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Authors: Christopher Wood

Tags: #Aventuras, #Policíaco

La espía que me amó (25 page)

BOOK: La espía que me amó
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—¿Cómo va la cosa?

—Casi estamos, señor —la voz era tranquila, controlada y reconfortante—. Sólo queremos asegurarnos de que no tocamos el circuito conductor de impulso.

—¿Y suponiendo que lo hagan? —preguntó Bond tragando salvia.

—Bien, señor —la voz expresaba disculpas—; podría hacer explosión.

Bond se maldijo a sí mismo por preguntar, y trató de pensar en otra cosa. Por ejemplo, ¿qué le estaba pasando a Anya? Por supuesto, era puramente accidental el que ella hubiese acudido con tanta facilidad a su mente.

—Lo siento —nadie que estuviera oyendo la voz de Stromberg habría dudado de su sinceridad—. Pero tiene usted una peligrosa tendencia a la violencia que debe ser controlada. Se le quitarán las esposas cuando demuestre una actitud más racional hacia su nueva situación. Me gustaría que fuera usted razonable. Es una mujer excepcionalmente agraciada. Por encima de todas las demás has sido seleccionada como iniciadora de una nueva civilización. Es usted semejante a María en el dogma cristiano. ¿Eso no significa nada para usted? ¿Arrancada de la nada para convertirse en la matriz que dará origen a una especie original?

Su mirada vagó de un lado a otro para posarse en la mejilla claveteada de Tiburón, donde la sangre oscura se secaba en riachuelos de corto curso.

Anya levantó la mirada y vio el fuego que ardía detrás de los vidriosos ojos porcinos. Los labios empezaron a absorberse en aquella horrorosa boca de robot. «Oh, Dios —rogó—, no permitas que me bese de nuevo».

—Ya estamos, señor.

Bond dio un paso adelante para ver cómo el detonador era apartado suavemente de sus alambres. Soltó un audible suspiro de alivio.

—Le daría a usted un golpecito en la espalda, si no tuviera miedo de que voláramos todos por los aires. ¿Qué espoletas tenemos?

—De doce segundos, señor.

Bond observó como los pequeños paquetes de explosivos eran empaquetados fuertemente en torno al detonador, y levantó los ojos hacia Carter, que estaba al otro lado de la mesa. Leyendo correctamente su expresión, venía a decir: si esto no funciona, estamos perdidos.

22. Cinco minutos para el Armagedon

Bond se aferró a la viga de acero y luchó contra las oleadas de cansancio y nauseas que amenazaban con sumergirle. Su hombro estaba palpitando dolorosamente. Dos metros más abajo, el agua del muelle tenía un brillo apagado. Si se caía, aterrizaría sobre el plano de inmersión de estribor del
Wayne
. Rogó a Dios por que su brazo resistiera. Se alzó haciendo un esfuerzo de manera que tuviera una pierna a cada lado de la viga, e hizo una mueca de dolor al sentir como el dolor le cortaba los muslos. Otra oleada de vértigo le obligó a cerrar los ojos, y se agarró como una lapa hasta que estuvo seguro de conservar el equilibrio. Respiró con naturalidad hasta que el corazón dejó de latirle locamente, y luego empezó a aflojar las correas de la mochila para quitársela de los hombros. De nuevo, problemas de equilibrio. El paquete era pesado. Finalmente, logró darle la vuelta con ambas manos, y colocarlo sobre la viga ante él. Una esquina del fardo estaba levantada y revelaba la delgada espoleta. Dominó su vértigo, y miró hacia atrás en dirección a la pasarela central. Deslizándose por su raíl situado bajo la viga, el dispositivo escudriñador de televisión iba acercándose a él. Giraba lentamente a uno y otro lado, como algún feo insecto provisto de visión total.

Bond dejó que pasara por debajo de él y calculó la distancia hasta el pesado brazo de metal que lo mantenía unido al raíl. Avanzaba con un ruido metálico y se acercaba al punto central de la pantalla protectora de la sala de control. Bond alzó la muñeca izquierda y consultó el reloj. Uno… dos… tres… los segundos transcurrieron, y Bond midió el progreso del dispositivo en su viaje de regreso. Cuando hubieron pasado doce segundos supo exactamente donde estaría el dispositivo en su raíl; aproximadamente a cuatro metros de distancia de las persianas. Dejó que el ojo electrónico pasara por debajo de él y empezó a avanzar cautelosamente a lo largo de la viga. Ahora su corazón latía de manera incontrolada, y las palmas de sus manos estaban húmedas. Si alguien estaba atisbando a través de las troneras de las persianas, tendría forzosamente que verle. Era, literalmente, un blanco facilísimo.

Alcanzó el punto que había seleccionado con su mirada, y se inclinó hacia delante para agarrar la mochila por el gancho en forma de S toscamente fabricado que habían atado a su espalda. Le invadió otra oleada de náuseas. Detrás, el dispositivo llegó al final de su trayecto, y obedientemente giró en redondo con el ahora familiar ruido metálico. Medio minuto, y estaría debajo de él. Bond se encontraba ahora cerca del anfiteatro y podía ver a Carter y a sus hombres agachados a los pies de la escalera. Ojalá Dios le diera fuerzas para proporcionarles a esos hombres mejores oportunidades que las que facilitara el pobre Talbot. Giró su cabeza con gran dificultad y alcanzó a ver que el ojo electrónico estaba ahora a unos seis metros de distancia. Rechinando sus dientes, permaneció echado con la cabeza a un lado y la mejilla apoyada contra la viga. Con un brazo a cada lado, agarraba la mochila con ambas manos, esperando.

¡Bum!

La fuerza de la explosión sacudió el barco, las luces parpadearon y el dispositivo electrónico se detuvo. Bond se aferró a su percha con las uñas de los pies, y casi gritó de dolor y desesperación. El escudriñador se encontraba a metro y medio de distancia. El peso de la bomba estaba desgarrándole el brazo herido. No podría sostenerla más que unos pocos segundos. Si la explosión había dañado el suministro de energía todo estaba acabado. ¡Vamos, maldita sea! Se mordió los labios y sintió un sabor a sangre. Sus dedos empezaron a abrirse lentamente. Si soltaba la bomba en el muelle y hacía explosión…, la idea le dio fuerzas para cerrar los dedos. Pudo sentir como los tendones de sus brazos estaban siendo sistemáticamente arrancados de sus amarres. Y entonces las luces parpadearon y el escudriñador empezó a moverse nuevamente. Bond se obligó a apartar la cabeza de la viga y cogió la espoleta entre el pulgar y el índice. Tenía los dedos entumecidos, de manera que la apretó sin sentir nada, y apuntó el gancho al brazo del escudriñador. En su primer intento falló, pero debido al impulso, estuvo a punto de caer de la viga. Con desesperación, lo probó de nuevo, y esta vez el gancho le arrancó un trozo de carne del dorso de su mano, pero luego se enganchó en el brazo del escudriñador. Soltó la mochila, y ésta quedó colgando balanceante detrás del escudriñador, en tanto que éste seguía su camino.

Como hipnotizado, Bond observó que se iba acortando la distancia que separaba el dispositivo de la pared de acero. Y luego escuchó la voz del instinto de conservación que gritaba en sus oídos. Retrocedió con una serie de desordenados movimientos, y cuando el dispositivo estaba ya tocando casi las persianas, se dio la vuelta y se lanzó en un desesperado salto al muelle. Falló el malecón por pocos centímetros, y cayó de golpe en el agua, justo en el momento en que se producía un relámpago cegador, y el ruido de un trueno resonaba por todo el buque. El agua se cerró encima de su cabeza, y cuando salió otra vez a la superficie fue para ver una espesa cortina de humo esparciéndose por el anfiteatro, y oír el tableteo del fuego de armas automáticas.

Manos serviciales lo sacaron del agua, y él agarró rápidamente una metralleta, obligando a sus piernas a conducirle hacia la escalera de estribor. Su cabeza se alzó por encima del nivel de la galería y vio que las persianas centrales habían sido atravesadas. Parecían dientes ennegrecidos y torcidos. Un gigantesco agujero había sido perforado en la pantalla de metal.

Bond corrió a través del humo para descubrir que la batalla había terminado. Aquellos hombres de Stromberg que no habían sido muertos estaban siendo reunidos en un rincón y obligados a echarse con la cara al suelo y las manos detrás de la cabeza. Unos pocos técnicos seguían acurrucados junto a sus máquinas. Con cierta satisfacción torva, Bond observó que no se había dado cuartel. Cada uno de los servidores de las ametralladoras había muerto en su puesto. Se sintió aliviado al ver que Carter se acercaba a él con grandes zancadas.

—Esto merece ya una Medalla de Honor del Congreso.

—¿Dónde está el capitán? —preguntó Bond, tratando de sonreír.

Carter señaló con la cabeza hacia el gigantesco globo que estaba girando sobre su eje.

—Si no está muerto, pronto lo estará.

Bond encontró al hombre yaciendo con su uniforme empapado en sangre. Este color contrastaba con la palidez mortal de su cara. El hombre levantó su cabeza desafiante.

—Habéis llegado tarde. Nuestros submarinos ya están en posición. Dentro de cinco minutos, lanzarán sus cohetes —meneó su cabeza—. No hay nada que podáis hacer.

Bond se alejó. Estaba mortalmente cansado. Su herida se había abierto de nuevo, y todo lo que deseaba hacer era estirarse y descabezar un sueño. Pero eso era imposible. Tenía que pensar… y tenía que hacerlo deprisa. Menos de cinco minutos. ¿Qué diablos iba a hacer? Sus ojos cayeron sobre las baterías de máquinas tratando de encontrar una solución. Entonces vio algo. Era una posibilidad. Una débil posibilidad. Pero era todo lo que tenían.

Una de las pantallas de la consola mostraba una serie de coordenadas. Bond las miró y luego dirigió su vista al gigantesco globo. Dos luces, marcadas con las posiciones S1 y S2, centelleando en distintas posiciones del Atlántico. Stromberg Una y Stromberg Dos. ¡
Ranger
y
Potemkin
! Bond comparó las posiciones del globo con las coordenadas de la pantalla repetidora. La posición del
Potemkin
se aproximaba a la de la pantalla. Pero, ¿dónde estaban las coordenadas del
Ranger
?

Otra explosión retumbó a través del buque y la ligera inclinación que la nave tenía a estribor se hizo más pronunciada. Por uno de los ventiladores salía humo negro. Los segundos iban transcurriendo al compás de los torturados latidos del corazón de Bond. Carter le estaba mirando con aspecto implorante.

—James…

Bond sujetó su mano, y consultó el reloj.

—Lo sé. Tenemos sólo cuatro minutos. ¿Puede usted hacer funcionar una unidad de transmisión gráfica?

—Desde luego. ¿Por qué?

—Encuentre una y dispóngase a transmitir. Se lo explicaré dentro de un momento.

Los ojos de Bond se extendieron al pasillo opuesto de la consola. Había un cuerpo desplomado a través de una de las máquinas. Lo apartó a un lado y su corazón dio un brinco. A través de una mancha de sangre pudo distinguir las tenues y parpadeantes cifras de otra serie de coordenadas. Las cotejó con las del globo, y resultaron acercarse a la posición indicada del
Ranger
. Corriendo junto a Carter, alzó el interruptor marcado con la indicación Stromberg Una. Carter le observaba tenso y asombrado. Bond respiró profundamente.

—Voy a tratar de señalar un nuevo blanco para esos submarinos.

—¿Cuál?

—Uno contra otro —Bond no se detuvo para esperar una reacción a sus palabras—. Voy a darle a usted la posición del
Potemkin
como blanco para el
Ranger

—Y viceversa —la cara de Carter se iluminó—. ¡Dios mío! Eso podría funcionar.

Sus dedos se colocaron sobre las claves, y Bond empezó a recitar las cifras. Bajo él, el mensaje que podía salvar al mundo empezó a tomar forma como un telex de negocios.

—Capitán de Stromberg Una. Nuevas coordenadas de blanco. Repito, nuevas coordenadas de blanco.

En menos de un minuto, el mensaje estuvo confeccionado, y Carter empezó a contactar con el
Potemkin
. ¿Y si los dos submarinos estaban en comunicación entre sí? Bond se estremeció. Todo el plan estaba basado en teóricos «síes». Observó la máquina de telex. Cuando faltaba un minuto para el mediodía, entró en actividad.

—Stromberg Una. Mensaje recibido y comprendido.

Carter suspiró con alivio, y castañeteó los dedos.

—Vamos, Stromberg Dos, háblale a papá.

Bond regresó al globo y contempló las palpitantes luces que indicaban Nueva York y Moscú. Gente despertando, gente durmiendo… quizá, pronto, gente muriendo.

—¡James!

El telex estaba funcionando de nuevo. «
Stromberg Dos. Mensaje recibido y comprendido
». Eran exactamente las doce.

Bond se derrumbó en una silla y miró al globo que giraba lentamente. Ahora que la suerte estaba echada, se sentía extrañamente tranquilo. Fuera lo que fuera lo que se esperaba de él, había hecho todo lo posible. Le habría gustado tomar una copa. Un largo martini seco con el pedacito de limón recién pelado más delgado posible.

—¡Mire, James!

Algo estaba ocurriendo en el globo. Dos líneas punteadas de luces estaban surgiendo de los símbolos de los submarinos. Bond se puso rígido. Debía de tratarse de las trayectorias de los misiles. La línea de puntos procedente del Atlántico sur parecía dirigirse hacia Nueva York. La línea del norte se levantaba como si fuera a virar hacia el Este. ¿Qué había sucedido? ¿Habían ignorado los capitanes el cambio de coordenadas? El temor introdujo una cuña en su corazón. Luego la trayectoria empezó a definirse. Los cohetes estaban desplazándose en arco. Se alzaron y luego, lenta pero implacablemente, empezaron a dirigirse uno contra otro. Las trayectorias eran superponibles, y una cortaba a la otra cuando empezaron a descender. Bond observó fascinado como las líneas punteadas se iban acercando más y más al S1 y S2. Detrás de él, el petrolero escoró y gimió, representando un drama menor por su cuenta. Era como contemplar una mecha que se iba quemando en dirección a algún enorme fuego de artificio. El globo giró una vez más, y cuando hubo dado la vuelta ya no se veía en él línea de puntos, ni símbolos.

—¡Jesucristo! —exclamó Carter—. Creo que los hemos liquidado.

Una explosión subrayó sus palabras, y Bond se puso rápidamente en pie. No estaba todo terminado.

—Ahora salvémonos nosotros. ¿Cuál es la situación en cubierta?

—No podemos dominar el fuego —Coyle había aparecido a su lado, con la cara ennegrecida por el humo y el aceite—. Es una cortina de humo de proa a popa. Las escaleras se están pandeando con el calor.

—Tendremos que salir del mismo modo que entramos —dijo Carter—. Que todo el mundo suba a bordo del
Wayne
, y abramos las puertas de proa. Los hombres de Stromberg serán los últimos. Tal como están las cosas, iremos como sardinas.

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