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Authors: Christopher Wood

Tags: #Aventuras, #Policíaco

La espía que me amó (27 page)

BOOK: La espía que me amó
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Bond asintió con la cabeza y ató la tercera correa en torno a su cintura.

—Mensaje recibido y comprendido, capitán. ¿Cómo va a soltarme?

La mandíbula de Carter se apretó.

—Voy a inundar uno de los tubos lanzacohetes. Usted estará dentro de él. Abriré la portilla exterior, y saldrá usted al agua. ¿Podrá lograr bastante sustentación con este equipo?

Bond no estaba seguro de ello, pero asintió.

Quince minutos más tarde se encontraba acurrucado en el tubo de disparo de medio metro de diámetro reservado para un cohete nuclear. El lugar era espantosamente estrecho, y el sentimiento de claustrofobia que provocaba era superior a todo lo que Bond había conocido hasta el momento. Su cara estaba apretada contra la lisa pared del tubo circular, y su botella de oxígeno arañaba la pared detrás de él. Estaba oscuro y hacía calor, y se sentía como un hombre con una chaqueta demasiado ajustada. Cuando el agua empezó a penetrar, sintió deseos de gritar. En vez de eso, se quitó la máscara, escupió dentro de ella, y fregó la máscara con la saliva. Volvió a colocársela, y echó mano del tubo regulador, encajando la boquilla en su boca.

Aspiró un par de veces, y sintió como el agua subía por encima de su cintura. Ése era el momento de puro terror producido por la cercanía de la muerte. El momento que muchos hombres que se habían hundido como las ratas en el
Lepadus
debieron de haber conocido. ¿Y si no pudiera moverse y quedara atrapado en el tubo y el regulador fallara? El agua le cubrió la cara, menos helada que el temor que se apoderó de él. Un chorro de burbujas empezó a ascender, y Bond torció la cabeza para ver como la escotilla empezaba a abrirse. A unas tres brazas por encima de su cabeza se divisaba la luz matutina brillando a través del agua. «Ahora, tranquilo, domina el pánico, flexiona las rodillas tanto como puedas. Empuja, ¡pero no demasiado fuerte! No pierdas tanto ritmo contra el costado del tubo». Bond sintió que la escafandra arañaba el metal y movió los pies de pato con furia. Durante un par de segundos pareció que estaba sujeto y luego, estirando las manos, se agarró al borde del tubo y pudo izarse saliendo de la crisálida de la muerte.

Como una ballena juguetona, los noventa metros de submarino nuclear se desperezaron. Bond dio una palmadita al casco como si se tratara de un perro obediente, y empezó a andar hacia la superficie para echar una ojeada.

Le llevó diez minutos alcanzar la cala, y su brazo le dolía terriblemente cuando levantó su cabeza detrás de una roca en la costa. No había nadie por los alrededores. Tan sólo el siseo del suave oleaje sobre la arena virgen. Bond habría querido descansar, pero sabía que no había tiempo. Tenía que forzarse a seguir adelante. Se acercó a la caldera, y dejó que el oleaje lo alzara hasta una plataforma de piedra pómez, resbaladiza a consecuencia de la acción del agua y de una capa de algas que se levantaban y aplastaban como la piel de un animal. Salió del agua y se quitó los pies de pato, observando los pececillos rayados que con los remolinos de agua subían a la roca y regresaban luego al mar. El sol estaba todavía bajo, pero añadía ya algo de brillo al siniestro color gris de la pared que rodeaba el puerto de Stromberg.

Bond miró a su alrededor cuidadosamente, y empezó a seguir su camino a través del suelto esquisto de roca volcánica que se escarpaba bajo sus pies como murmullos en una iglesia. Era como trepar por una pila de carbón. Llegó al borde y se dejó caer al suelo con la máscara y las aletas a su lado. Respiraba con dificultad, y su hombro le daba punzadas. Debajo de él, había un estrecho desfiladero que iba a sumergirse en las oscuras aguas de la caldera. A doscientos metros de distancia, el laboratorio se levantaba con su curioso aspecto mitad torre de perforación de petróleo, mitad rampa de lanzamiento de sonda espacial. No se advertía signo alguno de vida. El helipuerto estaba vacío. El
Riva
no estaba atracado junto al muelle.

Bond volvió su mirada hacia la costa. No había barcos amarrados junto a la rampa, los postigos de las ventanas de los edificios estaban cerrados. Prácticamente, Stromberg había abandonado su cuartel general. Pero Bond trató de analizar su presentimiento desde un punto de vista racional. Algo le decía que el lugar seguía albergando vida. Esperó otro minuto, mientras sus ojos escudriñaban todos los rincones de la caldera, y luego se arrastró por encima del borde, y bajó suavemente hacia el desfiladero. Se encontraba ahora en la zona de sombra, y el traje de neopreno le rozaba la piel desagradablemente. Se abrió camino cuidadosamente, arañándose los nudillos y los desnudos pies cuando trataba de usar cada pulgada de protección que la grieta ofrecía. Al cabo de cinco minutos, estaba ya en la orilla del agua. Consultó su abollado Rolex Perpetual; casi había transcurrido media hora desde que abandonara el
Wayne
.

Lavando rápidamente su máscara en el agua, se la ciñó a la cabeza y empezó a ponerse sus aletas. A los pocos segundos, estaba deslizándose bajo la superficie. Con irritación, descubrió que tenía agua dentro de la máscara, de manera que dejó colgar los pies e inclinó la cabeza para atrás hasta que estuvo mirando hacia arriba a través del agua oscura. Apretó las gafas contra la cara y expelió aire a través de la nariz hasta que la máscara estuvo limpia. De nuevo se impulsó hacia delante, pedaleando fuertemente con sus aletas, con los brazos extendidos junto al cuerpo. El único sonido que oía era el de su respiración: un sonido profundo y hueco cuando aspiraba, y un ruido sordo, aflautado, de burbujas, cuando exhalaba. El mar estaba oscuro, impenetrable a la mirada. A cada golpe de sus piernas, la tensión crecía. ¿Estaría algún dispositivo de sonar siguiendo su rastro a través del agua? ¿Estallaría una carga de profundidad junto a él para hacerlo saltar en pedazos? Se apresuró, tratando de poner remedio al miedo con el movimiento. El viaje parecía interminable. ¿Se había equivocado tal vez de rumbo? No, el objetivo estaba ante él; podía distinguir vagamente la cúpula invertida a través de la oscuridad.

Miró detrás de él con cautela, pero no había otra cosa que una estela de burbujas. Consciente de que éstas podrían ser descubiertas si se movía demasiado cerca de la superficie, se hundió bajo el casco antes de subir, rozando al pasar contra el costado lleno de percebes incrustados. La luz creció en intensidad, y bancos de pececillos viraron bruscamente a un lado como brillantes limaduras de hierro captadas en la refracción del sol. Su cabeza salió a la superficie, empujó su máscara atrás y escupió la boquilla de forma que pudo llenar sus pulmones con dulces bocanadas de aire fresco. No se percibía ningún sonido excepto el del agua golpeando contra el desembarcadero. Se impulsó hacia éste, y se encaramó a él, haciendo una mueca por el dolor de su brazo. Podía sentir como la sangre de la herida corría por el interior de su traje de neopreno.

Descorriendo la cremallera de su chaqueta, cogió la Walther PPK. Se quitó luego la escafandra, y sin el molesto peso se sintió inmediatamente mejor. Hizo varias respiraciones profundas y se puso en pie algo inseguro. Su reposo a bordo del
Wayne
no había constituido una convalecencia suficiente para la incesante acción de los últimos días. Estaba echando mano de sus últimos recursos de energía.

Trasladando su equipo al costado del pontón, Bond empezó a subir la escalera, pistola en mano. Las pasarelas y caballetes que una vez estuvieron llenas de guardianes de ojos duros estaban extrañamente vacías. Llegó al primer piso y se encontró delante del ascensor. Alguna voz interna le habló urgentemente diciéndole que no lo utilizara. Se movió a la izquierda y encontró una de las cuatro columnas tubulares que sostenían la estructura. La tomó cautelosamente, y llegó a un punto en que las dos galerías cerradas se dividían en ángulo recto. Una de ellas estaba en la sombra, y la otra recibía a medias la luz del sol ascendente. El mar murmuraba a nueve metros por debajo de él, pero existía una fuente de ruido más próxima. Procedente de algún lugar de la galería que permanecía en sombras llegaba el sonido de voces.

Bond se puso tenso y trató de inyectar nueva vida en los dedos entumecidos por el dolor que sujetaban la Walther. Resultaba imposible entender lo que las voces estaban diciendo, pero su tono era agitado y estaban discutiendo entre sí como si trataran de convencerse mutuamente. Bond se introdujo en la galería arrastrándose. En algún lugar por encima de su cabeza había un persistente ruido como un postigo que crujiera por efecto del viento. Cruzó una puerta, y podría jurar que las voces procedían de la siguiente pieza. Una de las voces estaba hablando en italiano, con tono apremiante. Se agachó para mirar por debajo de una portilla y vio que la pesada puerta de metal estaba entreabierta. Dos pasos más, y empujó la puerta con sus hombros, penetrando en tromba.

La habitación estaba vacía. Vacía exceptuando dos baterías de pantallas de televisión situadas en paredes opuestas. Todas ellas mostraban imágenes diferentes, y, al observarlo, Bond se dio cuenta de que se trataba de programas comerciales de televisión emitidos desde diversas partes del mundo. Un concurso de televisión desde Tokio, una comedia desde Nueva York, un boletín de noticias desde Roma. Bond hizo un rápido examen de la situación, y llegó a descubrir la verdad. Allí era donde Stromberg tenía planeado escuchar las noticias del fin del mundo.

Y entonces, una a una, las pantallas se quedaron en blanco, y el murmullo de voces se desvaneció, hasta que todo quedó en un silencio completo. El silencio del sepulcro.

Bond se estremeció, y se disponía a abandonar la pieza cuando una voz le hizo detenerse en seco.

—Buenos días, comandante Bond. Lo estaba esperando.

24. Mutis Sigmund Stromberg, otra vez

La voz pertenecía a Stromberg. Llegaba, al igual que su imagen sentado en su vasto sillón, procedente de cada pantalla de la habitación. Las otras imágenes habían sido borradas. Stromberg iba cogiendo nueces de un cuenco, y rompiéndolas con infinito cuidado.

Bond consultó su reloj. Quedaban menos de diez minutos para que terminara el plazo límite de Carter. No parecía haber más alternativa que jugar con Stromberg. La atiplada, incorpórea, voz prosiguió.

—Llevo bastante rato observándolo. Desde que salió usted arrastrándose del mar, en realidad —la voz se tornó introspectiva—. Una entrada apropiada dadas las circunstancias. ¿Se le ocurrió eso a usted, comandante Bond? ¿Estaba usted tratando de echar sal a mis heridas representando el papel de alguna criatura primordial que llena un vacío entre el hombre y el pez? Imagino que no. Semejante previsión no se ajusta a su naturaleza.

—No vine aquí para que me hiciera un análisis del carácter.

La voz de Bond era cortante.

—¿Dónde está la mayor Amasova?

Stromberg separó sus manos.

—Evidentemente, no conmigo. Vamos, hay cuestiones que querría discutir con usted. Ella puede ser una de tales cuestiones. Estoy en la habitación 4 C. No se alarme. No estoy armado.

Lentamente alargó una mano hacia una consola. Las pantallas quedaron en blanco.

Stromberg dejó el cascanueces en el cuenco y dio un golpecito a un interruptor de la consola. Las dos mitades del retrato Rommey se separaron y revelaron la pantalla del monitor de televisión. Stromberg ajustó el control de la imagen y observó la diabólica gracia del gran tiburón blanco deslizándose por el agua. Una ligera aceleración del pulso se reveló en el brillo cada vez más rojizo de sus pupilas. La boca empezó a temblar anticipando los acontecimientos. La cámara cubría la cavidad frontal de cristal de la trampa mortal de la habitación 4 C, y Stromberg se recostó en su silla y apretó las manos en torno a las terminaciones de los brazos. Deseaba ver entrar el agua en tromba, los gruñidos, los quejidos, el ruido de los arañazos, el jadeo, la asfixia, los ojos desorbitados por el pánico. Quería ver a Bond desgarrado mientras él seguía vivo. Quería ver hasta que las imágenes de la pantalla fueran borradas por una cortina carmesí.

—La habitación 4 C parecía un poco prosaico. Preferí hablar con usted cara a cara.

Stromberg dio la vuelta y se encontró mirando fijamente el desagradable y brillante cañón de la Walther PPK de Bond. Éste salió de las sombras.

—Ahora, volvamos a mi primera pregunta. ¿Dónde está Anya?

Stromberg levantó una inexistente ceja.

—¿Anya? La última vez era la mayor Amasova. ¿Capto quizá los signos de una creciente y tierna amistad?

Bond movió la Walther acercándose hasta unos centímetros de distancia del corazón de Stromberg.

—No tenemos tiempo para charlas insustanciales, Stromberg. Antes de diez minutos, este lugar va a ser hundido con disparos de torpedo.

Stromberg abrió sus brazos de par en par.

—Eso no tiene importancia, comandante Bond. Yo he decidido ya morir. Mi principal interés radica en asegurarme de que usted morirá conmigo. Habría preferido que el tiburón diera buena cuenta de usted, pero eso es una cuestión de gustos personales —Stromberg levantó un brazo señalando las paredes—. Si pudiera usted ver el exterior, observaría que nos estamos hundiendo. Incluso una persona de su limitada inteligencia e imaginación debe de haberse preguntado por qué construí mi laboratorio aquí, comandante Bond. Es debido a que se trata de una batisfera, y porque la caldera no tiene prácticamente fondo. Cuando el volcán hizo explosión, produjo un hueco que se hundió mil quinientos metros en la tierra. Ahí es donde yo me habría acostado, mientras la turbulencia nuclear tenía lugar por encima de mi cabeza. Calentito como un feto en el útero. ¡Un útero que, de no ser por usted, habría dado origen a un mundo nuevo e inconmensurablemente mejor! —la voz de Stromberg ascendió hasta convertirse en un chillido—. ¡Pero usted destruyó eso, y yo le destruiré a usted! Apenas penetró usted aquí, yo puse en marcha el proceso de hundimiento de la nave, proceso, por lo demás, irrecuperable. ¡Lenta, pero inevitablemente, iremos descendiendo hasta que la presión aplaste esta enorme estructura como una diminuta lata!

La mente de Bond captó rápidamente el meollo del rimbombante e insensato discurso de Stromberg. Si se estaban hundiendo, ¿qué haría Carter al respecto? La contestación llegó más pronto de lo que él había imaginado.

Una violenta explosión hizo levantar los pies de Bond del suelo y la habitación se inclinó. Carter había disparado antes de finalizar el tiempo, ¿pero quién podría censurarlo? No podía permitir que la presa escapase. Bond se encontraba tumbado contra la pared detrás de la silla de Stromberg, con el suelo elevándose como una empinada cuesta frente a él, y buscó a Stromberg y su arma. A unos metros de distancia del muro, Stromberg saltó ávidamente. La Walther PPK tomó forma en sus manos, y Stromberg se puso de pie contra la pared. En sus ojos brillaron triunfalmente dos puntitos de luz. Bond se tensó esperando el primer disparo que penetraría en su carne. Y entonces la mesa de cristal y acero cayó con gran estrépito por la habitación y golpeó contra la cabeza de Stromberg como un ariete. Se oyó un espantoso crujido y la cabeza se alargó, de manera que los ojos fueron proyectados hacia delante y sobresalieron de sus órbitas como los de un pez. «Incluso en la muerte», pensó Bond.

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