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Authors: Christopher Wood

Tags: #Aventuras, #Policíaco

La espía que me amó (23 page)

BOOK: La espía que me amó
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—Abran las puertas de proa.

Bond se agarró al raíl antes de volverse hacia Stromberg.

—De acuerdo. ¿Cuánto quiere usted?

La suave cara de Stromberg estaba desprovista de artificio.

—¿Querer, comandante Bond? ¿Cuánto puede
usted
darme?

—Personalmente, muy poco —Bond trató de controlar su temperamento—. Pero aquellos a los que represento, aquellos a los que la mayor Amasova representa, esos pueden darle a usted mucho. Diga una cifra.

Stromberg meneó su cabeza como si no estuviera seguro de comprender.

—Me parece que está usted hablando de dinero. No me interesa el dinero. Tengo todo el que necesito.

—Entonces, ¿qué quiere? —el tono de Anya era urgente—. ¿Poder? ¿Un Gobierno mundial bajo su control?

De nuevo se produjo un silencio roto por la voz del capitán.

—Stromberg Una, hágase a la mar. Stromberg Dos, síganlos.

Bond contempló horrorizado como el
HMS Ranger
empezaba a moverse hacia delante.

—¡Sí, Stromberg! Diga sus condiciones. ¿Qué quiere usted para llamar nuevamente a esos submarinos?

Stromberg se volvió lentamente, como un hombre en trance, y Bond se encontró mirando fijamente a unos ojos que eran dos largos corredores que no conducían a ninguna parte. Se dio cuenta de que Stromberg estaba completamente loco.

—Usted no parece comprender, comandante Bond. Lo que yo
quiero
es destruir el Mundo.

20. Mutis Sigmud Stromberg

—¿Crear un nuevo mundo? —preguntó Anya con voz que denotaba incredulidad.

—Bajo el mar. Su amigo… —Stromberg se detuvo y frunció su húmeda boquita en una especie de sonrisa—, su colega, el comandante Bond, sabe de que estoy hablando.

—No tengo idea de qué está usted hablando —la voz de Bond sonó irritada—. Si quiere iniciar una colonia en el fondo del mar, ¡hágalo! Pero, ¿por qué matar a incontables millones de personas inocentes en el proceso?

—¡No son inocentes! —ahora le tocó a Stromberg enfurecerse—. ¿Ha mirado usted alguna vez el mundo en que vive? ¿Ha leído algún periódico? ¿Ha visto un programa de televisión? ¡Corrupción, traición, deshonestidad, odio! Esas son las emociones humanas que prevalecen. La sociedad está abocada a la destrucción. Yo no hago más que acelerar el proceso. No actúo por malicia, sino por necesidad.

—¿Pero qué les ocurrirá a los océanos en una guerra nuclear? La contaminación será muchísimo más grave.

Los dos submarinos estaban ahora justamente cruzando las abiertas puertas de proa del
Lepadus
. Era como una pintura. Una pintura del fin del mundo.

—¡No estoy de acuerdo! —la voz atiplada de Stromberg vibró con furiosa amenaza—. Mejor terminar de un golpe que continuar con lo que tenemos ahora. He hecho planes para todas las contingencias.

—Está usted loco —dijo Bond.

—No me interesa su opinión —el tono de Stromberg era despreciativo—. Aceptaré le juicio de la posteridad.

—Puedo decírselo a usted ahora mismo —dijo Bond—. Sigmund Stromberg fue el lunático más rico de la historia.

Por un momento, pareció producirse un hundimiento en los rasgos de Stromberg. La boca fue absorbida, y los ojos centellearon con un extraño y fantasmagórico fulgor. Luego el espasmo pasó, y el revoloteo de las manos se apaciguó.

—Quiere usted irritarme, comandante Bond. Pero yo soy un científico y un realista. Yo estoy por encima de las acciones insignificantes. Más que cualquier otro ser vivo, ¡yo he demostrado que no necesito descender al insulto vulgar!

Bond escuchaba el megalomaníaco fluir de
Yos
de la obscena boquita de Stromberg, en tanto veía cerrarse las enormes puertas de la proa. Era como si se cerrara una tumba. Los submarinos habían partido a destruir al Mundo, y él se había quedado solo con una mente brillante que, de alguna manera, estaba envenenada. Bond echó una mirada a los guardianes más próximos. Ambos estaban alerta y observando, con sus armas en la mano. Había pocas posibilidades de agarrar una metralleta y hacer volverla contra Stromberg.

Stromberg hizo señas a los guardianes.

—Y ahora, comandante Bond, debo abandonarlo. Tengo que regresar a mi laboratorio. Usted se quedará aquí —miró a Bond significativamente para recalcar el valor de su afirmación, y volvióse hacia Anya—. Usted, mayor, me acompañará. Quizá constituya una sorpresa para usted saber que hay alguien que espera su presencia con palpitante ansia y, ¿me permite decirlo?, sentimientos muy tiernos —Stromberg sonrió cruelmente—. Sí. Mi amigo con el sofisticado aparato masticatorio, conocido en algunos círculos como Tiburón. En sus breves encuentros ha desarrollado un punto sensible por usted. ¿Curioso, no?

La repulsión en la cara de Bond era evidente.

—Yo no prejuzgaría a la pareja, comandante Bond. Incluso para un no científico, las posibilidades son fascinantes. Belleza y gran inteligencia combinadas con la astucia despiadada y una fuerza fenomenal. La progenie de semejante unión sería notable.

—Antes me mataría —dijo Anya, estremeciéndose. Stromberg la miró fríamente.

—Esa es ciertamente la única alternativa.

Hizo un gesto a uno de los guardianes, el cual cogió a Anya brutalmente por un brazo. La muchacha miró a los ojos de Bond, y hubo una pizca de súplica acompañada de una disminución de la tensión en su orgullosa boca. Ahora se parecía más a la muchacha que él había tenido en sus brazos en el Hotel Lavarone. Bond inició un movimiento hacia delante, pero el segundo guardián fue rápido en leer el mensaje. Su arma se levantó y el cañón se clavó en el cuello de Bond bajo la mandíbula. Bond pudo sentir que el dedo del hombre estaba acariciando el gatillo. Un falso movimiento, y su cabeza volaría por los aires.

—Ahórrenos los heroísmos de escuela secundaria, comandante Bond.

Stromberg se estaba mofando, y Bond sintió vivos deseos de lanzar su puño contra la cruel y despreciativa cara, y sentir como ésta se aplastaba como un huevo.

—Llévenlo con el resto de los prisioneros. El capitán ya tiene sus instrucciones —Stromberg echó una mirada a los botes de gas cianhídrico que estaban siendo acarreados a lo largo del muelle—. Adiós, Bond. La palabra tiene, debo decirlo, un grato sonido definitivo al respecto.

Bond ignoró a Stromberg, y trató de insuflar esperanza en los aprensivos ojos de Anya.


Au revoir
, Anya.

—Adiós, James.

No había odio en su voz. Quizás una sombra de resignación. Una nota de lamento por oportunidades perdidas. Bond vio cómo se la llevaban, y trató de apartar de su mente todo sentimiento. ¿Por qué pensar en la muchacha, cuando estaba en la balanza el futuro del mundo? Pero, ¿qué era el mundo sino millones de chicas como Anya? ¿Cómo podía uno servir a la Humanidad e ignorar a los individuos? Se abrió una puerta deslizándose, para revelar un ascensor, y Stromberg, Anya y el Guardián penetraron en él. Bond captó una ultima vislumbre de la bella y valiente cara de Anya, mirándolo implorante, y luego la puerta se cerró.

—¡Muévase!

El cañón del arma se le clavó en el cuello, y luego fue apartado, mientras el guardia le apuntaba cautelosamente. Bond empezó a moverse en dirección a las escaleras por las que habían subido a la sala de control. Detrás de él, pudo oír el teclear de las máquinas de escribir, así como el murmullo de los técnicos. Arriba, el dispositivo explorador de televisión seguía moviéndose lentamente a lo largo de su senda programada. Los guardias estaban situados a intervalos regulares a lo largo de pasarelas y muelles. Bond sabía que si quería intentar algo, tenía que hacerlo deprisa. Si doscientos cincuenta hombres habían encontrado imposible escapar del calabozo, su presencia entre ellos no iba a cambiar las cosas en un corto plazo, y se trataba de un corto plazo. Unas pocas horas más, y los submarinos se encontrarían en posición. ¡Tenía que conseguir penetrar en aquella sala de control!

Estaban ahora al pie de las escaleras, y empezaban a caminar por el muelle. Los dos guardias situados junto a la primera puerta del calabozo miraban con actitud expectante. Un tercer hombre se aproximaba con la carretilla que transportaba los cilindros de gas. Encima de estos, estaba el arma que disparaba los proyectiles. Bond se puso tenso, y sintió una punzada de excitación. ¿Estaría el arma cargada todavía? ¿Cómo podía apoderarse de ella? La carretilla era una construcción simple, un montante encajado en cada esquina. Si uno de ellos era sacado de su sitio, los cilindros se desparramarían. Bond se humedeció sus labios. Los dos guardianes del calabozo habían colgado las armas de sus hombros. La carretilla estaba a nueve metros de distancia. Bond se dio la vuelta y el guardián le hizo un gesto de que siguiera moviéndose. Estaba a metro y medio detrás de él. De acuerdo. Eso era. Bond tensó sus muslos, así como los dedos dentro de sus botas de paracaidista con las punteras de acero. Tres metros, metro y medio. Bond acortó el paso como si fuera a dejar pasar la carretilla, y luego
¡Yumpf!
. La exclamación brotó de los labios de Bond cuando soltó una coz en la parte inferior de la carretilla con toda su fuerza.

La bota trituró el montante, y le dolor corrió por toda su pierna. El montante saltó por los aires, y el primer cilindro cayó con gran estrépito. Antes de haber tocado el suelo, Bond había ya agarrado el arma y empujado al guardián de la carretilla al agua. Los cilindros estaban esparciéndose por todas partes, y oyó como el primer guardián daba un traspié al tropezar sus tobillos con ellos. Bond se agachó y empezó a correr hacia la puerta más alejada del calabozo. Una rociada de fuego automático zumbó por encima de su cabeza como un enjambre de avispas irritadas, y se ocultó detrás de un puntal. Los dos vigilantes habían descolgado sus armas y estaban acercándose a él.

Una metralleta empezó a tabletear desde la pasarela central y las balas rebotaron con sonido metálico por encima de la cabeza de Bond. La inesperada intervención distrajo a los atacantes del muelle, y Bond saltó a un lado luchando por apuntar la pesada arma. Apretó el gatillo, y se vio proyectado hacia atrás por el retroceso. Con espantosa fuerza, el proyectil atravesó al primer vigilante como si fuera una simple caja de pañuelos y luego penetró en el cuerpo del segundo, abriéndose camino a través de huesos y cartílagos hasta quedar sobresaliendo unos quince centímetros de su espalda. Como muñecos rotos, ambos hombres cayeron primero de rodillas y luego al suelo, uno tras otro, en medio de un enorme charco de sangre. Bond saltó y se apoderó del arma del primer hombre. Encontró el gatillo, y rodó a un lado mientras las balas barrían el área frente a él.

El guardián de Stromberg estaba ahora en la abertura, con el odio y la desesperación reflejada en su rostro. Bond apuntó a sus rodillas e hizo un movimiento ascendente con el arma. La vida huyó del hombre, y éste se desplomó hacia delante con bastante fuerza como para mandar su arma resbalando tres metros por el piso. Bond dio nuevamente la vuelta sobre sí mismo, y corrió, agachado, hacia la puerta más próxima del calabozo. Disparó una ráfaga de desafío hacia la pasarela central, y empezó a mover el volante. Sus progresos eran lentos al principio, pero luego, la rueda empezó a girar. Un súbito pinchazo de dolor en la parte superior del brazo le indicó que había sido alcanzado. Se dio la vuelta y vio a un hombre apuntando desde una de las aletas del
Wayne
. Bond disparó una corta ráfaga, y el hombre cayó pesadamente sobre la cubierta y luego se deslizó hasta el agua. Otra vez cogió el volante. ¡Maldita sea! ¿Cuántas vueltas se necesitarían para abrirlas? Las balas llegaban de todas partes.

—¡Vamos! ¡Vamos!

Llegaban voces apremiándole desde detrás de la puerta, aunque él no lo necesitaba. Podía sentir cómo los hombros estaban presionando. De repente se vio empujado hacia atrás. Una oleada de cuerpos fluyó al muelle. Carter estaba arrodillándose a su lado.

—¡Gracias a Dios, Bond! Haré que le den la Medalla del Mérito por esto.

—Ya he rechazado una —la voz de Bond cambió inmediatamente, para sugerir acción inmediata—. Hágase cargo de las cosas aquí. Yo tengo que subir a cubierta. Stromberg se está marchando con Anya. Necesitamos entrar en la sala de control.

Estaba ya corriendo antes de que Carter tuviera tiempo de asentir. Las balas caían como si fuera confeti de plomo contra los hombres que salían del calabozo; y estos tenían sólo tres armas para replicar. Mejor dicho: cuatro. Bond apuntó con su automática a un hombre que disparaba desde la galería, y éste cayó hacia delante soltando su arma, que fue recogida por la agradecida horda de hombres. Estos iban abriéndose en abanico, aprovechando cualquier cobertura que se presentara.

Bond encogió sus hombros, y pasó a través de la puerta oval de metal mientras las balas rebotaban bajo sus talones. Un tramo de escaleras subía zigzageando. Durante unos segundos no se oyó más que el ruido de sus botas golpeando el metal mientras subía a la cubierta. Pudo notar que por dentro de la manga fluía la sangre, pero el brazo seguía funcionando. En su interior había una firme resolución que le mantenía en pie. Debía eliminar a Stromberg. Con su cerebro destruido, quizás el monstruo se iría arrastrando hasta detenerse. Los comandantes de los submarinos escucharían la razón, y el Armageddon podría ser evitado.

Bond sintió una corriente de aire contra la cara. Debía de estar cerca de la superficie. Los tendones de sus piernas precisaban un urgente descanso. Se obligó, no obstante, a seguir, y cayó contra la pesada manivela que hizo girar para acceder a cubierta. ¡Santo Dios! ¿Dónde estaba? Bond asomó su cabeza y sintió un pequeño vendaval golpeando en ella, como si estuviera en el tejado de un gigantesco edificio. Infinidad de tubos corrían por todas partes en número increíble, semejantes a líneas de ferrocarril en una interminable llanura. El cielo bajaba como sintiéndose amenazado por la brutal estructura que se elevaba hacia él.

Bond oyó el creciente rugido de las palas del rotor, y giró su cabeza hacia la extravagante visión de popa. Recortado contra la elevada estructura del puente estaba el Bell, iniciando su ascenso. Bond empezó a correr hacia él, saltando sobre los tubos hasta que llegó a la pasarela central.

Saltó por encima de una escotilla y siguió su camino, lanzando la automática por delante de él. Ahora lo tenía a su alcance y empezó a ponerse de pie. El helicóptero se estabilizó, se inclinó y empezó a seguir la línea de la pasarela como si la utilizara en calidad de pista de despegue. Bond pudo ver su morro centelleante, bulboso, como la cabeza de una libélula, haciéndose cada vez más grande. Todo lo que tenía que hacer era levantar su arma y rociarlo desde la cabeza a la cola cuando volara por encima de su cabeza. Se tensó, viendo la silueta del piloto, Stromberg… y Anya. El vibrante rugido llenó los oídos de Bond. Sus dedos se cerraron alrededor del gatillo. El helicóptero llenó todo el cielo encima de su cabeza. Empezó a oír el sonido de las balas rasgando el fuselaje. La cabina haciendo explosión como una bombilla. Nada. Nada en absoluto. Sus dedos temblaron contra el gatillo como en un espasmo mortal. Pero nada ocurrió. El golpeteo de las palas del rotor empezó a desvanecerse. Bond se dio la vuelta. El helicóptero estaba ahora elevándose, despejando la proa del
Lepadus
e inclinándose hacia estribor.

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