostenía un fusil automático FN.
—¿De dónde lo han sacado?
—Lo cogimos en el almacén. No tenemos problemas con las armas.
—Excelente.
Bond miró a través de la puerta del calabozo, donde pudo ver a
Chuck
Coyle supervisando el tratamiento de una serie de hombres heridos. Los cuerpos muertos yacían en el mismo lugar donde habían caído. El espantoso hedor de la muerte llenaba ya el aire.
—¿Qué me dice de las pérdidas?
La cara de Carter se oscureció.
—Graves. Realmente se despacharon a gusto con nosotros cuando salíamos del calabozo. Aproximadamente treinta muertos, y unos quince heridos. El capitán ruso cayó en el asalto al almacén —Carter meneó su cabeza con admiración—. Esos tipos luchan como gatos salvajes.
—¿Qué sabe de Talbot, su colega del
Ranger
?
—Está allá, detrás de la otra escalera. Está impaciente por intentar un ataque contra la sala de control. Cree que puede abrirse camino con granadas de mano.
Bond pensó en las persianas de acero de diez centímetros de espesor y se sintió escéptico. Consultó el reloj. Tres horas y media para que todo acabara.
—Vamos a hablar con él.
Talbot tendría treinta y tantos años, era rubio y su agraciado rostro no denotaba haber tenido contacto con las realidades desagradables de la vida. Bond pudo imaginar las tazas de té de la rectoría temblando cuando él regresaba de permiso.
—Absolutamente. Mis muchachos se están encabritando. Dennos un poco de fuego de protección y nos situaremos allí en un santiamén.
Bond se sintió incómodo, pero, a cada segundo que pasaba, los dos submarinos nucleares se estaban acercando a sus posiciones de fuego. Tenía que hacerse algo. Se apartó de la ansiosamente brillante cara de Talbot, y leyó la resignación en los enrojecidos ojos del capitán Carter.
—De acuerdo.
Cinco minutos más tarde, Talbot estaba preparado bajo el abrigo de la galería, con veinte hombres. Estos iban armados con metralletas Schmeisser encontradas en el almacén y cuatro granadas de mano envueltas en un trozo de tela, a fin de que pudieran ser lanzadas contra el pie de la pantalla de metal sin que se apartaran rodando.
La partida de asalto estaba dividida en dos grupos de diez hombres cada uno. Atacarían simultáneamente las dos escaleras, bajo fuego de cobertura procedente del lado del muelle. ¿Fuego de cobertura contra qué?, pensó Bond mientras miraba la blanca pared de acero. Sentía una espantosa premonición, pero trató de apartarla de su mente.
Talbot balanceó su arma de lado a lado para demostrar que estaba dispuesto, y una ametralladora empezó a disparar barriendo las pantallas de acero. Se oía un chirrido que atacaba los nervios producido por el rebotar de las balas sobre el metal, pero no daba la impresión de producir efecto alguno. Las persianas seguían tan impenetrables como ojos cerrados. Luego, de repente, los ojos se abrieron. Los vociferantes hombres de Talbot habían alcanzado la cúspide de las escaleras cuando cuatro ranuras verticales aparecieron en las cortinas de acero y los cañones con aspecto de rallador de queso de las ametralladoras pesadas aparecieron por ellas.
Bond hizo una mueca de dolor y se preparó para lo inevitable. Los cañones temblaron y una granizada de balas cayó sobre los atacantes. La velocidad de las armas era tan grande que los hombres daban la impresión de ser borrados como las cifras de una pizarra. Uno de ellos, más avanzado que los demás, quedó sostenido en el aire durante unos instantes por el peso de las balas que caían sobre él. Tembló como si una potente manguera estuviera enfocada contra su pecho, y luego cayó cuan largo era. Bond estuvo a punto de llorar al ver como sus compatriotas eran asesinados. Tan sólo Talbot seguía insistiendo disparando desde la cadera. Lanzó su granada de mano y luego se quedó de pie observando como un jugador de golf que sigue su golpe. Dio dos pasos vacilantes y entonces, una pequeña llamarada surgió de una abertura en las persianas y lo envolvió. A los pocos segundos era una antorcha flameante desplomándose sobre su propia granada. Hubo una explosión y Talbot fue lanzado por los aires como un maniquí. Trozos de uniforme en llamas yacían esparcidos por la cubierta. Las persianas de acero seguían indemnes. Como efectuando un movimiento de barrena, los cañones de las armas se retiraron en el mismo instante y las ranuras se cerraron. Los moribundos sufrían sacudidas espasmódicas, y el desagradable olor de la carne quemada empezaba a flotar procedente de la galería. Bond se sintió enfermar tanto de cuerpo como de mente.
—¡Oh, Dios mío!
Los ojos de Carter estaban cerrados.
—Bien —Bond luchó por conservar la compostura y hacer algo positivo—. Eso nos enseñará una lección. Ninguna arma portátil convencional nos permitirá entrar en ese lugar. ¿Qué más tenemos en el almacén?
Carter se secó su sucia frente con la mano y parpadeó. Era como un boxeador sacudiendo la cabeza para eliminar los efectos de un golpe doloroso y sabiendo que la lucha tenía que proseguir.
—Torpedos.
Los sacaron todos, y los examinaron. Nucleares y convencionales.
Bond sintió que empezaba a dibujarse una idea en su mente.
—¿Puede usted encontrar a un armero?
Carter lanzó una ojeada a los hombres acurrucados desconsoladamente detrás de cualquier cosa que les ofreciera abrigo.
—Seguro que sí. ¿Por qué?
—Quiero construir una bomba —respondió Bond, adelantando su mandíbula.
Una hora y media más tarde, Bond se encontraba de pie en el almacén sintiéndose como un cirujano que dirigiera una operación de vida o muerte. Sobre la mesa del armero estaba el desmembrado casco de un torpedo convencional, y alrededor de él una complicada masa de alambres y circuitos eléctricos. Dos hombres estaban inclinados sobre el «paciente», y otro se hallaba de pie a su lado para secarles el sudor de la frente. No se trataba sólo del sudor debido al miedo, sino que era también el resultado del intenso calor que reinaba cada vez con más fuerza en el almacén. Tres explosiones, cada una de ellas más potente que la anterior, habían estremecido al petrolero durante la última hora, y Bond suponía que eran el resultado del fuego que él había dejado en cubierta. Los mamparos se iban calentando más y más, y era posible que el fuego se estuviera extendiendo por todo el buque. Ahogado, enterrado y quemado. Eso añadiría color a su discreta esquela en el
Times
.